—Pongamos otro caso. Un hombre tiene parientes en su país. Desea traerlos, pero no puede, porque carece de medios para pagar las cuotas de inmigración. Tammany le soluciona esa dificultad.
—Claro. Hacen embarcar extranjeros, se encargan de conseguirles la carta de ciudadanía y después les dicen que deben votar por los demócratas o regresar al país de origen —decía Katie.
—Digas lo que digas, Tammany es bueno para los pobres. Pongamos que un hombre cae enfermo y no puede pagar el alquiler. ¿Crees que la organización permitiría que lo desalojasen? No, señor, ¡nunca!, si se trata de un demócrata, por supuesto.
—Entonces, supongo que todos los propietarios han de ser republicanos —apuntaba Katie.
—No. El sistema tira para los dos lados. Supongamos ahora que el propietario tiene de inquilino a un bellaco y éste, en vez de pagarle el alquiler, le da un trompazo en la nariz. ¿Qué pasa? El partido arregla en seguida el desalojo.
—Por lo que Tammany da al pueblo, le saca el doble. Espera a que voten las mujeres… —Johnny la interrumpió con una estrepitosa carcajada—. ¿No crees que votaremos? Ese día llegará, y recuerda lo que estoy diciendo, ese día meteremos a todos los politiquillos de mala fe donde les corresponde estar: ¡entre rejas!
—Si llega el día en que voten las mujeres, irás a la urna conmigo, cogida de mi brazo, y votarás por quien yo diga —advertía Johnny, dándole un breve abrazo.
Katie le sonreía, y a Francie no le pasaba inadvertido que lo hacía de lado, con la misma sonrisa que la señora del cuadro del salón de actos de la escuela, aquella a quien llamaban Mona Lisa.
Tammany debía gran parte de su poder a que se interesaba por los niños desde temprana edad y los familiarizaba con el partido. El más burro de los secuaces del comité sabía que el tiempo, aparte de lo que puede o no hacer, pasa, y que el muchacho de hoy será el votante del mañana. Atraían a los muchachos, y a las niñas también. En aquella época la mujer no podía votar, pero los políticos sabían que las mujeres de Brooklyn ejercían una gran influencia en sus maridos. Interesar a la niña en el partido significaba que, después de casada, conseguiría que su marido votase a los demócratas. Para ganarse la voluntad de los chiquillos la Asociación Demócrata Mattie Mahony organizaba para ellos y sus padres una excursión cada verano. Aunque Katie no sentía otra cosa que desdén por la asociación, no veía razón alguna para no aprovechar el paseo que le brindaban. Cuando Francie supo que irían, se puso tan contenta como sólo una chiquilla de diez años que nunca ha viajado en un vaporcito puede estarlo.
Johnny rehusaba ir al paseo y no comprendía por qué Katie se empeñaba en ir.
—Quiero ir porque me gusta vivir —fue la extraña razón.
—Si eso es vivir, no lo aceptaría ni con bonificación.
Sin embargo, Johnny fue. Pensó que la excursión en barco podría ser instructiva y él deseaba estar presente para educar a sus hijos. Aquel día hizo un calor abrumador. Las cubiertas del barco se hallaban abarrotadas de chicos, excitados y salvajes, que corrían alborotados de una parte a otra, continuamente en peligro de caerse al río Hudson. Francie no apartaba la vista del agua, hasta que sintió el primer dolor de cabeza de su vida. Johnny explicó a sus hijos que muchos años atrás Hendrick Hudson había navegado ese río por primera vez. Francie se preguntaba si el señor Hudson se habría mareado tanto como ella. Sentada en la cubierta, Katie estaba muy guapa con su sombrero de paja verde claro y un vestido de lunares amarillos que le había prestado Evy. Las personas que estaban con ella se reían. Mamá era de conversación muy amena y la gente la escuchaba complacida.
Poco después de mediodía el vapor ancló frente a una cañada boscosa y los demócratas desembarcaron y se hicieron cargo de las cosas. Los chiquillos corrían y gastaban sus vales. La semana anterior se les había repartido tiras de diez vales por cabeza. En los vales se leía: «Salchichas calientes», «Soda», «Tiovivo» y cosas así. Francie y Neeley habían recibido los suyos, pero ella se había dejado tentar por unos chicos astutos y apostó sus vales en una partida de canicas. Le habían asegurado que podía ganar hasta cincuenta vales y darse un gran festín. Francie era poco hábil con las canicas y pronto perdió sus vales. Neeley, por su parte, tuvo más suerte y terminó con tres tiras de diez vales cada una. Francie rogó a Katie que interviniese para que Neeley le cediera una de las tiras. Su madre se valió de esta oportunidad para sermonearla contra el juego.
—Tenías tus vales y quisiste hacerte la lista y obtener lo que no te correspondía. Los que juegan piensan únicamente en ganar. Nunca piensan que pueden perder. Ten en cuenta esto: alguien tiene que perder y ese alguien tanto puedes ser tú como el otro. Si aprovechas la lección, el aprendizaje te habrá costado barato.
Su madre tenía razón, Francie sabía que tenía razón, pero eso no la hacía feliz. Deseaba ir a los tiovivos como los demás, quería beber un vaso de soda. Se quedó desconsolada frente al mostrador de las salchichas, viendo cómo los otros engullían, hasta que un hombre se le acercó y se detuvo para hablarle. Vestía uniforme de policía, sólo que iba cargado de galones.
—¿No tienes vales, niña? —le preguntó.
—Me he olvidado de traerlos —mintió Francie.
—Claro. Yo tampoco era buen jugador de canicas cuando era pequeño. —Metió la mano en el bolsillo y extrajo tres vales—. Ya contamos con tener que reemplazar algunas pérdidas todos los años, pero generalmente no son las niñas las que pierden. Por lo general se aferran a lo que tienen, por poco que sea.
Francie aceptó los vales, le dio las gracias, y ya se retiraba cuando él le preguntó:
—¿Es por casualidad tu mamá esa señora que está allí sentada, con un sombrero verde claro?
—Sí —contestó Francie, y esperó. El no dijo nada. Finalmente ella le preguntó—: ¿Por qué?
—En adelante reza todas las noches a la Virgencita y ruégale que te haga crecer tan linda como tu madre. No lo olvides.
—Y mi papá es el que está sentado a su lado.
Aguardó a que le dijera que su padre también era muy guapo. El se contentó con mirar a Johnny, sin opinar. Ella se retiró corriendo.
Francie tenía orden de acercarse a su madre cada medía hora durante todo el día. Cuando le tocó ir a verla Johnny estaba tomando cerveza junto a un barril de donde se servía gratis. Katie le dijo en tono de burla:
—Estás haciendo como tía Sissy, siempre conversando con hombres uniformados.
—Me dio unos vales.
—Ya lo he visto. —Y agregó como de pasada—: ¿Qué te ha preguntado?
—Si tú eras mi mamá.
Francie no le dijo que había ponderado lo bonita que la encontraba.
—Sí, ya me he imaginado que te estaba preguntando eso.
Katie se miró las manos. Las tenía ásperas, amoratadas y estropeadas por los ácidos que usaba para restregar. Sacó de su cartera un par de guantes de algodón —zurcidos— y, a pesar del calor que hacía, se los puso. Suspirando, dijo:
—Trabajo tanto que a veces me olvido de que soy mujer.
Francie se sorprendió. Por primera vez oía a su madre pronunciar una frase que se parecía a una queja. Se preguntó intrigada por qué de pronto su madre se avergonzaba de sus manos. Cuando se iba alejando, la oyó preguntar a la señora que tenía al lado:
—¿Quién es ese hombre de uniforme, ese que está mirando hacia aquí?
—Es el sargento Michael McShane. Es raro que no le conozca, es de la comisaría de su barrio.
Continuaba el día de diversión. Habían colocado un barril de cerveza en la punta de cada una de las largas mesas y era gratis para todos los buenos demócratas. Francie se había dejado contagiar por la excitación de los otros chicos y corría alborotada de un lado a otro, gritando y peleando como los demás. La cerveza fluía como el agua en las alcantarillas de Brooklyn después de una copiosa lluvia. La banda tocaba sin parar, entre otras canciones, interpretaron: «Los bailarines de Kerry», «Cuando sonríen los ojos irlandeses» y «Harrigan, ése soy yo»; también tocaron «El río Shannon» y el canto de los neoyorquinos: «Las aceras de Nueva York».
El director anunciaba cada interpretación: «La banda de Mattie Mahony ahora va a tocar…», y al final de cada pieza los componentes de la banda gritaban a coro: «¡Hurra por Mattie Mahony!». Los mozos acompañaban cada vaso de cerveza que servían con un: «A la salud de Mattie Mahony». Todas las actividades tenían nombres como: «Carrera llana Mattie Mahony», «Carreras de patatas Mattie Mahony», y así sucesivamente. Antes de que terminase la excursión, Francie estaba convencida de que Mattie Mahony era realmente un gran hombre.
Al atardecer, a Francie se le ocurrió que debía buscar al señor Mattie Mahony para darle personalmente las gracias por las maravillas que les había proporcionado. Buscó y buscó y preguntó y preguntó. Nadie le había visto jamás. Seguramente no había ido al picnic. Su presencia se sentía en todos lados, pero era invisible. Un hombre le dijo que tal vez no existía. Que quizá era el nombre que daban a quienquiera que fuese el jefe de la organización.
Hace cuarenta años que les doy mi voto —dijo el desconocido— y el candidato siempre ha sido el mismo: Mattie Mahony. Quizá sea otra persona pero con el mismo nombre. No sé decirte quién es, niña. Sólo puedo decirte que siempre he votado a los demócratas.
El regreso por el Hudson bañado por la luz de la luna fue notable únicamente por las muchas peleas en que se enzarzaron los hombres. En su mayoría, los niños estaban descompuestos, quemados por el sol y malhumorados. Neeley se quedó dormido en el regazo de su madre. Francie, sentada en la cubierta, escuchaba la conversación de sus padres.
—¿Conoces por casualidad al sargento McShane? —preguntó Katie.
—Sé quien es. Le llaman el Honesto. El partido le ha echado el ojo, no me extrañaría que le eligiesen candidato a concejal.
—Diga más bien jefe de policía —dijo un hombre que estaba cerca de Johnny, tocándole el brazo.
—¿Qué sabes de su vida? —preguntó Katie.
—Se parece a uno de los cuentos de Alger. Llegó de Irlanda hace veinticinco años llevando como único equipaje un baúl tan pequeño que él mismo lo cargaba al hombro. Trabajaba como estibador en el puerto y de noche estudiaba. Luego entró en la policía, continuó estudiando y pasando exámenes hasta llegar a sargento —relató Johnny.
—Supongo que se casó con una mujer instruida que le ayudase.
—A decir verdad, no. Cuando llegó aquí, una familia irlandesa le alojó y le mantuvo hasta que salió a flote. La hija de la casa se casó con un vago, que la abandonó poco después de la luna de miel y que luego se suicidó. La muchacha estaba embarazada y era difícil hacer creer al vecindario que estaba casada. Todo indicaba que la familia padecería vergüenza, pero McShane se casó con ella, dio su nombre a la criatura y saldó así su deuda con la familia. No fue exactamente una boda por amor, pero, según he oído decir, él siempre fue muy bueno con ella.
—¿Tuvieron hijos?
—Catorce, según dicen.
—¡Catorce!
—Pero sólo crió cuatro. Los demás murieron cuando eran pequeños. Habían nacido con tuberculosis, enfermedad heredada de la madre, que a su vez se había contagiado de una amiga. Ha sufrido más que otros —susurró Johnny—, y es un buen hombre.
—Supongo que ella vive todavía.
—Sí, pero está muy enferma. Dicen que tiene los días contados.
—¡Oh! Ésas nunca mueren.
—¡Katie! —Johnny se asombró de la reflexión de su mujer.
—No me importa. No le reprocho haberse casado con un vago y que haya tenido un hijo con él. Estaba en su derecho. Pero sí le reprocho la falta de voluntad de atenerse a las consecuencias. ¿Por qué tuvo que abrumar con sus angustias a ese pobre hombre?
—Eso no es modo de expresarse.
—Espero que se muera, y bien pronto.
—Calla, Katie.
—Sí, así lo espero, para que él pueda casarse otra vez, casarse con una mujer alegre, atractiva y sana, que le dé hijos que no se mueran. Es un derecho de todo hombre bueno.
Johnny calló. A Francie la invadió un temor indefinido al oír a su madre hablar de aquella forma. Se levantó para acercarse a su padre, le tomó la mano y se la apretó con fuerza. Al resplandor de la luna, los ojos de Johnny se agrandaron desmesuradamente por la sorpresa. Apretó a la niña contra su pecho y la mantuvo así abrazada. Pero todo lo que dijo fue:
—Mira cómo camina la luna sobre el agua.
Poco después del picnic, el partido empezó a prepararse para el día de las elecciones. Repartió distintivos con la fotografía de Mattie a los chicos del barrio. Francie llevó algunas a su casa y observó detenidamente aquella fisonomía. Mattie se había convertido para ella en algo tan misterioso que llegaba a parecerle algo así como el Espíritu Santo. Jamás se le veía, pero se sentía su presencia. En la fotografía aparecía un hombre bonachón, de cabellos rubios y grandes bigotes alargados. Podría ser la cara de cualquier político. Francie anhelaba verle en persona, aunque no fuera más que una sola vez.
Hubo bastante animación con aquellos distintivos. Los muchachos los usaban para trueques, para sus juegos y hasta como dinero contante y sonante. Neeley vendió su trompo a un amigo por diez distintivos. Gimpy, el confitero, le canjeó a Francie quince distintivos por un centavo de caramelos. (Tenía un convenio con el comité según el cual se le devolvía el importe de los caramelos entregados por los distintivos). Francie pasó el tiempo buscando al tal Mattie, y lo encontró por todos lados. Algunos chicos jugaban a cara o cruz con su rostro. Le vio aplastado sobre el riel del tranvía convertido en un diminuto tejo. Estaba entre los tesoros que guardaba Neeley en su bolsillo. Miró en un sumidero y allí lo vio, flotando cara arriba. También estaba en la tierra viscosa del fondo de las rejillas. Un chiquillo del barrio, llamado Punky Perkins, puso dos de aquellos distintivos en el plato de la colecta de la iglesia, en lugar de los dos centavos que su madre le había entregado con aquel fin. Después de la misa le encontró comprando cuatro cigarrillos Caporal con los dos centavos. En resumidas cuentas, veía la cara de Mattie Mahony por todas partes, pero jamás vio a Mattie.
Una semana antes de las elecciones, Francie anduvo con Neeley y los muchachos juntando «fogueo», como llamaban a las maderas para las grandes hogueras que encenderían la noche de las elecciones. Los ayudó a almacenarlo en el sótano.