El día de las elecciones se había levantado temprano y vio al hombre que vino y llamó a la puerta. Cuando Johnny abrió, aquél preguntó:
—¿Nolan?
—Sí —contestó Johnny.
—A la urna a las once.
Marcó el nombre de Johnny en la lista que llevaba, le ofreció un cigarro «con los saludos de Mattie Mahony» y siguió su camino para visitar al próximo demócrata.
—¿No irías lo mismo sin que nadie te lo indicara? —preguntó Francie.
—Sí, pero nos citan a una hora determinada para escalonar las llegadas…, ¿comprendes?, para que no lleguen todos a la misma vez.
—Pero ¿por qué? —insistió Francie.
—Porque sí —dijo Johnny, rehuyéndola.
—Yo te voy a explicar el porqué —interrumpió su madre—. Quieren llevar la cuenta de los votos y quieren saber si uno ha votado y para quién. Saben la hora a que debe llegar cada uno, y Dios ampare al que no se presente para votar por Mattie.
—Las mujeres no saben nada de política —afirmó Johnny, encendiendo el cigarro regalo de Mattie.
La noche de las elecciones Francie ayudó a Neeley a acarrear la leña, contribuyendo así a que la fogata fuera la más grande de la manzana. Francie formó fila con los otros chicos y empezaron a bailar alrededor del fuego al estilo indio, cantando «Tammany». Cuando la fogata quedó reducida a brasas, los pilluelos se abalanzaron sobre los carritos de los vendedores judíos, robaron patatas y las asaron al rescoldo. A las patatas asadas así las llamaban mickies. No alcanzaron para todos y a Francie no le tocó ni una.
Después ella permaneció en la calzada para ver los resultados de las elecciones proyectados sobre una sábana blanca extendida a través de la calle, de ventana a ventana. Cada vez que cambiaban las cifras, Francie gritaba junto con los demás niños:
—Noticias de otra jurisdicción.
Entre proyección y proyección aparecía de vez en cuando la cara de Mattie y la muchedumbre vociferaba con entusiasmo. Aquel año eligieron a un presidente demócrata y el gobernador demócrata del estado fue reelegido, pero todo lo que Francie sabía era que Mattie Mahony había ganado otra vez.
Terminadas las elecciones, los políticos olvidaron sus promesas y gozaron del merecido descanso hasta el año nuevo, cuando renovaron sus tareas para la próxima elección.
El 2 de enero era el día dedicado a las señoras en el Comité Central Demócrata. Aquel día y no otro se admitía la visita de las damas en aquel recinto, reservado estrictamente a los hombres, y se las invitaba a jerez y bizcochos de anís. Durante todo el día iban llegando las visitas y eran recibidas galantemente por los hombres de Mattie, pero él jamás aparecía. Al salir, las señoras depositaban su decorada tarjeta, con su nombre manuscrito, en una bandeja de cristal tallado que había sobre la mesa del vestíbulo.
Su desdén por los políticos no impedía a Katie hacer su visita anual. Se puso su traje gris, bien cepillado y planchado, con toda su trencilla, y se colocó el sombrero de terciopelo verde echado sobre el ojo derecho. Hasta llegó a pagar diez centavos al calígrafo que para las circunstancias instalaba un peregrino negocio enfrente del comité, para que le hiciera su tarjeta. El hombre escribió «Sra. de John Nolan», adornando las mayúsculas con flores y ángeles. Eran diez centavos que debían haber ido a engrosar sus ahorros, pero a Katie se le antojó que podía ser pródiga una vez al año.
La familia esperaba su regreso a casa. Deseaban conocer los detalles de su visita.
—¿Cómo ha ido este año? —preguntó Johnny.
—Como siempre, el mismo asalto de otras veces. Una cantidad de mujeres con trajes nuevos, que apostaría a que son pagados a plazos. Como siempre, las prostitutas eran las que iban mejor vestidas —dijo Katie sin cortarse ni un pelo— y como siempre, había por lo menos dos prostitutas por cada mujer decente.
Johnny era de esos que se obsesionan. Solía obsesionarle la idea de que la vida era imposible y entonces bebía más que nunca para olvidar. Francie ya se daba cuenta de si bebía más que de costumbre. Entonces llegaba a casa caminando tieso, con cuidado y avanzando un poco de lado. Cuando estaba borracho era un hombre pacífico, no armaba alborotos, ni cantaba, ni se ponía sentimental. Se ponía pensativo. Las personas que no le conocían le creían ebrio cuando no lo estaba, porque sobrio se deshacía en canciones y alegrías. En cambio, borracho le consideraban un hombre tranquilo, meditabundo y que no se metía en asuntos ajenos.
A Francie le aterraban las temporadas en que su padre se dedicaba a la bebida. No desde el punto de vista moral, sino porque se transformaba en un desconocido. No hablaba, ni con ella ni con nadie. La miraba con los ojos de un extraño. Cuando Katie le dirigía la palabra, él volvía la cara.
Al salir de un período de borrachera le dominaba la obsesión de que debía ser mejor padre de familia. Pensaba que debía enseñar a sus hijos lo que sabía. Dejaba de beber por un tiempo, durante el cual se le ocurría que tenía que trabajar con ahínco y dedicar todas sus horas libres a Francie y a Neeley. Pensaba lo mismo que Mary Rommely en cuanto a la educación. Quería enseñar a sus hijos lo que él sabía, de modo que a los catorce y a los quince supiesen tanto como él a los treinta. Calculaba que a partir de entonces irían aumentando su saber, hasta que, cuando llegaran a los treinta, serían el doble de listos que él a esa edad.
Sentía que necesitaban lecciones de lo que —según él— era geografía, instrucción cívica y sociología. Así que los llevó a Bushwick Avenue.
Bushwick Avenue era la arteria elegante de Brooklyn. Era una avenida ancha, flanqueada de árboles y casas costosas e impresionantes, construidas con grandes bloques de piedra y amplios porches. Allí vivían los políticos de importancia, las familias de los cerveceros enriquecidos, los inmigrantes adinerados que habían hecho la travesía en primera clase y no como pasajeros de proa. Habían cogido su dinero, sus estatuas y sus sombríos cuadros al óleo y habían partido hacia América, donde se habían instalado en Brooklyn.
Ya en aquel tiempo circulaban automóviles, pero la mayoría de aquellas familias se aferraba a sus magníficos coches arrastrados por soberbios caballos. Johnny señalaba a Francie los distintos vehículos. Ella los miraba pasar con asombro y respeto.
Unos eran pequeños, lacados, tapizados de raso blanco y con parasoles de flecos; los ocupaban señoras elegantes y delicadas. Otros eran preciosos cochecitos de mimbre con un asiento en cada lado, donde iban sentados niños afortunados, arrastrados por un pequeño shetland. Francie miraba a las expertas institutrices que acompañaban a aquellos niños —mujeres de otro ambiente—, vestidas con capas y gorros almidonados, sentadas de costado para manejar el poni.
También los había más prácticos: cabriolés pintados de negro, con dos asientos y un solo caballo braceador, manejados por petimetres que llevaban los guantes de cabritilla con los bordes vueltos como puños invertidos.
Circulaban victorias arrastradas por un par de mansos caballos. Estos coches no llamaban la atención de Francie porque en Williamsburg las empresas de pompas fúnebres tenían hileras enteras de ellos.
Los que más le gustaban a Francie eran los cabriolés, mágicamente sostenidos sobre dos ruedas y con una puerta que se cerraba sola cuando subía un pasajero. (En su ignorancia, Francie creía que las puertas eran para proteger a sus ocupantes de las salpicaduras de excrementos). «Si fuera un hombre —pensó—, me gustaría tener un empleo así: guiar uno de esos coches.» ¡Oh! Qué lindo llevar un capote con esos grandes botones y cuello de terciopelo. Y sombrero de copa, arrugado como un acordeón, con una cucarda en la cinta. O llevar en las rodillas una manta tan valiosa. En su interior trató de imitar el grito del cochero: «Cooche, señor, cooche».
—Cualquiera —dijo Johnny, llevado por sus sueños democráticos— puede ir en uno de esos carruajes, pero —aclaró— siempre que tenga dinero para pagar el viaje. ¿Te das cuenta de lo libre que es este país?
—Puesto que hay que pagar no veo en qué consiste la libertad.
—Es libre en esto. Teniendo dinero no importa quiénes somos, cualquiera puede ir en ellos. En los países del Viejo Mundo, no todos tendrían la libertad de usarlos aunque tuviesen dinero.
—¿No sería un país más libre si se pudiera ir en ellos sin pagar? —insistió Francie.
—No.
—¿Porqué?
—Porque eso sería socialismo y aquí no queremos saber nada de eso —concluyó triunfalmente Johnny.
—¿Por qué?
—Porque no somos rusos y no deseamos serlo jamás —remató Johnny.
La ciudad de Nueva York tenía un alcalde de Brooklyn que vivía en Bushwick Avenue.
—Fíjate en esta manzana, Francie, y muéstrame dónde vive el alcalde —dijo Johnny.
Francie miró, pero tuvo que darse por vencida.
—No lo sé, papá.
—Allí —le indicó Johnny con tanto énfasis como un toque de corneta—. Allí, ¿ves aquella casa? Aquélla, con los faroles al pie del porche. Por cualquier lado que andes vagando en esta ciudad inmensa, cuando veas una casa con dos faroles colocados así, ten en cuenta que es la residencia del alcalde del municipio más grande del mundo.
—¿Para qué necesita los dos faroles? —deseó saber Francie.
—Porque esto es América, y en un país como éste —aseguró Johnny con vaguedad, pero con patriotismo—, el gobierno es del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, y perdurará sobre la faz de la tierra, y no perecerá, como sucede en los países del Viejo Continente.
Empezó a cantar para sus adentros y, llevado por el entusiasmo, fue levantando la voz. Francie siguió el ejemplo y juntos cantaron:
Eres una hermosa y sublime bandera
levantada en alto con orgullo,
que por siempre jamás ondees en la paz…
Los transeúntes los miraban con curiosidad y una buena dama le arrojó una moneda a Johnny.
Otro recuerdo de Bushwick Avenue perduraba en Francie: estaba envuelta en fragancia de rosas. Había rosas, rosas, muchas rosas… Bushwick Avenue. Calles que carecían de tránsito de vehículos. Multitudes agolpadas en las aceras, policías que mantenían el orden, y siempre la fragancia de rosas. Luego la procesión: la policía montada, seguida de un gran automóvil abierto donde iba sentado el hombre genial y simpático, con una guirnalda de rosas alrededor del cuello. Algunos lloraban de alegría al verle. Francie cogía la mano de su padre. Oía los comentarios a su alrededor.
—Dese cuenta, era un muchacho de Brooklyn.
—¿Era? Está usted tonto. Aún vive en Brooklyn.
—No me diga.
—Sí que lo digo, y vive aquí mismo, en Bushwick Avenue.
—Mírelo. Pero mírelo —gritaba una mujer—. Ha hecho algo grande y sigue siendo un hombre igual a los demás, igual a mi marido… Eso sí: es más apuesto.
—Qué frío habrá tenido que aguantar allí —dijo un hombre.
Otro, de aspecto cadavérico, le golpeó el hombro a Johnny y le preguntó:
—Dígame, amigo: ¿usted cree que el polo sobresale de la superficie de la tierra?
—Claro que sí —contestó Johnny—. ¿Acaso no llegó hasta allí, dio la vuelta al polo y plantó la bandera americana?
En aquel momento un chiquillo gritó:
—¡Ahí viene! ¡Ahí viene!
—¡Vivaaaa!
A Francie la estremeció la magnitud de la admiración que agitaba a aquella muchedumbre cuando el automóvil pasó delante de ellos. Contagiada por el entusiasmo reinante, vociferaba con su voz chillona:
—¡Viva el capitán Cook! ¡Hurraaa! ¡Hurra Brooklyn!
La mayoría de los niños que vivían en Brooklyn antes de la Gran Guerra recuerdan la fiesta de Acción de Gracias con particular entusiasmo. Aquel día recorrían las calles en alegre algarabía llamando a las puertas —dando portazos, como ellos decían—, disfrazados y con los rostros cubiertos por una careta de un centavo.
Francie se esmeró en la elección de su máscara. Compró una de chino con largos bigotes de mandarín hechos de cáñamo desflecado. La de Neeley era una cara blanca, macabra, por sonrisa, una mueca que dejaba entrever dientes negros. En el último momento llegó Johnny con dos cornetas de un centavo: una colorada, para Francie, y otra verde, para Neeley.
El trabajo que le costó a Francie disfrazar a Neeley. Usó uno de los vestidos que ya no usaba su madre y lo cortó por delante, a la altura de los tobillos, para que pudiese caminar. La parte de atrás, más larga, venía a formar una cola que arrastraba por el suelo, ensuciándose. Con periódicos arrugados rellenó el vestido simulando un enorme busto. Por debajo de las vestiduras asomaban las punteras de sus zapatos. Para no helarse, llevaba sobre el disfraz un jersey viejo y completaba su atavío un estropeado sombrero de su padre, inclinado hacia un costado, pero que le iba tan suelto que no se le quedaba inclinado, sino que descansaba sobre las orejas.
Francie se puso una blusa amarilla de Katie, una falda celeste y un cinturón rojo. Para sostener su careta de chino se ató en la cabeza un pañuelo colorado, anudado debajo de la barbilla. Su madre la obligó a ponerse, además, un gorro de punto porque era un riguroso día de invierno.
En la mano llevaban la canastilla de la última fiesta de Pascuas, con dos nueces a modo de señuelo. Y los niños salieron a la calle.
Estaba atestada de chiquillos que armaban un tremendo escándalo con sus cornetines. Algunos, demasiado pobres para gastar un centavo en una careta, se contentaban con ensuciarse la cara con un corcho quemado. Otros, hijos de padres pudientes, tenían disfraces confeccionados en tiendas, trajes de indio, de gaucho o de holandesita. Y otros, menos entusiastas, simplemente se envolvían en una sábana sucia y se daban por disfrazados.
A Francie la empujaron hacia un grupo de niños y con ellos anduvo recorriendo las calles. Ciertos negocios cerraban las puertas para protegerse de la invasión de enmascarados, pero la mayoría tenían preparado algo para darles. Desde semanas atrás, el confitero juntaba caramelos rotos y pedazos de dulces que acondicionaba en bolsitas de papel para obsequiar a los niños que iban a pedir. No le quedaba otro remedio, porque vivía de los centavos de aquellos mismos niños y no podía exponerse a un boicot. Los pasteleros quedaban bien regalando unos bizcochos mal hechos. Aquellos chiquillos eran los compradores del barrio y sólo se surtían en las casas donde se los trataba bien; los pasteleros tenían eso muy en cuenta. Los verduleros salían del paso regalando plátanos chafados y las manzanas picadas. Los comerciantes que ningún provecho sacaban de los niños no cerraban las puertas ni regalaban nada, pero sí los sermoneaban impíamente sobre los males de la mendicidad. Su recompensa era una serie de portazos.