Un árbol crece en Brooklyn (56 page)

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Authors: Betty Smith

Tags: #Histórico

—Es una preciosidad.

—Este es mi hermano Neeley. Será médico.

—Es hermoso.

—Esta es mi madre.

—Es muy guapa. Y qué joven parece.

—Y ésta soy yo en la azotea.

—Qué azotea más preciosa.

—Yo soy preciosa —dijo Francie en tono pendenciero.

—Somos todas preciosas. —Las muchachas rieron—. La capataz también… Vieja pesada. Ojalá se atragantara.

Rieron a carcajadas.

—¿De qué estamos riendo? —preguntó Francie.

—De nada. —Y rieron con más ganas aún.

—Manda a Francie. La última vez que le pedí
sauerkraut
me sacó volando del almacén —protestó Neeley.

—Eres un torpe. Ahora hay que pedir «repollo de la libertad».

—No os insultéis —reprobó Katie, pensando en otra cosa.

—¿Sabéis que le cambiaron el nombre a Hamburg Avenue? Ahora es Wilson Avenue —les informó Francie.

—Por culpa de la guerra la gente hace muchas rarezas —suspiró Katie.

—¿Se lo dirás a mamá? —le preguntó Neeley, inquieto.

—No, pero eres demasiado joven para salir con una chica como ésa. Dicen que es una sinvergüenza.

—¿Y a quién le interesa una chica seria?

—A mí me da lo mismo, pero tú no sabes nada de sexo.

—Seguro que sé más que tú. —Se llevó una mano a la cadera y dijo en falsete—: Mamá, mamá, ¿me quedaré embarazada si un hombre me besa? Dime, mamá…

—¡Neeley, nos oíste aquel día!

—Claro. Estaba en el pasillo y oí cada palabra.

—Deberías avergonzarte.

—Tú también lo haces. Muchas veces te he pillado escuchando las conversaciones de mamá, la tía Evy y la tía Sissy, mientras ellas creen que estás dormida.

—Es distinto. Necesito enterarme de las cosas.

—Te he pillado.

—¡Francie! ¡Francie! Son las siete. ¡Levántate!

—¿Para qué?

—Tienes que entrar en la oficina a las ocho y media.

—Cuéntame algo nuevo, mamá.

—Hoy cumples dieciséis años.

—Cuéntame algo nuevo. Hace dos años que tengo dieciséis.

—Tendrás que seguir teniendo dieciséis otro año, entonces.

—Probablemente tendré dieciséis años toda mi vida.

—No me sorprendería.

—No estaba curioseando —dijo Katie, indignada—. Necesitaba un níquel más para pagar al cobrador del gas y creí que no te incomodarías. Tú miras en mi bolso cuando necesitas cambio.

—Eso es diferente —contestó Francie.

Katie tenía en la mano una cajita color violeta llena de cigarrillos aromatizados con boquilla. Sólo faltaba uno.

—Bien, ahora lo sabes —dijo Francie—. Fumé un cigarrillo.

—Tienen buen aroma —observó Katie.

—Vamos, mamá. Empieza el sermón y termínalo de una vez.

—Con tantos soldados que están muñéndose en Francia, el mundo no se va a desmoronar porque tú fumes un cigarrillo de vez en cuando.

—¡Por Dios, mamá! Siempre quitas el placer a todo, como cuando no me reñiste por mi conjunto de encaje negro. Bueno, tira los cigarrillos.

—No. Los esparciré en mi cajón de la cómoda. Perfumarán los camisones.

—Se me ha ocurrido —dijo Katie— que, en vez de comprar regalos de Navidad, podríamos reunir el dinero y comprar un pollo asado, una gran torta, una libra de buen café, y…

—Tenemos dinero suficiente para la comida —rezongó Francie—. No tenemos por qué gastar en eso nuestro dinero para Navidad.

—Yo lo decía para obsequiar a las señoritas Tynmore. Nadie va a sus clases ahora, la gente dice que son unas atrasadas. No tienen suficiente para comer, y la señorita Lizzie fue muy buena con nosotras.

—Bueno, está bien —consintió Francie, no muy entusiasmada.

—Caramba —murmuró Neeley dando una patada a la pata de la mesa.

—No te preocupes, Neeley —le dijo Francie, riendo—. Tendrás regalo de Navidad. Te compraré un par de polainas este año.

—¡Oh! Cállate.

—No os habléis así —reprobó Katie, pensando en otra cosa.

—Quiero pedirte un consejo, mamá. En los cursos de verano conocí a un muchacho. Me dijo que quizá me escribiría, pero no lo ha hecho. Quiero saber si él creerá que es una ligereza que yo le mande una tarjeta de Navidad.

—¿Ligereza? Tonterías. Manda la tarjeta si lo deseas. Me disgusta que las mujeres recurran a esos subterfugios. La vida es demasiado corta. Si alguna vez te enamoras de un hombre, no pierdas el tiempo bajando la mirada y haciendo muecas. Dile con franqueza: «¡Te amo! ¿Por qué no nos casamos?». Es decir —dijo apresuradamente, mirando temerosa a su hija—, cuando tengas suficiente edad para estar segura de ti misma.

—Le enviaré la tarjeta —resolvió Francie.

—Mamá, Neeley y yo hemos decidido que este año preferimos café en vez de ponche.

—Muy bien —dijo Katie, devolviendo la botella de coñac a la alacena.

—Y quisiéramos que lo hicieras bien fuerte y caliente y que llenaras las tazas mitad con café y mitad con leche, y brindaremos por el año mil novecientos dieciocho con
café au lait
.


S'il vous plait
—agregó Neeley.


Uí, uí, uí
—contestó mamá—. Yo también sé francés.

Katie sostenía con una mano la cafetera y con la otra el cazo donde había hervido la leche y los vertía simultáneamente en las tazas.

—Recuerdo —dijo— la época en que no había leche en casa. Vuestro padre ponía un trozo de mantequilla en el café, cuando teníamos mantequilla. Decía que la mantequilla primero había sido leche y que daba el mismo sabor al café.

¡Papá!

LII

Un día soleado de primavera en que Francie tenía dieciséis años, al salir de la oficina a las cinco de la tarde, vio a Anita, una operadora de una máquina de su misma fila, que estaba en la puerta del edificio con dos soldados. Uno, de baja estatura, regordete y sonriente, tenía del brazo a Anita. El otro, alto y delgado, de maneras campesinas, se notaba que estaba incómodo. Anita se separó de los soldados y apartó a Francie del grupo.

—Francie, tienes que ayudarme. Joey está de permiso por última vez antes de salir con su regimiento hacia Europa y es mi prometido.

—Si ya estáis prometidos me parece que no andas tan mal, y que tampoco necesitas mucha ayuda, que digamos —dijo Francie con tono jocoso.

—Quiero decir, ayúdame con el otro. Joey tuvo que traerle. Al parecer son amigos, y donde va uno, va el otro. Ese muchacho es de un pueblucho de Pensilvania y no conoce un alma en Nueva York, y sé que se nos va a colgar toda la noche y que no conseguiré estar a solas con Joey. Tienes que ayudarme, Francie. Ya me han dicho que no tres chicas.

Francie examinó al muchacho que esperaba a unos tres metros de distancia. No parecía gran cosa. No era de extrañar que las otras tres hubiesen rehusado ayudar a Anita. En aquel momento los ojos del muchacho se encontraron con los de Francie, y él sonrió, fue una sonrisa tímida, evasiva, no era guapo, era más bien agradable. Esa tímida sonrisa la decidió.

—Mira —le dijo a Anita—, si consigo hablar con mi hermano en su trabajo, le enviaré un recado a mi madre. Si ya se ha ido, tendré que regresar a casa, porque mamá se inquietaría mucho si no llegara a la hora de cenar.

—Date prisa entonces. Llámale por teléfono —apremió Anita—. Toma —dijo escarbando en su cartera—, aquí tienes una moneda.

Francie habló desde una cigarrería de la esquina. Sucedió que Neeley aún estaba en el bar de McGarrity. Le dio el mensaje. Cuando regresó se encontró con que Anita y su Joey habían desaparecido. El soldado de la tímida sonrisa estaba solo.

—¿Dónde está Anita? —preguntó ella.

—Presiento que la ha abandonado. Se fue con Joey.

Francie se angustió. Había confiado en que sería un paseo por partida doble. ¿Qué diablos iba a hacer con aquel extraño?

—Yo no los critico por desear estar solos —dijo él—. Yo también estoy comprometido y sé lo que es. La última licencia, la niña de sus sueños…

«Comprometido, ¿eh? —pensó Francie—. Por lo menos no trata de venirme con falsos amoríos».

—Pero ésa no es razón para que usted cargue conmigo —continuó él—. Si me quiere indicar dónde debo tomar el metro para llegar a la calle Treinta y cuatro (desconozco la ciudad), regresaré al hotel. Siempre puede uno dedicarse a escribir cartas, si no hay otra cosa que hacer.

Volvió a sonreír con aquella sonrisa suya, solitaria y tímida.

—Ya he avisado a mi familia de que no voy a casa. Así que si usted desea…

—¿Deseo? ¡Caramba! Éste es mi día de suerte. Gracias, muchas gracias, señorita…

—Nolan, Frances Nolan.

—Me llamo Lee Rhynor. Mi verdadero nombre es Leo, pero todos me llaman Lee. Encantado de conocerla, señorita Nolan. —Y le tendió la mano.

—El placer es mío, cabo Rhynor.

Se dieron un apretón de manos.

—Así que se ha fijado en mi galón. —Sonrió feliz—. Supongo que tendrá apetito después de trabajar todo el día. ¿Tiene preferencia por algún lugar para cenar?

—No. Ningún lugar especial. ¿Y usted?

—Me gustaría probar un plato del que me han hablado mucho, el chop suey.

—Hay un buen sitio cerca de la calle Cuarenta y dos, y con música.

—Vamos allí.

Camino del metro él preguntó:

—Señorita Nolan, ¿le molestaría que la llamase Frances?

—No, aunque todo el mundo me llama Francie.

—Francie —repitió él—. Otra cosa, Francie: ¿sería un inconveniente si yo simulara que usted es mi prometida, sólo por esta noche?

«¡Zas! —pensó Francie—. Éste va deprisa».

Él se adelantó con el mismo pensamiento:

—Seguramente pensará que voy deprisa, pero la verdad es que hace casi un año que no salgo de paseo con una chica, y dentro de pocos días me embarcaré rumbo a Francia, y después no sé qué pasará. Así que, por unas horas, si no le importa, lo consideraría un gran favor.

—No me importa.

—Gracias. Toma mi brazo, querida mía.

En el momento de entrar en el metro, él se detuvo y le dijo:

—Llámame Lee.

—Lee —dijo ella.

—Di: «¿Qué tal, Lee? Me alegro de verte otra vez, querido».

—¿Qué tal, Lee? Me alegro de verte otra vez —repitió ella tímidamente. Él le apretujó el brazo.

El camarero del restaurante Ruby les sirvió dos cuencos de chop suey y colocó entre ellos una ventruda tetera.

—Sírveme el té y así será como en casa —propuso Lee.

—¿Cuánto azúcar?

—Sin azúcar para mí.

—Para mí también.

—¡Oye! Tenemos exactamente los mismos gustos, ¿verdad? —dijo él.

Ambos tenían un apetito feroz y dejaron de conversar para prestar toda su atención a la resbaladiza comida. Cada vez que ella le miraba, él sonreía. Cada vez que él la miraba, ella sonreía felizmente. Cuando el chop suey, el arroz y el té se hubieron terminado, él se recostó contra el respaldo de su silla y sacó un paquete de cigarrillos.

—¿Fumas?

Ella movió negativamente la cabeza.

—Probé una vez y no me entusiasmó.

—Mejor. No me gustan las muchachas que fuman.

Empezó a hablar. Le contó a Francie todo lo que recordaba de sí mismo. Le habló de su niñez en un pueblucho de Pensilvania. (Ella recordaba el nombre del pueblo porque había leído su semanario en la agencia de prensa). Le explicó cómo eran sus padres y hermanos y hermanas. Habló de su escuela, de las fiestas a las que había asistido, de los empleos que había tenido, dijo que tenía veintidós años, y que se había enrolado en el ejército a los veintiuno. Le contó su vida de cuartel, cómo había ascendido a cabo. Le contó hasta el último detalle. Todo. Todo, excepto sobre la muchacha con quien estaba comprometido, allá en su pueblo.

Y Francie le contó su vida, omitiendo las cosas malas, lo apuesto que había sido su padre, lo sabia que era su madre, qué buen hermano era Neeley y qué preciosa era su hermanita menor. Le contó lo del jarrón de la biblioteca; de la víspera de Año Nuevo que había pasado ella con Neeley en la azotea. No mencionó a Ben Blake, porque éste ni siquiera asomó a sus pensamientos.

Cuando hubo concluido, él dijo:

—Toda la vida me he sentido solo. Me he sentido solo en fiestas concurridas, aun besando a alguna muchacha, y entre cientos de camaradas que me rodeaban en el cuartel. Pero ya no me siento solo. —Y volvió a asomar a sus ojos y a sus labios aquella particularísima sonrisa lenta y tímida.

—A mí me sucedía lo mismo —confesó Francie—, excepto que yo nunca he besado a ningún muchacho. Y ahora, por primera vez, tampoco me siento sola.

El camarero volvió a llenar sus casi llenos vasos de agua. Francie sabía que ésa era una forma indirecta de decirles que se habían quedado demasiado tiempo. Había otros parroquianos que esperaban mesa. Preguntó a Lee la hora. Cerca de las diez. Habían estado charlando casi cuatro horas.

—Debo regresar a casa —dijo, apenada.

—Te acompañaré. ¿Vives cerca del puente de Brooklyn?

—No. Cerca de Williamsburg.

—Hubiese deseado que fuera cerca del puente de Brooklyn. Siempre he pensado que si alguna vez venía a Nueva York me gustaría pasar por él.

—¿Y por qué no? —sugirió Francie—. En el otro lado del puente de Brooklyn puedo coger un tranvía que me llevará por Graham Avenue hasta la esquina de mi casa.

Fueron en el metro hasta el puente, allí bajaron y empezaron a cruzarlo. A mitad de camino se detuvieron para mirar el East River. Estaban bien juntos y él la cogía de la mano. El chico miró el horizonte sobre la costa de Manhattan.

—¡Nueva York! Siempre quise verla y ahora la he visto. Es verdad lo que dicen: es la ciudad más maravillosa del mundo.

—Brooklyn es mejor.

—No hay rascacielos como en Nueva York.

—No. Pero tiene algo especial. ¡Oh, no puedo explicarlo! Hay que vivir en Brooklyn para comprenderlo.

—Viviremos en Brooklyn algún día —dijo él pacíficamente. Y el corazón de Francie se sobresaltó.

Vio que uno de los policías que hacían la ronda del puente iba hacia ellos.

—Mejor que caminemos —dijo un poco inquieta—. Estamos cerca del arsenal de la armada de Brooklyn, y ese barco camuflado que está anclado allí es un transporte. Los policías siempre andan en busca de espías.

Cuando se les acercó el policía, Lee le dijo:

—No queremos hacer volar nada. Sólo estamos mirando el East River.

—Sí, ya lo sé —contestó el policía—. ¿No sabré yo lo que es una hermosa noche de mayo? Yo también fui joven, y no hace mucho tiempo.

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