Celebramos una boda tranquila, a la que asistieron los familiares y apenas unos cuantos amigos…
Francie dejó de leer. «He trabajado dieciséis horas seguidas —pensó— y estoy cansada. He leído miles de mensajes, por eso ahora las palabras carecen de sentido. Además, en la agencia adquirí la mala costumbre de leer toda una columna de un vistazo y sin asimilar más que una sola palabra. Me lavaré la cara para refrescarme, tomaré café y luego volveré a leer la carta. Esta vez la leeré bien».
Mientras se calentaba el café, se lavó la cara con agua fría pensando que cuando llegase a aquella parte de la carta que decía «boda» seguiría leyendo y las próximas palabras dirían que «Lee ha sido testigo. Me casé con su hermano, ¿sabe?».
Despierta en su cama, Katie oía los movimientos de Francie en la cocina. Tensa, esperaba, inquieta porque no sabía lo que esperaba.
Francie volvió a leer la carta.
… boda tranquila, a la que asistieron los familiares y apenas unos cuantos amigos. Lee me rogó que le escribiese a usted explicándole por qué él no había contestado su carta. Le reitero mi agradecimiento por haberle atendido con tanta gentileza durante su permanencia en esa ciudad.
Sinceramente suya, Elizabeth Rhynor (señora).
Había una posdata.
He leído la carta que usted envió a Lee. Fue muy mezquino al simular estar enamorado de usted, y yo se lo dije. Me encargó que le pidiese mil perdones. E. R.
Francie temblaba violentamente. Sus dientes castañeteaban con golpes breves y secos.
—¡Mamá! —gimió—. ¡Mamá!
Katie la escuchó hasta el final y pensó: «Ha llegado ya la hora en que no puedo evitar el sufrimiento a mis hijos. Cuando no alcanzaba la comida, yo simulaba no tener hambre para que hubiese más para ellos. En las crudas noches de invierno, me levantaba y ponía mi manta sobre sus cainitas para que no tuviesen frío. Estaba dispuesta a matar a cualquiera que tratase de hacerles daño. Y ahora, en un brillante día de sol, salen con toda su inocencia y tropiezan con el dolor que una daría su vida por ahorrarles».
Francie le pasó la carta. Ella la leyó lentamente y, a medida que leía, le pareció comprender lo que había sucedido. Él era un hombre de veintidós años que (como diría Sissy) había corrido mundo. Ella era una chiquilla de dieciséis, seis años menor que él. Una chiquilla, a pesar del carmín de los labios y el traje de mujer y muchos conocimientos pescados al azar, aún trémulamente inocente, una muchacha que se había enfrentado cara a cara con algunas de las vilezas de este mundo y con la mayoría de las privaciones, y, con todo, había salido curiosamente ilesa. Sí, Katie podía comprender la atracción de Francie por él.
Pero ¿qué podía decir? ¿Que era un sinvergüenza o, en último caso, de carácter débil, susceptible de ser moldeado por la persona que tenía delante? No, sería demasiado cruel decir eso. Y en todo caso Francie no lo creería.
—Vamos, di algo —exigió Francie—. ¿Por qué no dices nada?
—¿Y qué puedo decir?
—Dime que soy joven, que se me pasará. ¡Vamos, dilo! ¡Vamos, miénteme!
—Ya sé que eso es lo que se acostumbra a decir: «Ya saldrás adelante». Yo lo diría también. Pero sé que no es cierto. ¡Oh! Serás feliz otra vez, no lo dudes. Aunque jamás olvidarás. Cada vez que te enamores será porque el hombre tiene algo que te hace pensar en él.
—Madre…
¡Madre! Katie recordó. Ella siempre había llamado mamá a su propia madre hasta el día en que le anunció que iba a casarse con Johnny. Le había dicho: «Madre, voy a casarme…». Nunca más volvió a llamarla mamá. Se había convertido en mujer el día que dejó de llamar mamá a su madre. Y ahora Francie…
—Madre, me pidió que pasara la noche con él. ¿Habría tenido que aceptar?
Katie miró a su alrededor buscando alguna palabra.
—No me digas mentiras, madre. Dime la verdad.
Katie no encontraba las palabras adecuadas.
—Te prometí que no iría con ningún chico antes de casarme, si es que algún día me caso. Y si en algún momento siento la necesidad de hacerlo, te lo diré. Te lo prometo. Por eso puedes decirme la verdad, sin miedo a que me equivoque, porque así sabré cómo evitarlo.
—Hay dos verdades —empezó Katie—. Como madre te diré que habría sido terrible que te acostaras con un extraño, un hombre que conocías desde hacía sólo dieciocho horas. Te habrían podido pasar cosas horribles. Tu vida entera habría podido destruirse. Como madre, te digo la verdad. Pero, como mujer… te diré que habría sido maravilloso. Porque sólo una vez se quiere de esa manera.
Francie pensó: «Entonces… habría tenido que ir con él. Nunca querré tanto a alguien. Quería ir y no fui. Y ahora no puedo quererle porque le pertenece a ella. Quise hacerlo y no lo hice, y ahora es demasiado tarde».
Apoyó la cabeza en la mesa y se echó a llorar.
Después de un rato, Katie dijo:
—Yo también recibí una carta.
Su carta había llegado hacía días, pero había esperado una oportunidad para contárselo. Decidió que éste era el momento.
—Recibí una carta —repitió.
—¿Quién… quién escribió? —sollozó Francie.
—El señor McShane.
Francie siguió sollozando.
—¿Acaso no te interesa?
Francie hizo un esfuerzo por reprimir el llanto.
—Bueno, ¿y qué dice? —preguntó con indiferencia.
—Nada. Excepto que vendrá a visitarnos la semana que viene. —Esperó. Francie no demostraba interés alguno—. ¿Te gustaría tener al señor McShane por padre?
Francie levantó la cabeza.
—¡Madre! Te escribe un hombre diciendo que viene de visita e inmediatamente haces conjeturas. ¿Qué derecho tienes a pensar siempre que lo sabes todo?
—No lo sé. A decir verdad, no sé nada. Sólo presiento, y cuando el presentimiento es lo bastante fuerte, entonces digo que sé. Pero en realidad no lo sé. Bueno, ¿te gustaría como padre?
—Después de lo que he hecho con mi vida —dijo Francie amargamente (y Katie ni siquiera sonrió)—, soy la menos indicada para dar consejos.
—No te pido ningún consejo. Sólo que me resultaría más fácil decidir si supiese qué piensan de él mis hijos.
Francie sospechó que su madre le hablaba de McShane sólo para distraer sus pensamientos, y se enfadó porque la astucia casi había tenido éxito.
—No lo sé, madre. No sé nada. No quiero hablar de nada más. Vete, por favor. Por favor, vete y déjame sola.
Katie volvió a acostarse.
Bien, una persona puede llorar durante mucho tiempo, pero todo tiene un final. Luego debe ocuparse de cualquier otra cosa. Eran las cinco de la madrugada. No valía la pena acostarse, tendría que levantarse otra vez a las siete. De pronto advirtió que tenía apetito. Desde el mediodía anterior no había comido nada, excepto un emparedado, apresuradamente, entre los dos turnos. Preparó café, tostadas y un par de huevos revueltos. La sorprendió lo bien que le sabía todo. Pero mientras comía sus ojos se fijaron en la carta y las lágrimas empezaron a brotar de nuevo. Colocó la carta en el fregadero y le prendió fuego. Después abrió el grifo y siguió con la mirada las cenizas que desaparecían en el desagüe. Luego continuó con su desayuno.
Cuando terminó fue a buscar su caja de papel y sobres y se sentó a escribir una carta. Empezó:
«Mi querido Ben: me dijiste que si alguna vez te necesitaba te escribiese. Así que ahora te escribo…».
Rasgó la hoja.
—¡No! No quiero necesitar a nadie. Quiero que alguien me necesite a mí… ¡Quiero que alguien me necesite!
Volvió a llorar, pero esta vez el llanto era menos intenso.
Era la primera vez que Francie veía a McShane sin uniforme. Le pareció impresionante con su traje gris cruzado de impecable confección. Claro que no era tan apuesto como su padre: era más alto y más fornido. Sin embargo, era guapo a su manera, pensó Francie, incluso con el pelo canoso. Pero ¡diablos!, era terriblemente viejo para su madre. En realidad su madre no era tan joven. Andaba por los treinta y cinco, aunque treinta y cinco eran muchos menos años que cincuenta. De todos modos, ninguna mujer tenía por qué avergonzarse de ser la esposa de McShane. Por más fácil que fuese adivinar lo que era —un hábil político—, su tono de voz era suave al hablar.
Se había servido café y pastel. Francie advirtió con angustia que McShane estaba sentado a la mesa en el sitio de su padre. Katie acababa de relatarle todo lo que había sucedido desde la muerte de Johnny. McShane parecía asombrado por lo que habían progresado. Miró a Francie.
—Así que esta chiquilla consiguió entrar en la universidad de verano.
—Y volverá otra vez este verano —anunció Katie, orgullosa.
—Eso sí que es maravilloso.
—Y al mismo tiempo trabaja y gana veinte dólares semanales.
—Además de todo eso, ¿también tiene buena salud? —preguntó sinceramente asombrado.
—El muchacho ya tiene a medio terminar sus estudios en el colegio.
—¡No me diga!
—Y trabaja en esto o aquello por la tarde y algunas noches. A veces gana hasta cinco dólares semanales.
—Un chico espléndido. Uno de los mejores. ¡Y qué salud! Es admirable.
A Francie le llamó la atención tanto comentario sobre la salud, cosa de la que ellos gozaban como de un don concedido.
Pero se acordó de los hijos de McShane, la mayoría de los cuales habían nacido sólo para enfermar y morir cuando eran chicos. No era extraño que considerase la salud algo extraordinario.
—¿Y la pequeña? —preguntó.
—Tráela, Francie —dijo Katie.
Laurie estaba en su cuna en el salón. Se suponía que era el cuarto de Francie, pero todos estaban de acuerdo en que la criatura necesitaba dormir en un lugar ventilado. Francie cogió a la pequeña, que dormía. Esta abrió los ojos y se dispuso instantáneamente para cualquier cosa.
—¿Done vamo, Fran-nii? ¿Plaza? —preguntó.
—No, preciosa. Sólo te vamos a presentar a un hombre.
—¿Hombe? —dijo Laurie, dudosa.
—Sí. Un hombre grandote.
—Hombe gande —repitió la criatura, feliz.
Francie la llevó a la cocina. Era verdaderamente una niña hermosa. Con su camisón rosa, parecía tener la frescura del rocío. Su cabello era un cúmulo de rizos negros. Sus ojos oscuros eran luminosos y sus mejillas eran del color de las rosas.
—¡Ah, la niñita, la niñita! —canturreó McShane—. Es una flor. Una florecilla silvestre.
«Si papá estuviese aquí —pensó Francie—, empezaría a cantar "Mi silvestre rosa irlandesa"». Oyó que su madre suspiraba y se preguntó si ella también estaría pensando…
McShane tomó a la criatura. Sentada sobre sus rodillas, Laurie ponía la espalda tiesa en un esfuerzo por separarse de él a la vez que le miraba intrigada. Katie esperaba que no llorase.
—Laurie —dijo—. Señor McShane. Di señor McShane.
La criatura agachó la cabeza, miró hacia arriba entre sus pestañas y, sonriendo graciosa, movió la cabeza negativamente.
—No mac-ame —dijo—. ¡Hombe! —exclamó exaltada—. Hombe gande —sonrió a McShane y le dijo zalamera—: ¿Laurie pateo, sí? ¿Plaza? ¿Plaza?
Laurie recostó la mejilla en la americana de McShane y cerró los ojos.
—Arrorró, arrorró —canturreó McShane, y la criatura se durmió en sus brazos.
—Señora Nolan, usted se estará preguntando el motivo de mi visita. Deje que se lo explique. He venido para hacerle una pregunta personal.
Francie y Neeley se levantaron como para salir de la habitación.
—No, hijos, no os vayáis. La pregunta os concierne a vosotros también. —Volvieron a sentarse. Él se aclaró la voz—. Señora Nolan, ya ha pasado tiempo desde que su esposo, Dios conceda paz a su alma…
—Sí. Dos años y medio. Dios conceda paz a su alma.
—Dios conceda paz a su alma —repitieron Francie y Neeley.
—Y mi esposa hace un año que dejó esta vida, Dios conceda paz a su alma.
—Dios conceda paz a su alma —repitieron los Nolan.
—He esperado muchos años y por fin ha llegado el momento en que no faltaré al respeto a los difuntos si hablo. Katherine Nolan, vengo a solicitarle que acepte mi compañía. En fin, una boda para el otoño.
Katie echó una rápida mirada a Francie, y ésta frunció el entrecejo. ¿Qué le pasaba a su madre ahora? Francie ni siquiera tenía intención de reír.
—Estoy en condiciones de hacerme cargo de usted y de los tres niños. Con mi jubilación y mi salario y las rentas de mis propiedades en Woodhaven y Richmond Hill, mis ingresos pasan de diez mil dólares anuales. Tengo seguros, también. Ofrezco sufragar los gastos universitarios del muchacho y de Francie y prometo ser en el futuro un marido fiel como lo fui en el pasado.
—¿Lo ha pensado bien, señor McShane?
—No tengo necesidad. ¿Acaso no me decidí hace ya cinco años, cuando la vi por primera vez en la excursión Mahony? Fue entonces cuando le pregunté a Francie si usted era su madre.
—Yo no soy más que una fregona, sin instrucción. —Lo dijo como quien afirma una verdad y no con tono de disculpa.
—¡Instrucción! ¿Y quién me enseñó a mí a leer y escribir? Nadie. Lo aprendí solo.
—Pero un hombre como usted, que tiene una posición, necesita una esposa hecha al ambiente de sociedad, que sea capaz de recibir a sus amigos influyentes. Yo no soy así.
—Es en mi despacho donde recibo a mis amigos políticos y comerciantes. Mi hogar es donde vivo. No quiero decir con ello que usted no sería una honra para mí, sería una honra para un hombre de más valor que yo. Pero no necesito una mujer que me ayude en mis negocios. Eso lo puedo atender yo, gracias. ¿Acaso tengo que decirle que la amo… —titubeó un segundo antes de llamarla por su nombre de pila—, Katherine? ¿O acaso necesita tiempo para pensarlo?
—No. No necesito tiempo para pensarlo. Me casaré con usted, señor McShane. No por sus ingresos, aunque tampoco voy a ignorarlos. Diez mil dólares anuales es mucho dinero. Pero para gente como nosotros incluso mil dólares es mucho. Hemos tenido poco dinero y estamos acostumbrados a arreglarnos sin él. No es por su promesa de correr con los gastos de universidad, si bien eso ayudará. Pero sin ayuda de nadie sé que también lo haríamos de alguna forma. No es por su elevada posición pública, aunque será muy agradable tener un esposo de quien poder estar orgullosa. Me casaré con usted porque es un hombre bueno y porque me gustaría tenerle por esposo.
Era verdad. Katie había decidido casarse con él —si él se lo proponía— simplemente porque la vida era incompleta sin un hombre que la amase. No tenía nada que ver con su amor por Johnny. Siempre amaría a su Johnny. Sus sentimientos por McShane eran más apacibles. Le admiraba y le respetaba y sabía que ella sería una buena esposa para él.