El John actual les contó su versión de lo sucedido.
—Estaba trabajando en la editorial cuando vinieron unos hombres aquí para decirle a Sissy: «Su esposo acaba de fallecer en un accidente». Sissy creyó que se referían a mí. —De repente preguntó a Sissy—: ¿Lloraste?
—Se me oía desde la otra manzana —le aseguró ella. Él pareció quedar satisfecho.
—Le preguntaron a Sissy qué deseaba que hicieran con los restos. Sissy les preguntó si había seguro. Bueno, resultó que sí lo había, por quinientos dólares, completamente pagado hacía diez años y todavía a favor de Sissy. ¿Y qué hizo Sissy? Les dijo que lo hicieran velar en la sala de pompas fúnebres de Specht y ordenó un funeral de quinientos dólares.
—Yo tuve que atender esos menesteres —se disculpó Sissy—. Soy su única parienta con vida.
—Y eso no es todo —siguió él—. Ahora vendrán y le concederán una pensión a Sissy. ¡No lo permitiré! —gritó repentinamente—. Cuando me casé con ella —siguió con más calma— me dijo que estaba divorciada. Ahora resulta que no es así.
—Pero si no hay divorcio en la Iglesia católica —insistió Sissy.
—No te casaste por la Iglesia católica.
—Ya lo sé. Así que nunca me consideré casada y no creí necesario obtener el divorcio.
Él hizo un gesto de congoja y se lamentó:
—¡Me doy por vencido! —El grito era tan desesperado como el que había emitido cuando Sissy insistió en que había dado a luz una criatura—. Me casé con ella de buena fe. ¿Ven? ¿Y qué hace ella? —preguntó retóricamente—. Arregla las cosas a su gusto y nos hace vivir en adulterio.
—No digas eso —respondió Sissy con tono cortante—. No estamos viviendo en adulterio. Estamos viviendo en bigamia.
—Y eso tiene que acabar ahora mismo, ¿sabes? Ahora eres viuda de tu primer marido y te vas a divorciar del segundo y luego te casarás conmigo, ¿comprendes?
—Sí, John —dijo ella, sumisa.
—¡Y no me llamo John! —aulló él—. ¡Me llamo Steve! ¡Steve! ¡Steve!
Con cada repetición daba tales puñetazos en la mesa que el azucarero de vidrio azul con las cucharitas suspendidas de sus bordes bailaba y saltaba. Luego apuntó a Francie con el dedo.
—Y para ti, a partir de hoy soy el tío Steve, ¿vale?
Francie miró boquiabierta al hombre tan repentinamente transformado.
—¡Ho… ho… hola, tío Steve!
—Así me gusta —dijo apaciguado.
Cogió su sombrero y se lo encasquetó hasta las orejas.
—¿Adónde vas, John… quiero decir, Steve? —preguntó Katie preocupada.
—¡Mira! Cuando era un chiquillo, mi padre siempre salía a comprar helados para las visitas. Bien. Ésta es mi casa. ¿Sabes? Y tengo visitas. Así que me voy a comprar helados de fresa, ¿vale? —Y se fue.
—¿Verdad que es maravilloso? —suspiró Sissy—. ¡Como para no enamorarse de un hombre como éste!
—Al parecer, por fin hay un hombre en la familia Rommely —dijo Katie secamente.
Francie entró en la sala a oscuras. Bajo la escasa luz de las farolas de la calle que penetraba en la sala, vio a su abuela sentada junto a la ventana, con la criatura de Sissy dormida en el regazo y un rosario de ámbar colgado de sus dedos temblorosos.
—Puede dejar de rezar, abuela —dijo Francie—. Ya se ha arreglado todo. Ha salido a comprar helados, ¿comprende?
—Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo —alabó Mary Rommely.
En nombre de Sissy, Steve escribió a su segundo marido. Anotó en el sobre la última dirección conocida, con instrucciones de que la hicieran llegar al destinatario si ya no vivía allí. Sissy le rogaba que consintiera en divorciarse para poder casarse otra vez. Una semana después llegó un abultado sobre de Wisconsin. Su segundo marido informaba a Sissy de que estaba muy bien, gracias, había obtenido su divorcio en Wisconsin hacía siete años, se había casado nuevamente y vivía allí, donde tenía un buen empleo y era padre de tres hijos. Que era muy feliz, decía, y, subrayándolo con beligerancia, añadía que era su intención seguir siendo feliz. Incluía un recorte de diario como prueba de que a ella se le había anunciado legalmente el divorcio por publicación de edictos. Incluía también una copia de la sentencia (motivo: abandono) y una instantánea de tres hermosas criaturas.
Tanto se alegró Sissy al verse divorciada con esa increíble rapidez, que le mandó una bandejita plateada para encurtidos como tardío regalo de bodas. Se creyó obligada a remitirle también una carta de felicitación. Steve rehusó escribírsela, así que recurrió a Francie.
—Escríbele que deseo que sea muy feliz —decía Sissy.
—Pero, tía Sissy, hace siete años que se casó y ya sabrá si es o no feliz.
—Cuando alguien se entera de que una persona se ha casado, es de buena educación felicitarle. Escríbelo.
—Bien —contestó Francie—. ¿Qué más?
—Algo sobre sus hijos… Qué bonitos son. Algo así como…
Se le atragantaron las palabras. Sabía que él le había remitido la fotografía para demostrarle que sus hijos no habían nacido sin vida por culpa de él. Eso la hirió.
—Escribe que soy madre de una criatura sana y fuerte, y subraya eso de sana y fuerte.
—Pero la carta de Steve decía que ahora estabais preparando la boda. Él pensará que es un poco extraño que tengas una hija tan pronto.
—Escribe lo que te digo —ordenó Sissy—. Y no sólo eso: escribe que espero otra criatura para dentro de una semana.
—¡Tía Sissy! Pero si no es verdad.
—Claro que no, aunque escríbelo igualmente.
Francie lo escribió.
—¿Algo más?
—Dale las gracias por los documentos del divorcio. Luego añade que conseguí mi divorcio un año antes de que él consiguiera el suyo, sólo que lo había olvidado —terminó en pueril disculpa.
—Pero eso es mentira.
—Obtuve mi divorcio antes que él. Lo obtuve mentalmente.
—Bueno, como quieras —dijo Francie, vencida.
—Escribe que soy muy feliz y que es mi intención seguir siéndolo, y subraya esas palabras exactamente como hizo él.
—Válgame Dios, tía Sissy. ¿Siempre debes decir la última palabra?
—Sí. Exactamente como tu madre y como Evy, y como tú también.
Francie no hizo ninguna objeción más.
Steve consiguió una licencia de matrimonio inmediato y volvió a casarse con Sissy. Esta vez los casó un pastor. Era la primera boda de Sissy por la Iglesia; por fin se consideraba casada de verdad y hasta que la muerte los separara. Steve era muy feliz. Amaba a Sissy y siempre había temido perderla. Ella había abandonado a sus otros maridos con naturalidad y sin pesar alguno. Le inquietaba que le dejase a él también y que se llevase la criatura, con la que se había encariñado. Sabía que Sissy creía en la Iglesia… cualquiera que fuese ésta, católica o protestante, que nunca rompería una unión bendecida por la Iglesia. Por primera vez desde que estaban juntos se sentía feliz, seguro y dueño de la situación. Y Sissy descubrió que estaba locamente enamorada de él.
Sissy llegó de visita una noche cuando Katie ya se había acostado. Le rogó que no se levantase; hablarían en el dormitorio. Francie estaba sentada a la mesa de la cocina pegando poemas en sus libretas. En la oficina tenía una hoja de afeitar con la que recortaba poemas y cuentos que le gustaban para sus libretas. Tenía toda una serie. Una de las libretas se titulaba
Colección Nolan de poemas clásicos
. Otra,
Colección Nolan de poesía contemporánea
. Una tercera,
El libro de Annie Laurie
, en el que Francie coleccionaba rimas infantiles y cuentos sobre animales con intención de leérselos a Laurie cuando ésta tuviese suficiente edad para entenderlos.
Las voces que llegaban del dormitorio en penumbra tenían un ritmo apacible.
Mientras blandía el pincel del pegamento, Francie escuchaba la conversación. Sissy estaba diciendo:
—… Steve, tan bueno y decente. Y desde que me di cuenta de ello, abominé de mis andanzas con otros hombres, fuera de mis maridos, se entiende.
—¿No le dijiste nada de esos otros? —preguntó Katie, temerosa.
—¿Acaso crees que soy tonta? Pero desearía de todo corazón que él hubiese sido el primero y el único.
—Cuando una mujer habla así —dijo Katie— significa que está llegando a la edad crítica.
—¿Qué quieres decir?
—Si nunca tuvo amores, al llegar a la edad crítica se angustia por no haber gozado de los placeres que habría tenido y de los que ya no puede disfrutar. Si tuvo muchos amores y amantes, empieza a convencerse de que obró mal y se arrepiente. La certeza de que pronto perderá su fertilidad es la que la lleva a estas conclusiones. Y si puede convencerse de que sus relaciones con los hombres no le aportaron nada bueno desde el principio, puede llegar a sentir consuelo de ese cambio dé vida que está a punto de alcanzarla.
—Yo no pienso entrar en ningún período crítico —dijo Sissy—. Para empezar, soy demasiado joven, y además no lo aguantaría.
—Tiene que sobrevenirnos a todas —suspiró Katie.
Se adivinaba el terror en la voz de Sissy. No poder concebir más hijos… Ser mujer a medias… Engordar… Tener vello en la barbilla.
—¡Antes me quito la vida! —exclamó apasionada—. Pero —añadió complacida— me falta mucho para ese cambio de vida, porque estoy así otra vez.
Desde el dormitorio oscuro se percibió un frufrú, y Francie se imaginó a su madre incorporándose en el lecho, apoyada sobre un codo.
—¡No, Sissy! ¡No! No puedes repetirlo de nuevo. Ha sucedido diez veces, diez criaturas nacidas sin vida. Y ahora será peor, porque ya tocas los treinta y siete años.
—No es una edad excesiva para tener un hijo.
—No, pero son demasiados años para sobrellevar con facilidad otra desilusión.
—No te preocupes, Katie. Esta criatura vivirá.
—Es lo que decías siempre.
—Esta vez estoy segura, porque siento que Dios está conmigo —dijo con flemática seguridad. Después de una pausa añadió—: Le conté a Steve cómo conseguí a la pequeña Sissy.
—¿Y qué dijo él?
—Él sabía, naturalmente, que yo no era la madre, pero la forma en que yo aseguraba en que sí lo era le tenía embaucado. Dijo que no tenía importancia, puesto que no era hija mía y de algún otro hombre, y además, habiendo tenido a la criatura desde su nacimiento, la considera hija suya. Y es extraño que la criatura se parezca a él. Tiene los mismos ojos oscuros, la misma barbilla redondeada y las mismas orejas pequeñas bien pegadas a la cabeza.
—Los ojos oscuros los ha heredado de Lucia, y hay millones de personas en el mundo que tienen la barbilla redondeada y las orejas pequeñas. Pero si a Steve le hace feliz que la criatura se le parezca, tanto mejor.
Se produjo un largo silencio antes de que Katie volviese a hablar.
—Sissy, ¿esa familia italiana te dijo alguna vez quién era el padre?
—No.
Sissy también esperó largo rato antes de continuar.
—¿Sabes quién me contó que la muchacha estaba metida en un lío y dónde vivía y todo lo demás?
—No. ¿Quién?
—Steve.
—¡Oh, qué cosa!
Ambas estuvieron calladas un rato. Luego Katie dijo:
—Pura casualidad, claro está.
—Naturalmente —dijo Sissy—. Uno de sus compañeros de trabajo se lo había contado, según él, uno que vivía en la misma manzana que Lucia.
—Naturalmente —repitió Katie—. Tú sabes que aquí en Brooklyn suceden cosas extrañas que carecen de significado. Como cuando a veces voy caminando por la calle y de repente pienso en alguien que no he visto durante años, y al volver la esquina me topo con esa misma persona.
—Sí, ya sé —contestó Sissy—. A veces estoy haciendo algo por primera vez, y de repente me parece que ya lo había hecho antes, quizá en otra existencia…
Su voz disminuyó hasta apagarse. Después de una pausa dijo:
—Steve siempre aseguró que no aceptaría la criatura de otro.
—Todos los hombres dicen eso. La vida es extraña —continuó Katie—. Un par de acontecimientos casuales se tocan y alguien puede darles trascendencia. Supiste el trance de esa muchacha por casualidad. Aquel hombre debió de contárselo a una decena de compañeros. Steve te lo dijo por casualidad. Casualmente conociste a esa familia y también es casualidad que la criatura tenga la barbilla redondeada. Es más que casual. Es…
Katie se detuvo tratando de encontrar la palabra adecuada.
Francie se había interesado de tal forma en la conversación que olvidó que no debía estar escuchando. Cuando advirtió que su madre buscaba una palabra, desde la cocina, y sin darse cuenta, se la sugirió:
—¿Quieres decir coincidencia, mamá?
Escandalizadas, se sumieron en un profundo silencio. Después continuaron la conversación, pero esta vez era sólo un cuchicheo.
En el escritorio de Francie había un periódico. Era un boletín extraordinario que acababa de salir de las rotativas, con la tinta del titular todavía húmeda. Hacía cinco minutos que el periódico estaba allí y todavía no había cogido el lápiz para marcarlo. Contemplaba fijamente la fecha: «6 de abril de 1917».
El titular era una sola palabra de quince centímetros de alto. Los bordes de las seis letras eran borrosos y la palabra «GUERRA» parecía vibrar.
Francie tuvo una visión. Dentro de cincuenta años estaría contándoles a sus nietos cómo había ido a su oficina, se había sentado frente el escritorio y, durante la rutina del trabajo, se había enterado de la declaración de guerra. Sabía, por las veces que lo había oído decir a su abuela, que la vejez se compone de tales recuerdos de juventud.
Pero ella no deseaba recordar sucesos. Deseaba vivirlos, o por lo menos revivirlos más que recordarlos.
Se propuso fijar ese momento en su vida exactamente como era en ese instante. Quizá así podría retenerlo como algo palpitante en vez de permitir que se convirtiera en un simple recuerdo.
Miró con atención la superficie de su escritorio y examinó los dibujos de la madera. Paseó los dedos por las ranuras donde depositaba sus lápices. Cogió uno y, con una hoja de afeitar, cortó el papel que lo recubría en la marca siguiente y desenrolló el trozo del papel que dejaba al descubierto la mina del lápiz. Observó la espiral de papel en la palma de su mano, lo tocó con el índice y palpó su forma. Lo dejó caer en la papelera de metal y contó los segundos que tardó en llegar al fondo. Escuchó intensamente para oír el casi imperceptible impacto del papel contra el fondo. Oprimió con las yemas de los dedos las húmedas letras del titular, se miró los dedos entintados y luego imprimió sus huellas dactilares en una hoja de papel blanca como la nieve.