Le gustaba su nuevo empleo. Llenaba sus solitarias veladas, ayudaba a su madre y le dejaba a ella algunas horas libres para llevar a Laurie al parque. Los cálidos rayos de sol eran buenos para ambas.
En la mente de Katie se iba formando un plan y se lo contó a Francie.
—¿Te dejarían quedarte en el turno de noche? —le preguntó.
—¿Que si me dejarían? Estarían encantados. Ninguna de las muchachas quiere trabajar de noche. Por eso les dan ese turno a las principiantas.
—Se me ocurrió que en otoño podrías seguir trabajando de noche e ir al instituto de día. Sé que será muy duro, pero de algún modo saldrás adelante.
—Mamá, digas lo que digas, no iré al instituto.
—El año pasado luchabas por ir.
—Eso fue el año pasado: era cuando me tocaba ir. Ahora es demasiado tarde.
—No es demasiado tarde, no seas terca.
—Pero ¿qué puedo aprender en el instituto? Al fin y al cabo, he leído ocho horas diarias durante un año y he aprendido mucho. Tengo mis propias ideas sobre la historia, el gobierno, la geografía y la forma de escribir poesía. He leído demasiado sobre la gente, cómo son las personas y cómo viven. He leído sobre crímenes y heroísmos. Mamá, he leído sobre todo. No podría estarme quieta en una clase llena de chiquillas y escuchar a una solterona hablar de esto y aquello. Estoy segura de que saltaría a corregirla. O quizá sería buena, me lo tragaría todo y me odiaría por… por… bueno, por comer papilla en vez de pan. Así que no iré al instituto. Pero algún día iré a la universidad.
—Tienes que graduarte en el instituto para entrar en la universidad.
—Cuatro años de instituto… no, cinco, porque seguramente me retrasaría un poco. Después, cuatro años de universidad. Seré una solterona de veinticinco antes de terminar.
—Quieras o no, llegarás a los veinticinco igualmente, hagas lo que hagas. Bien podrías ir estudiando mientras tanto.
—Te lo digo por última vez, mamá, no iré al instituto.
—Veremos —repuso Katie. En su mentón se dibujó el propósito de salir ganando.
Francie no dijo más. Pero el gesto de su mentón era igual que el de su madre.
De todas formas, la conversación le dio a Francie una idea. Si su madre creía que podía trabajar de noche e ir al instituto de día, ¿por qué no podía asistir a la universidad en vez de al instituto? Se fijó en los anuncios de los periódicos. Una de las más antiguas y reputadas universidades de Brooklyn anunciaba clases de verano para aquellos que quisiesen adelantarse a sus cursos o prepararse para exámenes. También para alumnos del instituto que deseaban adelantarse a los cursos universitarios. Francie creía que podría inscribirse entre estos últimos; no era exactamente una estudiante de instituto, pero podría serlo. Pidió un folleto.
Del folleto eligió tres cursos que se daban por la tarde. Podía seguir levantándose a las once, ir a clase a primera hora de la tarde y luego directamente a trabajar. Eligió francés elemental, química elemental y otro denominado el teatro en la época de la Restauración. Calculó cuánto costarían. Algo más de sesenta dólares, incluidos los derechos al laboratorio. En su cuenta de ahorros tenía ciento cinco dólares. Se fue en busca de Katie.
—Mamá, ¿podría sacar sesenta y cinco dólares de mi cuenta de ahorros para la universidad?
—¿Para qué?
—Para la universidad, por supuesto.
Habló con mucha seguridad, para saborear el efecto que provocaría. La recompensó el tono de sorpresa de su madre al repetir:
—¿Universidad?
—Universidad de verano.
—Pero… pero… —balbució Katie.
—Ya sé. Cómo voy a hacerlo sin ir al instituto, ¿no? Pero quizá me permitan ingresar si les digo que no me interesa el título, sino las clases.
Katie fue a buscar su sombrero verde.
—¿Adónde vas, mamá?
—Al banco a sacar el dinero.
Francie no pudo menos de reír al ver la prisa de Katie.
—Ya es tarde. El banco estará cerrado. Además, no hay prisa. La inscripción es dentro de una semana.
La universidad estaba situada en Brooklyn Heights, otra zona desconocida del gran Brooklyn que Francie podía explorar. Al llenar el formulario de inscripción su pluma se detuvo ante la pregunta sobre estudios previos. Había tres posibles respuestas: escuela, instituto, universidad. Después de pensarlo un momento, tachó las tres y escribió: «enseñanza privada».
«Bien mirado, no es ninguna mentira», se dijo.
Para su gran sorpresa y alivio, nadie puso en duda su respuesta. El cajero cogió el dinero y le extendió el recibo. Le dieron un número, un pase para la biblioteca, el horario de los cursos y una lista de los textos que necesitaría.
Francie siguió a un grupo de alumnos hasta la librería universitaria que había en la misma manzana. Consultando la lista que llevaba, pidió los de francés elemental y química elemental.
—¿Nuevos o usados? —preguntó el vendedor.
—No lo sé. ¿Qué me aconseja usted?
—Nuevos —dijo el vendedor.
Alguien le tocó el hombro. Se volvió y vio a un muchacho elegante y muy guapo, que le dijo:
—Lléveselos de segunda mano. Sirven igual que los nuevos y cuestan la mitad.
—Muchas gracias. —Francie se dirigió al vendedor—: Démelos usados.
Estaba a punto de pedir los dos libros para el curso de teatro cuando notó otro golpecito en el hombro.
—Mmm… —dijo el muchacho, con tono negativo—. Ésos los puede leer en la biblioteca antes y después de clase.
—Gracias otra vez —le dijo Francie.
—No hay de qué —contestó él alejándose.
Los ojos de Francie le siguieron hasta la puerta.
«Caramba. Qué alto y elegante —pensó Francie—. La universidad es una maravilla».
Sentada en el tren, camino de la oficina, apretujaba los dos libros entre las manos. Las ruedas golpeteaban las vías con un ritmo que parecía decir: uni-ver-sidad, uni-ver-sidad. Francie empezó a marearse. Estaba tan mareada que bajó en la siguiente estación aun sabiendo que llegaría a la oficina con retraso. Se reclinó contra una balanza preguntándose qué le sucedía. No podía ser que la comida le hubiese sentado mal, porque se había olvidado de almorzar. Un pensamiento cruzó como un relámpago su cabeza.
«Mis abuelos nunca supieron leer ni escribir. Sus antepasados tampoco. La hermana de mi madre no sabe leer ni escribir. Mis padres no terminaron la escuela primaria. Yo no he ido al instituto. Sin embargo, yo, M. Frances K. Nolan, estoy en la universidad. ¿Oyes eso, Francie? ¡Estás en la universidad!
»—Pero ¡caramba!, qué mareo».
Francie salió exaltada de su primera clase de química. En una hora descubrió que todo estaba compuesto de átomos en movimiento continuo. Asimiló la idea de que nunca nada se pierde ni se destruye. Incluso si algo se quemase o se pudriera, no desaparecería de la faz de la tierra, sino que se convertiría en otra cosa: gases, líquidos y polvos. Francie llegó a la conclusión de que, según la química, todo vibraba de vida y no existía la muerte. Le intrigaba el porqué los hombres de ciencia no adoptaban la química como religión.
El teatro en la época de la Restauración, aparte del tiempo que le dedicaba a las lecturas, le resultaba fácil gracias a su conocimiento de Shakespeare. No le preocupaba ese curso ni el de química. Pero en cuanto al de francés elemental, se encontraba perdida. No era realmente elemental. El profesor, suponiendo que sus alumnos lo estaban repitiendo por haberse retrasado o ya lo habían cursado en el instituto, se saltó los preliminares y pasó directamente a la traducción. Francie, no muy segura en gramática inglesa, ortografía y puntuación, tenía pocas probabilidades con el francés. La suspenderían. Lo único que podía hacer era aprender de memoria el vocabulario todos los días para tratar de continuar en esa clase.
Estudiaba en el tren, en sus viajes de ida y vuelta. Estudiaba en los ratos de descanso y comía con el libro abierto sobre la mesa. Escribía los deberes en una de las máquinas de la sala de prácticas del trabajo. Jamás llegaba tarde, tampoco faltaba a las clases, y todo lo que ansiaba era aprobar por lo menos dos de los cursos.
El muchacho que tan amable había sido con ella en la librería se convirtió en su ángel de la guarda. Se llamaba Ben Blake y era la persona más sorprendente que se pueda imaginar. Era un alumno avanzado del instituto Maspeth. Dirigía la revista del instituto, era presidente de la clase, componente del equipo de fútbol y estudiante de honor. Durante los últimos tres veranos se había inscrito en cursos universitarios. Cuando terminase el instituto, ya tendría aprobado más de un año de universidad.
Además de sus tareas escolares, trabajaba por la tarde en un bufete de abogados. Redactaba sumarios, entregaba citaciones, examinaba títulos y registros, y acopiaba precedentes. Conocía a fondo la Constitución y estaba completamente capacitado para defender un pleito en los tribunales. Además de progresar tan satisfactoriamente en el instituto, ganaba veinticuatro dólares semanales. Sus jefes deseaban que empezara a trabajar todo el día cuando terminase el instituto, que practicase y estudiase por libre para abogado, y luego que se examinara. Pero Ben menospreciaba esa clase de abogados que no asistían a la universidad. Se proponía graduarse en el instituto e ingresar en la facultad.
A los diecinueve años ya tenía proyectada su vida por un camino sin desvíos. Una vez recibido su título de abogado, se establecería como tal en una población pequeña. Estaba convencido de que un abogado joven tenía mejores oportunidades en una ciudad pequeña. Hasta tenía un bufete en perspectiva: sería el sucesor de un pariente lejano ya entrado en años que tenía un bien acreditado bufete en cierta población agrícola. Estaba en constante comunicación con su futuro antecesor, de quien recibía semanalmente largas cartas de consejos.
Ben proyectaba hacerse cargo del bufete y esperar su turno para ser nombrado fiscal. (Por convenio, los abogados de aquel partido ejercían la fiscalía por turnos). Ése sería su primer paso en la política. Trabajaría con ahínco, se daría a conocer y se haría respetar, y con el tiempo sería elegido diputado nacional. Cumpliría con lealtad y sería reelegido. Después regresaría a su estado y trabajaría para ser elegido gobernador. Ése era su plan.
Lo más sorprendente de todo era que los que conocían a Ben Blake estaban seguros de que todo saldría exactamente como él lo había proyectado.
Mientras tanto, en ese verano de 1917, el objeto de sus ambiciones, un vasto estado del Medio Oeste, soñaba bajo el ardiente sol de las praderas, entre los grandes campos de trigo y los interminables viñedos y manzanares, ignorante de que el hombre que proyectaba ocupar su sede del gobierno como el más joven de sus gobernadores era, en aquel momento, un muchacho que residía en Brooklyn.
Eso era Ben Blake: bien vestido, alegre, guapo, brillante, seguro de sí mismo, querido por los muchachos, adorado por todas las muchachas, y de quien Francie Nolan estaba trémulamente enamorada.
Le veía todos los días. Su estilográfica corregía sus deberes de francés; Ben revisaba sus trabajos de química y desvanecía dudas sobre las obras de la Restauración. Le ayudó a planear los cursos para el verano siguiente y, con toda buena voluntad, se esforzó en proyectarle el resto de su vida.
A medida que se acercaba el fin del verano, dos cosas la entristecían. Pronto dejaría de ver a Ben todos los días y no iba a pasar su examen de francés. Confió esta última tristeza a Ben.
—No seas tonta —le dijo alegremente—. Has pagado el curso, has asistido a las clases todo el verano y no eres una lerda. Sí que pasarás.
—No —contestó Francie riendo—, me suspenderán y bien rápido.
—Entonces no queda más remedio que repasar para el examen final. Necesitamos todo un día. ¿Adónde podríamos ir?
—¿A mi casa? —sugirió Francie tímidamente.
—No. Allí habrá gente. —Pensó un momento—. Conozco un buen lugar. Te espero el próximo domingo por la mañana, a las nueve, en la esquina de Gates y Broadway.
La estaba esperando cuando ella bajó del tranvía. Se preguntaba a qué lugar de ese barrio la llevaría. La llevó a la entrada para artistas de un teatro que había en aquella manzana. Empujó la puerta y dijo: «Buenos días, Pop», al hombre de pelo canoso que tomaba el sol sentado en una silla reclinada contra la pared, al lado de la puerta abierta. Entonces Francie descubrió que aquel sorprendente muchacho, los sábados por la noche, trabajaba de acomodador en aquel teatro.
Nunca había estado entre bastidores, y se sentía tan exaltada que le parecía tener fiebre. El escenario era enorme y el techo del teatro parecía perderse, tan lejos estaba. Al cruzar el tablado caminó tiesa y despacio, como lo hacía Harold Clarence en sus recuerdos. Cuando Ben le habló, se volvió lentamente, con intenso dramatismo, y preguntó con una voz que arrancaba desde la garganta:
—Tú —pausa; luego, con ánimo—: ¿me has hablado?
—¿Quieres ver una cosa?
Corrió el telón y ella vio cómo se enrollaba hacia arriba la cortina de seguridad, parecía la sombra de un gigante. Él encendió los focos y Francie avanzó hacia ellos y paseó su mirada por los mil y pico asientos vacíos que esperaban a los espectadores en la oscuridad. Levantó la cabeza y dirigió su voz a la última fila de la galería.
—¡Hola, allí! —exclamó, y su voz pareció amplificarse un centenar de veces en la vacía y expectante oscuridad.
—Dime —preguntó él afablemente—: ¿qué te interesa más: el teatro o tu francés?
—El teatro, por supuesto.
Y era la verdad. En aquel momento y lugar renunció a todas sus demás ambiciones y retornó a su primera vocación: el escenario.
Ben se rió y apagó los focos. Corrió las cortinas y colocó dos sillas, una frente a otra. Quién sabe por qué medios había conseguido dominar los exámenes que habían hecho los alumnos durante los últimos cinco años. Con las preguntas más comunes y las menos usuales de todos ellos había preparado un examen tipo. Casi todo el día enseñó a Francie cómo responder esas preguntas. Luego le hizo aprender de memoria una página de
Le Tartuffe
de Molière y su traducción.
—Sin duda en el examen de mañana habrá alguna pregunta —explicó— que te parecerá hecha en griego. Ni siquiera intentes contestarla. Tienes que hacer esto: confiesa con toda franqueza que no sabes responderla, pero que en su lugar ofreces una página de Moliere con su traducción. Luego escribes lo que has aprendido de memoria, y aprobarán tu examen.