Un árbol crece en Brooklyn (49 page)

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Authors: Betty Smith

Tags: #Histórico

—Significa —explicó Katie— que Neeley debe volver a estudiar.

—¡No volveré! —gritó Neeley—. No volveré, a pesar de lo que digas. Estoy trabajando y ganando dinero y quiero seguir así. Ahora los muchachos me tienen en cuenta. Si voy al instituto no seré más que un chiquillo grandullón otra vez. Además, necesitas mi dinero, mamá. No queremos ser pobres otra vez.

—Irás al instituto —anunció Katie con calma—. El dinero que gana Francie nos alcanzará.

—¿Por qué quieres mandarle al instituto contra su voluntad —gritó Francie—, y en cambio a mí, que lo estoy deseando, no me permites ir?

—Eso mismo —agregó Neeley.

—Porque si no le obligo, nunca volverá a estudiar, en cambio, tú lucharás y de alguna forma lograrás hacerlo.

—¿Por qué estás tan segura? —protestó Francie—. Dentro de un año seré demasiado mayor. Neeley sólo tiene trece años. El año que viene todavía tendrá edad. —¡Qué disparate! En otoño cumplirás quince años.

—Diecisiete —corrigió Francie—, e iré para los dieciocho. Demasiado tarde para empezar.

—¿Qué sarta de tonterías estás diciendo?

—No son tonterías. En el trabajo tengo dieciséis. Debo actuar de acuerdo a los dieciséis en vez de catorce. El año que viene tendré quince años, pero dos más por la vida que llevo. Demasiado tarde para convertirme otra vez en estudiante.

—Neeley irá al instituto la semana próxima —insistió Katie con obstinación—, y Francie lo hará el año próximo.

—Os odio a las dos —gritó Neeley—, y si os empeñáis en que vaya al instituto me iré de casa. ¡Que lo sepáis, me iré! —Y salió dando un portazo.

Katie tenía cara de angustia y Francie se apiadó de ella.

—No te preocupes, mamá. No lo hará. Lo dice para fastidiar.

El inmediato alivio que se dibujó en el rostro de Katie molestó a Francie.

—Pero la que se irá seré yo, y sin tanto comentario. Cuando no necesites lo que yo gano, me iré.

—Pero ¡por Dios!, ¿qué les pasa a mis hijos? Tan sumisos hasta hoy… —exclamó Katie satíricamente.

—Lo que nos pasa son los años, mamá.

Katie la miró intrigada, y Francie dijo:

—No tenemos los permisos de trabajo.

—Es que eran difíciles de conseguir. El cura pedía un dólar por cada certificado de bautismo, y yo hubiera tenido que acompañaros al ayuntamiento. Entonces estaba dando el pecho a Laurie cada dos horas y no podía ir. Todos decidimos que era mejor que los dos fingierais tener dieciséis años para evitarnos todo el lío.

—Eso está bien. Pero al decir que teníamos dieciséis años debimos comportarnos como chicos de dieciséis, y tú nos tratas como si tuviéramos trece.

—Si estuviese tu padre aquí… Te comprendía mucho mejor que yo.

Un dolor hizo mella en el corazón de Francie. Cuando le hubo pasado el pinchazo contó a su madre que su salario sería duplicado en noviembre.

—¡Veinte dólares! —Katie quedó boquiabierta de sorpresa—. ¡Qué cosa! —Ésta era su expresión habitual cuando algo la sorprendía—. ¿Cuándo lo supiste?

—El sábado.

—¿Y no me lo has dicho hasta hoy?

—No.

—Creíste que si lo sabía te obligaría a seguir trabajando.

—Sí.

—Pero no lo sabía cuando he insistido en que Neeley fuera al instituto. Ya ves que he hecho lo que creo correcto sin que me influya el dinero. ¿No es así? —preguntó con tono suplicante.

—No, sólo veo que favoreces a Neeley más que a mí. Te ocupas de todo lo suyo y a mí me dices que ya encontraré el modo de arreglarme. Pero algún día te desengañaré, mamá. Haré lo que me parezca bien a mí y quizá no te parezca bien a ti.

—Eso no me preocupa, porque sé que puedo confiar en mi hija.

Katie había hablado con tan sencilla dignidad que Francie se avergonzó.

—Y también confío en mi hijo. Ahora está furioso porque tendrá que hacer una cosa que no quiere. Pero se le pasará y le irá bien en el instituto. Neeley es un buen muchacho.

—Sí, es un buen muchacho —asintió Francie—, aunque si fuese malo tú no lo notarías. Pero en cuanto a mí… —Su voz se quebró en un sollozo desgarrador.

Katie suspiró. Se sentía herida, pero no dijo nada. Se levantó y empezó a despejar la mesa. Estiró el brazo para coger una taza y, por primera vez en su vida, Francie vio que la mano de su madre vacilaba. Temblaba y no daba con la taza. Francie se la alcanzó y vio que la taza estaba rajada.

«Nuestra familia —pensó Francie— era como una taza fuerte. Entera y firmé, sujetaba bien las cosas. Cuando murió papá apareció la primera grieta. Y la discusión de hoy producirá otra grieta. Pronto habrá tantas que la taza se romperá y sólo seremos pedazos, en vez de formar un conjunto homogéneo. No quiero que eso suceda, aunque sé que estoy produciendo una nueva grieta». Su suspiro de dolor fue como el de Katie.

La madre se acercó a la canasta donde dormía plácidamente la criatura, ajena a la amargura de las palabras que se pronunciaban a su vera.

Francie observó que las manos aún temblorosas de su madre levantaban a la niña dormida. Katie fue a sentarse en su sillón cerca de la ventana, y se meció estrechamente abrazada a la pequeñuela.

Francie casi se desmayó de pena. «No debería ser tan mezquina con ella —pensó—. ¿Qué ha tenido en la vida sino rudo trabajo y penurias? Ahora tiene que buscar consuelo en su pequeñita. Quizá esté pensando que Laurie, a quien tanto ama y quien depende tan absolutamente de ella, crecerá y se rebelará como hago yo ahora».

Con desacostumbrado ademán acarició la mejilla de su madre.

—No pasa nada, mamá. No hablaba en serio. Tienes razón, haré lo que desees. Neeley debe ir al instituto y entre las dos nos encargaremos de que estudie.

Katie acarició la mano de Francie.

—Mi hija, mi buena hija —dijo.

—No te enfades conmigo, mamá, porque he discutido contigo. Tú misma me enseñaste a pelear por lo que creyera justo… y yo creí que mis deseos eran justos.

—Ya lo sé. Y me alegra saber que tienes voluntad y capacidad para pelear por lo que te corresponde. Siempre saldrás adelante, a pesar de todo. En eso eres como yo.

«Y ésa es la raíz del mal —pensó Francie—. Somos demasiado parecidas para comprendernos mutuamente, ni siquiera nos comprendemos a nosotras mismas. Papá y yo éramos muy diferentes y nos entendíamos. Mamá comprende a Neeley porque es distinto. Ojalá fuera diferente, como Neeley».

—¿Hacemos las paces, entonces, sin amargura? —preguntó Katie, sonriente.

—Pues claro —contestó Francie con una sonrisa, y la besó en la mejilla.

Pero, en el fondo de sus corazones, cada una sabía que la amargura perduraría y jamás sería extirpada.

XLV

Navidad otra vez. Pero ese año había dinero para regalos y abundante comida en la nevera, y el piso estaba siempre cálido. Cuando Francie llegaba y dejaba atrás el frío de la calle, la tibieza del ambiente le recordaba los brazos de un amante que, enredados en su talle, la invitaran a entrar. Se preguntaba, de paso, cómo sería realmente el abrazo de un amante.

Francie se consoló de no volver a estudiar al ver que el dinero que ganaba les proporcionaba mayor bienestar. Katie había sido muy ecuánime. Cuando a Francie le aumentaron el sueldo a veinte dólares semanales, le adjudicó cinco dólares a la semana para tranvía, almuerzos y ropa. Además, Katie depositaba cinco dólares semanales a nombre de Francie en el banco de Williamsburg, para los futuros estudios. Katie se las arreglaba bien con los restantes diez dólares y uno que aportaba Neeley. No era una fortuna, pero en 1916 la vida era barata y los Nolan lo pasaban bien.

Neeley aceptó con alegría ir al instituto cuando supo que muchos de los de su pandilla ingresarían en el instituto del distrito Este. Recuperó el empleo en casa de McGarrity para después de las clases, y su madre le daba para sus gastos uno de los dos dólares que ganaba. En el instituto era alguien, pues tenía más dinero para gastar que la mayoría de los muchachos, y era el único que se sabía el
Julio César
de Shakespeare de memoria.

Cuando abrieron la hucha encontraron que había cerca de cuatro dólares. Neeley agregó un dólar, y Francie, cinco, de modo que disponían de diez dólares para regalos de Navidad. La víspera de Navidad salieron los tres de compras, y se llevaron a Laurie con ellos.

Primero fueron a comprar un sombrero nuevo para Katie. En la tienda se colocaron detrás de la silla en que Katie, sentada con Laurie en el regazo, se probaba los distintos modelos. Francie quería un sombrero de terciopelo verde jade, pero no había ninguno de ese color en todo Williamsburg. A Katie le parecía que debía comprar un sombrero negro.

—Nosotros compramos el sombrero, no tú —le dijo Francie—, y hemos decidido que basta de sombreros de luto.

—Pruébate este rojo, mamá —propuso Neeley.

—No. Me probaré ese verde oscuro que está en el escaparate.

—Es un tono de verde nuevo —explicó la dueña de la tienda, retirándolo del escaparate—. Lo llamamos verde musgo.

Lo colocó bien horizontal en la cabeza de Katie. Con un ademán impaciente, Katie lo inclinó hacia un ojo.

—¡Eso es! —afirmó Neeley.

—Mamá, estás hermosa —opinó Francie.

—Me gusta —dijo Katie—. ¿Cuánto cuesta? —preguntó a la mujer. La mujer inspiró profundamente y los Nolan se prepararon para regatear.

—Sucede que… —empezó la mujer.

—¿Cuánto cuesta? —repitió Katie.

—Verá, en Nueva York usted pagaría diez dólares por el mismo artículo. Pero…

—Si yo quisiera pagar diez dólares, iría a Nueva York a comprar el sombrero.

—Bueno, no digamos eso. Hay un modelo exactamente igual en la tienda de Wanamaker, a siete con cincuenta. —Se hizo un significativo silencio—. Yo le doy un sombrero idéntico por cinco dólares.

—Tengo exactamente dos dólares para el sombrero.

—¡Largo de aquí! —gritó la mujer teatralmente.

—Muy bien —dijo Katie poniéndose en pie.

—No, no. ¿Por qué tiene que ser tan precipitada? —La mujer hizo que se sentara de nuevo. Metió el sombrero en una bolsa de papel—. Se lo doy por cuatro con cincuenta. Créame cuando le digo que ni mi suegra se lo llevaría por ese precio.

«Lo creo —pensó Katie—, sobre todo si su suegra es como la mía». Y en voz alta dijo:

—El sombrero es muy bonito, pero no puedo gastar más de dos dólares. Hay muchas otras tiendas y encontraré uno por ese precio, no tan bueno quizá, pero suficiente para protegerme del viento.

—Desearía que me escuchase. —La mujer hablaba con voz profunda y sincera—. Dicen que con los judíos el dinero es lo único que importa. Conmigo es diferente. Cuando tengo un bonito sombrero y le queda bien a una bonita clienta, me sucede algo aquí. —Y se puso la mano sobre el corazón—. Sucede que… no me interesa la ganancia. Lo regalo. —Puso la bolsa en manos de Katie—. Lléveselo por cuatro dólares. Eso es lo que me costó al por mayor. —Suspiró y agregó—: Créame, yo no debería ser comerciante, habría sido mejor que me dedicase a pintar cuadros.

Y continuó el regateo. Cuando el precio bajó hasta dos dólares con cincuenta centavos, Katie supo que había llegado al límite. Hizo una última tentativa simulando irse. Pero esta vez la mujer no hizo ademán de impedirlo. Francie hizo una seña con la cabeza a Neeley y éste entregó a la mujer los dos dólares y medio.

—No le cuenten a nadie lo barato que lo han conseguido —advirtió la mujer.

—No se preocupe —prometió Francie—. Póngalo en una caja.

—Diez centavos más por la caja: precio de fábrica.

—Con la bolsa de papel está bien —dijo Katie.

—Es tu regalo de Navidad —insistió Francie—, e irá en una caja.

Neeley sacó diez centavos. Envuelto en papel de seda, el sombrero fue colocado en una caja.

—Se lo lleva tan barato que volverá cuando necesite otro sombrero. Pero no espere encontrar una ganga como ésta.

Katie rió. Cuando se iban, la mujer le dijo:

—Lúzcalo con buena salud.

—Gracias.

Y al cerrar la puerta tras ellos, la mujer murmuró despectivamente:


Goyem
. —Y escupió.

Ya en la calle, Neeley dijo:

—No es de extrañar que mamá espere cinco años para comprarse un sombrero, si supone tanto lío.

—¿Lío? —exclamó Francie—. ¡Bah! Si es divertido.

Fueron a la tienda de Seigler para comprar un trajecito de lana para Laurie. Cuando Seigler vio a Francie, emitió una serie de protestas.

—¡Ah, sí! Por fin viene a mi tienda. ¿Será quizá porque las otras tiendas no tienen? ¿Será que en las otras tiendas las pecheras cuestan un centavo menos, pero están un poco deterioradas? —Y le explicó a Katie—: Durante muchos años esta chica venía aquí a comprar pecheras y cuellos de papel para su papá, pero hace un año que no viene.

—Su padre murió hace un año —explicó Katie.

El señor Seigler se dio una terrible palmada en la frente.

—¡Ay de mí! Tan grande tengo la boca que siempre estoy metiendo la pata —se disculpó.

—No pasa nada —le consoló Katie.

—Lo que ocurre es que nadie me dijo nada y no lo he sabido hasta ahora.

—Suele pasar —contestó Katie.

—Y ahora —dijo con entusiasmo, en su papel de comerciante otra vez— ¿qué puedo mostrarles?

—Un traje de lana para una criatura de siete meses.

—Tengo aquí la medida
exzacta
.

Sacó de una caja un trajecito de lana azul. Pero cuando se lo probaron, el jersey sólo le llegaba hasta el ombligo, y el pantaloncito hasta las rodillas. Le probaron otros hasta que eligieron uno para una niña de dos años. El señor Seigler estaba extasiado.

—Hace veinte años que me dedico a este negocio, quince en Grant Street y cinco en Graham Avenue, y nunca en mi vida he visto una criatura de siete meses tan grande como ésta.

Los Nolan se sentían orgullosos.

No había posibilidad de regatear, porque en la tienda de Seigler regían precios fijos. Neeley pagó tres dólares. Allí mismo vistieron a Laurie con su nuevo traje. Estaba preciosa con su gorrito de lana, que le cubría las orejas. El fuerte color azul hacía resaltar el rosado de su piel. Se diría que ella lo sabía, tan satisfecha parecía prodigando a diestro y siniestro una sonrisa que dejaba entrever sus dos únicos dientecitos.


Ach du Liebschen
—murmuró Seigler, juntando las manos en actitud de plegaria—. ¡Que lo luzca con salud!

Esta vez el deseo no fue anulado con un escupitajo.

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