Un árbol crece en Brooklyn (48 page)

Read Un árbol crece en Brooklyn Online

Authors: Betty Smith

Tags: #Histórico

Ella era la única muchacha de Brooklyn en la agencia. Las demás vivían en Manhattan, Hoboken, el Bronx. Una provenía de Bayonne, en Nueva Jersey. Dos de las más antiguas lectoras, hermanas, eran de Ohio.

El primer día que Francie trabajó en la agencia, una de ellas le dijo:

—Usted tiene acento de Brooklyn.

La observación parecía una sorprendente acusación, así que Francie cuidó su forma de hablar y se empeñó en pronunciar las palabras con esmero para evitar errores corrientes en su ambiente.

Sólo había dos personas en la agencia con quienes podía conversar con soltura: el propietario y gerente, licenciado en Harvard, cuyo lenguaje no era afectado como el de las lectoras, que habían ido al instituto y habían ampliado su vocabulario gracias a los periódicos que leían. La otra persona era la señorita Armstrong, también universitaria.

La señorita Armstrong se dedicaba especialmente a leer las noticias de las grandes ciudades. Su escritorio, separado de los demás, estaba situado en un rincón privilegiado contiguo a la ventana, por donde penetraba luz del norte y del este, la mejor para leer. Ella sólo se ocupaba de los periódicos de Chicago, Boston, Filadelfia y Nueva York. Un mensajero especial le traía cada edición nada más salir de las rotativas. Cuando terminaba no tenía obligación de ayudar a alguna que se retrasara, como debían hacer las demás. Entre una remesa y otra hacía punto o se arreglaba las uñas. Era la que ganaba más: treinta dólares semanales. De carácter bondadoso, se interesó mucho por Francie, trató de darle confianza hablando con ella, pero únicamente con el objeto de que no se sintiese sola.

En la agencia se había impuesto un sistema de clases engendrado por la cortadora, la impresora, la engomadora, el embalador y el mozo. Estos trabajadores, incultos aunque ingeniosos, que nadie sabe por qué razón se autodenominaban el Club, suponían que las mejores lectoras los tenían a menos. Para desquitarse, en cuanto se les presentaba una oportunidad creaban discordia entre las lectoras.

La lealtad de Francie estaba dividida. Por su fondo y educación pertenecía a la clase del Club, pero por su habilidad e inteligencia pertenecía a la de las lectoras. El Club entrevió esta división en Francie y trataba de explotarla como intermediaria. La informaban de los rumores que podían generar líos en la oficina, pero como Francie carecía de confianza suficiente con las demás lectoras para contarles chismes, los rumores se cortaban allí.

De modo que un día, cuando la cortadora le contó que la señorita Armstrong se retiraría en septiembre y que Francie sería ascendida para reemplazarla, ésta supuso que se trataba de un rumor para crear celos entre las lectoras, cada una de las cuales tenía esperanzas de obtener aquel cargo el día que la señorita Armstrong renunciara. Se le ocurrió que sería descabellado que ella, una chica de catorce años, sin más preparación que la de la escuela primaria, fuese considerada apta para hacerse cargo del trabajo de una universitaria de treinta años como la señorita Armstrong.

Faltaba poco para que terminase el mes de agosto, y Francie estaba preocupada porque su madre no hacía mención alguna de su ingreso en el instituto. Deseaba ardientemente volver a la escuela. Haber escuchado durante tantos años a su madre, su abuela y sus tías elogiar la enseñanza superior no sólo la hacía desear obtenerla, sino que le infundía un complejo de inferioridad por carecer de ello.

Recordaba con afecto aquellas compañeras que habían escrito en su libro de autógrafos. Quería volver a ser una de ellas. Provenían de su mismo ambiente, nada las diferenciaba. Lo que le correspondía era ir al instituto con ellas en vez de trabajar en competencia con mujeres mayores.

No le gustaba trabajar en Nueva York. Ese hormiguero humano hacía que se estremeciera. Se sentía impelida hacia una norma de vida para la que no estaba capacitada. Y lo que más temía de su empleo en Nueva York era la multitud que se agolpaba en el tren elevado.

Una mañana sintió la mano de un hombre que la tocaba. Apretada entre toda aquella gente, aunque intentara moverse, no conseguía evitar el contacto con esa mano. Cuando los vagones oscilaban en las curvas, la mano la apretaba aún más. Tampoco podía volver la cabeza para mirar a la cara al desconocido que la estaba palpando, y se quedó quieta e impotente soportando la injuria. Habría podido protestar, pero le daba demasiada vergüenza llamar la atención de los demás pasajeros. Le parecía que esa tortura duraría una eternidad, pero al fin la multitud se dispersó, ella pudo cambiar de lugar y se sintió más cómoda.

Después de ese acontecimiento, los viajes en el tren se convirtieron en una pesadilla.

Un domingo, cuando ella y su madre fueron a visitar a la abuela con la pequeña Laurie, Francie le contó a Sissy el asunto del hombre del tren, esperando que ésta la reconfortara. Sin embargo a su tía le pareció muy chistoso.

—Vaya, ¿así que un hombre te ha tocado en el tren? Yo de ti no me preocuparía demasiado, quiere decir que ya eres toda una mujer, los hombres no pueden resistirse a las formas de una mujer. Creo que ya me he hecho mayor, porque hace años que nadie me da un pellizco en el tren. Antes, cuando me subía a un tren repleto, siempre volvía a casa llena de moratones —dijo Sissy con orgullo.

—¿Y a ti te parece eso motivo de orgullo? —preguntó Katie.

Sissy hizo como si nada y añadió:

—Llegará el día, Francie, en que tengas cuarenta y cinco años, y tu cuerpo se parecerá a un saco de avena atado en el medio. Entonces añorarás los viejos tiempos en que los hombres deseaban darte un buen pellizco.

—Si los añora será porque tú se lo has metido en la cabeza, no porque sea bonito recordarlo —afirmó Katie. Luego, dirigiéndose a Francie, dijo—: Y tú aprende a quedarte de pie sin necesidad de agarrarte a nada. Deja las manos libres, lleva un alfiler en el bolsillo y, si un hombre intenta tocarte, úsalo.

Francie puso en práctica el consejo de su madre. Aprendió a mantenerse bien firme con una mano en el bolsillo donde guardaba el alfiler. Deseaba que alguien intentase tocarla para poderle castigar.

—Es muy típico de la tía Sissy hablar así de las mujeres y los hombres. Yo no quiero que me pellizquen el trasero. Y a los cuarenta y cinco años espero tener recuerdos mucho más agradables. Sissy debería avergonzarse…

«Y a mí ¿qué me pasa? —se decía—. Ahora critico a la tía Sissy, que siempre ha sido tan buena conmigo, estoy descontenta con mi empleo cuando debiera sentirme afortunada con tan interesante trabajo. Vamos… ¡Que me paguen por leer! A mí que tanto me gusta leer. Todo el mundo cree que Nueva York es la ciudad más hermosa del universo, y a mí ni siquiera me gusta. Al parecer soy la persona más descontenta de la tierra. ¡Oh! Cómo desearía volver a ser niña, cuando todo era tan maravilloso».

Poco antes del día del Trabajo, el jefe llamó a Francie a su despacho privado y la informó de que la señorita Armstrong se retiraba para contraer matrimonio. Se compuso la voz y agregó que la señorita Armstrong iba a casarse con él.

La imagen que Francie se había hecho de las amantes desapareció de repente, dejándola desconcertada. Siempre había creído que los hombres nunca se casaban con sus amantes, que las tiraban como guantes usados. Y ahora la señorita Armstrong se convertiría en una esposa y no en un guante viejo. ¡Qué bien!

—De modo que necesitaremos una lectora para cubrir las noticias de las grandes ciudades —iba diciendo el jefe—. La misma señorita Armstrong ha sugerido que… ¡ah!… que la pongamos a usted a prueba, señorita Nolan.

El corazón de Francie dio un vuelco. ¡Ella! El cargo más codiciado de la agencia. Así que entonces era cierto el rumor del Club. Otro prejuicio suyo que se venía abajo. Siempre había supuesto que todos los rumores eran falsos.

El jefe se proponía ofrecerle quince dólares semanales, calculando que obtendría una lectora tan buena como su futura esposa por la mitad de la paga. Aquella muchacha debería sentirse muy satisfecha, una chiquilla como ella con quince dólares a la semana. Decía tener más de dieciséis años. Parecía de trece. Naturalmente no era asunto suyo eso de la edad. Nadie le podía acusar de emplear a menores si declaraba que ella le había engañado respecto a su edad.

—Junto con el ascenso habrá un pequeño aumento —dijo benignamente. Francie sonrió feliz y él empezó a preguntarse: «¿Me habré precipitado demasiado? Quizá no esperase un aumento», y enmendó su error con presteza—. Un pequeño aumento cuando veamos qué tal se desenvuelve.

—Yo no sé… —empezó Francie, dudando.

«Tiene más de dieciséis —pensó el jefe—, y va a exigirme un buen aumento».

Para adelantarse a ella dijo:

—Le daremos quince dólares a partir de… —titubeó. No había por qué ser demasiado generoso—. A partir del primero de octubre.

Se apoyó contra el respaldo de la silla, se sentía tan benévolo como el mismo Dios.

—Quiero decir que no creo que me quede aquí mucho más tiempo —dijo Francie.

«Argucias para que le aumente más», pensó él. En voz alta le preguntó:

—¿Por qué?

—Volveré a estudiar después del día del Trabajo, por lo menos así lo creo. Tenía la intención de comunicárselo en cuanto lo hubiese decidido.

—¿Universidad?

—No, instituto.

«Tendré que poner a Pinski en su lugar —pensó él—. Ya gana veinticinco y pedirá treinta, de modo que no sacaré ningún provecho. Y esta Nolan es mejor que la Pinski. Maldita sea Irma. ¿De dónde saca la idea de que una mujer casada no debe trabajar? Podría continuar… retener el dinero en la familia… usarlo para amueblar la casa». Se dirigió a Francie.

—¡Oh! Lo siento. No porque no esté de acuerdo con la enseñanza superior. Pero considero que la lectura de periódicos es muy instructiva. Es una vibrante y creciente educación contemporánea. Mientras que en el instituto… son sólo libros. Libros muertos —concluyó desdeñosamente.

—Tendré… tendré que consultarlo con mi madre.

—Por supuesto. Dígale lo que le ha dicho su jefe respecto a la educación. Y dígale, además —cerró los ojos y se lanzó resuelto—, que he dicho que le pagaremos veinte dólares a la semana. Desde el primero de noviembre —dijo cercenándole un mes de aumento.

—Eso es mucho dinero —contestó Francie con ingenua honestidad.

—Tenemos por norma pagar bien a nuestros empleados para que se queden aquí. Y… ¡Ah!… Señorita Nolan, le ruego que no mencione su futuro sueldo. Es más de lo que se paga a las demás —insistió él—, y si se enteran… —Extendió las manos en un ademán de impotencia—. ¿Comprende? Nada de chismes en el lavabo.

Francie se sintió generosa al asegurarle que jamás le traicionaría en el lavabo. El jefe empezó a firmar su correspondencia en señal de que la entrevista había terminado.

—Eso es todo, señorita Nolan. Y debe comunicarnos su decisión inmediatamente después del día del Trabajo.

—Sí, señor.

¡Veinte dólares a la semana! Francie estaba estupefacta. Sólo dos meses atrás estaba contenta porque ganaba cinco. El tío Willie sólo ganaba dieciocho a la semana y tenía cuarenta años. El John de Sissy era listo y apenas ganaba veintidós y medio a la semana. Pocos hombres de su barrio ganaban veinte dólares semanales, y tenían familias que mantener.

Francie reflexionó: «Con ese dinero se acabarían nuestras preocupaciones, podríamos pagar el alquiler de un piso de tres habitaciones, mamá no se vería obligada a trabajar fuera de casa y Laurie no se quedaría tanto sola. Me sentiría importante y poderosa si pudiera arreglar las cosas así.
¡Pero yo quiero volver a estudiar!
».

Recordó la insistencia de su familia sobre la educación.

Abuela: Te elevará sobre la faz de la tierra.

Evy: Mis tres hijos obtendrán sus tres diplomas.

Sissy: Cuando Dios se lleve a nuestra madre (y quiera Él que no sea pronto) y la pequeña esté en edad de ir a la guardería, yo iré a trabajar otra vez. Ahorraré mi salario hasta que ella crezca y luego la mandaré al mejor colegio que haya.

Mamá: Y yo no quiero que mis hijos se enfrenten a una vida de rudo trabajo como la mía, la educación hará que sus vidas sean más llevaderas.

«Sin embargo, es un empleo tan bueno… —pensó Francie—. Bueno por ahora. Pero se me estropeará la vista. Todas las empleadas mayores usan gafas. La señorita Armstrong piensa que las lectoras sólo son buenas mientras tienen buena vista. Las otras también leían deprisa al principio. Como yo. En cambio, ahora, sus ojos… Tengo que salvar mi vista… No debo leer fuera de las horas de oficina. Si mamá supiera que me han ofrecido veinte dólares quizá se opondría a que volviese a estudiar, y yo no la censuraría. ¡Hemos pasado tanta pobreza! Mamá es justa, pero el dinero podría hacerle ver las cosas desde otro punto de vista, aunque no sería culpa suya. No le contaré nada sobre el aumento de sueldo hasta que resuelva lo del instituto».

Francie le mencionó lo del instituto y su madre le contestó que sí, tenían que tocar el tema. Aquella misma noche, después de cenar, hablaron. Katie anunció, sin necesidad —todo el mundo lo sabía—, que los cursos se iniciarían la próxima semana.

—Quiero que vayáis al instituto. Uno podrá ingresar este otoño. Estoy ahorrando hasta el último centavo que puedo de lo que ganáis para que el año que viene vayáis los dos. —Aguardó largo rato. Ninguno de sus hijos contestó—. Y bueno, ¿no queréis ir al instituto?

Francie se puso rígida mientras hablaba. Todo dependía de su madre y deseaba que sus palabras causaran buena impresión.

—Sí, mamá. Yo deseo volver a estudiar más que cualquier otra cosa en mi vida.

—Yo no quiero ir —dijo Neeley—. No me hagas volver a estudiar, mamá. Me gusta trabajar y para Año Nuevo tendré un aumento de dos dólares.

—¿No quieres ser médico?

—No. Quiero ser corredor de Bolsa y ganar mucho dinero, como mis jefes. Llegaré a intervenir en la Bolsa y ganaré un millón de dólares algún día.

—Mi hijo será un gran médico.

—¿Cómo lo sabes? Quizá sería como el doctor Hueller, de Maujer Street, que tiene el consultorio en un sótano, y lleva siempre una camisa sucia, como él. Además, ya sé lo suficiente. No tengo necesidad de volver a estudiar.

—Neeley no desea volver a estudiar —dijo Katie. Casi implorante se dirigió a Francie—: Tú sabes lo que eso significa, Francie.

Francie se mordió los labios. Quedaría mal que llorase. Tenía que mantener la calma. Tenía que seguir pensando con claridad.

Other books

Swarm by Scott Westerfeld, Margo Lanagan, Deborah Biancotti
Confessions of a Male Nurse by Michael Alexander
Splinters by Thorny Sterling
Poetic Justice by Alicia Rasley
The Hidden by Bill Pronzini