Sonrió amablemente. Lee contestó con otra sonrisa; Francie los miraba a los dos, divertida. El policía observó el galón de cabo de Lee.
—Bueno, hasta la vista, mi general —dijo—, y cuando llegue allí hágales morder el polvo de la derrota.
—Lo haré —prometió Lee.
El policía siguió su camino.
—Buen tipo —comentó Lee.
—Todo el mundo es bueno —contestó Francie, feliz.
Cuando llegaron al otro extremo, le dijo que no tenía que acompañarla hasta su casa. Le explicó que muchísimas veces había regresado a su casa a altas horas cuando trabajaba de noche. Él se equivocaría de camino si trataba de regresar a Nueva York desde el barrio de Francie, pues Brooklyn desorientaba. Había que vivir en Brooklyn para conocerlo bien, añadió.
A decir verdad, no quería que él viese dónde vivía. Amaba aquel barrio y no se avergonzaba de él. Pero creía que un extraño, que no lo conocía tanto como ella, podría considerarlo un barrio sórdido y despreciable.
Primero le indicó el lugar donde debía tomar el elevado para regresar a Nueva York. Luego caminaron hacia donde ella debía esperar su tranvía. Pasaron ante la ventana de un taller de tatuajes. Dentro había un joven marinero con la camisa arremangada. El artista de los tatuajes estaba sentado frente a él, en un banquillo, con la vasija de tintas a su alcance. Estaba dibujando en el brazo del chico un corazón atravesado por una flecha. Francie y Lee se detuvieron para mirar. El marinero los saludó con el otro brazo. Ellos respondieron. El artista los miró y les hizo señas para que entrasen. Francie movió negativamente la cabeza.
A medida que se alejaban, Lee dijo maravillado:
—¡Caramba! Ese muchacho se estaba haciendo tatuar.
—Procura que jamás, jamás, jamás te pille haciéndote tatuar —dijo ella con simulada severidad.
—No, mamá —contestó él, cohibido, y ambos rieron.
Se detuvieron en la esquina a esperar el tranvía. Se produjo un silencio incómodo. Estaban algo separados y él encendía un cigarrillo tras otro, que tiraba enseguida. Por fin apareció un tranvía a lo lejos.
—Aquí viene mi tranvía —anunció Francie, tendiéndole la mano. El arrojó al suelo el cigarrillo que acababa de encender.
—Francie… —dijo con tono interrogativo, abriendo los brazos.
Ella se escurrió entre sus brazos y él la besó.
A la mañana siguiente Francie se puso su traje dominguero, un traje sastre azul marino, con blusa de crespón blanco, y sus zapatos charolados. No había quedado con Lee, no habían hablado de verse otra vez. Pero ella sabía que él estaría esperándola a las cinco. Neeley se levantó en el momento en que ella iba a salir. Francie le rogó que avisara a su madre de que no iría a cenar.
—¡Por fin Francie tiene novio! ¡Por fin Francie tiene novio! —canturreó Neeley.
Fue hacia Laurie, que estaba sentada en su trona junto a la ventana. Sobre la bandeja de la trona había un plato de avena. La niña estaba ocupadísima sacando la avena del plato con una cuchara y arrojándola al suelo. Neeley le acarició la barbilla.
—¡Eh, tontuela! ¡Por fin Francie tiene novio!
Una tenue arruga apareció bajo la ceja derecha de la niña (característica de los Rommely, según Katie), mientras la pequeña trataba de comprender.
—¿Fran-nii? —preguntó intrigada.
—Escucha, Neeley, yo la he levantado y he preparado su avena. Ahora te toca a ti hacer que se la coma. Y no la llames tontuela.
Al salir del vestíbulo a la calle, oyó que la llamaban. Miró hacia arriba. Neeley, con medio cuerpo fuera de la ventana, cantaba a voz en cuello:
Allí se lanza
como en una danza;
alegremente vestida
con su traje dominguero.
—Neeley, ¡eres terrible! ¡Terrible! —le gritó.
Él simuló no haberla entendido.
—¿Me dices que es terrible? ¿Que lleva un bigote enorme y es calvo?
—Mejor que vayas a dar de comer a la niña.
—¿Dices que vas a tener una niña, Francie? ¿Que vas a tener una niña?
Un hombre que pasaba en aquel momento le hizo un guiño a Francie. Dos muchachas que venían del brazo prorrumpieron en risotadas.
—¡Imbécil, maldito! —gritó Francie furiosa.
—Has dicho tacos. Se lo contaré a mamá. Le contaré a mamá que dijiste palabrotas —canturreó Neeley.
Francie oyó que se acercaba su tranvía y tuvo que correr para alcanzarlo.
La estaba esperando cuando ella salió de la oficina. La recibió con aquella sonrisa tan suya.
—Hola, querida —dijo, e hizo que lo cogiera del brazo.
—Hola, Lee. Me alegro de verte otra vez.
—… querido —sopló él.
—Querido —añadió ella.
Cenaron en el Automat, otro sitio que él había querido conocer. Como allí no se permitía fumar, no se quedaron hablando después del postre y el café. Decidieron ir a bailar. Encontraron una sala de baile cerca de Broadway, donde se pagaba diez centavos por canción y cobraban media tarifa a los soldados. Él compró una tira de veinte vales por un dólar y entraron.
Tras sólo media vuelta a la pista Francie descubrió que su compañero, que daba la impresión de ser un poco torpe, era un bailarín suave y experto. Bailaron bien juntos. No había necesidad de hablar.
La orquesta estaba tocando una de las canciones favoritas de Francie: «Algún domingo por la mañana».
Algún domingo por la mañana,
cuando el tiempo se engalana.
Francie murmuraba el estribillo a la par que el cantante:
Y de guinga esté vestida,
¡y qué novia yo sería!
Sintió que el brazo de Lee la estrechaba aún más.
Mis amigas me verán
y todas me envidiarán.
Francie era muy feliz. Otra vuelta a la pista y el cantante cantó el estribillo otra vez, con alguna variación en honor de los soldados allí presentes:
Con tu uniforme estarás,
¡qué apuesto novio serás!
Francie rodeó los hombros de Lee con su brazo y apoyó la mejilla sobre la chaqueta. Pensó, lo mismo que Katie diecisiete años atrás, cuando estaba bailando con Johnny, que aceptaría cualquier sacrificio o pobreza por retener a aquel hombre con ella para toda la vida. E igual que Katie, Francie ni siquiera pensó en los hijos que quizá tendrían que ayudar a soportar la pobreza y los sacrificios.
Un grupo de soldados estaba a punto de abandonar la sala. La orquesta, como de costumbre, se interrumpió y empezó a tocar la canción «Hasta vernos nuevamente». Todo el mundo dejó de bailar y entonó la despedida para los soldados. Francie y Lee se cogieron de la mano y cantaron, aunque ninguno de los dos conocía muy bien la letra.
… Cuando las nubes se despejen
yo volveré a tu lado
bajo el cielo azulado…
Algunos exclamaron:
—¡Adiós, soldado! ¡Que la suerte te acompañe!
—¡Hasta pronto, soldado!
Los soldados se detuvieron y unieron sus voces a la canción. Lee guió a Francie hacia la puerta.
—Vámonos ahora, para que el recuerdo de este momento sea perfecto.
Bajaron la escalera lentamente, seguidos por las últimas estrofas de la canción. Llegaron a la calle y aguardaron hasta oír los últimos acordes:
… Reza por mí continuamente
hasta vernos nuevamente.
—Me gustaría que fuera nuestra canción —murmuró Lee—, y que te acordaras de mí cada vez que la oigas.
Cuando se alejaban empezó a llover y tuvieron que correr para refugiarse en el portal de una tienda cerrada. Allí se quedaron de pie bajo la protección y la oscuridad del portal, cogidos de la mano, observando la lluvia.
«La gente siempre cree que la felicidad es algo que se pierde en la distancia —pensó Francie—, una cosa complicada y difícil de conseguir. Sin embargo, ¡qué pequeñas son las cosas que contribuyen a ella! Un lugar para refugiarse cuando llueve, una taza de café fuerte cuando una está abatida, un cigarrillo que alegre a los hombres, un libro para leer cuando una se encuentra sola, estar con alguien a quien se ama. Esas son las cosas que hacen la felicidad».
—Me voy mañana temprano.
—¿A Francia? —preguntó Francie, arrancada de golpe de la felicidad que la embriagaba.
—No. Voy a casa. Mamá quiere que pase unos días con ella antes de…
—¡Oh!
—Te amo, Francie.
—Pero tú estás comprometido. Eso fue lo primero que me dijiste.
—Comprometido —dijo él con amargura—. Todo el mundo está comprometido. En un pueblo todo el mundo está comprometido, o casado, o anda enredado. No hay otra cosa que hacer allí. Uno va al colegio. Empieza por acompañar a alguna chica hasta su casa, quizá por la sola razón de que vive cerca. Uno crece. Ella le invita a fiestas en su casa. Es invitado a otras fiestas familiares y se le dice que vaya con ella. Hay que acompañarla a casa. Pronto sucede que nadie más la saca a pasear. Todo el mundo cree que es la preferida de uno, y entonces… Bueno, si no la invita a salir de paseo, empieza uno a sentirse un sinvergüenza. Y luego, como no hay otra cosa que hacer, uno termina casándose. Y las cosas andan bien si ella es una muchacha decente (y por lo general lo es) y uno tiene por lo menos algo de decencia. No hay lugar para una gran pasión, sino para un bienestar monótono y pálido. Y después vienen los hijos y se les prodiga el gran amor que falta en la pareja. Y son los hijos los que salen ganando a fin de cuentas. Sí, efectivamente, estoy comprometido. Pero entre ella y yo no hay lo mismo que entre nosotros dos.
—Pero ¿te casarás con ella?
Hizo una larga pausa antes de contestar:
—No.
Ella volvió a ser feliz.
—Dilo, Francie —murmuró él—. Dilo.
—Te amo, Lee —dijo ella.
—Francie… —dijo con tono apremiante—, quizá no vuelva del frente y tengo miedo… mucho miedo. No quisiera morir… morir, sin haber tenido nunca nada… nunca… ¿Francie, no podríamos pasar un rato juntos?
—Estamos juntos ahora —respondió inocentemente Francie.
—Quiero decir… en una habitación, a solas… hasta mañana por la mañana…
—Yo, yo… no puedo.
—¿No quieres?
—No es eso…
—Entonces, ¿por qué?
—Sólo tengo dieciséis años —confesó ella—, nunca he estado con nadie. No sabría como…
—Eso no tiene importancia.
—Y tampoco me he quedado nunca a dormir fuera. Mi madre se preocuparía.
—Podrías decirle que te has quedado en casa de una amiga.
—Sabe que no tengo amigas.
—Podrías inventar alguna excusa… mañana.
—No necesitaré inventar excusas, le diré la verdad.
—¿Lo harías? —preguntó sorprendido.
—Te amo, no me avergonzaría de haber estado contigo. Me sentiría orgullosa y feliz, no tendría por qué mentir.
«No podía saberlo, no podía saberlo», susurró para sus adentros.
—Tú no querrías que hiciéramos algo despreciable, ¿verdad?
—Francie, olvídalo, no debería habértelo pedido. No podía suponer…
—¿Suponer qué? —preguntó Francie confundida.
Él la abrazó con fuerza. Francie vio que estaba llorando.
—Francie, tengo miedo… tanto miedo… Tengo miedo de que si me voy te perderé…, de no volver a verte nunca. Dime que no vaya a casa, y me quedaré. Tenemos el día de mañana y el siguiente. Comeremos juntos y pasearemos, o nos sentaremos en el parque, o subiremos a un ómnibus, y charlaremos. Dime que no me vaya.
—Me parece que debes ir. Creo que es justo que veas a tu madre antes de… No sé. Pero me parece lo mejor.
—Francie, ¿prometes casarte conmigo cuando termine la guerra, si es que vuelvo?
—Cuando vuelvas me casaré contigo.
—¿Es verdad, Francie? Dime, ¿es verdad?
—Sí.
—Repítelo.
—Me casaré contigo cuando regreses, Lee.
—Y viviremos en Brooklyn, Francie.
—Viviremos donde tú quieras vivir.
—Entonces viviremos en Brooklyn.
—Sólo si tú quieres.
—¿Y me escribirás a diario? ¿Todos los días?
—Todos los días.
—¿Y me escribirás esta noche cuando llegues a tu casa, diciéndome cuánto me amas, para que tu carta me esté esperando cuando yo llegue a casa? —Ella se lo prometió—. ¿Me prometes que jamás dejarás que nadie te bese? ¿Que no saldrás de paseo con nadie? ¿Me prometes esperarme… no importa cuánto tiempo? ¿Y que si no regreso, jamás desearás casarte con otro?
Ella se lo prometió.
Y él le pidió toda su vida con naturalidad, como si le estuviese pidiendo una cita. Y ella se la prometió con la misma naturalidad con que hubiese extendido la mano para saludar o decir adiós.
Poco después cesó la lluvia y aparecieron las estrellas.
Francie escribió aquella noche, tal como había prometido, una carta extensa en la que vertió todo su amor y repitió las promesas que había hecho.
Por la mañana salió algo más temprano de su casa para tener tiempo de despachar la carta desde la oficina de correos de la calle Treinta y cuatro. La empleada de la ventanilla le aseguró que llegaría a su destino aquella misma tarde. Era miércoles.
Esperaba recibir la respuesta el jueves por la noche, aunque se esforzó en no confiar demasiado en ello. No habría habido tiempo, salvo que él también hubiese escrito inmediatamente al separarse de ella. Pero, como es natural, él tenía que hacer las maletas y levantarse temprano para coger el tren. (A Francie no se le ocurrió pensar que ella se las había ingeniado para encontrar tiempo para escribir). El jueves por la noche no llegó ninguna carta.
El viernes tuvo que trabajar dos turnos seguidos —dieciséis horas— debido a la escasez de personal causada por una epidemia de gripe. Cuando llegó a casa, pasadas las dos de la mañana, allí estaba la carta, apoyada contra la azucarera encima de la mesa de la cocina. Ansiosa, rasgó el sobre.
«Estimada señorita Nolan», empezaba.
Ese principio destrozó su dicha. No podía ser de Lee, porque él hubiera escrito: «Querida Francie». Dio vuelta a la página y miró la firma: «Elizabeth Rhynor (señora)». Ah, sería su madre. O alguna cuñada. Quizá estaba enfermo y no podía escribir. Quizá había alguna disposición del ejército que impedía escribir a los soldados a punto de partir. Habría pedido a alguien que escribiera por él. Claro. Tenía que ser eso. Empezó a leer la carta.
Lee me habló de usted. Quiero agradecerle su agradable amistad durante su estancia en Nueva York. Lee llegó aquí el miércoles por la tarde, pero tuvo que salir la noche siguiente hacia su campamento. Sólo estuvo en casa un día y medio.