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Authors: Betty Smith

Tags: #Histórico

Un árbol crece en Brooklyn (53 page)

Sin comprobar si se hablaba de algún cliente en las páginas uno y dos, arrancó la primera hoja del periódico y la dobló cuidadosamente, anotando mentalmente los dobleces a medida que pasaban bajo su pulgar. La colocó dentro de uno de esos sobres fuertes de papel que la agencia usaba para remitir los recortes por correo.

Francie oyó, como si fuera por primera vez, el ruido que hizo el cajón de su escritorio cuando lo abrió para sacar su bolso. Se fijó en el cierre del bolso, en su sonido. Palpó el cuero, grabó en su memoria su olor y las aguas del muaré negro del forro. Leyó las fechas de las monedas que tenía en el monedero. Cogió una nueva, del año 1917, la metió en el sobre. Destapó su lápiz de labios y trazó una línea debajo de sus huellas dactilares. Le gustaron el rojo límpido, la contextura y la fragancia de la pintura. Por turnos examinó el polvo de su polvera, los surcos de su lima de manicura, la flexibilidad de su peine y los hilos de su pañuelo. En el bolso llevaba un viejo recorte, un poema de un periódico de Oklahoma. Lo había escrito un poeta que había vivido en Brooklyn, había asistido a las escuelas de Brooklyn y luego había publicado
El águila de Brooklyn
. Volvió a leerlo por vigésima vez grabando las palabras en su mente.

Soy viejo y joven, tengo tanto de necio como de sabio;

indiferente ante mis semejantes, ardo en amor por el prójimo.

Soy maternal y paternal, soy un niño y un hombre,

encarnado en vil barro, de las celestes alturas me embriago.

El ya manoseado poema fue a parar al sobre. En el espejo de su polvera se miró el pelo trenzado, las trenzas que rodeaban su cabeza. Vio que sus lacias y negras pestañas no eran todas de la misma longitud. Luego inspeccionó sus zapatos. Pasó la mano por una de sus medias y por primera vez le pareció que la seda era áspera en lugar de lisa como antes. La tela de su falda estaba compuesta de delgados cordones. Levantó el doblez y observó que el diseño de la estrecha puntilla de su enagua tenía forma de rombos.

«Si pudiera grabar hasta el último detalle de este momento en mi mente podría retenerlo para siempre», pensó Francie.

Con la hoja de afeitar se cortó un mechón de cabello, lo envolvió en el pedazo de papel con las huellas dactilares y la raya de lápiz de labios, colocó el envoltorio en el sobre y lo cerró. En el sobre escribió: «Frances Nolan, de quince años y cuatro meses de edad. 6 de abril de 1917».

«Si abro este sobre dentro de cincuenta años —pensó—, seré de nuevo como ahora y no habrá vejez para mí. Cincuenta años son muchos años… millones de horas. Pero ya ha pasado una hora desde que estoy sentada aquí… una hora menos de mi vida… una de todas las horas de mi vida que se ha ido.

»Dios amado —suplicó—, permíteme ser algo cada minuto de cada hora de mi vida. Permíteme ser alegre. Permíteme ser triste. Que tenga frío. Que esté abrigada. Que tenga hambre, que tenga demasiado para comer. Permíteme andar andrajosa o bien vestida. Que sea sincera o falsa. Que sea franca o mentirosa. Honorable o pecadora. Pero permíteme ser algo en cada bendito minuto. Y cuando duerma, permíteme soñar todo el tiempo para que no se malgaste la más mínima porción de vida».

Llegó el repartidor y arrojó sobre su escritorio otro periódico de la ciudad. Éste llevaba un gran titular de dos líneas: «Declaración de guerra». Le pareció que el suelo se tambaleaba y mil colores bailaron ante sus ojos, apoyó la cabeza sobre la húmeda tinta del diario y prorrumpió en llanto. Una de las lectoras, mayor que Francie, que volvía del lavabo, se detuvo ante su escritorio. Observó el titular y la niña que lloraba. Creyó entenderlo todo.

—Ah, la guerra —suspiró—. Usted debe de tener novio o algún hermano, ¿no? —preguntó.

—Sí, tengo un hermano —contestó Francie, con sinceridad.

—Cuánto lo siento, señorita Nolan —dijo la lectora, y se fue a su escritorio.

«Estoy borracha otra vez —pensó Francie—, ahora por el titular de un periódico. Y es una borrachera de las malas, con lloros y lamentos».

La guerra tocó a la agencia de prensa con el dedo de su armadura y la marchitó. Para empezar, el cliente que era casi el sostén del negocio —el hombre que pagaba miles de dólares al año por los recortes sobre el canal de Panamá y cosas por el estilo— se presentó un día para avisar de que, como su dirección no sería fija durante algún tiempo, vendría personalmente a buscar los recortes.

A los pocos días, dos hombres de gestos pausados y fuertes pisadas fueron a ver al jefe. Uno de ellos paseó la palma de su mano por debajo de las narices del jefe, y lo que éste vio en esa palma le hizo palidecer. Sacó una pila de recortes del cajón destinado al cliente principal. Aquellos hombres de pies pesados los revisaron y se los devolvieron al jefe, que los puso en un sobre que guardó en su escritorio. Los dos hombres entraron en el lavabo del jefe y dejaron la puerta entreabierta. Esperaron allí todo el día. A mediodía enviaron al botones a buscar emparedados y café y almorzaron en el lavabo.

El cliente del canal de Panamá llegó a las cuatro y media. Con movimientos acompasados, el jefe le entregó el sobre. Cuando el cliente iba a guardárselo en el bolsillo, los dos hombres salieron del lavabo. Uno de ellos le tocó el hombro, el cliente suspiró, sacó el sobre del bolsillo y lo entregó. El otro le tocó a su vez el hombro, el cliente juntó los talones en un gesto militar, hizo una reverencia y salió caminando entre los dos. El jefe se fue a su casa con una aguda dispepsia.

Aquella noche Francie contó a su madre y a Neeley que en la oficina habían atrapado a un espía alemán.

Al día siguiente se presentó un hombre de aspecto activo, que llevaba una cartera. El jefe tuvo que contestar una serie de preguntas y el hombre activo anotó las respuestas en formularios que traía al efecto. Y luego vino la parte triste. El jefe tuvo que entregarle un cheque de cuatrocientos dólares, salido de la cuenta involuntariamente cancelada. Cuando el hombre activo se fue, el jefe salió corriendo para pedir dinero prestado a fin de proveer fondos para pagar aquel cheque.

Después todo se vino abajo. El jefe tenía miedo de aceptar cuentas nuevas, por inofensivas que parecieran. La temporada teatral iba terminándose y las cuentas de actores se redujeron. El acostumbrado diluvio de primavera, cuando se publicaban innumerables libros con los consecuentes abonos de autores a cinco dólares y editores a cien dólares cada uno, fue sólo una tenue lluvia. Las editoriales estaban retrasando importantes publicaciones hasta que las cosas se asentaran. Muchos investigadores científicos cancelaron sus cuentas debido a la posibilidad de que los llamaran a filas. Incluso si los negocios hubiesen continuado como siempre, la agencia se habría visto en apuros para atenderlos, debido a que los empleados empezaron a irse.

El gobierno, previendo una escasez de hombres, convocó una serie de exámenes para las mujeres que quisieran ingresar al servicio del Estado. Muchas de las lectoras se presentaron con éxito a esos exámenes y fueron llamadas inmediatamente para prestar servicio. Los obreros, es decir, el Club, se fueron casi en pelotón para trabajar en fábricas de producción para la guerra. No sólo triplicaron sus sueldos, sino que se vieron ensalzados por su desinteresado patriotismo. La esposa del jefe volvió como lectora a la agencia, y todas las lectoras fueron despedidas, a excepción de Francie.

Entre los tres se esforzaron por cumplir todas las tareas en aquel local tan grande y vacío, donde retumbaba el eco. Francie y la jefa leían, anotaban en índices, archivaban y atendían todas las tareas de la oficina. El jefe, impotente, recortaba angustiado los diarios, imprimía nombres borrosos y los pegaba algo torcidos.

A mediados de junio se dio por vencido. Concertó la venta del mobiliario y las máquinas de oficina, canceló el contrato del local y decidió el asunto del reembolso de los abonos de sus clientes con una exclamación:

—¡Que me enjuicien!

Francie telefoneó a la única otra agencia de prensa que conocía en Nueva York preguntando si necesitaban una lectora. Le contestaron que nunca empleaban nuevas lectoras.

—Tratamos muy bien a nuestras lectoras y jamás tenemos que buscar sustitutas.

Francie le dijo que le parecía muy bien y colgó el auricular.

Dedicó su última mañana en la agencia a leer y marcar anuncios de la columna «Se necesita empleada». No le interesaban los empleos de oficina, pues sabía que debería volver a empezar como aprendiz. Y los empleos de oficina no ofrecían perspectiva alguna si no se tenían conocimientos de dactilografía y taquigrafía. Además, prefería el trabajo de fábrica. Le gustaban más las compañeras de fábrica y le gustaba también tener la mente desocupada mientras trabajaba con las manos. Pero, desde luego, su madre no le permitiría trabajar en una fábrica otra vez.

Encontró un anuncio que ofrecía lo que al parecer era una feliz combinación de fábrica y oficina: manejar una máquina en un ambiente de oficina. Una empresa de comunicaciones ofrecía enseñar el manejo del teletipo y pagar doce dólares y medio durante el período de aprendizaje. El horario era desde las cinco de la tarde hasta la una de la madrugada. Por lo menos así tendría algo que hacer por las noches, si conseguía el empleó.

Cuando fue a despedirse del jefe, éste le dijo que le debía el sueldo de la última semana. Tenía su dirección y se lo remitiría. Francie se despidió del jefe, de su esposa y de su última semana de sueldo.

La Compañía de Comunicaciones tenía las oficinas en un rascacielos frente al East River, en el centro de Nueva York. Junto a otra docena de muchachas, Francie completó un formulario de solicitud después de presentar una carta de copiosas recomendaciones escritas por su ex jefe. Acometió su examen de suficiencia contestando preguntas que parecían ridículas; una de ellas era: «¿Qué pesa más: una libra de plomo o una libra de plumas?». Por supuesto, pasó el examen. Le dieron un número y la llave de su taquilla, por la que tuvo que dejar un depósito de veinticinco centavos, y le dijeron que se presentase al día siguiente a las cinco.

Todavía no eran las seis de la tarde cuando Francie llegó a su casa. Katie estaba haciendo limpieza en un rellano y la miró desconcertada cuando subió las escaleras.

—No te preocupes, mamá. No estoy enferma ni nada por el estilo.

—¡Oh! —dijo Katie, aliviada—. Por un momento temí que hubieses perdido tu empleo.

—Sí, lo he perdido.

—¡Oh, qué cosa!

—Y tampoco cobraré mi última semana de sueldo. Pero ya tengo otro empleo… Empiezo mañana… Doce dólares y medio a la semana. Me aumentarán más adelante, supongo.

Katie empezó a hacerle preguntas.

—Mamá, estoy cansada y no quiero hablar de ello. Hablaremos mañana. Y no quiero cenar. Sólo quiero acostarme.

Y se fue escaleras arriba.

Katie, preocupada, se sentó en uno de los peldaños. Desde que había empezado la guerra los precios de la comida y de todo lo demás habían subido como la espuma. En el último mes Katie no había podido ingresar nada en la cuenta de ahorros de Francie. Los diez dólares semanales no le habían alcanzado. Necesitaba un litro de leche fresca al día para Laurie, y ese alimento indispensable era muy caro. Además, tenía que darle zumo de naranja. Ahora, con doce dólares y medio a la semana… Después de deducir los gastos de Francie, le quedaría aún menos. Pronto llegarían las vacaciones escolares. Neeley podría trabajar durante el verano. Pero ¿qué pasaría en otoño? Neeley tenía que volver al instituto. Francie también tenía que ir al instituto aquel otoño. ¿Cómo? ¿Cómo? Preocupada, se quedó allí sentada.

Tras echar un vistazo a la criatura, Francie se desvistió y se metió en la cama. Con las manos entrelazadas detrás de la nuca, contempló el cuadrilátero gris: la ventana del patio interior.

«Aquí estoy —pensó—. Quince años y ya soy una vagabunda. No hace aún un año que empecé a trabajar y ya he tenido tres empleos. Yo pensaba que sería agradable pasar de un trabajo a otro. Pero ahora tengo miedo. Me han despedido dos veces y no por mi culpa. En cada sitio trabajé lo mejor que pude. Di todo lo que era capaz de dar. Y aquí estoy, obligada a empezar de nuevo en otra parte. Cuando el nuevo jefe me diga que dé un salto, daré dos por temor a ser despedida. Tengo miedo porque dependen de mi dinero. ¿Cómo nos arreglábamos antes de que yo saliese a trabajar? Claro, entonces no estaba Laurie, Neeley y yo éramos más pequeños y necesitábamos cosas y, naturalmente, papá ayudaba un poco. Bueno, ¡adiós instituto! ¡Adiós todos mis proyectos!». Volvió la cara hacia la pared y cerró los ojos.

Francie estaba sentada delante de una máquina de escribir en una sala grande. El teclado de su máquina tenía encima una especie de tapa para que no pudiese verlo. Había un enorme diagrama del teclado colgado en la pared frente a ella. Francie consultaba el diagrama y buscaba las letras en la máquina a ciegas. Eso fue el primer día. El segundo día le dieron una pila de telegramas viejos para que los copiara. Sus ojos viajaban de la copia al diagrama a medida que sus dedos tentaban las teclas. Al finalizar el segundo día ya había grabado en su mente la ubicación de las letras en el teclado y no necesitaba consultar el diagrama. A la semana le quitaron la tapa del teclado. No le hacía falta: Francie ya era una mecanógrafa al tacto.

Le pareció milagroso que las palabras que escribía ella sentada ante una máquina saliesen reproducidas a cientos de kilómetros de distancia, en Cleveland, Ohio. No menos milagroso era que una muchacha estuviese escribiendo allí en Cleveland e hiciera martillear las palabras en la máquina de Francie.

El trabajo era fácil. Francie transmitía durante una hora y luego recibía durante otra hora. Había dos descansos de quince minutos y media hora para cenar a las nueve. Cuando la pusieron al cargo de una línea, le aumentaron el sueldo a quince dólares la semana. Al fin y al cabo, el empleo no era malo.

La familia se amoldó al nuevo horario de Francie. Ella salía de casa poco después de las cuatro de la tarde y volvía unos minutos antes de las dos de la madrugada. Tocaba el timbre tres veces al entrar en el vestíbulo para que su madre pudiese vigilar que nadie intentase molestar a Francie.

Francie dormía hasta las once. Katie no tenía que levantarse tan temprano porque ahora estaba ella en casa con Laurie. Empezaba con la limpieza de su edificio, así cuando terminaba, Francie ya estaba levantada y podía cuidar de la pequeña. Francie trabajaba los domingos, pero tenía libres los miércoles por la noche.

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