Un árbol crece en Brooklyn (60 page)

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Authors: Betty Smith

Tags: #Histórico

Número: 1

Fecha: 20 de septiembre de 1918

A favor de: Eva Flittman

Concepto: Por ser mi hermana

Total: 1.000,00 $

Imp. este cheque: 200,00 $

Saldo: 800,00 $

Francie se preguntó: ¿por qué esa cantidad? ¿Por qué no cincuenta o quinientos? ¿Por qué doscientos? Entonces lo comprendió. Doscientos dólares era la suma del seguro de tío Willie, lo que Evy hubiera cobrado a su fallecimiento. Sin duda, Katie consideraba a Willie tan muerto como si hubiese fallecido.

No había utilizado cheque alguno para su vestido de boda. Katie explicó que no deseaba gastar ese dinero para ella hasta que estuviera casada con quien se lo había dado. Para comprar el vestido, había cogido el dinero que tenía ahorrado para Francie, prometiéndole reintegrárselo con un cheque inmediatamente después de la ceremonia.

Aquel último sábado por la mañana Francie sentó a Laurie en su cochecito de dos ruedas y la llevó a pasear. Se detuvo largo rato en la esquina observando a los chiquillos arrastrar sus trastos por Manhattan Avenue hacia el almacén de Carney. Tomó esa dirección y entró en el Baratillo Charlie durante un momento de calma en los negocios. Puso cincuenta centavos en el mostrador y anunció que quería todos los números de la tómbola.

—¡Pero, Francie! ¡Oh, Francie! —exclamó Charlie.

—No tengo por qué molestarme en elegir. Deme todo lo que está colgado en el tablero.

—¡Oye! ¡Escúchame!

—De modo que en esa caja no hay ningún número con premio gordo, ¿verdad, Charlie?

—¡Por Dios, Francie! Hay que ganarse la vida, y con lo lento que es en este negocio, a un centavo por número.

—Siempre creí que esos premios eran pura farsa. ¡Debería darle vergüenza, engañar a los chiquillos de esa forma!

—No digas eso. Les doy un centavo de caramelos por cada centavo que gastan aquí. La tómbola es sólo para darle interés.

—En fin, supongo que algo de razón tendrá. Dígame: ¿tiene una muñeca de cincuenta centavos?

El hombre escarbó debajo del mostrador y sacó una muñeca de horribles facciones.

—Sólo tengo una de sesenta y nueve centavos, pero te la dejaré por cincuenta.

—Se la pagaré si la cuelga en el tablero como premio y permite que algún chiquillo la gane.

—Pero, Francie, si algún chiquillo la gana, después todos esperarán sacar premio. ¿No lo ves? Es un mal ejemplo.

—¡Oh, por Dios! —dijo ella, no en tono de blasfemia, sino de plegaria—. ¡Deje que alguien gane algo siquiera una sola vez!

—¡Bueno! ¡Bueno! No te acalores.

—Sólo quiero que un chiquillo consiga algo por nada.

—La colgaré y no retiraré el número de la caja cuando te hayas ido. ¿Conforme?

—Gracias, Charlie.

—Y le diré al ganador que la muñeca se llama Francie, ¿eh?

—¡Oh, no! No con la cara que tiene esa muñeca.

—¿Sabes una cosa, Francie?

—¿Qué?

—Te estás volviendo toda una señorita. ¿Qué edad tienes?

—Cumpliré diecisiete dentro de dos meses.

—Recuerdo que eras una chiquilla flaca, de piernas largas. Me parece que algún día serás una mujer hermosa; bonita no, pero sí interesante.

—Vaya un piropo —dijo Francie riéndose.

—¿Es tu hermanita? —preguntó él señalando a Laurie.

—Sí.

—El día menos pensado andará arrastrando trastos y vendrá aquí con sus centavos. Hoy son criaturas en sus cochecitos y mañana están aquí comprando números de la tómbola. Los chicos crecen deprisa en este barrio.

—Ella jamás arrastrará trastos. Y jamás entrará aquí.

—Es cierto. Me han dicho que os trasladáis.

—Sí. Nos trasladamos.

—Bueno, Francie. Os deseo buena suerte.

Llevó a Laurie al parque. La sacó del cochecito y la dejó corretear sobre el césped. Acertó a pasar por allí un chiquillo que vendía roscas, y le compró una por un centavo. La deshizo en migajas y las esparció sobre el césped. Una bandada de gorriones manchados de hollín apareció de repente disputándose las migajas. Laurie, con sus pasitos inciertos, corría de un lado a otro para atraparlos. Los pájaros le permitían arrimarse hasta apenas unos centímetros de distancia antes de levantar el vuelo. Ella se deshacía de placer cada vez que provocaba el vuelo de un gorrión.

Empujando el cochecito, Francie fue a dar un último vistazo a su antigua escuela. Estaba sólo a dos manzanas del parque que visitaba diariamente, pero quién sabe por qué razón Francie nunca había vuelto desde el día que le habían dado el diploma.

Le sorprendió lo pequeña que le parecía ahora.

—Esa es la escuela donde iba Francie —informó a Laurie.

—Fran-ni iba escuela.

—Tu papá me trajo un día y cantó una canción.

—¿Papá? —preguntó Laurie, desconcertada.

—Lo había olvidado. Tú nunca viste a tu papá.

—Laurie vio papá. Hombe. Hombe gande. —Creía que Francie se refería a McShane.

—Cierto —contestó Francie.

En aquellos dos años desde la última vez que vio la escuela, Francie se había convertido en una mujer.

Al regresar, pasó por aquella casa cuya dirección había dado como suya. Ahora le parecía pequeña y descuidada, pero aun así le tenía cierto afecto.

Pasó por el bar de McGarrity. Ya no pertenecía, pues el hombre se había trasladado a principios de verano. Le había contado a Neeley que estaba bien informado, y que, por consiguiente, sabía que se aproximaba la prohibición y se estaba preparando. Había comprado una extensa propiedad en un sector de Long Island y estaba almacenando sistemáticamente grandes cantidades de bebidas. En cuanto se decretara la prohibición, abriría lo que él llamaba un club. Incluso había elegido el nombre: Club Mae Marie. Su mujer llevaría trajes de gala y sería la anfitriona, lo que le vendría como anillo al dedo, explicó McGarrity. Francie estaba muy segura de que la señora McGarrity sería feliz en su nuevo papel. Esperaba que McGarrity fuese feliz algún día también.

Después de almorzar fue a la biblioteca para devolver los libros por última vez. La bibliotecaria selló su tarjeta y se la dio sin levantar la vista siquiera, como era su costumbre.

—¿Podría usted recomendar un buen libro para una niña? —preguntó Francie.

—¿De qué edad?

—Tiene once años.

La bibliotecaria sacó de debajo del mostrador un libro. Francie leyó el título:
Si yo fuera rey
.

—En realidad no quiero llevármelo —dijo Francie—, tampoco tengo once años.

La bibliotecaria miró a Francie por primera vez.

—He venido aquí cada día desde que era una chiquilla —explicó Francie—, y usted nunca me había mirado hasta ahora.

—Vienen tantos niños… —contestó la bibliotecaria de mal humor—. No puedo estar mirándolos a todos. ¿Algo más?

—Sólo quisiera decirle que ese florero marrón ha significado mucho para mí… Siempre con alguna flor.

La bibliotecaria miró el jarrón. Aquel día había un ramo de flores silvestres de color rosa. Francie pensó que la bibliotecaria veía el florero por primera vez también.

—¡Oh, eso! El conserje se ocupa de las flores. O alguien lo hace. ¿Algo más? —preguntó, impaciente.

—Voy a devolver mi tarjeta.

Francie le pasó la tarjeta arrugada y despuntada por el uso, cubierta de fechas impresas con el sello. La bibliotecaria la cogió, y estaba a punto de rasgarla en dos cuando Francie la detuvo con un ademán.

—Me parece que voy a guardarla, después de todo —dijo, y volvió a cogerla.

Salió y observó detenidamente aquella pobre y pequeña biblioteca. Sabía que jamás volvería a verla. Todo cambia después de mirar cosas nuevas. Si en el futuro alguna vez volviese por allí lo vería todo distinto de como lo veía en ese momento. Y era justamente así como quería recordarlo.

No, jamás volvería a su antiguo barrio.

Además, dentro de unos años no habría antiguo barrio al cual volver. Después de la guerra, las autoridades iban a derribar las viviendas baratas y la fea escuela donde la directora castigaba con un látigo a los chicos, y edificarían una serie de casas modelo, viviendas que atraparían los rayos de sol y el aire; luego éstos serían medidos, pesados y dosificados a tanto por persona.

Katie arrojó la escoba y el cubo al rincón con un estrépito final que significaba que había terminado con ellos para siempre. Luego levantó la escoba y el cubo y volvió a colocarlos en el rincón casi con ternura.

Mientras se vestía para salir —iba a la modista a probarse por última vez el vestido de terciopelo verde que había elegido para su boda— cavilaba que el tiempo era demasiado bueno para finales de septiembre. Pensaba que quizá haría demasiado calor para llevar un vestido de terciopelo. La enfurecía que el otoño se retrasara tanto aquel año. Discutió con Francie cuando ésta le aseguró que el otoño ya había llegado.

Francie sabía que el otoño había llegado. No importaba que soplara una brisa caliente. No importaba que el ambiente estuviera cargado de emanaciones calurosas. El otoño ha llegado a Brooklyn. Francie lo sabía porque, en cuanto se encendían las farolas de las calles, el vendedor de castañas calientes instalaba su pequeño puesto en la esquina. Tostaba las castañas en la parrilla, sobre brasas de carbón, dentro de una sartén tapada. El hombre sujetaba las castañas sin tostar en una mano, y con la otra les iba haciendo cortes en cruz con un cuchillo chato antes de ponerlas en la sartén agujereada.

Sí, cuando aparecía el vendedor de castañas calientes no cabía duda de que había llegado el otoño, no importaba que el tiempo dijese lo contrario.

Después de acostar a Laurie en su cuna para que durmiera la siesta, Francie empaquetó las últimas cosas en una caja vacía de jabón. Descolgó de encima de la chimenea el crucifijo y la fotografía suya y de Neeley tomada el día de la confirmación, los envolvió en su velo de la primera comunión y los colocó en la caja. Dobló los dos delantales de camarero de su padre y los puso encima. Envolvió el tazón de afeitar con el nombre «John Nolan» impreso en letras de molde doradas en una blusa de crespón blanco que Katie había colocado en la canasta de artículos para dar porque la pechera había quedado destrozada después de lavarla. Era la blusa que llevaba Francie aquella noche lluviosa que se había refugiado con Lee en un zaguán. La muñeca Mary y la bonita caja que un día había contenido diez centavos dorados fueron a hacer compañía a las otras cosas. Su reducida biblioteca también fue a parar dentro de la caja: la Biblia,
Las Obras Completas de William Shakespeare
, un estropeado volumen de
Hojas de hierba
, de W. Whitman, los tres libros de recortes:
Colección Nolan de poesía contemporánea, Colección Nolan de poemas clásicos y El libro de Annie Laurie
.

Fue al dormitorio y de debajo del colchón sacó una libreta donde había escrito un embrollado diario a los trece años, y un sobre cuadrado de papel.

Arrodillada delante de la caja, abrió el cuaderno y leyó lo que había escrito tres años atrás, el 24 de septiembre:

«Esta noche, al bañarme, he descubierto que estoy haciéndome mujer. ¡Ya era hora!».

Sonrió y guardó el diario en la caja. Leyó la inscripción que había puesto en el sobre:

«Contenido: 1 sobre que deberá abrirse en 1967; 1 diploma; 4 cuentos».

Cuatro cuentos que la señorita Garnder le había ordenado que quemase. ¡En fin! Francie recordó que había prometido a Dios que dejaría de escribir si evitaba que su madre muriese. Había mantenido su promesa. Pero ahora conocía a Dios un poco mejor. Estaba segura de que a Él no le molestaría si ella empezaba a escribir de nuevo. Bueno, quizá algún día se aventuraría otra vez. Metió en el sobre de papel la tarjeta de la biblioteca, lo anotó en el exterior y colocó el sobre en la caja. Había terminado de empaquetar su equipaje personal. Todo lo que poseía, con excepción de la ropa, estaba en aquella pequeña caja.

Neeley subió las escaleras corriendo y silbando una canción popular. Irrumpió en la cocina quitándose la americana.

—Tengo prisa, Francie. ¿Hay alguna camisa limpia?

—Limpia, sí, pero sin planchar. Te la plancharé.

Puso la plancha a calentar mientras rociaba la camisa y colocaba la tabla de planchar sobre dos sillas. Neeley sacó de la alacena el cepillo y el betún y se dedicó a intensificar el brillo de sus ya impecablemente lustrados zapatos.

—¿Vas a algún sitio?

—Sí. Apenas tengo tiempo de llegar a la función. Han conseguido a Van y Schenck y el muchacho. ¡Si sabrá cantar ese Schenck! Se sienta al piano así. —Neeley se sentó a la mesa de la cocina e hizo una demostración—. Se sienta de lado y cruza las piernas, mirando al público. Luego apoya el codo izquierdo en el atril y con la mano derecha se acompaña mientras canta.

Neeley imitó con bastante habilidad a su ídolo, cantando «Cuando estés lejos, bien lejos de tu hogar».

—¡Sí, es colosal! Canta como cantaba papá… Es decir, algo así.

¡Papá!

Francie buscó en la camisa de Neeley el distintivo del sindicato y fue lo primero que planchó.

Los Nolan exigían el distintivo del sindicato en todo lo que compraban. Era su forma de honrar la memoria de Johnny.

Neeley se miró al espejo colgado sobre el fregadero.

—¿Crees que necesito afeitarme?

—Dentro de unos cinco años, sí —contestó Francie.

—¡Oh, cállate!

—No os habléis así —dijo Francie, remedando a su madre.

Neeley sonrió y empezó a enjabonarse con energía la cara, el cuello, los brazos y las manos. Cantaba mientras se lavaba.

Hay algo de Egipto en tus ojos soñadores,

y algo de El Cairo en tu estilo…

Francie planchaba tranquilamente.

Al fin Neeley estuvo listo. Se detuvo delante de Francie, con su traje azul oscuro de americana cruzada, su blanca camisa limpia y su cuello blando con corbata de lazo con lunares. Olía a limpio y su cabello rubio y ondulado resplandecía.

—¿Qué tal estoy, Prima Donna?

Se abrochó la americana airosamente y Francie vio que llevaba puesto el anillo de sello de su padre.

—Neeley, ¿todavía te acuerdas de «Molly Malone»? Neeley metió una mano en el bolsillo, dio un paso atrás y cantó:

En Dublín, ciudad encantada,

las muchachas son tan bellas…

Papá… ¡Papá!

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