Horrorizados, le observaron ensartar una lombriz en el anzuelo. Empezó la pesca. Ésta consistía en cebar el anzuelo, lanzarlo aparatosamente, esperar, recogerlo sin carnada y sin pez y repetir la operación desde el principio.
Los rayos de sol eran cada vez más intensos. El esmoquin de Johnny se endureció al secarse y quedó verdoso y arrugado. Los niños empezaron a quemarse con el sol. Después de un tiempo que a ellos les pareció una eternidad, para su gran alegría y regocijo, su padre les anunció que había llegado la hora de comer algo. Guardó la caña, recogió el ancla y se dirigió al muelle. El bote giraba y el muelle parecía alejarse en vez de acercarse. Finalmente abordaron unos cientos de metros aguas abajo. Johnny amarró el bote y les dijo que esperasen sentados dentro mientras él iba a tierra. Les prometió un buen almuerzo.
Al cabo de un rato volvió, caminando de lado. Llevaba salchichas calientes, tortas de grosella y refrescos de fresa. Meciéndose en el bote atado al carcomido muelle, contemplaban la verdosa agua, que olía a pescado podrido, y comieron. Johnny, que había tomado algunas copas se arrepintió de haber amonestado a los niños. Por eso ahora les dio permiso para que se rieran de su caída al agua si les venía en gana. Pero ya no tenían ánimos. Había pasado el momento. Francie pensó que su padre estaba muy jovial.
—Esto es vida —dijo él—. Lejos de las turbas exasperantes. ¡Ah! No hay nada como navegar en un barco por el mar. Nos estamos alejando de todo aquello —agregó con oscuro significado.
Después del asombroso almuerzo, Johnny volvió a remar mar adentro. La transpiración le chorreaba por debajo del sombrero, y se derretía el cosmético de sus bigotes, haciendo que el gallardo adorno se trocase en desorganizadas hebras sobre su labio superior. Pero estaba contento. Mientras remaba cantaba vigorosamente:
Navegar, navegar sobre las burbujeantes olas…
Remaba y remaba, pero, a pesar de sus esfuerzos, el bote sólo describía círculos, sin avanzar aguas afuera. Le salieron tales ampollas en las manos que ya no deseaba seguir remando y anunció teatralmente que se dirigían a la orilla. El bote seguía describiendo círculos, de modo que se arrimaba un poco y volvía a alejarse. Por fin, optando por reducir el tamaño de los círculos, llegaron al muelle. Johnny no se fijó en que los niños iban poniéndose verdosos donde no estaban enrojecidos por los rayos del sol. No sospechaba el mal que les había causado la combinación de salchichas calientes, pastel de grosellas, refresco de fresas y el espectáculo de la lombriz ensartada en el anzuelo.
En el muelle saltó a la dársena y los niños le imitaron, salvo Tilly, que se cayó al agua. Estirándose en el suelo, Johnny consiguió pescarla. La niña se quedó de pie, con el vestido arruinado, pero no dijo nada. A pesar de que la tarde era calurosa, Johnny se sacó la chaqueta para arroparla. Las mangas se arrastraban en la arena. La tomó en brazos, la columpió de un lado a otro, le cantó arrullos y le dio palmadas en la espalda. La pequeña Tilly no comprendía nada de lo que pasaba aquel día. No entendía por qué la habían metido en un bote, por qué se había caído al agua ni por qué aquel hombre le hacía todos aquellos mimos. No decía una palabra.
Satisfecho de haberla consolado, Johnny la sentó en el muelle y entró en la choza, donde tomó un «aguzavista», o un soporífero.
Compró dos pescados por veinticinco centavos. Regresó con los peces mojados envueltos en un papel de periódico. Les dijo que había prometido a Katie llevarle pescado fresco.
—Lo principal —dijo Johnny— es que hayan sido pescados en Canarsie, no viene al caso quién los pescó, la cuestión es que fuimos a pescar y llevamos pescado.
Sus hijos comprendieron que el deseo de su padre era que Katie creyese que él los había pescado. No les pedía que mintiesen, les insinuaba que no fuesen minuciosos con la verdad. Los niños comprendieron.
Subidos a uno de los tranvías que tenían dos largos bancos, uno frente al otro, formaban una extraña hilera: primero Johnny con los pantalones verdosos, acartonados por el agua salada, la camiseta toda agujereada y el bigote enmarañado, le seguía Tilly, hundida en la chaqueta de Johnny, chorreando agua salada que formaba un charco en el suelo, luego Francie y Neeley con las caras enrojecidas por el sol, sentados con rigidez y tratando de no vomitar.
La gente que ocupaba el tranvía se sentaba enfrente y los miraba con curiosidad. Johnny se mantenía tieso, con el envoltorio de pescado en las rodillas, tratando de olvidar los agujeros de su camiseta, con la vista fija en un anuncio.
Continuaba subiendo gente y el tranvía se llenó, pero nadie quería sentarse junto a ellos. Para completar el cuadro, uno de los pescados se había escurrido del envoltorio y yacía, resbaladizo, en el polvo del suelo. Esto fue el colmo para Tilly. Miró el ojo vidrioso del pez y empezó a vomitar en silencio y con abundancia, sobre la chaqueta de Johnny. Como si Francie y Neeley hubiesen estado esperando esta señal, vomitaron también. Inmóvil, con un pescado en las rodillas y otro en el suelo, Johnny continuó con la vista fija en el letrero. No sabía qué hacer.
Cuando terminó el espantoso viaje, Johnny llevó a Tilly a su casa. Tenía la responsabilidad de explicar lo ocurrido. La madre no le dio oportunidad de hablar. Al ver a su hija en semejante estado empezó a gritar. Le arrebató la chaqueta a la niña y, tirándosela a la cara, lo trató de asesino. En vano Johnny trató de disculparse, ella se negaba a escucharle. Tilly no decía nada. Finalmente, él consiguió intercalar unas palabras.
—Señora, creo que su hija ha perdido el habla.
Esto, a la madre, casi le produjo un ataque de histeria.
—¡Culpa suya, culpa suya! —le gritó.
—¿No podría usted hacer que diga algo?
La madre zamarreó a la pequeña gritándole:
—¡Habla! ¡Pero habla, di algo!
Por fin Tilly abrió la boca y con una feliz sonrisa se dirigió a Johnny:
—Gracias.
«Ahora ya soy una mujer», escribió Francie en su diario el verano que cumplió trece años. Se quedó mirando la frase mientras se rascaba distraídamente una picadura de mosquito que tenía en la pierna. Luego contempló sus piernas largas y delgadas, y todavía no muy formadas. Borró la frase y volvió a empezar. «Pronto seré una mujer». Se miró el pecho, plano como una plancha, y arrancó la hoja del cuaderno. Empezó una página nueva.
«La intolerancia —escribió, presionando el lápiz con todas sus fuerzas— provoca guerras, pogromos, matanzas y crucifixiones, e induce a los hombres a cometer maldades contra los demás e incluso contra los niños. Es la causa de muchos de los vicios, las violencias, los horrores y los dolores que atormentan al mundo».
Leyó en voz alta. Le parecían palabras enlatadas, como si las hubiese hervido y hubiesen perdido la frescura. Cerró el diario y lo guardó.
Aquel sábado de verano habría tenido que registrarlo en su diario como uno de los días más felices de su vida. Francie vio por primera vez su nombre impreso. A fin de año, la escuela publicaba una revista con las mejores redacciones de los alumnos de cada curso. La de Francie, titulada «Invierno», había sido elegida como la mejor del séptimo curso. La revista valía diez centavos y Francie había tenido que esperar hasta el sábado para poderla comprar. La escuela cerraba para las vacaciones justo el día antes, y Francie se había preocupado porque pensaba que no llegaría a conseguir una. Pero el señor Jenson le había dicho que hasta el sábado trabajaría, y que si le llevaba los diez centavos, le daría una copia.
Ahora, ya por la tarde, estaba delante del portal de su edificio, con la revista abierta en la página de su cuento. Esperaba encontrarse con alguien para poder enseñar su trabajo.
Al mediodía se lo había mostrado a su madre, pero ella había vuelto a trabajar y no le había dado tiempo a leérselo. Durante la comida, Francie había mencionado el asunto de la redacción por lo menos cinco veces. Su madre le había dicho:
—Sí, sí. Lo sé. Ya me imaginaba que pasaría eso. Te publicarán más cuentos y te acostumbrarás. Ahora no te metas ideas raras en la cabeza. Hay muchos platos para lavar.
Johnny estaba en el sindicato. No leería el cuento hasta el domingo, pero Francie sabía que se alegraría. Así que se quedó un buen rato en la calle, con su tesoro bajo el brazo, sin poder separarse de él, siquiera por un momento. De vez en cuando volvía a mirar su nombre impreso y su excitación no disminuía nunca.
Vio a una chica que se llamaba Joanna salir de su casa unas puertas más allá. Joanna iba a llevar a su niño a dar un paseo en el carrito. Algunas amas de casa, que estaban charlando en la acera, al verla aguantaron la respiración. Joanna no estaba casada, se había metido en líos. Su bebé era ilegítimo —en el barrio decían bastardo— y estas buenas vecinas opinaban que Joanna no tenía derecho a portarse como una madre orgullosa cualquiera, ni a sacar a su hijo a la luz del sol. Pensaban que tenía que ocultarlo en algún oscuro rincón.
Francie sentía curiosidad por Joanna y su hijo. Había oído a sus padres hablar del asunto. Se detuvo a mirar el niño cuando pasaron delante de ella. Era un hermoso bebé, estaba sentado plácidamente en el carrito. Quizá Joanna fuera una mala mujer, pero era mucho más cariñosa con su bebé que las demás vecinas con sus hijos. El pequeño llevaba un gorrito de rayas, un vestido muy limpio y un babero blanco. La manta del carrito estaba inmaculada y bordada con amor.
Joanna trabajaba en una fábrica y su madre cuidaba al niño, pero, como le daba vergüenza sacarlo de paseo, el pequeño sólo salía a tomar el aire los fines de semana.
«Sí, es un niño muy hermoso», pensó Francie. Se parecía mucho a Joanna, y ella aún recordaba las palabras con que su padre la había descrito.
—Tiene la piel suave como un pétalo de magnolia, el pelo negro como el ala de un cuervo, y los ojos oscuros como un estanque en medio de un bosque —dijo Johnny, que jamás había visto magnolias, ni un cuervo, y jamás había estado en un bosque. Pero había descrito perfectamente a la joven, que era de verdad muy hermosa.
—Puede ser… —añadió Katie—. Pero ¿de qué le sirve tanta hermosura? Ha sido la causa de su perdición. He oído que su madre tampoco se ha casado nunca y ha tenido dos hijos de la misma manera, ahora el chico está en la prisión de Sing Sing y la chica ha tenido ese niño. Esta familia tiene mala sangre y de nada sirve ponerse sentimentales. Por cierto… —dijo con una frialdad que a veces resultaba increíble—, no es asunto mío, y no necesito ponerme en contra ni defenderla, ni tampoco escupirle en la cara sólo porque ha tenido un hijo ilegítimo, o invitarla a mi casa y alabarla porque se ha equivocado. Aunque estuviese casada, habría sufrido lo mismo dando a luz el niño. Si es una buena chica, la vergüenza le servirá de lección y no volverá a hacerlo. En cambio, si es de naturaleza malvada, le dará igual cómo la trate la gente. Por eso, yo de ti, Johnny, no lo sentiría tanto por ella. —De repente se volvió hacia Francie y le dijo—: Espero que el ejemplo de Joanna te sirva de lección.
Aquel sábado por la tarde, Francie contemplaba a Joanna pasear a su hijo por la calle, y se preguntaba de qué manera su ejemplo le serviría de lección. Joanna estaba orgullosa de su bebé. ¿Sería ésta la lección? Joanna sólo tenía diecisiete años y era amable, y habría querido que la gente fuese amable con ella. Sonrió a las vecinas, pero su sonrisa desapareció cuando vio que éstas le contestaban frunciendo el entrecejo. Sonrió a los niños que jugaban y algunos le respondieron. Luego, cuando pasó delante de Francie, también sonrió. Francie quiso hacerlo a su vez, sin embargo, no lo hizo. ¿Acaso era ésta la lección? ¿Dejar de ser amables con las chicas como Joanna?
Parecía que las amas de casa del vecindario no tuviesen nada que hacer aquella tarde, charlaban en pequeños grupos, cargadas con bolsas repletas de verdura y paquetes de papel marrón de la carnicería. Cada vez que Joanna se les acercaba ellas callaban, y cuando volvía a alejarse las murmuraciones empezaban otra vez.
A cada vuelta, las mejillas de Joanna se ponían más rosadas, su cabeza se enderezaba y su falda oscilaba con más atrevimiento. Mientras paseaba parecía volverse más hermosa. Se detenía muy a menudo para arreglar la mantita, y las volvía locas sonriendo y acariciando tiernamente a su pequeño. ¿Cómo se atrevía? Osaba actuar como si tuviese los mismo derechos que las otras madres.
La mayoría de esas mujeres criaban a sus niños a base de reproches y bofetadas. Muchas odiaban a los maridos con quienes se acostaban por la noche. Hacer el amor no les proporcionaba felicidad alguna, se limitaban a soportarlo, rígidas, rezando para no quedarse embarazadas de nuevo. Esa amarga sumisión volvía al hombre cruel y brutal. En la mayoría de los casos, el acto de amor era para ambos un acto de violencia, cuanto más rápido, mejor. Detestaban a la joven porque presentían que entre ella y el padre de su hijo no había sido lo mismo.
Joanna era consciente del odio de esas mujeres, pero no se dejaría abatir por ellas. No tenía la menor intención de desistir y de llevarse a su hijo a casa. Alguien tenía que ceder. Las vecinas atacaron, no podían aguantarse más, tenían que hacer algo. Cuando Joanna volvió a acercarse, una de ellas gritó:
—¿No tienes vergüenza?
—¿Por qué?
La respuesta sacó de quicio a la mujer.
—Pregunta que por qué —dijo dirigiéndose a las otras—. Te lo voy a explicar. Porque eres una sinvergüenza y una vaga asquerosa. No tienes derecho a desfilar con ese bastardo delante de niños inocentes.
—Creía que vivíamos en un país libre —dijo Joanna.
—No para la gente como tú. ¡Vete! ¡Vete de nuestra calle!
—Atrévete a echarme.
—Vete de aquí, puta.
Joanna le contestó temblando:
—Cuidado con lo que dices.
—A ver si ahora hay que tener cuidada cuando se habla con las prostitutas —chilló otra mujer.
Un transeúnte se detuvo y cogió del brazo a Joanna:
—Oye, hermana, ¿por qué no vuelves a tu casa hasta que se les pase? No podrás con ellas.
Joanna se separó con fuerza de él.
—Ocúpate de tus asuntos.
—Lo decía por tu bien, hermana. Perdona. —Y se alejó.
—¿Por qué no lo sigues? —dijo una de las mujeres—. Te daría por lo menos veinticinco centavos.
Las otras se rieron.
—Sois unas envidiosas —estalló Joanna.