—Ve a buscar a tu padre y tráelo a casa.
Neeley lo encontró en el bar de McGarrity, Johnny acababa de empezar una de sus tranquilas tardes en compañía de la bebida. Cuando escuchó las palabras de Neeley, dejó caer el vaso y salió corriendo con él. Pero una vez en la puerta, era tanta la confusión que no lograron entrar. Había una ambulancia en la calle y en el vestíbulo cuatro policías intentaban abrir paso al médico.
Johnny y Neeley, pasando por el sótano, se colaron en el patio de la casa de al lado y subieron por la escalera de incendios. Cuando vio aparecer el sombrero de su marido delante de la ventana, Katie se espantó y corrió a buscar el revólver. Pero, afortunadamente, no recordaba dónde lo había guardado.
Johnny se precipitó sobre su hija y la cogió en brazos como si fuera un bebé, meciéndola y susurrándole que se durmiera. Francie lloriqueaba e insistía en que tenían que cortarle la pierna.
—¿Lo ha conseguido? —preguntó Johnny.
—Él no, pero yo sí —respondió sombría Katie.
—¿Le has disparado con la pistola?
—Claro. ¿Con qué crees que iba a dispararle? —le dijo mostrándole el agujero del delantal.
—¿Y le has dado bien?
—Lo mejor que he podido… pero Francie sigue hablando de su pierna… Su… —Katie miró de reojo a su hijo—, bueno… ya me entiendes… le ha tocado la pierna.
Katie le indicó el punto que Francie le había mostrado. Johnny no vio nada.
—Es una lástima que haya tenido que pasarle a una niña tan sensible como Francie, no lo olvidará en toda la vida. Podría decidir no casarse…
—Lo arreglaremos enseguida —dijo Johnny.
Tendió a Francie en el sofá, cogió un poco de ácido fénico y le restregó la pierna. La niña se alegró del dolor que le provocaba el desinfectante, la terrible sensación que aquel contacto le había provocado iba desapareciendo.
Alguien llamó a la puerta, pero los Nolan se quedaron quietos, no querían extraños en su casa en un momento tan delicado. Una voz fuerte gritó:
—¡Abrid la puerta, es la policía!
Katie abrió la puerta. Entró un policía, seguido por un médico de la ambulancia cargado con un maletín. El agente señaló a Francie y dijo:
—¿Es ésta la niña que…?
—Sí.
—El médico tiene que visitarla.
—¡No lo permitiré! —protestó Katie.
—Es la ley, señora —contestó tranquilamente él.
Katie y el médico llevaron a Francie al dormitorio y la niña, horrorizada, tuvo que someterse a la indigna y minuciosa visita. Mientras guardaba sus instrumentos, el médico dijo:
—Está todo en orden. No la ha tocado. —Luego le miró la muñeca, que estaba roja e hinchada, y pregunté)—: ¿Y esto cómo ha pasado?
—He tenido que golpearla con el cañón de la pistola para que soltara la barandilla —dijo Katie.
Luego el médico vio un arañazo en la rodilla de la chica.
—¿Y qué es esto?
—He tenido que arrastrarla por el pasillo.
El hombre descubrió la piel inflamada junto al tobillo de Francie.
—¿Qué diablos es esto?
—Su padre le ha restregado la pierna con ácido fénico, en el sitio donde la tocó el hombre.
—¡Qué locura! —estalló el médico—. ¿Querían hacerle una quemadura de tercer grado? —Volvió a abrir su maletín, untó la herida con una crema y la vendó—. Dios mío, entre los dos le han hecho más daño que el mismo criminal. —Luego, tras haberle ajustado el vestidito, le acarició las mejillas y le dijo—: Todo irá bien, pequeña. Te daré una cosa para que te duermas, y cuando te despiertes sólo recordarás haber tenido un sueño horrible. Porque no ha sido nada más que eso. ¿De acuerdo?
—Sí, señor —dijo Francie. Luego vio una jeringa, y se acordó de algo que había pasado mucho tiempo atrás. Se preocupó. ¿Tendría el brazo limpio, o le diría él que…?
—¡Qué chica más valiente! —exclamó él al sacar la aguja.
«Qué médico más amable…», pensó Francie justo antes de caer dormida.
Katie y el médico volvieron a la cocina. Johnny estaba sentado al lado del policía. Éste tomaba notas en una libreta muy pequeña con un lápiz también muy pequeño.
—¿Está bien la niña? —preguntó el policía.
—Muy bien, simplemente está un poco afectada y sufre una «papitis crónica» —contestó el médico guiñando el ojo, luego se dirigió a Katie y dijo—: Cuando se despierte acuérdese de repetirle que sólo ha sido un sueño horrible, y nada más. Dejen de hablar del asunto.
—¿Cuánto le debo, doctor? —preguntó Johnny.
—Nada, señor. Eso lo paga el ayuntamiento.
—Gracias —susurró Johnny.
El médico advirtió que a Johnny le temblaban las manos. Sacó un frasquito de su chaqueta y se lo tendió.
—Adelante.
Johnny le miró titubeante, el otro insistió. Por fin dio un buen trago. El médico le pasó el frasco a Katie.
—Usted también, señora. Parece necesitarlo.
Katie tomó un sorbo y luego el policía reclamó:
—¿Y a mí? ¿Cree que soy abstemio?
Cuando le devolvieron su frasco y vio que quedaba muy poco, el médico suspiró y se bebió el último trago. El policía también suspiró y se volvió hacia Johnny.
—Bien… ¿Dónde guarda usted su arma?
—Debajo de la almohada.
—Tráigala. Tengo que llevarla a la comisaría.
Katie, que no recordaba dónde había metido el arma, entró en el cuarto y miró debajo de la almohada. Volvió a la cocina, con aire preocupado.
—No está.
El policía se puso a reír.
—Claro. La cogió usted para disparar a ese delincuente.
Katie tardó un buen rato en acordarse que la había echado en el fregadero. La sacó de allí, el policía la cogió, vació el cargador y le preguntó a Johnny:
—¿Tiene usted licencia de armas?
—No.
—Pues se ha metido en un buen lío.
—No es mía.
—¿Quién se la dio?
—Na… nadie. —Johnny no quería crearle problemas a su amigo Burt.
—Y entonces, ¿cómo la consiguió?
—Me la encontré. Sí, me la encontré por la calle.
—Vaya. ¿Se la encontró bien engrasada y cargada?
—Le doy mi palabra.
—¿Está seguro?
—Sí, claro.
—Vale… Mire, a mí me da igual, pero procure no contradecirse.
El conductor de la ambulancia gritó desde el patio que había llevado al herido al hospital y que había vuelto para recoger al médico, si estaba listo.
—¿Hospital? —preguntó Katie—. Entonces, ¿no le he matado?
—No… —dijo el médico—. Ahora le curaremos para que pueda llegar a la silla eléctrica con sus propias piernas.
—Qué lástima —añadió Katie—, habría querido matarle.
—Ha confesado antes de perder el sentido —explicó el agente—. Aquella niña vecina de ustedes, la mató él, y también cometió otras dos agresiones. Aquí tengo su declaración, y hay testigos. —Y golpeándose el pecho con una mano concluyó—: No me extrañaría que me promovieran cuando vean cómo he llevado el caso.
—Esperemos —dijo Katie—, me gustaría que alguien sacara algo bueno de toda esta historia.
La mañana siguiente, cuando Francie se despertó, su padre estaba a su lado para decirle que todo había sido un sueño. A medida que pasaba el tiempo, Francie asumió que realmente lo había soñado. Aquel suceso no dejó rastro alguno en su memoria: el miedo había sido tan grande que había difuminado las otras emociones. El terror que había sentido en las escaleras había sido breve, unos tres minutos, y había servido de anestésico. Lo que había pasado después se había borrado, gracias al efecto del calmante. Incluso cuando tuvo que declarar durante el juicio, su historia le parecía una obra de teatro en la cual ella representaba un papel secundario.
Harían un juicio, pero a Katie le dijeron que se trataría de una pura formalidad. Los jueces interrogaron a Francie y a su madre. No había mucho que decir.
—Volvía del colegio —contó Francie—, y cuando entré en el vestíbulo de mi casa, ese hombre vino hacia mí y me aferró, antes de que pudiese ponerme a gritar. Mientras él estaba intentando arrastrarme escaleras abajo, llegó mi madre.
Katie dijo:
—Estaba bajando las escaleras, cuando vi a ese hombre que sujetaba a mi hija. Entonces eché a correr hacia arriba, cogí la pistola (no tardé mucho), volví a bajar y le disparé mientras él trataba de escaparse al sótano.
Francie pensó preocupada si arrestarían a su madre. Pero no, todo acabó con un apretón de manos entre Katie y el juez.
Algo curioso y afortunado ocurrió con los periódicos. Un reportero en busca de noticias había hecho su ronda de llamadas nocturnas a las comisarías de la zona, y se había enterado del suceso, pero confundió el apellido de los Nolan con el del agente de policía. Por eso, en un diario de Brooklyn se leyó que la señora O'Leary de Williamsburg había disparado a un malintencionado en el vestíbulo de su casa. Al día siguiente, dos periódicos de Nueva York retomaron la noticia y escribieron que un malintencionado había matado a la señora O'Leary en el patio de su casa.
Naturalmente, el episodio fue rápidamente olvidado. Katie disfrutó de su momento de gloria como heroína del barrio, pero pronto los vecinos olvidaron al delincuente y lo único que recordaban era que le había disparado a un hombre. Hablando de ella, decían que era mejor no pelearse con esa mujer, porque era capaz de matar con sólo una mirada.
La marca del ácido fénico jamás desapareció de la pierna de Francie, pero se redujo hasta adquirir la dimensión de un centavo. Francie se acostumbró a ella y cuando se hizo mayor tampoco la notaba.
Johnny fue condenado a pagar cinco dólares por haber violado la Ley Sullivan. Más tarde ocurrió que la mujer de Burt se escapó con un italiano más o menos de su misma edad.
Poco tiempo después el sargento McShane fue a visitar a Katie. La encontró acarreando un gran cubo de ceniza y se compadeció de ella. La ayudó a llevar el cubo. Katie se lo agradeció y se quedó mirándole. Le había visto una sola vez desde la excursión de Mattie Mahoney, en la que él le preguntó a Francie si ella era su madre. Fue un día que acompañó a Johnny a casa porque éste no estaba en condiciones de llegar por sus propios medios. Katie había oído decir que la señora McShane estaba internada en un sanatorio para enfermos de tuberculosis incurables. Nadie creía que viviese mucho tiempo. «¿Se volverá a casar? —se preguntó Katie—. ¡Oh! Seguro que sí, es guapo y decente, y tiene un buen empleo. Ya se encargará alguna mujer de atraparle». McShane se descubrió y le habló:
—Todos mis hombres y yo quisiéramos darle las gracias por habernos ayudado a capturar a ese delincuente.
—No hay de qué —se limitó a contestar ella.
—Y, para mostrarle nuestro agradecimiento, hemos decidido hacer una pequeña colecta en su favor.
—¿Dinero?
—Sí, eso es.
—Pues ya puede llevárselo.
—Seguro que le vendría bien… su marido no tiene un trabajo estable y los niños siempre necesitan algo.
—Eso es asunto mío, señor McShane. Como puede ver, trabajo duro y no necesito la ayuda de nadie.
—Como usted prefiera.
Guardó el sobre y mirándola fijamente a los ojos, pensó:
«Es una gran mujer, esbelta, de una piel hermosa y pelo ondulado. Ella sola tiene más valor y orgullo que seis personas juntas. Yo soy un hombre de mediana edad, tengo cuarenta y cinco años, y ella no es más que una jovenzuela. —Katie tenía treinta y uno, pero aparentaba muchos menos—. Los dos hemos tenido mala suerte en el matrimonio. Así es».
McShane estaba al tanto de la conducta de Johnny y sabía que no duraría mucho con la vida que llevaba. Le daba pena, igual que le daba pena Molly, su esposa. No deseaba nada malo a ninguno de los dos. Ni siquiera se le había ocurrido ser infiel a su mujer enferma. Pero se preguntaba: «¿Puede acaso hacerles algún daño que yo albergue esperanzas? Claro que habrá que esperar. ¿Cuántos años? ¿Dos? ¿Cinco? En fin, he pasado tantos sin esperanza ni felicidad que, sin duda, bien podré esperar un tiempo más».
Se despidió con formalidad. Al estrechar la mano de Katie en la suya pensó: «Algún día será mi esposa, si Dios y ella lo permiten».
Katie no podía saber lo que él estaba pensando. ¿O sí podía? Tal vez. Porque algo la indujo a decirle cuando él se retiraba:
—Espero, sargento McShane, que algún día será usted tan feliz como merece.
Cuando Sissy anunció a Katie que pronto conseguiría una criatura, Francie se preguntó por qué emplearía la expresión «conseguir» en vez de «tener una criatura», como decían todas las mujeres. Luego supo que había un motivo para que se expresara así.
Sissy había tenido tres maridos. En el cementerio Saint John, en Cypress Hills, había un terreno reducido, con diez pequeñas lápidas, que le pertenecía. En cada una de ellas las fechas de nacimiento y defunción eran iguales. A los treinta y cinco años, a Sissy la desesperaba la ausencia de hijos. Katie y Johnny a menudo lo comentaban y temían que algún día raptase un niño, ella deseaba adoptar un hijo, pero su John no quería saber nada de eso.
—No quiero alimentar a un bastardo, el hijo de otro hombre, ¿me comprendes? —Así se expresaba el marido.
—¿No te gustan los niños, cariño? —preguntaba ella, lisonjera.
—Claro que me gustan, pero quiero que sean míos y no de otro zángano —contestaba él, insultándose inconscientemente a sí mismo.
Por lo general, el John de Sissy era muy dócil, pero respecto a este tema no se dejaba convencer. Insistía en que, de tener hijos, deberían ser suyos y no de otro cualquiera. Sissy sabía que hablaba en serio. Aquella actitud tan decidida le inspiraba cierto respeto. Pero necesitaba tener una criatura con vida.
Por casualidad, descubrió en Maspeth una hermosa joven de dieciséis años que había dado un traspié con un hombre casado y se había quedado embarazada. Sus padres, italianos, oriundos de Sicilia, habían llegado recientemente del Viejo Mundo. Encerraron a la muchacha en un cuarto oscuro para evitar que los vecinos vieran el desarrollo de su vergüenza. El padre la sometió a una dieta rigurosa de pan y agua. Abrigaba la teoría de que esto la debilitaría de tal manera que madre e hijo morirían en el momento del parto. Cuando salía por la mañana para su trabajo, no dejaba dinero en casa para que la buena y cariñosa madre no pudiese alimentar a la muchacha durante su ausencia. Por la noche regresaba con una bolsa de provisiones y cuidaba de que no se apartase a escondidas nada para la joven. Después de cenar con la familia, él le llevaba personalmente la ración diaria, que se componía de un mendrugo y una jarra de agua.