Un árbol crece en Brooklyn (35 page)

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Authors: Betty Smith

Tags: #Histórico

Hacía más de dos semanas que no hablaba con su familia. Francie recordaba que la última vez que le había hablado fue aquella noche que había llegado sobrio, cantando la última estrofa de «Molly Malone». Recordándolo bien, tampoco había cantado desde aquella noche. Entraba y salía sin hablar. Regresaba sobrio, pero tarde, y nadie sabía dónde había estado. Le temblaban mucho las manos. Apenas si podía sostener el tenedor para comer. Y, de pronto, se le veía viejo.

El día anterior había llegado mientras estaban cenando. Los miró como si fuese a decirles algo. Luego, en vez de hablar, cerró los ojos durante un instante y entró en el dormitorio. No tenía horario fijo para nada. Entraba y salía a horas inusitadas del día o de la noche. Cuando estaba en casa se pasaba el tiempo recostado en su cama, vestido y con los ojos cerrados.

Katie andaba pálida y silenciosa. La rondaba un presentimiento, como si llevase la tragedia misma dentro de sí. Tenía el rostro flaco y demacrado, las mejillas hundidas, pero, en cambio, su cuerpo se redondeaba poco a poco.

Aquella semana antes de Navidad había doblado sus tareas aceptando un empleo extra. Se levantaba más temprano, trabajaba con más prisa en la limpieza de los pisos y terminaba antes que de costumbre. Luego corría a los grandes almacenes Gorling, en el extremo polaco de Grand Street, donde trabajaba de cuatro a siete de la tarde sirviendo café y emparedados a las vendedoras, a quienes no se les permitía salir a cenar a causa del exceso de trabajo motivado por las fiestas de Navidad. Su familia necesitaba con desesperación los setenta y cinco centavos diarios que ganaba en los almacenes.

Eran ya cerca de las siete. Neeley acababa de llegar de su reparto de periódicos y Francie regresaba de la biblioteca. En el piso no había fuego. Tenían que esperar a que llegase Katie con algún dinero para comprar un haz de leña. Los niños no se quitaron los abrigos ni las gorras de lana, porque el piso estaba helado. Francie, viendo la ropa que su madre había lavado y colgado afuera, la recogió. Las prendas, que al congelarse habían adquirido formas grotescas, no querían entrar por la ventana.

—Déjame a mí —dijo Neeley, tomando un calzoncillo escarchado.

Las largas piernas de la prenda se habían congelado extendidas, y a pesar de los esfuerzos de Neeley no pasaban por la ventana.

—Le voy a romper las piernas —dijo Francie—. Maldita sea.

Le dio un violento golpe, la prenda crujió y se desgarró. En esos momentos se parecía mucho a su madre.

—Francie…

—¿Qué?

—Has dicho una blasfemia.

—Ya lo sé.

—Dios te oye.

—¡Oh, déjalo!

—Es verdad. Él lo oye y lo ve todo.

—Neeley, ¿tú crees que se fija justamente en ese viejo cuartito nuestro?

—Claro que sí.

—No te lo creas, Neeley. Dios está demasiado ocupado, tiene que fijarse en los gorriones y en los árboles en flor. No tiene tiempo para controlarnos a nosotros.

—No deberías hablar así, Francie.

—Seguiré haciéndolo. Si de verdad estuviese observando a través de nuestra ventana, se enteraría de lo que sucede, vería que hace frío, que no hay comida, que mamá no es bastante fuerte para trabajar tanto. Ah, y vería cómo se porta papá y haría algo. Sí, haría algo.

—Francie…

El chico miraba inquieto a su alrededor. Francie notó su inquietud.

«Soy demasiado mayor para seguir peleándome con él», pensó, y luego dijo en voz alta:

—Está bien, Neeley.

Cambiaron de tema y siguieron hablando hasta que su madre regresó.

Katie entró como una furia. Traía un hato de leña que había comprado por dos centavos, una lata de leche condensada y tres plátanos en una bolsa de papel. Puso papel y la leña en la cocina económica y en un santiamén tuvo el fuego encendido.

—Bueno, hijos míos, me parece que esta noche vamos a cenar con avena.

—¿Otra vez? —suspiró Francie.

—No resultará tan mal —dijo Katie—. Tenemos leche condensada y plátanos para acompañar.

—Mamá, no mezcles mi leche condensada con la avena, espárcela de modo que quede encima —pidió Neeley.

—Se podrían rebanar los plátanos y cocinarlos con la avena —sugirió Francie.

—Yo quiero comer el plátano entero —protestó Neeley.

Katie puso fin a la discusión.

—Os daré un plátano a cada uno para que os lo comáis a vuestro gusto.

Cuando la avena estuvo cocida, Katie llenó dos platos soperos y los puso sobre la mesa, agujereó la lata de leche y colocó un plátano delante de cada plato.

—¿Tú no vas a comer, mamá?

—Comeré después, ahora no tengo apetito —suspiró Katie.

—Mamá, si no te apetece comer, ¿por qué no tocas el piano para que parezca que estamos comiendo en un restaurante? —sugirió Francie.

—El salón está muy frío.

—Enciende la estufa de petróleo —propusieron los niños.

—Bueno, pero ya sabéis que no toco muy bien —contestó Katie llevándose la estufa portátil.

—Tocas magníficamente, mamá —dijo Francie con sinceridad.

A Katie le agradó el elogio. Se arrodilló para encender la estufa.

—¿Qué queréis que toque? —preguntó.

—«Vengan hojitas» —pidió Francie.

—«Bienvenida, dulce primavera» —rogó Neeley.

—Tocaré primero «Vengan hojitas», porque no le regalé nada a Francie para su cumpleaños.

Katie entró en el salón.

—Me parece que voy a rebanar el plátano sobre la avena. En rebanadas bien delgaditas, para que haya muchas —dijo Francie.

—Yo lo voy a comer aparte y bien despacito, para que dure mucho —manifestó Neeley.

Katie estaba tocando la canción para Francie. El señor Morton se la había enseñado a los niños en el colegio. Francie cantó al compás de la música:

Vengan hojitas, dijo el viento un día,

vengan y jueguen conmigo en la campiña,

vistan sus trajes de oro y carmín…

—¡Bah! Es una canción para críos —interrumpió Neeley.

Francie dejó de cantar. Cuando Katie hubo terminado la pieza, la emprendió con la «Melodía en fa» de Rubinstein. El señor Morton la había enseñado también a los niños, con el título de «Bienvenida, dulce primavera», y Neeley cantó:

Bienvenida, dulce primavera,

te recibieron con canciones…

La voz de Neeley cambió bruscamente de tenor a bajo en la última nota de «canciones». Francie rió y contagió tal risa a Neeley que no pudo seguir cantando.

—¿Sabes lo que diría mamá si estuviese sentada aquí ahora? —preguntó Francie.

—¿Qué diría?

—Antes de que os deis cuenta estaremos otra vez en primavera.

Los dos rieron alegremente.

—Pronto llegará la Navidad —comentó Neeley.

—¿Recuerdas —preguntó Francie, que acababa de cumplir catorce años— cómo olfateábamos la llegada de la Navidad cuando éramos niños?

—Veamos si aún podemos oler su proximidad —dijo Neeley impulsivamente. Entreabrió la ventana y sacó la nariz—. Sí.

—¿A qué huele?

—Huelo la nieve. ¿Recuerdas que siendo niños mirábamos el cielo y gritábamos: «Plumista, plumista, sacúdete y deja caer algunas plumas del cielo»?

—Y cuando nevaba creíamos que allí arriba había un plumista. Déjame oler —dijo Francie sacando la nariz por la abertura—. Sí, lo huelo. Huele a naranja y árboles de Navidad.

Cerraron la ventana.

—Yo nunca te traicioné por lo de aquel día que dijiste llamarte Mary para que te diesen la muñeca.

—Es verdad —contestó Francie, agradecida—, y yo tampoco lo hice cuando hiciste un cigarrillo de café molido y el papel se incendió y cayó en tu camisa, que se quemó y se hizo un agujero bien grande. Te ayudé a esconderla.

—¿Sabes que mamá encontró la camisa y le cosió un parche y nunca me preguntó cómo había hecho aquel agujero?

—Mamá es rara —concluyó Francie.

Hablaron un buen rato sobre lo incomprensible que era su madre. El fuego se iba apagando, pero la habitación se mantenía templada. Neeley se sentó en un extremo de la cocina económica, donde estaba menos caliente. Su madre le había advertido que le saldrían almorranas si se sentaba sobre la cocina caliente. Pero a él no le importaba. Le gustaba tener el trasero caliente.

Se sentían casi felices. La cocina estaba cálida, habían comido, y la música de Katie les daba sensación de seguridad y bienestar. Siguieron tejiendo recuerdos de las pasadas navidades, o, como dijo Francie, hablaron de antaño.

Aún estaban charlando cuando alguien llamó a la puerta.

—Es papá —dijo Francie.

—No. Papá siempre sube cantando para que sepamos que llega.

—Neeley, papá no ha cantado desde aquella noche…

—¡Dejadme entrar! —gritó Johnny golpeando la puerta como si deseara derribarla.

Katie llegó corriendo desde el salón. Sus ojos parecían más oscuros en su pálido semblante. Abrió la puerta, y Johnny casi cayó de bruces. Le miraron asombrados. Nunca habían visto así a su padre. Siempre andaba muy atildado, y ahora traía la chaqueta sucia como si se hubiera revolcado en el albañal y el chambergo abollado. No tenía abrigo ni guantes. Las manos amoratadas le temblaban. Se apoyó en la mesa.

—No, no estoy borracho —dijo.

—Nadie lo insinúa… —repuso Katie.

—¡Por fin he terminado con la bebida, la odio, la odio, la odio! —gritó dando puñetazos en la mesa. Ellos sabían que estaba diciendo la verdad.

—No he bebido una gota desde aquella noche… —Calló súbitamente—. Pero ahora ya nadie me cree. Nadie…

—Bueno, bueno, Johnny —dijo Katie aplacándole.

—¿Qué te pasa, papá? —preguntó Francie.

—Calla. No molestes a tu padre —ordenó Katie. Luego se volvió hacia Johnny—. Aún queda café, está rico y caliente y hoy tenemos leche. Te he esperado para que cenáramos juntos. —Le sirvió el café.

—Nosotros ya hemos cenado —dijo Neeley.

—Calla —repitió Katie. Agregó leche al café y se sentó frente a Johnny, diciéndole—: Bébetelo, Johnny, ahora que está caliente.

Johnny miró la taza fijamente. De pronto la empujó con ademán brusco. Katie se sobresaltó al oír el golpe contra el suelo. Johnny ocultó la cabeza entre sus brazos y sollozó estremeciéndose. Katie se le acercó.

—¿Qué te pasa, Johnny? Pero ¿qué te pasa? —preguntó con dulzura.

Por fin respondió entre sollozos:

—Me han echado del sindicato. Me dijeron que era un borracho y un holgazán. Dijeron que nunca más en la vida me darían trabajo. —Reprimió los sollozos un momento, su voz sonaba asustada cuando repitió—: Nunca más en la vida. Pretendían que les devolviese mi distintivo. —Tapó con la mano el botón verde y blanco que llevaba en la solapa. A Francie se le hizo un nudo en la garganta recordando cuán a menudo decía que lo lucía como un adorno, una rosa. Estaba orgulloso de pertenecer al sindicato—. Pero no quise entregarlo —gimió sollozando.

—Eso no tiene importancia, Johnny. Tómate un buen descanso, y cuando te hayas repuesto, estarán contentos de recibirte de nuevo. Eres un buen camarero y el mejor cantante que tienen.

—Ya no sirvo… Ya no sirvo para cantar, Katie. Se ríen de mí cuando canto. Los últimos empleos que me dieron fueron para que hiciera reír. A eso hemos llegado ahora. Estoy acabado.

Sollozó desesperadamente. Sollozó como si su llanto no fuese a terminar nunca.

Francie quiso correr a su cuarto y esconder la cabeza bajo la almohada. Se deslizó hacia la puerta. Katie la vio.

—Quédate aquí —dijo agriamente. Y siguió hablando con su padre—. Ven, Johnny. Descansa un rato y te sentirás mejor. La estufa de petróleo está encendida, la pondré en el dormitorio para que esté bien templado. Me sentaré a tu lado hasta que te duermas.

Le pasó el brazo por la cintura para ayudarle a caminar. Lo abrazó. Él se separó de ella con suavidad y se fue solo al dormitorio, sollozando más sosegadamente. Katie les dijo a sus hijos:

—Me voy a quedar un rato con papá, vosotros seguid hablando o continuad con lo que estabais haciendo.

Ellos la miraron enmudecidos.

—¿Por qué me miráis con esa cara? No pasa nada —añadió con voz quebrada, y se fue al cuarto principal para llevar la estufa.

Francie y Neeley no se miraron durante un buen rato. Finalmente, Neeley preguntó:

—¿Quieres hablar de los tiempos de antaño?

—No —dijo Francie.

XXXVI

Johnny falleció tres días después. Aquella noche se había acostado y Katie se había sentado a su lado para acompañarle hasta que se durmiese. Después, para no molestarle, se acostó en la cama de Francie. Por la noche, Johnny se levantó, se vistió sin hacer ruido y salió a la calle. La noche siguiente no regresó. El segundo día empezaron a buscarle. Lo buscaron por todas partes, pero Johnny no aparecía desde hacía más de una semana por los lugares que acostumbraba frecuentar.

La segunda noche, McShane fue a buscar a Katie para llevarla a un hospital católico que había cerca. En el trayecto le dijo, con toda la ternura de que era capaz, que aquella madrugada le habían encontrado en el umbral de una puerta. Cuando el guardia dio con él, estaba inconsciente. Llevaba puesta la chaqueta sobre la camiseta. Colgada del cuello tenía la medalla de san Antonio, por eso el agente requirió los servicios del hospital católico. No tenían cómo identificarle. Más tarde el policía hizo su informe, en el que incluyó una descripción del hombre encontrado sin conocimiento. Al revisar los informes, McShane leyó la descripción. Por intuición presintió quién era. Fue al hospital y se encontró con Johnny Nolan.

Johnny vivía aún cuando llegó Katie. El médico le dijo que tenía pulmonía y que no había ninguna esperanza. Era sólo cuestión de horas. Había entrado en el estado de coma que precede a la muerte. La llevaron hasta él. Su cama estaba en una sala larga que parecía un corredor. Había unas cincuenta camas en la sala. Katie dio las gracias a McShane y se despidió. Él se fue, sabía que ella deseaba estar a solas con Johnny.

Un biombo, presagio de muerte, rodeaba la cama de Johnny. Llevaron una silla para Katie y ella se quedó allí sentada el día entero, observándole. Johnny respiraba con dificultad y tenía lágrimas secas en las mejillas. Katie se quedó hasta que murió. En ningún momento abrió los ojos. No dijo una sola palabra a su esposa.

Era ya de noche cuando Katie regresó a su casa. Decidió no contárselo a los niños hasta la mañana siguiente. «Mejor que descansen tranquilos —pensó—. Una noche más de reposo, sin penas». Sólo les dijo que su padre estaba en el hospital, gravemente enfermo. Nada más. Había algo en su aspecto que impidió a los niños hacerle preguntas.

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