Un árbol crece en Brooklyn (30 page)

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Authors: Betty Smith

Tags: #Histórico

—Dice que somos envidiosas. Pero ¿por qué?

—Envidiosas porque le gusto a los hombres. Por eso. Tienes suerte de estar casada, si no nadie te querría. Apuesto a que después tu marido te escupe encima. Apuesto a que lo hace —le dijo a la más amenazadora.

—¡Puta! ¡Puta! ¡Puta! —gritó la otra, enfurecida.

Luego, obedeciendo a un instinto ya vigente en la época de Cristo, recogió una piedra del suelo y se la arrojó a Joanna.

Como si estuviesen esperando una señal, las otras mujeres empezaron a tirar piedras. Una de ellas, más atrevida que4as otras, le lanzó excrementos de caballo. Joanna recibió algunas pedradas, pero la piedra más afilada le dio al niño en la frente. Un hilillo de sangre brotó de la herida y manchó su babero inmaculado. El pequeño comenzó a sollozar y tendió los bracitos hacia su mamá.

Unas cuantas mujeres, a punto de arrojar más piedras, las dejaron caer al suelo. La batalla se había acabado, y ahora se avergonzaban. No querían hacerle daño al niño, sólo querían echar a Joanna de la calle. Se dispersaron y regresaron en silencio a sus casas. Unos niños que se habían acercado volvieron a sus juegos.

Joanna, llorando, levantó al niño. La criatura sollozaba bajito, como si no tuviese derecho a hacer ruido. Joanna apretó su mejilla contra la cara del bebé, y sus lágrimas se mezclaron con la sangre del niño. Habían ganado ellas. Joanna se llevó a su hijo a casa y dejó el carrito en medio de la calle.

Francie lo había visto todo. Había oído cada palabra. Se acordó de cómo le había sonreído Joanna, y de cómo ella no le había contestado. ¿Por qué lo había hecho? Ahora sufriría toda la vida cada vez que se acordara de que no le había devuelto la sonrisa.

Algunos niños empezaron a jugar alrededor del carrito vacío, empujándolo hacia delante y atrás. Francie los echó, dejó el carrito en el patio de Joanna y bajó el freno. Había una ley no escrita que prohibía tocar algo que estuviera frente a la casa de su propietario.

Todavía apretaba la revista entre las manos. Le echó un vistazo: «Invierno», por Francie Nolan. Quería hacer algo, sacrificar algo por no haber respondido a la sonrisa de Joanna. Pensó en su historia: estaba orgullosa de ella. Anhelaba enseñársela a su padre y a sus tías. Quería conservarla para siempre, contemplarla y sentir aquella sensación de calor que le provocaba un simple vistazo. Si se la daba a alguien, no habría manera de conseguir otra copia. La puso debajo de la almohada del niño, abierta en la página de su redacción.

Vio que unas pequeñas gotas de sangre manchaban aquel blanco inmaculado. Volvió a ver al niño, el pequeño hilo de sangre que atravesaba su cara, el modo en que tendía los brazos para que su madre lo cogiera. La invadió una oleada de pena que la dejó trastornada. Llegó otra oleada, estalló y finalmente se fue. Bajó al sótano de su casa y se sentó en el rincón más oscuro, encima de unos sacos. Esperó a que el dolor desapareciera. Temblaba cada vez que una oleada se disipaba y arremetía otra. Se quedó allí, sentada y tiesa, a la espera. Si la pena no se aplacaba, moriría.

Al cabo de un rato, la pena empezó a desvanecerse: el intervalo entre una oleada y otra se hacía más largo. Se puso a pensar. Había entendido la lección, pero no era la que había querido decir su mamá.

Se acordaba muy bien de Joanna. A menudo, por las noches, cuando volvía de la biblioteca, pasaba por delante de su casa y la había visto en compañía de su chico. Se abrazaban en el patio. El chico jugueteaba con el pelo de ella, mientras Joanna le acariciaba las mejillas. Su rostro, sumergido en la luz de la farola, era tranquilo y soñador. Después había llegado la vergüenza, y aquel niño. Pero ¿por qué? El principio parecía tan dulce, tan justo.

Francie sabía que una de las mujeres que habían insultado a Joanna tuvo un hijo sólo tres meses después de casarse. Ella estaba en la acera con otros chicos cuando la novia había salido para ir a la iglesia. Mientras la mujer subía al coche, Francie vio su vientre abultado asomarse debajo del velo virginal. También había visto cómo el padre de ella apretaba muy fuerte el brazo del novio. El joven tenía ojeras y parecía muy triste.

Joanna no tenía padre, y no había ningún hombre en su familia. Nadie podía llevar al novio al altar cogido del brazo. Ésta era la culpa de Joanna, decidió Francie, no por haberse portado mal, sino por no haber sido lo bastante lista para conducir a su a chico al altar.

Francie no podía conocer toda la historia. En realidad, su novio estaba enamorado de ella y quería casarse con ella, después de aquello. Pero él tenía familia: una madre y tres hermanas. Les dijo que quería casarse con Joanna y ellas le hicieron cambiar de idea.

«No seas bobo —le dijeron—. No es una buena chica y su familia tampoco. Y además… ¿cómo sabes que el hijo es tuyo? Si ha estado contigo, habrá tenido a otros. Las mujeres son muy listas. Nosotras lo sabemos… También somos mujeres. Tú eres demasiado generoso y tienes buen corazón. Si ella te dice que el niño es tuyo, te lo crees, pero miente. No te dejes engañar, hijo.» «No te dejes engañar, hermano.» «Si quieres casarte, hazlo con una chica limpia, una que no se acueste contigo sin la bendición del cura. Si te casas con ésa, dejarás de ser mi hijo, dejarás de ser nuestro hermano.» «Nunca estarás seguro de que el hijo es tuyo. En el trabajo te preguntarás si no habrá alguien en tu cama con ella. Nunca te quedarás tranquilo.» «Oh, sí, hijo, hermano, eso es lo que hacen las mujeres. Nosotras lo sabemos, también somos mujeres».

El joven se había dejado convencer. La familia le había dado algo de dinero, él había alquilado una habitación en Jersey, y allí había encontrado un nuevo trabajo. Nunca quisieron decirle a Joanna dónde había ido. Ella nunca volvió a verle.

Joanna no estaba casada y tuvo el niño.

Las oleadas casi se habían acabado cuando descubrió con gran asombro que algo no iba bien. Se puso una mano en el corazón, para ver si el problema estaba allí. Su padre cantaba muchas canciones que hablaban de corazones, el corazón que se quebraba, dolía, bailaba, latía de felicidad, se desesperaba, se detenía. Ella creía de verdad que el corazón podía hacer todas esas cosas. Se espantó al pensar que quizá su corazón se había partido al ver lo que le había pasado al bebé de Joanna, y ahora la sangre estaba invadiendo todo su cuerpo.

Subió a su piso y se miró en el espejo. Tenía ojeras, y le dolía la cabeza. Se estiró en el sofá de piel de la cocina y esperó que su madre volviese a casa.

Le contó lo que le había pasado en el sótano, pero no mencionó el asunto de Joanna. Katie suspiró y dijo:

—¿Tan temprano? Sólo tienes trece años. Pensaba que aún te faltaría un año. Yo tenía quince…

—Entonces… entonces… ¿es normal lo que me pasa?

—Es una cosa natural, les pasa a toda las mujeres.

—Yo no soy una mujer…

—Pero te estás volviendo una mujer.

—¿Crees que se irá?

—En unos días. Pero volverá el mes que viene.

—¿Y cuánto va a durar?

—Mucho tiempo. Hasta que tengas cuarenta o cincuenta años. —Se quedó pensativa y añadió—: Mi madre tenía cincuenta cuando me tuvo a mí.

—Oh, tiene algo que ver con los niños…

—Sí. Acuérdate siempre de portarte bien, ahora ya puedes tener niños.

La imagen de Joanna y su hijo atravesó su mente en un instante.

—No dejes que los chicos te besen.

—¿Es así como se hacen los niños?

—No, pero a menudo todo empieza por ahí. —Y añadió—: Acuérdate de Joanna.

Katie ignoraba lo que había ocurrido en la calle aquel día, el nombre de Joanna le había salido de casualidad. Pero Francie pensó que su madre poseía poderes de adivinación y la miró con mucho respeto.

Acuérdate de Joanna. Acuérdate de Joanna. Francie nunca podría olvidarla. A partir de ese día, recordando a las vecinas de las piedras, empezó a odiar a las mujeres. Ya las temía por sus maneras aviesas, y desconfiaba de sus instintos, pero comenzó a odiar su falta de lealtad y la crueldad que se demostraban entre ellas. Ninguna de esas mujeres había dicho una palabra para defender a la pobre Joanna, y sólo por miedo a que le hicieran lo mismo. Ese transeúnte, un hombre, era el único que le había hablado con ternura.

La mayoría de las mujeres tenía algo en común: los dolores del parto. Esto debería unirlas a todas, debería empujarlas a amarse y defenderse de los hombres. Pero no era así. Parecía que los enormes dolores del parto les habían endurecido el alma. Sólo se unían para hacerle daño a otra mujer, con las palabras o con las piedras. Ésta era la única forma de lealtad que conocían.

Los hombres eran distintos. Podían odiarse, sin embargo, formaban un bloque compacto contra el mundo entero y contra cualquier mujer que intentase enredar a uno de ellos.

Francie abrió la libreta que usaba como diario. Trazó una línea debajo del párrafo acerca de la intolerancia, y escribió: «Jamás en la vida tendré una amiga. Nunca más confiaré en ninguna mujer, excluyendo a mamá y a veces a la tía Sissy y a la tía Evy».

XXXI

Dos acontecimientos importantes ocurrieron el año en que Francie cumplió trece abriles. En Europa estalló la guerra y un caballo se enamoró de la tía Evy.

El marido de Evy y el caballo Drummer habían sido acérrimos enemigos durante ocho años. Él trataba muy mal al caballo, lo pateaba y lo abofeteaba, lo maldecía y tiraba demasiado fuerte del bocado del freno. El caballo era mezquino con el tío Willie. Conocía el recorrido y se detenía automáticamente frente a la puerta de cada cliente, y se había acostumbrado a reanudar su camino en cuanto Flittman subía al carro. Pero últimamente le había dado por salir al trote apenas bajaba Flittman, de modo que éste tenía que correr más de media manzana para alcanzarlo.

Flittman repartía leche hasta mediodía. Iba a almorzar y luego llevaba el carro y el caballo a la cuadra para desenganchar, limpiar, guardar el carro y lavar el caballo. El animal había adquirido una maña feísima. Cuando Flittman le lavaba la panza, le meaba. Los peones de la cuadra solían acercarse esperando que esto sucediera para lanzar una carcajada. Flittman no podía soportarlo y resolvió lavar el caballo frente a su casa. Eso estaba bien en verano, pero en invierno era una crueldad. En los días muy fríos Evy bajaba para recriminar a su marido por lavarlo a la intemperie y con agua helada. El caballo parecía comprender que Evy lo defendía. Mientras Evy discutía con su marido, Drummer relinchaba y apoyaba la cabeza en el hombro de su protectora.

Un día de frío intenso, Drummer decidió meterle mano al asunto, como decía Evy, meterle patas. Francie escuchaba encantada el relato de su tía. Nadie contaba las cosas mejor que la tía Evy. Representaba todos los personajes —incluso al caballo— y, con mucha gracia, agregaba lo que ella se figuraba que cada uno estaba secretamente pensando. La cosa fue así, según Evy:

Willie estaba en la calle, lavando con agua fría y jabón amarillo al tembloroso caballo. Evy, de pie ante la ventana, lo observaba. Willie se agachó para lavarle la panza, el caballo se puso tieso. Willie, creyendo que el animal se disponía a jugarle la mala pasada de costumbre, que ya tenía harto al cansado e insignificante hombrecillo, le dio un puñetazo en la panza. Drummer levantó la pata y le dio una fuerte coz en la cabeza. Flittman rodó debajo del animal, donde quedó desmayado.

Evy bajó corriendo. Al verla, el caballo relinchó contento, pero ella no le hizo caso. Drummer levantó la cabeza y torció el pescuezo para mirar atrás, y cuando vio a Evy que trataba de levantar a Willie empezó a andar. Tal vez su intención era ayudar a Evy, o tal vez completar su obra haciendo pasar las ruedas del carro por encima del cuerpo de Willie. Evy le gritó:

—¡Quieto, muchacho!

Drummer se detuvo justo a tiempo.

Un chiquillo corrió a buscar un policía y éste a su vez llamó para pedir una ambulancia. El médico no pudo determinar si Flittman tenía una fractura o una conmoción. Le llevaron al hospital de Greenpoint.

Pues bien: allí quedaba el caballo con el carro lleno de botellas vacías y había que devolverlos a la cuadra. Evy nunca había manejado un caballo, pero ésa no era razón para que no pudiese hacerlo. Se puso el capote viejo de su marido y se envolvió la cabeza en un chal. Trepó al pescante, tomó las riendas y dijo:

—A casa, Drummer.

El caballo volvió la cabeza para echarle una amistosa mirada y salió al trote.

Por suerte conocía el camino. Ella no tenía idea de dónde estaba la cuadra. Era un caballo muy listo. Se detenía en cada esquina y esperaba a que Evy mirase a una y otra calle. Cuando estaba libre el paso ella decía:

—Vamos, muchacho. —Si veía venir algún otro vehículo decía—: Un momento, amigo.

Así llegaron sin ningún percance a la cuadra, donde el caballo entró triunfante y ocupó su sitio en la hilera de carros.

Otros carreteros que estaban lavando sus carros se sorprendieron al ver una mujer con las riendas. Armaron tal alboroto que hasta el patrón acudió para enterarse de lo que pasaba. Ella le relató el incidente.

—Ya lo veía venir —comentó el patrón—. Flittman no podía tragar al caballo y el caballo no le podía tragar a él. Bien, bien, tendré que buscar a otro carretero.

Evy, temiendo que Willie perdiese su empleo, le propuso reemplazarle mientras él estuviera en el hospital. Dijo que como se repartía la leche antes de que amaneciera, nadie se enteraría. El patrón lanzó una carcajada. Ella le explicó lo que significaban para ellos los veintidós dólares semanales, y se empeñó tanto que él, viéndola tan bonita, menuda y valiente, se dejó convencer. Le dio una lista de la clientela y le dijo que los demás repartidores le cargarían el carro. Como el animal conocía el camino, la tarea no sería difícil. Uno de los repartidores sugirió que podría llevar el perro del establo para acompañarla y protegerla contra los rateros de leche. El patrón asintió y le recomendó que se presentara en la cuadra todos los días a las dos de la mañana. Evy fue la primera mujer que repartió leche en aquel distrito.

Lo hizo perfectamente. Los compañeros simpatizaban con ella y creían que rendía más que Flittman. A pesar de ser tan práctica, era suave y femenina y a sus compañeros les agradaba su forma dulce y queda de hablar. Y el caballo era feliz y cooperaba en todo lo que estaba a su alcance. Se detenía automáticamente delante de cada casa y no reanudaba la marcha hasta que su conductora se había instalado en el pescante.

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