Un asesinato musical (5 page)

—¡El niño se está ahogando! —gritaba Nira, y Michael se apresuraba a ponerlo boca abajo.

Yuval era un bebé glotón. Esta niña, que aún no tenía nombre, o que tal vez tenía un nombre que él desconocía, parecía haber renunciado a toda posibilidad de comer, se había rendido.

Cuando Yuval tenía demasiada hambre era imposible darle el biberón. «Demasiado hambriento para comer», anunciaba Michael, y aplicaba su «método» especial: verter unas gotas de leche en su dedo y frotar con ellas las encías de Yuval. La paciencia y la perseverancia acababan por lograr que comiera. Entonces resonaba en la habitación ese rítmico succionar que ahora Michael anhelaba oír.

Agitó el biberón con fuerza, se humedeció un dedo y lo introdujo delicadamente entre los labios abiertos. La boquita estaba caliente por dentro, las encías se cerraron sobre el dedo de Michael y los labios lo aferraron. Entonces Michael retiró el dedo a toda prisa y lo sustituyó por la tetilla, a la que previamente había pegado un mordisco para agrandar el orificio.

Cuando la niña comenzó a succionar con fuerza, con un ritmo regular y sostenido, Michael se permitió recostarse contra el agrietado respaldo de madera de la silla de la cocina. Un temblor de pura fatiga recorrió los músculos de sus piernas y sólo entonces se dio cuenta de lo tenso que había estado su cuerpo.

Al fin se sentía libre para examinar con calma el semblante de la nena. Con los dedos de la mano izquierda, con la que la sujetaba, tocó el botoncito de la nariz, las cejas apenas perfiladas, la fina y suave pelusilla junto a las orejas. Los ojos de la niña, cerrados desde hacía unos minutos, se abrieron ahora, revelando su color azul lechoso. Su boquita estaba fruncida en torno a la tetilla y succionaba rítmicamente. Entre una succión y otra suspiraba, una capa de sudor se había acumulado sobre su labio superior. Sin mover el biberón, Michael se levantó con la nena en brazos y fue a sentarse en la butaca, frente a las cristaleras del balcón.

La sirena de una ambulancia emitía un persistente aullido a lo lejos. El sol se ponía lentamente sobre las colinas, el mundo estaba en calma. En ese momento sólo existían él y la niña, sentados en la amplia butaca de raída tapicería que era el único mueble superviviente de su época de casado. Ésa era la butaca donde solía darle el biberón a Yuval en las noches invernales. Michael escuchaba entonces con oído atento la respiración y las succiones de Yuval, sus suspiros de satisfacción, y, una y otra vez, el ciclo de
lieder
de Schubert
Winterreise.
Ahora había recobrado la atmósfera de aquellas noches heladas (Yuval nació en otoño): el silencio, tan sólo interrumpido por los sonidos que la niña hacía al comer, y aquella soledad que no era aislamiento sino una muda y perfecta compenetración. La música cesó en el piso de arriba, Michael no había logrado reconocerla. ¿Cuántas veces debía escucharse una pieza antes de poder identificarla por su nombre?

—Somos una economía autárquica —susurró con la cara sepultada en la pajiza y aterciopelada pelusilla.

La oscuridad se espesaba, el biberón estaba vacío y los ojos de la nena se cerraron. Sus suspiros de satisfacción dieron paso a una respiración acompasada. Sus labios se abrieron y soltaron la tetilla. Michael retiró con cuidado el biberón, comprobó que no quedaba leche y lo dejó a sus pies. Luego apretó el interruptor de la lámpara de lectura. Una tenue luz amarilla iluminó la cara de la niña. El extremo opuesto de la habitación quedaba en sombras. Michael se levantó con la niña en brazos, dispuesto a dar vueltas por la habitación. Preparado como estaba para una larga caminata, le sorprendió oír que la nena echaba el aire en cuanto la recostaba sobre su hombro. Sonrió satisfecho. ¡Qué poco hace falta a veces para sentirse bien! A veces bastaba con prepararse para un esfuerzo que luego no era necesario. Sin caer en la exageración, lo que se sentía en esos momentos podría incluso llamarse felicidad. Sentía el peso del cuerpecito, flácido y relajado, sobre su hombro. Bajó a la nena a su brazo y volvió a instalarse con ella en la butaca, desde donde contempló la oscuridad exterior y el reflejo de la lámpara en el cristal del ventanal.

«¿Y ahora qué?», se preguntó. «¿Qué deseas realmente?» Pero en vez de aferrarse a sus pensamientos, los dejó vagar. Y en ese momento comenzaron a aflorar fantasmas que se materializaron en la pregunta de cuánto tiempo sería capaz de conservar a la nena consigo. Estaba transgrediendo la ley. Conocía bien los procedimientos. No cabía duda de que debería haber avisado a la policía municipal, que compartía las oficinas del cuartel general de la policía de Jerusalén en el barrio ruso, donde trabajaba Michael. Podría alegarse en su favor que, siendo un día festivo, cualquiera habría optado por quedarse en casa con la niña o por llevarla al hospital. Pero la verdad, el quid de la cuestión, era su deseo, su imperiosa necesidad de quedarse con la niña. Qué fugaces y frágiles eran los momentos de absoluta paz de cuerpo y espíritu. Una simple llamada de teléfono podía romperlos en pedazos. O una llamada a la puerta, por muy titubeante que fuese. Le dio un vuelco el corazón. ¿Y si alguien se dirigía ya a su casa para arrebatarle a la niña?

Eso no se le había ocurrido hasta ahora. Hasta el preciso instante en que oyó que llamaban a la puerta, y volvían a llamar con menos titubeos, y de nuevo otra vez, insistentemente. Lo único que sabía era que debía mantener oculta a la niña. Tal vez lo mejor sería hacer oídos sordos a aquella llamada. Pero la ansiedad que le generaba lo obligó a levantarse y a echar un vistazo por la mirilla. Oscuridad absoluta. Dijo sin pensarlo:

—¿Quién está ahí?

—Soy yo, Nita, la vecina de arriba —dijo una voz grave. Ahora ya sabía su nombre.

—Un momento —farfulló Michael, e inspeccionó la habitación con la mirada.

Se precipitó a cerrar la puerta del dormitorio para que la vecina no viera la caja de cartón donde le habían traído a la niña, como si fuera un cachorrito recién nacido. Ahora aquella mujer alta vestida con mallas oscuras y una camisa masculina de color púrpura, que traía en brazos a un bebé rellenito y moreno cuyos ojos castaños observaban a Michael con mucha seriedad, ya tenía nombre. Se quedaron de pie en la sala, cada uno con un niño en brazos. El abultado labio inferior de Nita temblaba. Acarició el suave cabello castaño de su hijo, enderezó con cuidado el cuello de su trajecito de una pieza y alzó la mirada hacia Michael, sonriendo tímidamente.

—He venido a traerle algunas cosas que puede necesitar —dijo, tendiéndole una bolsa—. Jabón para niños, crema hidratante y crema protectora para el culito, y una manta pequeña. Sólo quería saber qué tal se las arreglaba. Espero no haberle molestado...

—En absoluto, muchas gracias —dijo Michael. Y se quedaron en silencio.

—Hay que ver cómo estamos —dijo Nita con una sonrisa irónica y reflexiva—, cada uno cargado con un bebé. ¡Menuda pinta debemos de tener! —luego se acercó mucho a Michael y se inclinó sobre la nena—. Es preciosa —comentó maravillada al levantar la vista. Aunque no era tan alta como Michael, lo miraba directamente a los ojos—. Veo que ha terminado el biberón. Parece muy satisfecha —prosiguió sorprendida—. Se las arregla usted muy bien. ¿Tiene cinco semanas?

Michael asintió.

—Todavía no la ha vestido. ¿Cómo se llama? —Nita pasó delicadamente un dedo sobre el pie desnudo que asomaba de la toalla rosa.

Michael quedó paralizado un instante.

—Noa —se oyó decir de pronto, e inclinó la cabeza sobre la pajiza pelusilla como si quisiera disculparse por aquella decisión precipitada y arbitraria. Respiró hondo y levantó el rostro hacia la mujer, sintiéndose ruborizar.

—Ido —le comunicó Nita al bebé, cuyos párpados aleteaban como a punto de cerrarse—, aquí tienes una amiguita. Te presento a Noa. Noa nació en los campos —Michael reculó sobresaltado, pero Nita comenzó enseguida a canturrear y él recordó la canción popular de la que procedía esa cita.

Ido recostó la cabeza entre el hombro y el cuello de su madre.

—Todavía no la he vestido —se excusó Michael—. Antes quería darle de comer. Me pareció más urgente.

—Pero no hace falta que la tenga en brazos todo el rato. Puede incluso hacer un descanso para tomar una taza de café, sobre todo considerando que no le está dando el pecho —dijo Nita con una sonrisa tímida.

Michael tomó asiento. Le temblaban los brazos. ¿Dónde podría tumbarla a dormir? En eso no había pensado todavía. No estaba dispuesto a meterla de nuevo en la caja de cartón. Contempló el rostro fino y atormentado de la mujer, sus ojos, que en aquel momento le parecieron hundidos en una seriedad verde azulada, y el hoyito que descubrió de pronto en lo alto de su mejilla en lugar de en el centro. Carraspeó sonoramente. En todo caso, iba a necesitar un cómplice. No podía hacerlo solo, se dijo a sí mismo. Aunque sólo fuera durante los dos días siguientes. En el futuro no quería pensar. Mas no pudo evitar preguntarse qué futuro podía esperar. ¿Acaso había perdido la cabeza? ¿Qué pretendía? Acallando estas preguntas, se concentró de nuevo en dilucidar si debía pedir ayuda a la mujer. Pero ¿y su marido?

—Su marido... —dijo titubeante. La sonrisa de la mujer se esfumó al instante.

—No tengo marido —sus labios se proyectaron hacia delante en un gesto que casi era de desafío.

—¿Ah, no? —dijo Michael, turbado. Hasta entonces tenía la convicción de que el hombre barbado era su marido.

—No estoy casada —añadió ella, ya con calma—. No es tan raro. Usted mismo ha dicho que su sobrina es madre soltera. Parece ser una moda, o más bien una epidemia —concluyó, y el hoyito, que había desaparecido, reapareció fugazmente.

—Sí —se excusó Michael—, es que creía... vi... me dio la impresión... vi a un hombre con barba...

—¿Con barba corta o simplemente sin afeitar? Si llevaba barbita era mi hermano menor, y si iba sin afeitar era el mayor. Supongo que a éste lo habría reconocido si lo hubiera visto, pero sólo ha venido por aquí un par de veces —lanzó esta parrafada a toda prisa, como si pretendiera disipar la opresión que había comenzado a cernerse sobre la sala.

—Barba corta o sin afeitar. No lo recuerdo bien. ¿Por qué habría reconocido a su hermano mayor?

—No es que lleve barba, simplemente va sin afeitar. Es lo que está de moda. Como usted mismo...

—Yo estoy de vacaciones, ése es el motivo —la corrigió Michael, y se acarició la barba de tres días—. No lo reconocí. ¿Es que lo conozco?

—Mi hermano mayor, Theo, es famoso. ¿No ha oído hablar de Theo van Gelden?

—¿El director de orquesta?

—Sí.

—¿Es su hermano?

—Mi hermano mayor.

—Van Gelden es un apellido holandés.

—Nuestros padres son holandeses.

—¿Y tiene otro hermano? ¿Que también es músico? ¿El violinista? —preguntó, rebuscando en su memoria.

—Sí. Gabriel también es músico. Gabi es el que lleva barba —Nita suspiró—. En fin, la cuestión es que ningún hombre de los que ha visto era mi marido —dijo con una sonrisa, y añadió azorada—: He venido a invitarlo a mi casa. Pensaba que mientras los niños dormían, nosotros podríamos tomar un café en honor del nuevo año. Discúlpeme —concluyó con una risita—, ¿cómo se llama?

—Michael. ¿Cómo es que no va a asistir a una cena familiar de celebración?

—Ninguno de mis hermanos está en Israel en este momento. Mi padre se quedó solo hace años. Es muy mayor, está delicado, y han dejado de interesarle este tipo de cosas. Lo he visto esta tarde. Fuimos a hacerle una visita —explicó a la defensiva—. Y salir sólo por salir... no me apetecía. Pero se me había ocurrido... quería... —quedó en silencio y rodeó al niño con ambos brazos.

Michael contempló a la nena. De momento, le resultaba imposible llamarla Noa.

—Es cierto que debemos de tener una pinta curiosa, con los dos bebés a cuestas —dijo pensativo.

—No quiero que se sienta obligado. Sólo quería decirle que comprendo que debe de ser difícil estar a cargo de una niñita de cinco semanas y...

De pronto Michael pensó que sería muy agradable pasar la velada con ella. Nita ofrecía la promesa de un contacto que no era amenazador ni frívolo. Sintió el repentino impulso de contárselo todo y, para contenerse, dijo:

—Antes tengo que vestir a la niña. Puede esperarme aquí mismo.

—Estaré más cómoda en casa. No quiero tener la sensación de estar imponiéndole mi presencia —Nita se obligó a sonreír mientras tironeaba del borde de su camisa púrpura—. Además, a su nena todavía es fácil llevarla de un lado a otro. Ido necesita su cama por las noches, y ya son las siete y media —echó una ojeada en torno suyo—. Le dejo estas cosas y lo espero arriba —dejó la bolsa de plástico a sus pies y echó otra ojeada, rápida y furtiva, a la habitación―. ¿Subirá cuando esté listo?

Michael asintió enérgicamente con la cabeza. Pero de pronto le asaltaron las dudas. ¿Y si la vecina resultaba ser una metomentodo mojigata? ¿Y si sentía la compulsión histérica de notificárselo de inmediato a las autoridades? ¿Cómo iba a explicarle, además, su propia compulsión, incomprensible, importuna y tal vez vergonzosa, de quedarse con la niña? Cabía incluso la posibilidad de que ella pretendiera explicarle su comportamiento, razonar por qué había sentido aquel impulso, y lo cierto es que Michael prefería no pensar en eso. ¿Qué había de malo en actuar siguiendo un impulso por una vez en la vida?, se dijo. Pero una especie de vergüenza por desear a la niña para sí emergió hasta la superficie de su conciencia y sintió una gran opresión.

La nena no se despertó mientras le ponía un trajecito azul que sacó de la bolsa que había traído la vecina. Se estremeció una vez, y en otro momento, cuando Michael le tocó la barbilla, torció los labios en un gesto que parecía una sonrisa, sin abrir los ojos. Michael recordó que los bebés de esa edad no sonreían, no era más que un acto reflejo.

Cuando tocó a su puerta, Nita ya había conseguido ordenar un poco su piso. El montón de ropa recién lavada había desaparecido. El chelo, metido en su estuche, descansaba en un rincón junto al corralito plegado. Sobre una mesita redonda de cobre, en una gran fuente de cerámica armenia, Nita había colocado un círculo de rodajas de manzana en torno a un platito de miel.

—Venga, déjela aquí —dijo, ofreciéndole un cochecito de niño—. La parte de arriba se desmonta —explicó—, luego se la puede llevar a casa tumbada ahí.

Consciente de que ella lo observaba mientras dejaba a la niña en el cochecito, Michael se movía con torpeza. La timidez le impedía incluso inhalar el aroma de la nena, o apoyar sin disimulo la mejilla sobre los pliegues del blando cuello. La arropó desmañadamente bajo lo que él sentía como un escrutinio atento y suspicaz de Nita. Pero al levantar la vista, descubrió que su mirada era afectuosa y directa. Ahora sus ojos le parecieron grises, colmados de una tristeza sin amargura.

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