Un asesinato musical (10 page)

Michael se volvió hacia delante y fijó la vista en el escenario. Pero no lograba desprenderse de la imagen de los lóbulos de la mujer que se alargaban hacia su inexistente cuello, arrastrados por el peso de los pendientes de cobre con piedras azules engastadas. La enfermera Nehama, enviada a evaluar su idoneidad como familia de adopción temporal para la niña, estaba ahora sentada justo detrás de él, viendo con sus propios ojos que no era la persona adecuada. Si él estaba allí, ¿con quién había dejado a la nena? A punto estuvo de volverse para decirle que había buscado a una canguro, para explicarle que se había visto obligado a asistir al concierto por Nita. En lugar de volverse, fijó la mirada en la espalda de Theo van Gelden, quien en ese momento golpeaba el podio con el pie. Luego Michael apoyó los codos en los brazos de la butaca y sepultó el rostro, que le ardía, entre las frías manos. Se llamó al orden, tenía que ser razonable, se forzó a aquietar la respiración. Se recordó que aquella enfermera, al igual que la directora y demás asistentes sociales de la Agencia de Bienestar Infantil, estaba convencida de que Nita y él vivían juntos y criaban a la niña entre ambos. Que no pondría ninguna objeción a que la hubiera acompañado al concierto siempre que no hubiesen dejado solos a los niños. Pero no logró serenarse. Se instó a concentrarse en la música. Justo en ese instante la obertura concluyó y el público aplaudió con entusiasmo. Michael oyó varios «¡Bravos!». El hombre de su derecha no se movió.

Michael se estremeció al pensar en los ojillos que sabía clavados en su espalda y también porque vio a Nita poniéndose en pie para observar la butaca de su izquierda, que seguía vacía. Advirtió que Gabriel van Gelden, que se había levantado a estrechar la mano al director, giraba la cabeza en dirección a la puerta lateral de la sala. Y que también Theo van Gelden, que hacía una aparatosa reverencia y señalaba a la solista del chelo —momento en que Nita se inclinó a su vez torpemente—, se quedaba pasmado un instante al mirar fugazmente la fila donde estaba sentado Michael. Luego Theo giró la cabeza a derecha e izquierda para echar un vistazo a las puertas laterales a la vez que se enjugaba la frente con un pañuelo, típico gesto de director de orquesta. A continuación volvió a señalar la orquesta. El público aplaudía rítmicamente. Michael se estiró los puños blancos para que sobresalieran de las mangas grises de su chaqueta, luego se sonrió del esmero que aún ponía en vestirse y afeitarse para ir a un concierto. Eso no había cambiado desde los primeros conciertos a que asistiera treinta años atrás. (¿Treinta?, recapacitó impresionado. ¿Ya habían pasado treinta años? ¿Qué había sucedido en el transcurso de esos años? ¿Adonde habían ido a parar?) Fue en la época en que Becky Pomeranz, la madre de su íntimo amigo del colegio Uzi Rimon, lo llevó a una temporada de conciertos y tejió hábilmente la educación musical de Michael con la pasión sexual que ambos vivían. Resultaba curioso que la relación de Michael con la música, las emociones que le inspiraba, las composiciones que conmovían su espíritu estuvieran asociadas con mujeres por las que se sentía atraído. Becky Pomeranz le había transmitido su entusiasmo y era la responsable de que el corazón le palpitara violentamente ya desde por la mañana los días en que le aguardaba un concierto vespertino. Por Becky Pomeranz se había embarcado en el ritual de afeitarse y vestirse... en aquellos tiempos se ponía una camisa blanca de manga larga y un jersey azul marino con cuadros azul pálido tejido por su madre. La aventura con Becky Pomeranz sólo duró un invierno y una primavera, hasta el día en que Uzi abrió la puerta y los descubrió. A Becky Pomeranz se debía que aún se le entrecortara el aliento antes de entrar en una sala de conciertos. Todavía hoy la oía susurrarle al oído: «No te olvides de este momento, recuerda que has estado aquí esta noche, que has oído al mismísimo Oistrakh interpretando en directo a Sibelius». Su aliento era tan dulce... pero ya no estaba viva.

Theo van Gelden era un hombre de aspecto imponente, y desde luego no era el hombre a quien Michael había visto en las escaleras de su casa. Desde el patio de butacas parecía más alto de lo que era. Su piel sorprendentemente oscura y su cabello plateado, su esmoquin, que le confería un porte muy digno, el paso rápido con que abandonaba el escenario tras saludar por segunda vez, el vigor y la autoridad que irradiaba... todo ello contribuía a explicar su éxito con las mujeres. O su fracaso, según y cómo se viera el hecho de que se había divorciado tres veces y tenía hijos repartidos por doquier. «
Mille e tre
», había dicho Nita de él con una sonrisa comprensiva. A Michael le llevó algún tiempo caer en la cuenta de que era una cita del aria de Leporello de
Don Giovanni.

El escenario comenzaba a vaciarse. Los timbales y los címbalos fueron retirados hacia el fondo. Los músicos de las secciones de viento y de metal desaparecieron y tan sólo quedaron en escena unos cuantos instrumentistas de la sección de cuerda. Entonces se reanudó la música. Una flautista coreana con un traje azul cubierto de lentejuelas acometió el concierto
La notte
de Vivaldi. La butaca de la izquierda de Michael continuaba vacía. Michael observó de nuevo a Nita. Estaba muy atractiva con su traje de noche negro, la cabellera castaño rojiza lustrosa y los desnudos hombros muy blancos. Michael se sentía orgulloso de ella, como si fuera su hermana o su hija. Las oscuras ojeras que ensombrecían su pálida tez aceitunada no se distinguían desde lejos. Michael la había convencido de que se las disimulara con maquillaje mientras iban camino del auditorio, después de que ella repitiera con insistencia que todos iban a estar presentes... todos quería decir sus hermanos y su padre. Michael comprendió claramente que él anhelaba estar incluido en ese «todos». Lo que había comenzado como una medida práctica, una puesta en escena para convencer a la Agencia de Bienestar Infantil, se había convertido en el punto de partida para ver a Nita como la persona con la que podía compartir su vida cotidiana. El motivo era, se decía ahora a sí mismo, una combinación de la desesperada necesidad infantil que Nita sentía de ser amada y amar, y de la inquebrantable convicción con que lo hacía todo, de las diferentes voces que hablaban desde su interior y también, aunque esto fuera inexplicable, de su manera de tocar el chelo, aquella rigidez con que a veces mantenía erguido el cuerpo y que tanto contrastaba con la delicadeza con que se inclinaba sobre su instrumento o con que recogía a Ido de la alfombra para acunarlo a la vez que hablaba de música. En cierta ocasión, Michael la vio desde la cocina tarareando para sí a la vez que mecía a la niña en sus brazos, y la escena le pareció tan perfecta, tan como debía ser, que hubo de reprimirse para no abrazarlas a las dos. A veces dudaba de sí mismo y pensaba que su único deseo era criar a la niña como es debido. Quería darle todo lo necesario, y en eso iba incluida una esposa y madre. Pero a la vez quería a la niña sólo para sí. Era el mismo sentimiento que Nita había expresado con respecto a su hijo.

Cuánto podría haber disfrutado de los nítidos gorjeos de la flauta que aquella muchacha esbelta sostenía relajadamente. Su cuerpo se arqueaba hacia delante al comienzo de cada frase y se enderezaba como el tallo de una flor al final. Cuánto podría haber disfrutado Michael escuchando algo que sabía hermoso, si no hubiera sido por la inquietud que todo lo agostaba y levantaba una barrera entre la conciencia de la belleza y su capacidad para sentirla en el corazón. Veía ante sus ojos el dulce semblante de la nena. Todavía la llamaba «la nena» para sí, aun cuando se había acostumbrado al nombre que tan precipitadamente le había dado. Pensó en las largas noches en que la nena se despertaba cada dos horas, como si aún no hubiese superado su inmensa hambre, y en la serenidad con que él se levantaba de inmediato, le daba el biberón y luego se paseaba de un lado a otro con la niña recostada en el hombro, solo pero sin sentir en absoluto la soledad. Cuánta dulzura, qué promesa de satisfacción de sus anhelos había en la carita de aquel ser humano cuyos deseos y necesidades él podía colmar plenamente, haciéndola feliz.

Pero tras esas imágenes surgía el gesto desconfiado de la enfermera enviada por el Departamento de Asuntos Sociales. Se había presentado en casa de Nita dos días antes de Yom Kipur, a última hora de su jornada laboral. Michael la esperaba desde la mañana. En un principio había pensado ir al trabajo. Nita incluso había guardado el chelo en el dormitorio para que la enfermera viera que estaba consagrada en exclusiva a los niños. Michael había ensayado con Nita lo que ésta debía decir, preparándola para la eventualidad de que él no estuviera en casa cuando llegase la enfermera. Claro que sería mejor estar presente y que ambos representaran la farsa de que vivían juntos como pareja.

—Eres astuto —le había dicho Nita sin el menor deje condenatorio después de oírlo hablar por teléfono con la directora de Bienestar Infantil—. Yo soy ingenua, una imbécil.

Y al decir «imbécil», su rostro se ensombreció y Michael supo inmediatamente en qué estaba pensando. Pero hubo de convenir en que él era mucho más astuto que ella y que lo mejor sería que se quedara en casa.

—Me siento como si cualquiera pudiera traspasarme con la mirada. Por lo visto, todo el mundo sabe todo lo que hay que saber sobre mí, así que me rindo de antemano. ¡Hasta tal punto me domina la necesidad de ser sincera! —se lamentó ella.

Se suponía que la visita de la enfermera había de cogerlos por sorpresa. Ni siquiera estaban seguros del día. Y eso contribuía a que pareciera una emboscada, una trampa. Y también era el motivo de que ahora Michael se sintiera rabioso al notar la presencia de la enfermera a su espalda. Tzilla, que tenía contactos en la Agencia de Bienestar Infantil y también entre las enfermeras del Departamento de Asuntos Sociales, le había dicho que no debía tomárselo a pecho, que Nita y él darían el pego como familia adoptiva. Sobre todo considerando que ya tenían otro hijo y que la nena era tan robusta. Tzilla estaba presente cuando el pediatra examinó a la niña. El médico había dicho con satisfacción, inclinado sobre la nena: «¡Menuda lagartona!». Michael se lo tomó como una ofensa, pero el pediatra se echó a reír y explicó que era el apelativo cariñoso que empleaba para las niñas sanas al cien por cien. Michael se asomó por encima del hombro del médico mientras éste tiraba de las piernas de la niña y luego las soltaba para poner a prueba la resistencia de sus músculos. La nena gritaba, desnudita sobre el cambiador de Ido. El médico redactó un informe para la Agencia de Bienestar Infantil. Tzilla se las había arreglado para que fuera una amiga íntima suya, la sargento Malka, quien se hiciera cargo de la búsqueda de la madre desaparecida. Y la sargento había prometido no comentarlo con nadie y había mantenido su promesa.

La sargento habló principalmente con Nita. Como apenas llevaba un año en Jerusalén, adonde la habían trasladado desde Kiriat Gat, no conocía a Michael. Tal era la situación de momento (de tanto en tanto, la expresión «de momento» hería a Michael como un cuchillo). Ninguno de sus colegas de la policía, ni el mismo Shorer, sabía cuál era el motivo de sus frecuentes desapariciones para irse corriendo a casa. Sus ausencias se aceptaban sin comentarios, pues todos estaban al tanto de que, desde su reincorporación, aún no le habían asignado ningún trabajo serio. Shorer repetía: «Después de las fiestas», y sonreía por usar esa expresión tan trillada, lo que no le impedía seguir repitiéndola.

Muchos miedos de Michael se habían resuelto sin problemas. Tzilla, que había trabajado a las órdenes de Michael en su Equipo Especial de Investigación durante muchos años, se había entendido bien con Nita desde el principio, con esa comprensión que surge entre las mujeres cuando saben que lo que está en juego es muy importante y no hay que perder el tiempo en nimiedades. En ningún momento había insinuado Tzilla la menor sospecha de que la relación entre Michael y Nita no fuera como él le había dicho que era. «Es una amistad íntima», le había explicado Michael. «Reciente pero íntima. Eso es lo único que hay entre nosotros. No vayas a imaginar nada más.» Y Tzilla pareció molestarse y despegó los labios para objetar algo, pero él no se lo permitió. «Sólo pretendo dejarlo claro desde el principio», le dijo, «para que no vayas a equivocarte, lo nuestro es un acuerdo comercial temporal basado en nuestros intereses comunes». Tampoco había manifestado Tzilla la menor sorpresa ante su deseo de quedarse con la niña, ni le había regañado por sus ausencias en el trabajo. Muy al contrario, había procurado encubrirlas en los días que siguieron a las fiestas, cuando Michael se escabullía antes de la hora para ir a casa de Nita. Y también había encontrado una niñera para que Nita pudiera practicar y acudir a los ensayos.

Eran los niños los que conferían a su relación un tono pragmático, desprovisto de insinuaciones románticas. «Somos una guardería infantil», había dicho Nita. Michael nunca la tocaba como no fuera para darle palmaditas en el brazo o un beso en la mejilla. Inocentes gestos de afecto. Y a veces, cuando estaban muy cerca el uno del otro, como cuando bañaban a los niños, Michael extremaba el cuidado para no rozarla, pensando que, en aquel momento, cualquier contacto podía ser casi peligroso para Nita. Aparte de todo esto, Michael tenía la inequívoca sensación de que la estaba explotando. Se había topado con ella por casualidad en el momento preciso en que podía venirle bien. Y aunque ella no cesaba de asegurarle que la reconfortaba mucho estar con él, pese a que Michael estaba seguro de que lo decía de corazón, y aunque le había cobrado mucho afecto a Nita y nunca se aburría en su compañía, nada lograba disipar la sensación de que estaba explotándola. Además, un no sé qué de aquella delgadez suya, de la fragilidad de su figura alta y austera, ahuyentaba todo deseo sexual. Cuando Michael sentía el impulso de tocarla, lo único que quería era pasarle el brazo por los hombros, acariciarle la cara, protegerla de los momentos de miedo y de odio a sí misma, de la compulsiva tendencia a revivir escenas del pasado, de lo que la gente le había dicho y ella había creído implícitamente, y que ahora resucitaba para verificar si era cierto a la luz del presente. De pronto la acometían temblores de ira y de dolor. Michael había aprendido a identificar lo que había tras esos arrebatos, incluso cuando se manifestaban en afirmaciones ambiguas y generales, que habrían despistado a un interlocutor menos avezado, como por ejemplo: «Lo único que importa es lo que se hace. Las palabras son una sarta de mentiras». O: «Las promesas de eterno compromiso no valen un pimiento. Nada es duradero». O: «El amor no existe. Todo se reduce al sexo y a la lascivia, y enseguida se acaba. La amistad desapasionada es mucho mejor; al menos no está condenada desde el principio a ser algo hueco».

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