Un asesinato musical (41 page)

—No sabía que el feto tuviera mente —masculló Michael a la vez que alzaba la vista.

—Cómo no la va a tener, está demostrado —replicó Ruth Mashiah—. Los ultrasonidos permiten demostrarlo sin problemas. Sabemos con seguridad que, a partir de los tres meses, la mente del feto ya se ha formado.

—Pero el término mente induce a confusión. No está claro qué significa —dijo Michael a la vez que aplastaba la colilla, que dejó un agujero chamuscado en el vaso de plástico.

—A los tres meses —sentenció Ruth Mashiah—. Los propios sabios talmúdicos lo sabían. Por eso establecieron la norma de que se diera sepultura a los nonatos de tres o más meses. Otro ejemplo es que cuando se pone música a una embarazada de seis meses, se ve bailar al feto.

—¿Se le ve? —preguntó Michael atónito. Ruth Mashiah asintió con un gesto y le pidió un cigarrillo—. ¿A qué experiencia cósmica se refería? —preguntó mientras se inclinaba para encenderle el cigarrillo.

—¿Qué? —preguntó ella distraída; inhaló, tosió y lo miró con sorpresa.

—Ha dicho que la hipnosis se basa en...

—Ah sí, o sea que quiere una explicación detallada. Creía que era evidente.

—Pues no lo es —replicó él con cierta irritación mientras aprestaba el oído tratando de enterarse de lo que sucedía en la habitación contigua. Pero no había nada que oír.

Ruth Mashiah cruzó las piernas y se recostó en el respaldo de la silla de plástico. Se frotó la frente.

—No se me quita el dolor de cabeza —murmuró—. Me ha estado fastidiando todo el día. Y no he llamado para ver cómo está Izzy. ¿Sigue en la comisaría del barrio ruso? Además, tenemos que preocuparnos de los preparativos del entierro. Si se piensa, es espantoso. Ir a morir así. Sin motivo. ¿Se ocupan ustedes de los preparativos? —Michael consultó su reloj y ella prosiguió sin esperar la respuesta—: Pues bien, la experiencia cósmica es aquella en la que se siente con total certidumbre la existencia de una protección absoluta. Lo único que tiene que hacer el feto es adaptar sus reacciones reflejas a las presiones del medio. Por su parte, el individuo que se somete a hipnosis recibe un beneficio enorme a cambio de abandonar su voluntad a los dictados ajenos. Obtiene por adelantado el perdón para todo lo relacionado con la conciencia o la moralidad; él hace lo que se le dice, no es responsable ni culpable de nada.

Michael asintió.

—El trance hipnótico es un estado de conciencia en el que el sujeto no es responsable de sus actos. Todas las conexiones nerviosas sensoriales que llevan al sistema nervioso central, incluidas las de la sensibilidad al dolor, se desconectan durante la hipnosis.

—¿Entonces no es psicológica la conexión entre los sentidos y el cerebro? —preguntó Michael, interrumpiendo el didáctico flujo de palabras. Ruth Mashiah ladeó la cabeza, se llevó la menuda mano a la cara y volvió a oprimirse la frente.

—¿No es usted consciente de la unidad entre cuerpo y mente? —preguntó sin asomo de burla—. ¿No sabe que el inconsciente controla lo biológico? La mente rige las funciones biológicas. ¿Cómo se explica que los faquires indios se tumben sobre lechos de clavos? ¿Por qué no sienten dolor? El principio es idéntico al de la hipnosis. El centro receptor del cerebro se cierra. Los nervios reaccionan, pero la información no llega al cerebro. ¿De verdad no está al tanto de estas cosas? —preguntó sorprendida—. Pensaba que cualquier persona bien informada estaba al cabo de la calle, sobre todo quienes se dedican a un trabajo como el suyo.

—Sé algo al respecto, pero no lo tengo tan claro como usted —dijo Michael desconcertado—. No se me habría ocurrido relacionar a los faquires de la India con la hipnosis.

—Por eso es tan poderosa —dijo Ruth Mashiah—. Y ése es también el motivo de que sea imposible hipnotizar a alguien que no da su consentimiento expreso, lo habrá visto en las películas. Sin ese requisito, como mucho se logra dormir a la persona. ¿No ha probado nunca la hipnosis?

—No podría —reflexionó Michael—. Tal grado de abandono... la pérdida de control. Por lo visto, carezco de ese deseo de experiencias cósmicas del que me ha hablado —dijo con sonrisa conciliadora—. No estoy dispuesto a renunciar al dominio sobre mí mismo, ni siquiera por lograr la experiencia fetal. Prefiero la responsabilidad —dijo casi disculpándose.

—No sólo se trata de renunciar al control de la situación —dijo Ruth Mashiah, mirándolo con atención. Sus ojos rasgados se convirtieron en ranuras—. Porque no basta con el mero consentimiento. El sujeto debe estar de acuerdo, pero también debe confiar en el hipnotizador para que éste pueda actuar.

Michael fue presa de un ataque de pánico.

—Ella no va a confiar en él —dijo mirando la puerta de la consulta—. Ya no es capaz de confiar en nadie —concluyó desesperado.

—Yo no estaría tan segura. Es más fuerte de lo que cree. No debería usted pensar en términos absolutos, románticos —lo tranquilizó Ruth Mashiah—. Y no olvide que ella también desea descubrir la verdad. Es un deseo verdadero, una necesidad. Un adulto no pierde la fe en la humanidad por lo que le pasa con una sola persona. Aun cuando desee no volver a confiar nunca en nadie, atenerse a esa decisión no es fácil —dio una calada y expelió una voluta de humo blanco; luego masculló mirando el cigarrillo—: ¿Por qué estoy fumando? —lo tiró en el vaso de plástico vacío que sujetaba Michael. Se lo quitó de las manos, se levantó con presteza y se dirigió a la jarra de agua fría del rincón de la sala de espera para llenar el vaso. Tenía un aire juvenil y andrógino con su holgado conjunto de pantalón y chaqueta, se movía con agilidad. De pronto, Michael se vio abrazando aquel cuerpo y sepultando el rostro en los encrespados rizos. Ella tomó asiento frente a él.

—Al hipnotizador no se le debe escapar el momento en que el sujeto comienza a rendirse. Es entonces cuando tiene que abalanzarse sobre él.

—Abalanzarse —repitió Michael. Imaginó a una serpiente tragándose un conejo.

—Aprovechar el momento, decir en el instante preciso: «Se le cierran los ojos, quiere dormir». ¡Así empieza la hipnosis! ¿Nunca lo ha visto?

—Lo he visto —respondió Michael—. En las películas, y una vez en la comisaría. Pero nunca he llegado a comprenderlo bien.

En ese momento se abrió la puerta y el doctor Schumer le indicó por señas a Michael que pasara. Ruth Mashiah se apresuró a levantarse.

—Sólo él —dijo el psiquiatra.

Durante un rato que se le hizo eterno, Michael permaneció sentado frente a la mesa del psiquiatra junto a Nita, quien parecía menos tensa, tranquilizada tal vez por la perspectiva de abandonarse a unas manos de fiar que la protegerían contra sí misma. El doctor Schumer le resumió el meollo de la conversación que habían mantenido. Repitió en tono reservado los datos facilitados por Nita y su deseo expreso de descubrir la verdad. A Michael le dio la impresión de que esto último lo decía de mala gana. Pero en el rostro inexpresivo del psiquiatra, nada delataba sus sentimientos. Luego aludió a que Nita había solicitado que Michael estuviera presente durante el proceso. Explicó lo que era habitual y lo que no lo era, mencionó la confidencialidad médica e hizo un comentario sobre el hecho de que se hubieran borrado los límites entre las responsabilidades profesionales de Michael y su relación con Nita.

—Esto se sale por completo de lo prescrito —declaró, y comprimió los labios. Miró a Nita, que pareció encogerse—. ¿Por qué no se va con Ruth un momento, señorita Van Gelden?

Michael siguió con la mirada los movimientos espasmódicos con que Nita se ponía en pie y caminaba hacia la puerta a la vez que retorcía con los dedos la tela floreada de su holgada falda. Dio un portazo al salir, como si no fuera totalmente dueña de sus movimientos. Una vez a solas con el médico, Michael tensó el cuerpo, aprestándose para rechazar cualquier intento de volver a abordar las cuestiones éticas, pero el doctor Schumer no insistió en ellas. En una ocasión dijo: «Tengo entendido que, además, están ustedes muy unidos». Michael reprimió el impulso de preguntarle a qué se refería con ese «además». El psiquiatra habló fundamentalmente de que Nita tenía la fijación de que la hipnosis sería una especie de redención.

—Pero no es una solución para los problemas reales —advirtió—. Así se lo he dicho, y le he explicado algo que usted también debe saber: la represión es un mecanismo de defensa, deseable y necesario en algunas ocasiones. A veces afloran problemas muy espinosos. Debo decirle asimismo —prosiguió carraspeando— que no me da la impresión de que tenga un problema de desdoblamiento de la personalidad. Aunque me ha contado no sé qué cosas de una película americana que ahora no recuerdo bien. No obstante, comprendo muy bien sus miedos, dadas las circunstancias, tan especiales y terribles. Sea como fuere, es importante que tenga usted en cuenta... —la voz del psiquiatra se tornó severa y autoritaria, la expresión de su fino y extraño rostro, dura y decidida. El doctor Schumer tenía los ojos muy próximos y una frente estrechísima, de la que parecía brotar directamente su espeso cabello—. Si por un solo instante, el bienestar emocional de la paciente entra en contradicción con el deseo
de usted
de descubrir los hechos, su bienestar emocional primará. El aspecto policial del asunto no me interesa en absoluto y me niego a cooperar con esa finalidad. Deseo que quede bien sentado. ¿De acuerdo?

Michael asintió con un gesto.

—Cuando surja algún asunto conflictivo, usted mismo se dará cuenta. Si en un principio la conciencia de Nita registró ese material en la categoría de lo que está prohibido recordar, tal vez reaccionará con señales de angustia, porque la hipnosis puede provocar un conflicto interno muy poderoso. Puede desencadenar ataques histéricos e incluso psicóticos. Se lo advierto de antemano: si ocurre algo así, interrumpiré la sesión de inmediato. No estoy dispuesto a someterla a ningún riesgo. Ni a mí mismo. Sacar a la luz material reprimido es algo muy peligroso. ¿Lo comprende?

Michael asintió con la cabeza.

—Ella ha solicitado que esté usted presente mientras la hipnotizo. Puede que no sea mala idea, así me podrá echar una mano con las preguntas. A fin de cuentas, yo apenas sé nada sobre ella ni sobre las circunstancias.

Michael asintió de nuevo.

—Lo más importante, al menos hasta que se suma en un trance profundo, es que guarde usted un silencio absoluto —dijo el psiquiatra ya de pie, con la mano en el picaporte—. Su presencia no debe dar lugar al menor estímulo. Estoy seguro de que lo comprende —sin aguardar a que le respondiera, abrió la puerta y le pidió a Nita que entrara.

Ahora Nita reposaba en la butaca con los ojos cerrados. En la habitación reinaba un silencio absoluto. Michael observó el brazo enfundado en blanco que depositaba el medallón en una esquina del gran escritorio. Vio la expresión relajada que se extendía por el semblante de Nita. Tenía los labios entreabiertos y las señales de angustia se difuminaban poco a poco de sus facciones. Michael estaba tenso como un arco y había evitado deliberadamente seguir el movimiento del reluciente medallón, pero, aun así, por su mente cruzó la idea, y luego el deseo, de que las instrucciones del doctor también hubieran tenido efecto sobre él. Quizá estuviera hipnotizado, bajo la acción de un hechizo del que no era consciente. El doctor Schumer tomó asiento frente a Nita y le dijo que abriera los ojos. Michael permaneció en pie, recostado en la pared, observando los ojos de Nita. Habían adquirido un tono gris oscuro. Parecían profundas lagunas. Tenía un aspecto tan despierto que resultaba difícil creer que estuviera dormida. El médico repitió unas cuantas veces: «Se siente cómoda, segura». Los brazos de Nita reposaban flácidos en los de la butaca.

—Está usted en el ensayo del concierto —dijo el hipnotizador—. El
Doble concierto
de Brahms. Va a comenzar a tocar.

Nita sonrió. Una sonrisa ancha, radiante, que borró sus ojeras. Sus ojos centellearon. Separó las piernas, y Michael tardó un instante en darse cuenta de que Nita sujetaba entre ellas un chelo imaginario.

—Theo la interrumpe por primera vez —dijo el psiquiatra después de echar un vistazo al papel donde había anotado el curso de los acontecimientos según la reconstrucción hecha por Michael.

Nita retiró la mano del chelo imaginario y la dejó en el aire, como si sujetara el arco.

—¿Cuántas veces la interrumpe? —preguntó el doctor Schumer.

—Muchas —Nita soltó una risita—. Está discutiendo con todo el mundo. Con Gabi también. Por el
tempo.
Como siempre —sonrió.

—¿Le agrada que discutan? —preguntó el psiquiatra.

—No —se estremeció—. ¡Lo detesto!

—Pero también es una situación agradable.

—Estamos trabajando juntos. Los tres. Como en los viejos tiempos. Estamos haciendo música —dijo Nita, y su rostro resplandeció de nuevo—. Tocando. Como antes. Las discusiones son lo de menos. Forman parte de nuestro trabajo —de pronto, se le torció la boca y empezaron a manar lágrimas de sus ojos—. Papá ha muerto —dijo, y emitió un sollozo ahogado. Se enjugó los ojos con los puños y sorbió por la nariz.

—¿Le agrada que Theo la interrumpa?

—A veces aprendo de sus interrupciones. Theo sabe mucho —dijo con voz infantil.

A Michael le resultaba familiar aquella forma de expresarse pero, al mismo tiempo, la encontraba exagerada hasta lo grotesco.

El psiquiatra dirigió una mirada rápida a Michael.

—¿Quiere preguntarle algo? —dijo con voz normal, y Michael se preguntó por qué no habría susurrado. Hizo un gesto de asentimiento y se acercó.

—Ahora se toma un descanso —dijo el doctor Schumer.

Nita dejó el inexistente chelo a sus pies y miró en derredor.

—¿Estará la funda entre bastidores? —se preguntó, y se levantó de la butaca ágilmente—. Ha venido Ido —dijo feliz—. Lo ha traído Michael. Y a Noa también. Lleva un peto naranja. Antes era de Ido. Y en el cochecito hay una caja de música; Ido está mordisqueando a Matilda, su conejita.

—Ya ha terminado la interrupción provocada por Teddy Kollek. ¿Qué pasa después? —preguntó Michael.

—Ido se ha marchado —dijo Nita sorprendida—. Estaba aquí, pero ya no está. Michael se ha llevado a los niños.

—Y todo el mundo regresa al escenario —le recordó Michael.

—Todos vuelven —convino Nita, y se inclinó como para recoger el chelo.

—¿Ensayáis todo el concierto?

—El segundo movimiento —repuso ella como en un sueño—. Sólo queda tiempo para el segundo movimiento. Theo ya no pega tantos gritos —volvió a sonreír, con dulzura—. Está contento, pero no lo dice. Él es así. Le gusta cómo tocamos. Dice: «Todo bien, de momento». No mira a Gabi. ¡Gabi está tocando espléndidamente! ¡Es una auténtica maravilla! —bajó la vista y, al levantarla, miró a Michael a los ojos. Pero él tuvo la sensación de que no lo veía en absoluto—. Yo también toco bien. Sí, muy bien —dijo con claridad y sin afectación, como quien reconoce un hecho evidente, y sus mejillas se arrebolaron.

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