Read Un asesinato musical Online
Authors: Batya Gur
Al principio de la reunión habían hablado mucho sobre aquella contrabajista, Margot Fischer, que llegó sin aliento, confirmó que los guantes eran suyos, quiso saber por qué estaban en manos de la policía y se refirió brevemente a una enfermedad crónica que padecía.
—La enfermedad de Raynaud, se llama —dijo Abraham—. Siempre tiene las manos frías.
La contrabajista había hecho alusión a las bromas de que eran objeto sus guantes de gamuza, que formaban parte del folclore de la orquesta. Se los había regalado una colega de la orquesta de la radio alemana, otra contrabajista que padecía problemas circulatorios. Margot Fischer era de corta estatura, con los brazos excepcionalmente largos, y Michael recordaba que prácticamente desaparecía tras su instrumento.
Abraham habló de sus manos, muy grandes y desproporcionadas con respecto al cuerpo.
—Pero no tan grandes como las de un hombre —observó Abraham, y añadió que los guantes debían de quedarle grandes—. Guardaba los guantes en su taquilla —dijo—, y todo el mundo lo sabía —luego explicó que las taquillas estaban junto a las oficinas—. No —dijo en respuesta a una pregunta de Eli—, cada cual tiene la llave de su propia taquilla, pero además hay una llave maestra. Ella no tiene ni idea de cómo pudieron salir los guantes de la taquilla, pero cuando la presionamos reconoció que puede que ayer se olvidara de cerrarla con llave, porque tenía otras preocupaciones.
Por la manera en que Abraham se inclinaba sobre sus anotaciones, se diría que le había cobrado cierto afecto a Margot Fischer y le daba credibilidad. El día del asesinato, explicó en nombre de la contrabajista, ella no había usado los guantes. Llegó tarde al ensayo y no le dio tiempo a detenerse en las taquillas. Theo van Gelden no soportaba los retrasos y siempre tenía listas unas palabras duras e hirientes para quienes incurrían en ellos. Así pues, Margot Fischer se precipitó al escenario con las manos desnudas y forzó los rígidos dedos hasta que se calentaron y ya no echó en falta los guantes.
—Los días malos —dijo Abraham compasivo— tiene que dejárselos puestos hasta que le llega el turno de tocar.
—Dentro de los guantes no había sangre ni huellas dactilares —se lamentó Balilty—. En el laboratorio opinan que debieron de usar otros guantes de plástico debajo, o quizá una bolsa de plástico. Encontraron un pedacito de plástico dentro, demasiado pequeño para revelar huellas, pero quizá estaba ahí por casualidad. Era muy pequeño —concluyó mirando por la ventana.
—Pero no has comentado nada de las relaciones de Fischer con la víctima —señaló Zippo dramáticamente. Se mordisqueó el labio inferior con sus dentarrones amarillentos a la vez que consultaba las notas que tenía delante.
—No tiene mucho contacto con los demás músicos —explicó Abraham—. Les saca unos cuantos años a la mayoría de ellos. Si la vierais os daríais cuenta de que no puede interesarle relacionarse con ellos. No es... como los demás. Es un poquito rara. Eso que antes se llamaba una solterona chiflada. Tiene un no sé qué de infantil. Parece una solitaria. Theo van Gelden la llama Glenngoulda —dijo tímidamente, como si estuviera traicionando una confidencia a su pesar—. Ella me explicó que la llama así por un famoso pianista que se cuidaba mucho las manos y siempre llevaba guantes. Negros. Ya ha muerto. Me dijo que el pianista se volvió loco, pero tenía las manos aseguradas en millones de dólares.
—No sabemos mucho de ella —indicó Tzilla—. Los guantes son suyos. En este mundo ocurren cosas muy raras, puede que haya actuado como cómplice de otra persona.
—No hay ni que pensar en eso, te lo aseguro —dijo Abraham.
—No han encontrado huellas en el interior, pero la cuerda rasgó el cuero —les recordó Balilty—. Y tenemos como pista ese trocito de plástico.
—Yo he hablado con ella —intervino Eli Bahar—. La interrogué sobre sus relaciones con los hermanos Van Gelden. Me dio la impresión de que no da el tipo. Se ve enseguida que no se complica la vida. Es sencilla, como una kibbutznik. Esa especie de mujer que vive sola con su madre enferma. Por eso fue al aeropuerto, para recoger al hermano de su madre, que viene de América un par de veces al año para visitarla.
—Sí —se apresuró a ratificar Abraham—, eso también lo hemos verificado. Se marchó en cuanto terminó el ensayo, porque llegaba tarde al aeropuerto. Es decir, creía que llegaba tarde. Pero el avión se retrasó hasta altas horas de la madrugada. Una avería en un motor. Hemos verificado la hora de llegada y la lista de pasajeros.
—Quería pasar a ver a su madre después del ensayo, pero renunció a la idea porque llegaba tarde —añadió Eli Bahar—. Se ve que no es el tipo de persona que pueda involucrarse en nada extraño. Es una mujer responsable —explicó.
La mirada de Balilty oscilaba entre Eli y Abraham.
—¿Os habéis quedado colgados de ella o qué? —dijo bruscamente—. Estáis hablando como quinceañeros, los dos. Pero ¿qué pasa aquí? Todo el mundo se enamora de la persona a quien tiene que investigar —echó una rápida ojeada a Michael y se volvió hacia otro lado—. Llegó a casa tardísimo y dejó en la estacada a su madre, y a nosotros también.
—¡Pero si fue a ella a la que dejaron en la estacada! —protestó Eli Bahar—. Lo que le pasó —explicó en tono ofendido— fue que tuvo que quedarse en el aeropuerto hasta que llegó el vuelo de su tío. Estuvo allí horas y horas, sin saber cuándo podría regresar. Cuando por fin llegó a casa, estábamos esperándola a la puerta, en un coche patrulla, y se asustó creyendo que le había pasado algo a su madre, que llevaba sola muchas horas. Se le veía a la legua, no sabe nada de nada —aseguró.
—Y luego, cuando se lo contamos —prosiguió Abraham—, se vio que para ella era un golpe, estaba claro que hasta entonces no se había enterado del asesinato de Gabriel van Gelden.
—Le tenía afecto y lo admiraba mucho, y dio el visto bueno a la prueba poligráfica sobre la marcha —lo interrumpió Eli—. Estamos perdiendo el tiempo con ella, creedme. Era evidente que no sabía nada de nada y que estaba disgustada. No tiene ningún móvil. Si hasta había aceptado participar en su grupo, en el nuevo, ese grupo barroco del que nos has hablado —le explicó a Michael—. Aquí está su declaración, mirad lo que dice —se inclinó sobre los papeles que tenía delante y los hojeó—. ¿Dónde estará? La tenía aquí mismo.
—«Su concepción de la música antigua me parece muy interesante y atractiva» —leyó Tzilla de su copia—. «Y consideraba un honor trabajar a las órdenes de Gabriel van Gelden» —Tzilla alzó la vista y miró a su alrededor—. ¿A qué se refiere exactamente con eso de «concepción de la música antigua»? —preguntó con la vista puesta en Michael.
—Ya nos lo explicará en otro momento —intervino Balilty con frialdad—. Es algo de la música, una especie de teoría. Lo que nos interesa es que le confiscaste el pasaporte.
—Tenemos que averiguar si los guantes le quedan bien a alguien —reflexionó Tzilla en voz alta.
—No se trata de un par de zapatos. Son unos guantes grandes, pueden quedarle bien a cualquiera —dijo Abraham.
—No tenemos el menor motivo para sospechar de ella —insistió Eli Bahar.
—Pero no hay que olvidar que, a veces, las personas que parecen haber renunciado a la vida y a todo, también hacen cosas inesperadas —opinó Dalit, y estiró los brazos. Sus pequeños senos se alzaron bajo la ceñida camiseta.
—¿Qué cosas? —preguntó Tzilla, y su expresión hostil reveló algo muy próximo a la curiosidad.
—Las personas sepultan sus deseos durante años y años, se tragan los insultos, y de pronto estallan —explicó Dalit con gesto lánguido—. Una vez tuvimos una vecina... De pronto, un día, sin previo aviso, cuando ya todo el mundo había dejado de pensar en ella como en un ser humano, cuando sólo se dedicaba a cocinar, a limpiar y a sentarse a remendar ropa delante de la tele por la noche, un día se puso en marcha y...
—¿Cuándo vas a ver a Shorer? —le preguntó Balilty a Michael.
—Hoy mismo, si su hija no se pone de parto —dijo Michael, cabeceando, a la vez que emitía un suspiro inaudible—. O si da a luz y todo sale bien. Tengo que llamarlo por teléfono.
—Tenemos que encontrar al socio de la tienda de música, ése del que nos hablaste —dijo Tzilla.
Michael asintió con la cabeza.
—No era un socio, sino un empleado —explicó, y dirigió una mirada interrogante a Balilty.
—¿Qué hizo esa vecina tuya? —le preguntó Tzilla a Dalit.
—Se escapó de casa —repuso Dalit a la vez que engullía el último trozo de su bocadillo—, con todos los ahorros de la familia. Su marido la estuvo buscando durante muchos años.
—Estamos buscándolo —dijo Balilty, y se encogió de hombros—. No es fácil dar con alguien que vive solo y no habla con los vecinos. Todas las personas implicadas en este caso son especiales, diferentes. ¡Artistas! —infló los carrillos—. Pero este viejo ni siquiera es artista. Su piso está cerrado a cal y canto, como si llevara años deshabitado.
—Desapareció hace bastante tiempo —dijo Michael, y oyó en un eco la voz de Nita exigiendo que le comunicaran la noticia a Herzl—. Hace meses que nadie sabe nada de él.
—Tampoco asistió al entierro del padre —dijo Balilty—. Estuvimos muy atentos.
—Y tenía la llave de casa de Van Gelden —interpuso Eli—, del padre, quiero decir.
—Es fundamental encontrarlo —concluyó Balilty.
—¿Quién se va a encargar de eso? —preguntó Zippo.
—Tú —repuso Balilty—. A partir de ahora, es tarea tuya. Dalit te dará todos los datos.
—Localizar el cuadro va a ser imposible —en la voz de Tzilla sonó una nota desesperada—. Puede que ni siquiera lo hayan sacado del país. Podría estar en cualquier sitio, incluso en el armario del empleado ese, Herzl.
—No sabemos nada con seguridad —masculló Eli—. Apenas tenemos datos. Podría ser al contrario. No hemos hablado con suficientes personas. Aún no hemos recibido el informe oficial del laboratorio.
—¿Qué significa que puede ser al contrario? —preguntó Dalit a la vez que se enderezaba.
Eli Bahar bajó sus largas pestañas.
—Nada especial —repuso, enjugándose la cara—. Se me ha ocurrido otra posibilidad; que alguien supiera que Gabriel estaba al tanto de lo del cuadro, del robo y el asesinato, y que el culpable se haya puesto nervioso y haya querido eliminarlo... Pero aún no tenemos datos de los que se pueda deducir eso.
—¿Y llegó a encontrarla el marido? —le preguntó Tzilla a Dalit de un lado a otro de la mesa.
—En Bogotá, ni más ni menos —repuso Dalit a la vez que recogía las miguitas en el envoltorio del bocadillo—. Había montado un taller de costura, con empleadas a su cargo. Se había convertido en una señora.
Por el aire distraído con que Balilty asignó y explicó las tareas; por la pregunta: «¿Y yo qué, qué quieres que haga?», planteada por Dalit, y por su gesto de desencanto al recibir la respuesta de Balilty: «Tienes que volver ahí, ahora mismo, no podemos dejar solos a los Van Gelden tanto tiempo»; por la flagrante candidez de los esfuerzos de Balilty por aplacar a Dalit elogiando su capacidad para escuchar, con la que lograría que «el maestro y su hermana hablasen»... por todo esto, Michael tuvo la impresión de que la reunión se desintegraba, se agotaba sin que se hubiera llegado a ninguna conclusión. Al oír que llamaban a la puerta, supo que había llegado el final.
—Ahí fuera está una tal Ruth Mashiah que pregunta por usted —le dijo a Michael desde la puerta un policía uniformado—. Dice que han requerido su presencia y la de su marido.
Michael echó una ojeada a Balilty.
—¿Nos encargamos los dos del asunto? —preguntó Balilty.
—¿Por qué no?
—Cuatro ojos ven más que dos —dijo Balilty mientras se levantaba despacio de la cabecera de la mesa—. ¿Ha traído el pasaporte del marido? —preguntó al policía, quien indicó con una mueca que no tenía ni idea.
—Está lleno de periodistas —dijo el policía de uniforme—, cámaras de televisión, reporteros, de todo. Uno ha pasado aquí toda la noche.
—Esto de que la inspección tenga tan ocupado al comisario nos está dando muchos quebraderos de cabeza. Si él estuviera aquí ya habría concedido una rueda de prensa. ¿Te encargas tú de hablar con ellos? —le preguntó Balilty a Michael.
—Ni lo sueñes —repuso Michael con gesto horrorizado.
—¿Entonces me toca a mí? —preguntó Balilty sin el menor entusiasmo—. Hablar con la prensa no se me da bien, y, además, no quiero ver mi cara en todos los periódicos —barbotó. Su mirada vagó por la mesa y fue a posarse en Dalit. Se detuvo y tensó los labios con aire pensativo.
—Tiene que ser alguien con mucha experiencia —se apresuró a señalar Michael.
—Bahar, ¿te haces tú cargo de la prensa? —preguntó Balilty.
—No es el procedimiento regular —se quejó Eli Bahar—. Por lo general es responsabilidad del jefe del equipo.
—¿Quién lo ha dicho? —le espetó Balilty—. Podemos tomar nuestras propias decisiones sobre los procedimientos. ¿Te haces cargo o no?
Eli se levantó sin despegar los labios.
—Dígales que esperen fuera, a la entrada —le ordenó al policía uniformado.
Pero no esperaron fuera. Las cámaras se dispararon en cuanto se abrió la puerta, un fogonazo cegó por un instante a Michael, quien desvió la cara mientras se abría paso a codazos entre la muchedumbre, sintiendo una quemazón en el pecho y la certidumbre cada vez más clara de que todo iba a salir a la luz, incluida la cuestión de la niña. Balilty lo siguió con expresión severa, ambos sordos a las preguntas con las que los bombardeaban, y, sin prestar atención a los gritos de «¡El público tiene derecho a informarse!» y «¡Es un director de fama mundial!», llegaron al despacho del fondo del pasillo donde Izzy Mashiah esperaba a que su ex mujer llegase con su pasaporte.
Durante su interrogatorio, que concluyó a las cuatro de la mañana, Izzy había dicho que su ex mujer tenía una llave de su casa. Su manera de hablar con ella por teléfono, murmurando por el auricular, la cabeza inclinada y de espaldas a Michael, aparentando estar solo, indicó a éste que se apreciaban y compartían una responsabilidad mutua. «Somos muy amigos», había explicado Izzy Mashiah cuando se empeñó en llamarla y despertarla una hora después de que terminara el interrogatorio, para que no se enterase de la muerte de Gabriel van Gelden por los periódicos o las noticias de las seis de la mañana, que siempre escuchaba compulsivamente. Michael le hizo una seña a mitad de la conversación, Izzy levantó la cabeza, dijo: «Perdóname un momento», escuchó a Michael y repitió por el teléfono la petición de que le trajera el pasaporte.