Un asesinato musical (35 page)

La infatigable jocosidad de Balilty era en verdad irritante. Incluso tras una noche en vela, no cesaba de soltar chistes ni de interrumpir a todo el mundo con comentarios irónicos sobre las almohadas de pluma.

Entre los papeles repartidos por Tzilla había un resumen del informe del laboratorio, y todos habían estudiado en silencio las fotografías ampliadas de las partículas de plumón. Esas partículas, adheridas al esparadrapo que sirvió para amordazar a Felix van Gelden, eran idénticas a las plumas de su almohada. Los comentarios de Balilty resultaban crispantes, entre otras cosas, porque delataban la vergüenza que le causaba su despiste.

Michael parpadeó para disipar el recuerdo opresivo de
Las tres caras de Eva
y trató de concentrarse en lo que se comentaba sobre la presunta muerte por asfixia de Felix van Gelden.

—No se requiere mucho tiempo ni mucha fuerza, un minuto basta —dijo Eli Bahar—. Con su enfisema, un minuto de presión con la almohada habrá sido suficiente. Podría haberlo hecho un niño, o una mujer, sin ningún problema.

—Lo que no entiendo es por qué tuvieron que matarlo si sólo pretendían robar el cuadro. Habría sido mucho más sencillo llevárselo cuando él no estaba en casa —dijo Michael.

Balilty asintió con la cabeza, masculló algo, se revolvió en la silla, y después señaló que el propio Van Gelden había encargado a expertos que examinaran el cuadro y que su autenticidad estaba fuera de toda duda, pigmentos incluidos. Luego preguntó con gesto preocupado si podían «concluir que los dos asesinatos eran obra de la misma persona». Sus ojillos se entrecerraron como si le molestara la luz.

—A la vista de la situación, la conexión entre ambos casos no está clara. Puede que Mashiah tenga algo que ver con el cuadro, quizá esté implicado —dijo Dalit con optimismo, y extrajo delicadamente una rodaja de tomate y una tira de pepino de su bocadillo. Señaló con la cabeza el pasillo de fuera, donde Izzy Mashiah aguardaba a que su ex mujer le trajera el pasaporte.

—Tantas complicaciones nos han hecho olvidar las preguntas más simples —dijo Balilty—. Como por ejemplo: ¿quién puede salir ganando? Me refiero al dinero, a las cosas más sórdidas. ¿Quién sale ganando? Aún no hemos visto el testamento de Gabriel, si es que existe. Enseguida lo sabremos. Pero algo es seguro: al quitar de en medio a Gabriel, lo que antes tenía que dividirse entre tres, la casa del viejo en Rehavia, la tienda, todo, se dividirá ahora entre dos. No sé de qué vive la hija. ¿De qué vive?

—De sus ahorros y de una asignación que le pasaba su padre. Pero tiene la intención de retomar la enseñanza, los conciertos y las grabaciones —respondió Michael fríamente, como quien facilita un dato histórico.

—Y su padre le dejó a ella el cuadro. Eso no hay que olvidarlo —dijo Balilty—. ¿Y él?

—¿Quién?

—El maestro.

—Yo en tu lugar no me preocuparía de él. Gana dinero a espuertas, no le falta nada.

—Y también tiene ex mujeres y gastos, igual que Izzy Mashiah, quien quizá será el beneficiario del testamento de Gabriel, si ha dejado testamento.

—Medio millón de dólares no son moco de pavo —reflexionó Zippo en voz alta—. Tienen su importancia.

—La prueba poligráfica demuestra a las claras que Izzy Mashiah no sabe nada del cuadro. Nada que no sepamos nosotros, al menos —señaló Eli secamente.

—Pero también demuestra a las claras, como tú has dicho, que su relación se había torcido, que habían tenido una crisis —les recordó Tzilla. La arruga de su labio superior se veía más pronunciada que otras veces, como si hubiera decidido hacerse indeleble, y confería a la boca una expresión adusta, severa.

—De eso tendremos que ocuparnos, esta misma mañana, tal vez —barbotó Eli, y dirigió la vista hacia Balilty, como en espera de una explosión. Esa cuestión había sido la causante del arrebato de ira de antes del descanso.

—¿Qué crisis? —había argumentado Balilty—. No es más que un pequeño desacuerdo que estás tratando de exagerar para crear una pista.

Eli había inflado los carrillos y expelido el aire ruidosamente. Lo que bastó para que Balilty perdiera el dominio y dijera:

—Ve acostumbrándote a la idea de que ahora soy yo quien está a cargo de la investigación, y yo no hago las cosas como su Majestad —y señaló con un movimiento de cabeza a Michael, quien no dijo nada.

—La dificultad la plantea —reflexionó ahora Michael, tras apartar los restos del bocadillo y encender otro cigarrillo, pese a su resolución de moderar el consumo de tabaco— el dinero que está en juego. Resulta difícil aceptar la idea de que el robo del cuadro no haya sido más que una maniobra de despiste. Que el asesinato de Felix van Gelden haya sido premeditado y motivado por otras causas.

Balilty lo miró largamente.

—¿Así lo ves tú? —preguntó con expresión seria y concentrada.

—Es una posibilidad que debemos tener en cuenta, incluso si ha sido alguien cercano a él, o precisamente por eso.

—¡No lo creo! —exclamó Dalit.

—Nadie te ha preguntado tu opinión —barboteó Tzilla con la vista fija en la mesa.

—No se me ocurre otra explicación si pensamos que el robo, que fue un trabajo bien planeado, profesional, basado en mucha información, se produjo justo cuando estaba en casa. Eso sin mencionar el hecho de que primero lo asfixiaron.

—¡Pero podría haber otra explicación! —protestó Zippo—. Tal vez el viejo los sorprendió con las manos en la masa.

—Tal vez —dijo Michael, haciendo una mueca.

—En todo caso, tú te empeñas en ver una relación entre los dos casos, lo que significa que la muerte del viejo también ha sido un asesinato premeditado —dijo Balilty.

—¿Y tú? —replicó Michael—. ¿De
verdad
desdeñas la relación entre ambos casos? ¿Se te ocurre una explicación mejor?

Michael vio que Balilty entornaba aún más los ojos, como si fuera muy consciente de las implicaciones del énfasis que Michael había dado a aquel «de verdad», como si estuviera leyéndole el pensamiento: «Tú también te empeñarías en ver una relación entre los dos casos si no hubieras cometido ese estúpido error».

—Si es así, hay que tachar a los dos hijos de la lista —meditó Balilty en voz alta—. Tienen coartadas para la hora en que fue asesinado el viejo —dirigió a Michael una mirada penetrante—. Y en cuanto a la hija —continuó, dirigiendo la vista hacia la ventana que tenía enfrente—, ella estaba en la peluquería. Relájate.

—No estoy tan seguro de que podamos tacharlos. En todo caso, ése no es el motivo de que considere que ambos casos están relacionados —replicó Michael enfadado; plantó el codo sobre la mesa y apoyó la mejilla en la mano, como si quisiera ocultar la tensión de su boca, la dolorosa compresión de las mandíbulas—. Y vuelvo a preguntar: ¿qué hay de las cuerdas?

Balilty suspiró.

—La hija no recuerda si tenía dos o tres cuerdas, ya lo sabes, y lo que yo opino, y ya lo opinaba ayer, es que debemos poner en el punto de mira a todos los que no tienen una cuerda de repuesto fina... No recuerdo cuál es, ¿cómo la llaman?

—La cuerda
la.
Pero antes hay que esperar a que llegue la respuesta del laboratorio —dijo Michael, y súbitamente sintió que la sangre se le congelaba en las venas y el corazón se le desbocaba. La había dejado sola con la nena. Pero no estaba sola, recordó. Y, además, se reconvino, no había sido ella.

—Ya tenemos la respuesta del laboratorio. La recibí a las cinco de la mañana. Era la cuerda más fina de un chelo —anunció Balilty abruptamente—. Ahora mismo la están comparando con las otras cuerdas de la hija. Usa unas cuerdas especiales.

Sólo el mascar de Zippo rompió el silencio que se hizo en torno a la mesa.

—Bien —dijo Michael pensativo. Sentía un gran vacío en su interior. ¿Y si hubiera sido ella? Si había sido ella, ya todo daba igual.

—La cuerda
la
de un chelo —repitió Balilty con la vista fija en Michael— es la cuerda que estaba en el piano y la del asesinato. Ayer había allí otros ocho chelistas además de Nita. Y, gracias a que tuvimos el buen sentido de verificar el asunto de las cuerdas al interrogarlos, sabemos que sólo dos de ellos tenían cuerdas de repuesto de ese estilo —consultó rápidamente el papel que tenía en la mano—. Cuerdas
la.
Lo he comprobado en las notas de Tzilla esta madrugada. Buen trabajo, Tzilla. Pero todos declararon que seguían teniendo el mismo número de cuerdas que cuando salieron de casa. Así que ¿quién sabe?

—¿Qué tal una poligrafía? ¿Y si les hacemos a todos una prueba poligráfica?

Balilty suspiró.

—Sí, sí, ya lo haremos. Antes de nada el laboratorio tenía que confirmarnos si era el arma asesina, porque, gracias a Dios, como dice tu amigo Kestenbaum —lanzó una mirada a Michael—: «Todo contacto deja huella». Células, fragmentos de piel, yo qué sé. Lo importante es que lo han confirmado.

—¿Y Nita van Gelden? ¿Qué cuerdas de repuesto tiene en la funda de su instrumento? —preguntó Eli Bahar expectante.

—Ésa es la cuestión, no tiene las cuerdas
re
ni
la.
Sólo tiene... —Balilty volvió a consultar las notas—, la
sol
y la
do,
pero, según dice, le parece recordar que utilizó la cuerda
la
de repuesto hace unos días, y que tú... —señaló a Michael— estabas allí cuando se le rompió.

—Pero yo no sé —dijo Michael, cambiando de postura— si fue una cuerda
la, re, sol o do
la que se rompió. Estoy tratando de recordar si ella comentó algo, pero sólo recuerdo que me preguntó: «¿Es una quinta?». No dijo más que eso —declaró, y se preguntó si sería su imaginación o realmente veía desconfianza en los rostros de los demás—. Ni siquiera sé leer una partitura —dijo con voz ahogada—. Todos esos términos no significan nada para mí. Ni siquiera «quinta»... en realidad no sé qué significa.

Fue Balilty quien al fin rompió el opresivo silencio.

—No hay por qué apresurarse a sacar conclusiones —dijo en tono paternal—. Aun suponiendo, y no es más que un suponer, que la cuerda fuera suya, de su chelo, y eso no sé cómo puede demostrarse —tragó saliva—, aun suponiéndolo, cualquiera podría haber... —hizo una pausa—. Sobre todo cualquiera que estuviera en su casa, digamos...

—Si estás pensando en Theo —lo interrumpió Michael—, por regla general él nunca ha estado a solas con ella en la casa. Yo he pasado allí mucho tiempo últimamente y más o menos sé quién ha ido de visita. Podrían haberle sustraído la cuerda en el auditorio. Lo que no significa que Theo esté por encima de toda sospecha...

—Debemos verificar de nuevo la historia del maestro —desde que comentaran a primera hora de la mañana que Theo se había resistido a entregarles el pasaporte, Balilty se refería a él llamándolo el maestro («¿Cree que soñaría siquiera con salir del país en un momento como éste?», se había quejado Theo en casa de Nita. «Ni siquiera iría a Japón», añadió sombrío, y volvió a mencionar sus compromisos en Extremo Oriente)—. Por lo que se refiere a Gabriel van Gelden, nunca lo sabremos.

—¿Qué es lo que nunca sabremos? —preguntó Zippo.

—Nunca sabremos dónde estaba cuando asesinaron a su padre —explicó Dalit, y su mirada rebotaba alerta entre Balilty y Michael.

—Claro que lo sabremos —aseguró Michael con firmeza—. Lo sabremos hoy.

—¿Cómo? ¿Cómo nos vamos a enterar? —inquirió Zippo, atusándose el bigote.

—Nos lo dirá su hermano. Theo lo debe de saber.

—¿Cómo lo sabes tú? —preguntó Balilty asombrado.

Michael no respondió. Intentaba reconstruir la situación y los sonidos que había oído mientras estaba en la cocina. Recordaba claramente que Theo imploró: «Puedes explicármelo a mí, por lo menos».

Una vez más, se hizo un silencio opresivo. Balilty tamborileaba con la pluma sobre la mesa, siguiendo un compás de tres por tres. Luego miró a Michael con suspicacia y dijo:

—Prosigamos.

Balilty dirigía las reuniones como si fueran rituales de la Pascua judía. Delegaba tareas, cedía el turno de palabra, se atenía a todas las normas prescritas, y de tanto en tanto le hacía una seña a Dalit y decía: «¿Has tomado nota de eso? ¡Toma nota!». Y Dalit asentía con vehemencia, mordisqueaba su bolígrafo con gesto de concentración y luego se inclinaba hacia Balilty y le susurraba unas palabras al oído. Sus asiduos esfuerzos por hacerse indispensable parecían ir rindiendo fruto. Michael se dio cuenta ya al principio de la reunión de que Balilty comenzaba a depender de ella. Había reparado en cómo Balilty deslizaba la mirada por sus nalgas y sus piernas mientras ella se ponía de puntillas para cerrar la ventana cuando estalló un alboroto entre las mujeres árabes reunidas afuera que reclamaban a unos arrestados desaparecidos, justo en el momento en que empezaban a repicar las campanas de la iglesia ortodoxa. Dalit lo tenía todo en la memoria. Ahora que Abraham les informaba sobre los guantes, el delgado semblante de la chica se volvió inescrutable mientras, con los ojos bajos, anotaba diligentemente todos los datos. Sus mejillas se veían hundidas bajo los prominentes pómulos, lo que le confería un aire austero, casi ascético. Imagen que se desvanecía, o al menos quedaba en entredicho, cuando uno se fijaba en su boca, cuando se contemplaban aquellos hermosos labios llenos que otorgaban una sensualidad sorprendente a su rostro. La barbilla puntiaguda casi desmentía aquella sensualidad, o al menos la teñía de cierta frialdad, de crueldad incluso. Michael se dio un toque de atención para prestar oídos a Abraham. Dalit abrió mucho los ojos y se retiró la mano de la barbilla.

—Cuéntales cómo era el sitio —le indicó a Abraham, como una esposa atenta le recuerda a su marido un detalle importante de un chiste que está contando—. Háblales de la taquilla —le recordó luego, cuando Abraham apenas si había comenzado su relato.

—Ahora iba a llegar a ese detalle —dijo Abraham, y se sonrojó. Como siempre que se ruborizaba, las venillas azules de su cara se pusieron incandescentes y una de ellas empezó a palpitarle en la sien, y, como siempre que le embargaba la timidez, empezó a tartamudear.

Tzilla dirigió una mirada rápida, penetrante y hostil a Dalit, como si estuviera tomando nota mentalmente de que debía incluir aquella imagen en el expediente que estaba compilando en su contra.

—Pero no hay motivos para pensar que Margot Fischer esté implicada en el asunto —dijo Abraham, ya menos ruborizado—. Como he dicho antes, como os he contado, y como se demuestra en las pruebas poligráficas, todo el mundo estaba al tanto de la existencia de los guantes. Alguien debió de quitárselos.

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