Un asesinato musical (16 page)

Se oyó el timbre de nuevo.

—¿Crees que ya se habrán enterado? —insistió Theo, todavía nervioso.

—¿Qué más me da? Aquí no van a venir. Y si vinieran, no hablaríamos con ellos. No nos pueden obligar. Tienen que comprender que ni siquiera tú vas a colaborar ni a ser amable con ellos en un momento como éste —añadió Gabriel con amargura.

Michael dirigió una mirada a Nita. Ella se la devolvió con aire implorante. Michael fue a abrir la puerta a la niñera y se quedó contemplando su ancho rostro, coronado por una babushka, mientras la mujer escudriñaba perpleja la escena con la que se había encontrado: Nita sentada en el pequeño sofá, Gabriel en el sillón de mimbre y Theo de pie en medio de la habitación, donde había detenido su deambular y donde un rayo de sol relumbraba sobre la negra raya de raso de sus pantalones. Michael acompañó a la niñera a la habitación de los niños y le explicó la situación. Observó el aturdido desconcierto que se pintaba en el semblante de la mujer y sus dedos encallecidos tironeando de la babushka. Quedó a la espera de que la mujer reaccionara, y al fin ésta suspiró y dijo:

—Pobrecillos. Pobrecillos. Pobrecillos.

Con absoluto desapego, Michael la contempló mientras se enjugaba los ojos, inflamados como muchas otras veces. Era una mujer sencilla, cuyo rostro se encendía de dicha cuando sujetaba al nene en los brazos. También ahora un apagado rubor se extendió por sus mejillas cuando se inclinó sobre la cuna y le echó una ojeada a la nena, a la vez que emitía sonidos ininteligibles, que a Michael le recordaron las bendiciones y juramentos lanzados por su abuela. La mujer apoyó los brazos en la barandilla de la cuna de Ido y sus pulseras de oro tintinearon. Ido abrió los ojos. La niñera estiró los brazos y enseguida tenía al niño bien apretado contra el pecho, sus mejillas rozándose, el rostro de ella radiante. Michael le preguntó si podía hacer unas horas extras y dar a Ido un paseo más largo de lo habitual. Ella asintió de buena gana y masculló: «Pobrecillos. Pobrecillos», y puso a Ido sobre la mesa para cambiarle el pañal.

—No vamos a dejarlos solos, claro que no. ¿Y la pequeñita?

—preguntó inclinada sobre Ido, que pataleaba y trataba de darse la vuelta; lo sujetó por el vientre con la enrojecida mano—. ¿Qué debo hacer con la pequeñita?

Entonces sonó el teléfono. Nita llamó a Michael.

—¿Es verdad? —le preguntó Tzilla, que era quien llamaba—. Lo he oído en las noticias. Nita me ha dicho que sí. ¿Es verdad? —Michael se lo confirmó—. ¿Qué tal sobrelleváis la situación? ¿Y ahora qué? —preguntó con reserva.

—La sobrellevamos —dijo Michael quedamente, notando tres pares de ojos clavados en su espalda—. Tengo que hablar contigo —añadió en tono admonitorio, y consultó su reloj—. Saldré para allá dentro de diez minutos.

—Di algo —le decía Theo a Nita cuando Michael colgó el teléfono.

Ella se encogió de hombros.

—Es demasiado pronto, Theo —dijo Gabriel.

—Me siento responsable. Hasta ahora, padre la venía manteniendo. Lleva todo un año sin dar clases. Y ese cerdo no va a empezar a pasarle dinero de pronto, cuando el niño ya tiene... ¿Qué edad tiene, Nita?

—Casi seis meses —dijo Gabriel—. Tienes tantos hijos que del de tu hermana no sabes nada.

—No es cierto —se indignó Theo—. No tienes derecho a criticar mi relación con Nita y el niño.

—Gabi —suplicó Nita—, déjalo estar. Theo ha pasado poco tiempo en Israel este último año, pero me llamaba a menudo. Yo sabía que si en algún momento necesitaba algo, Theo me habría dado inmediatamente lo que le pidiera. Hay personas peores que él, créeme —frunció la boca.

La mirada de Theo se dulcificó.

—Y también lo digo por ti —le dijo Nita a Gabriel—. Si no hubiera sido por vosotros dos... y por él —añadió mirando a Michael—, no sé que habría...

—No tiene muchos amigos —la disculpó Gabriel, mirando a Michael a los ojos—. Nita no tuvo una infancia normal en Israel. Estudió en Nueva York y su mejor amiga vive en París. Es lo que les sucede a los músicos de talento y éxito. Muchos conocidos pero pocos amigos íntimos. Mi hermano y yo nos encontramos en la misma situación. En realidad, no hemos echado raíces aquí. Pero damos la imagen de ídolos israelíes —comentó con una sonrisita—. Somos auténticos ciudadanos del mundo. Pregúntele a Nita. Ha tenido un chelo desde pequeña, desde los cinco años más o menos. Ella anhelaba ser como los demás niños, pero nunca se sintió igual. ¡Y por lo menos ella nació aquí!

—Nita nos ha contado lo de su niña —dijo Theo—. Es una historia extraña —dirigió una mirada de curiosidad a Michael—. Se diría que es un cuento... Qué raro, una niña de pecho. Mis hijos ya son mayores.

Gabriel lo miró con aire escéptico.

—No puedo negar que han sido sus madres quienes los han criado —reconoció—. Pero no merece la pena hablar de cosas desagradables. Nita nos ha contado cómo han resuelto las cosas entre ustedes dos —dijo, y tosió incómodo—. Gabi no tiene hijos —anunció de pronto, como si eso explicara algo—. Está más unido al niño de Nita que yo —confesó con esfuerzo—. Nita es nuestro denominador común —añadió, y esbozó una sonrisa—. Nuestro padre también quería más a Nita que a los demás, excepción hecha de nuestra madre, tal vez. Y Gabi también —Theo continuaba paseándose mientras hablaba. Al llegar junto a Nita, la miró afectuosamente y le revolvió el pelo—. ¿Se va ya a trabajar? —le preguntó a Michael.

Michael asintió con la cabeza y agarró el picaporte.

—¿Quieres que la nena se quede aquí, con Aliza? —le preguntó Michael a Nita—. Podría llevar a Aliza y a los niños a su casa, si te viene mejor.

—Lo que tú digas. Decide tú.

—Quizá podría usted hablar con... ¿cómo se llama? ¿Balilty? —dijo Theo.

—Déjalo estar, Theo. Es mejor que no se enteren de mi relación con él —le advirtió Nita.

—Como tú quieras —dijo Theo, alzando los brazos en cruz—. Lo que tenga que ser, será.

4
La lógica con que funciona el mundo

—¿Cómo? ¿Nunca has trabajado en un caso así? —preguntó Balilty sorprendido—. Estaba convencido de que habías trabajado en el caso de los relojes robados del Museo Islámico. Es igual, échales un vistazo —sacó unas cuantas fotografías de un sobre amarillo acolchado, las fue pasando rápidamente como si fueran las cartas de una baraja y colocó dos de ellas ante Michael Ohayon, quien examinó la fachada de un edificio de apartamentos grande y de aspecto imponente, con picaportes de bronce en las enormes puertas y una amplia entrada de coches delante.

—Está en el extranjero, en algún país de Europa —conjeturó Michael—. ¿En Suiza?

—Zurich —confirmó Balilty.

La otra fotografía era de un espacio interior donde se veían buzones y una fila de timbres junto a los que alcanzaban a leerse los nombres de los inquilinos. Uno de ellos estaba rodeado por un círculo rojo.

Balilty jadeó a la vez que se inclinaba sobre la fotografía desde el otro lado de la mesa, empotrando en ella la barriga. Estaban en el pequeño despacho que hasta hacía poco usaba la secretaria de Emanuel Shorer, jefe del Departamento de Investigación y Lucha contra el Crimen, un despacho que en tiempos había pertenecido a Michael. Un tabique estucado separaba el despacho, que ahora era de Balilty, del que le habían asignado a Michael tras su reincorporación. Michael se preguntaba cómo podría arreglárselas para sustraer cualquier secreto a los aguzados sentidos de Balilty estando tan cerca de él. Aunque el tabique proporcionaba un buen aislamiento contra el ruido y Michael ni siquiera oía el timbre del teléfono de Balilty, la proximidad física exacerbaba su sensación de estar asediado, de que su vida iba a convertirse en un libro abierto, con lo que Balilty, y el resto del mundo a través de él, podría hojearla a su antojo.

—Un lugar como éste, por ejemplo, ¿qué crees que es? —preguntó Balilty, recostándose en la silla—. A primera vista, ¿qué tenemos aquí? Una galería de arte. Bien establecida, respetable, legal, una empresa que representa a diversos artistas y a sus agentes. ¿Quiere usted echar un vistazo a los cuadros que puede comprar? Basta con llamar para concertar una cita. Nadie entra aquí sin una cita previa. Te hacen pasar a una gran sala. Quizá haya una silla, un sillón y un gran caballete para mostrar los cuadros. Te sientas cómodamente, puede que te ofrezcan un café o un té, o una copa, y así, sin más, ya eres un cliente —sacó un palillo del bolsillo de la camisa, lo introdujo entre sus dientes y lo retiró para seguir hablando—: Pero hay clientes y clientes, y cuadros y cuadros. Negocios declarados y negocios reservados.

Michael cogió las demás fotografías extraídas del sobre y las fue dejando sobre la mesa una a una. Las colocó en semicírculo ante él, de derecha a izquierda. La primera era una ampliación de la puerta de una casa, con la cerradura rota marcada con un círculo rojo, y en la siguiente se veía una habitación muy desordenada. A continuación puso la fotografía de un sillón vacío. Observó el círculo de tiza trazado por los peritos en torno al sillón, donde habían hallado el cadáver de Felix van Gelden. Un trozo de cuerda, con el que aparentemente le habían maniatado, colgaba aún del estilizado brazo de madera del sillón. Luego Michael observó las fotografías de una cama de matrimonio con la ropa revuelta y de un armario con las puertas abiertas junto al que había un montón de ropa, zapatos, una vieja cámara fotográfica y álbumes de fotos. A continuación venían la fotografía de unos cajones volcados y la de un ancho y ornamentado marco dorado. Lo habían arrojado en un rincón después de retirar el lienzo.

—Un lugar así es ideal para cualquier cuadro que no sea un Rembrandt —comentó Balilty en tono de experto a la vez que agitaba la foto del edificio de Zurich—. Aquí acuden personas con peticiones especiales. Digamos, alguien que quiere determinado cuadro holandés del siglo XVII, propiedad de un tal Van Gelden de Jerusalén que se niega a venderlo. Y ellos saben cómo ayudarlo. No es necesario que entre en grandes detalles, basta con que pague, y pague bien, y conseguirá lo que quiere. Ellos se encargan de hacerse con el cuadro y entregárselo, y después el nuevo propietario puede guardarlo en algún escondite, en algún sótano... yo qué sé. Hasta que amaine el temporal.

—Pero ningún museo lo comprará ni aun después de que amaine el temporal. La noticia del robo sin duda circulará por todo el mundillo del arte —dijo Michael.

—¡No estés tan seguro! El conservador del Museo de Tel Aviv me explicó ayer que ni siquiera los museos son muy escrupulosos. Pueden realizar una compra con inocencia real o fingida, y luego guardar el cuadro en los sótanos. Los conservadores de museos también son humanos —Balilty soltó una risita—. No dejarán pasar la oportunidad de dar un buen golpe. No te olvides de que son coleccionistas compulsivos. Y, para colmo, se pueden justificar aludiendo al bien público. ¡Y no digamos ya los coleccionistas privados! Eso es todo un mundo. Son una raza aparte. Esas personas necesitan poseer las cosas. Tienen castillos en Suiza o en sitios por el estilo, y casas de veraneo en el campo, yo qué sé... No es una cuestión de dinero, ni de imagen... No acabo de entenderlo —reconoció.

—Es un asunto extraño, desde luego —masculló Michael—. Hay que reflexionar mucho para comprenderlo.

—¿Qué hay que comprender? —replicó Balilty—. No es tan complicado. La codicia, la avaricia, el ansia de poder... todo lo relacionado con el dinero y las propiedades en general es aplicable también en este caso —dijo con desdén—. El hecho de que se trate de cuadros, de obras de arte, te hace pensar que detrás del asunto hay impulsos más nobles, pero no es así. Creer en motivaciones más elevadas es un error. No es más que simple codicia, avaricia, en un terreno que nos inspira respeto. Basta sustituir la palabra «cuadro», y encima cuadro del siglo XVII, por, digamos, «diamantes», para poner las cosas en su sitio.

—Yo no lo veo así —dijo Michael—. Tú mismo has dicho que no obtienen ningún beneficio. Es algo más complejo. Está relacionado con el amor a la belleza, con la comunión íntima con la belleza, con el deseo de estar cerca de la belleza, en contacto directo con ella, de incorporarla casi, se podría decir. Y es precisamente el secreto lo que da sentido a poseerla. Es muy complicado, ciertamente. Supongo que los psicólogos tienen mucho que decir al respecto —concluyó con una voz cada vez más tenue.

Balilty había adoptado un gesto de escepticismo. Michael encendió un cigarrillo, sabedor de que la conversación iba girando cautelosamente en torno al asunto del que no hablaban, del que evitaban hablar. Tzilla y él llevaban un par de días cavilando sobre cómo abordar a Balilty. Ella lo había esperado esa mañana a la entrada de las dependencias policiales.

—No vamos a poder mantenerlo en secreto —le dijo—. Ya estoy recibiendo llamadas. Quieren saber cómo se lo está tomando Nita. «En la Agencia de Bienestar Infantil concedemos extrema importancia a la salud mental de la madre adoptiva» —repitió sarcásticamente, e hizo una mueca—. Ve preparándote para recibir más visitas suyas —le advirtió—. Están «desconcertados», es un asunto «sin precedentes». Eso han dicho.

—¿Y qué hay de la madre? ¿Se ha descubierto algo? —preguntó Michael inquieto.

—Nada en absoluto —respondió Tzilla—. Carecen de pistas porque la niña no es una recién nacida y no saben cuándo ni dónde nació. Tratar de localizarla en los registros de nacimientos del país de los últimos dos meses es como querer encontrar una aguja en un pajar. Y eso es precisamente lo que están haciendo. No infravalores a Malka, no es tan torpe como parece. Y es muy concienzuda.

—Puede que diera a luz en casa. No tiene por qué haber sido en un hospital —señaló Michael.

—Tal vez —dijo Tzilla dubitativa—. Y quizá la madre se ha ido de Israel —añadió—. Tal vez es una beduina o una árabe que dio a luz en su aldea. A veces tienen hijos de piel muy clara. Puede que el padre sea un judío. En cualquier caso, yo no trataría de ocultárselo a Balilty.

—¿Qué opina Eli? ¿Se lo has contado? —Michael suponía que Tzilla se lo habría contado a su marido. Los tres habían trabajado juntos durante muchos años, y Michael había sido testigo de las vicisitudes de su relación, desde los tiempos en que Eli cortejaba a Tzilla discreta y persistentemente, hasta su boda y el nacimiento de sus dos hijos. Confiaba en la lealtad de Eli. Pero una cierta vergüenza inspirada por el deseo de quedarse a la niña le impedía abordar el asunto sin rodeos.

—Él opina lo mismo —dijo Tzilla, bajando la vista.

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