Un asesinato musical (20 page)

Teddy Kollek lo saludó con jovialidad y agitó la mano en dirección al escenario. «¡Hola a todos!», dijo con distraída condescendencia. Dejó caer el brazo sobre el de la butaca.

—¡Pero si estamos ensayando! —gritó Theo enfurecido.

—¿No se lo ha advertido nadie? —preguntó la joven a la vez que se alisaba el borde de la chaqueta color crema—. La televisión alemana va a entrevistar aquí al señor Kollek. La entrevista se programó hace un par de semanas —añadió con indignación.

—¡Nadie me lo ha dicho! —declaró Theo en un tono mitad de ira, mitad de incredulidad.

—No tardaremos mucho —dijo la mujer—, como mucho media hora —prometió.

Theo extendió los brazos. Teddy Kollek cruzó los suyos y se quedó mirando al frente con palpable indiferencia.

—¿Dónde está el representante? ¿Dónde está Zissowitz? ¿Por qué nadie se ha preocupado de ponerse de acuerdo conmigo? —dijo Theo. Tenía el semblante demudado. Se acercó hasta el escenario, dirigió una mirada a la orquesta y luego se volvió para mirar a Kollek, quien plantó el codo en el brazo de la butaca y apoyó la pesada cabeza en su manaza. Tenía los ojos entrecerrados. En la sala resonaron frases en alemán pronunciadas por la joven mientras la cámara le tomaba un primer plano. Theo alzó los brazos y los dejó caer junto a sus costados con gesto de impotencia—. ¡Descanso! —anunció, y se puso las gafas.

El concertino se apresuró a levantarse, se inclinó hacia Theo y le susurró algo.

—¡Señoras y señores! —dijo Theo—, ya sé que se nos ha hecho tarde, pero quiero ensayar una hora más hoy, así que nos retrasaremos una hora más. Hoy debemos rematar el primer movimiento.

En los rostros de algunos músicos se pintaron inequívocos gestos de malhumor. La timbalista se estiró la holgada camiseta y revolvió con intencionado estrépito en una bolsa de plástico que tenía oculta entre los timbales. Poco a poco, los músicos se fueron levantando. Michael agarró las asas del capazo con una mano y la sillita con la otra, y salió a buen paso de la sala.

Nita lo siguió. Soltó la hebilla que afianzaba una correa en torno a la tripa de Ido y lo cogió en brazos. El niño reclinó la cabeza en el hombro de Nita y quedó en reposo un segundo, luego echó la cabeza atrás y empezó a revolverse. Tras una breve deliberación, decidieron que Michael esperaría hasta que terminase el ensayo. Nita volvió a entrar en la sala para darle el biberón a Ido entre bastidores, con la esperanza de que luego se durmiese. Michael se quedó sentado en un sillón de terciopelo rojo del vestíbulo. Noa dormía. Unos cuantos músicos salieron al vestíbulo y se acomodaron cerca de él.

—Es un terrorista —masculló la timbalista mientras extraía un voluminoso sándwich de la bolsa de plástico.

—Va en contra del reglamento —rezongó el clarinetista que antes había hablado a voces desde el escenario. Se sirvió un café de un termo azul.

—No os quejéis —intervino un hombre alto y fondón con marcado acento ruso—. Trabajar con su hermano va a ser más duro todavía.

—¿Vas a trabajar con él? —preguntó la timbalista con la boca llena—. ¿Vas a pasarte a su grupo?

—Nu
—dijo el ruso—, las condiciones serán mejores. Paga mejor. Pero habrá que trabajar más. Nos pagará por ensayo —soltó un eructo—. ¡El capitalismo! —explicó con una sonrisa—. No es una plaza en propiedad —añadió.

—Yo no me arriesgaría —dijo la timbalista a la vez que doblaba pulcramente la bolsa de plástico—. Te puede despedir de un día para otro, y te quedarás en la calle.


Nu,
ya despidió a Sonia hace un par de semanas. Y también a Itzik.

—¿Qué Itzik? —preguntó el clarinetista mientras enroscaba la taza, todavía chorreante, en el termo.


¡Nu,
Itzik!

—Hay dos Itziks —insistió la mujer—. ¿El trompetista o el violinista?

—El violinista, el violinista —dijo el ruso.

—¿Ha despedido a Itzik? —exclamó ella, horrorizada—. ¿Cómo ha podido despedir a Itzik?

—Lo que yo no entiendo es cómo alguien que está montando una orquesta barroca puede haber contratado a Itzik —comentó el clarinetista entre risas.


Nu,
va a ser un grupo muy bueno —dijo el ruso, mirando a Michael—. Aquí nunca se ha visto un conjunto barroco de tendencia histórica igual.

—¿Hasta qué punto puede ser bueno si no es más que un trabajo complementario para los músicos de primera fila? —preguntó el clarinetista.


Nu,
no seguirá siendo un trabajo complementario durante mucho tiempo —aseguró el ruso—. No para de realizar audiciones.

Un hombre salió al vestíbulo y dio unas palmadas.

—Ya han terminado. Empezamos —dijo a voces desde la entrada.

Los músicos empezaron a afluir a la sala. El ruso sujetó las grandes puertas de madera mientras Teddy Kollek, acompañado de la joven alemana que lo llevaba del brazo, salió arrastrando los pies, seguido por los cámaras y los técnicos de iluminación. Los músicos iban saliendo de entre bastidores y Theo van Gelden ya ocupaba su puesto en el alto taburete. Nita le hizo una seña a Michael desde la entrada. Le dejó a Ido en los brazos.

—Ahora se quedará dormido —prometió a la vez que le hacía una caricia a Michael en el brazo—. Pero si no se duerme, si te da problemas, llévatelos a casa y yo volveré por mis propios medios cuando termine el ensayo.

Michael regresó a su asiento junto al pasillo del fondo y colocó a Ido a su derecha y a Noa a su izquierda. Todos ocuparon sus puestos y Theo dijo:

—Desde el veintiséis en adelante —lo cual significaba desde la entrada del violín hasta la presentación completa del tema principal del primer movimiento. Al cabo de unos cuantos compases, Theo interrumpió a los músicos—. ¿Son ustedes de la banda de la policía o qué? —les dijo a los instrumentistas de viento y percusión—. ¿Es que no ven lo que está escrito? ¿No ven que todo el mundo toca en
fortissimo...
salvo quién? Las trompas, las trompetas y los timbales. ¡Para ellos sólo
forte! ¡
Forte,
no
fortissimo!
—suavizando la voz, añadió—: Brahms pretendía que la orquestación estuviera equilibrada, que se oyeran los violines y los clarinetes. Si las trompetas y los timbales suenan demasiado, parece la banda de la policía.

En aquel momento, sin previo aviso, Noa rompió a llorar a pleno pulmón. Se levantaron risas de la orquesta y Theo se volvió con expresión adusta, pero no dijo nada. Michael se precipitó hacia la salida con los niños. Consultó el reloj y decidió esperar en el vestíbulo a que terminase el ensayo. A través de las puertas cerradas alcanzó a escuchar el primer movimiento completo, interrumpido de tanto en tanto por los gruñidos de Theo. Los músicos repitieron los pasajes una y otra vez mientras Michael daba el biberón a Noa. Él escuchaba la música al mismo tiempo que los sonidos que hacía la nena al succionar y los suspiros que emitía entre chupada y chupada. Ido se durmió, y Michael pudo levantarse con Noa en brazos para aproximarse a las puertas, junto a las que se paseó escuchando la música hasta que oyó que Noa echaba el aire. Nunca había imaginado que presenciaría el trabajo preparatorio de una representación musical, con sus momentos prosaicos, llenos de crujidos de bolsas de plástico, gruñidos y quejas. Más tarde, por la noche, bajo la luz de los resplandecientes focos, aquel trabajo haría aflorar lágrimas a los ojos de personas como Becky Pomeranz.

«¡Está bien! ¡Basta por hoy!», oyó decir a Theo, y se retiró de la puerta. Tomó asiento en un rincón y quedó a la espera hasta que Nita salió al vestíbulo cargada con el chelo.

—No me esperes más —le dijo—. Probablemente ha sido un error obligarte a venir con los niños. Tenemos que quedarnos a resolver algunas cosas más, y cuando Theo dice «algunas cosas más» nunca se sabe cuánto se va a tardar. Si no me pueden llevar a casa Gabriel ni Theo, cogeré un taxi —agregó al ver los titubeos de Michael—. No te preocupes, estoy bien. Mientras trabajo me encuentro bien.

Unas horas más tarde, arrodillado junto al cadáver de Gabriel, Michael pensó en algo que no dejaría de atormentarlo durante muchos días. Menos de tres horas mediaron entre el momento en que Michael silbaba el tema principal del primer movimiento del
Doble concierto
y aquel en que se formulaba la torturante pregunta: ¿podrían haberse desarrollado los acontecimientos de otra forma si no hubiese hecho caso a Nita? ¿Podría haber evitado algo de lo sucedido si se hubiera quedado esperándola en el lugar donde sería asesinado Gabriel van Gelden?

5
Morendo cantabile
/Morir cantando

El cadáver estaba tendido en el pasillo de detrás del escenario, al pie de un estrecho pilar de hormigón. La mitad superior del cuerpo nadaba en un charco de sangre que había manado de la garganta cercenada. Michael, testigo de muchas escenas espantosas, apenas si posó la vista en la cabeza decapitada. Sólo una estrecha tira de piel de la nuca la conectaba con los hombros. Michael tuvo la impresión de que pendía literalmente de un hilo, a punto de desprenderse y rodar por el pasillo hasta el escenario y, escalón por escalón, hasta la sala.

Mientras giraba la cabeza en otra dirección y reprimía la oleada de náuseas que amenazaba con dominarlo, se le ocurrió que hasta entonces nunca había visto a la víctima de un asesinato poco tiempo antes de su muerte, vivita y coleando, por no decir ya tocando el violín. Era la primera vez que se encontraba junto al cadáver de un hombre con quien había pasado varias horas. Ese pensamiento generó en él una honda inquietud, a la vez que le hacía concebir en el fondo de su mente la idea de que en aquella ocasión todo iba a ser diferente, de que su implicación en el caso era errónea y que tal vez debería solicitar en ese mismo momento la asistencia de alguien... de alguien más que Tzilla, alguna persona que pudiera hacerse cargo del caso si él se venía abajo. Pero ¿por qué iba a venirse abajo?, pensó enfadado. ¿Es que se había venido abajo alguna vez? ¿Qué significaba «venirse abajo» o «derrumbarse»? ¿Significaban esos términos que iba a perder la capacidad para pensar con lógica? ¿Que se iba a desmayar? Cualquiera pensaría que el doliente era él en lugar de Theo o Nita.

Al pensar en Nita —más que un auténtico pensamiento, fue un fugaz aguijonazo que traspasó su revuelto cerebro—, y en la relación de Nita con el hombre al que habían degollado y que ahora nadaba en un charco de sangre, Michael empezó a reponerse. Se obligó a mirar el cadáver. Por segunda vez. Después de la primera ojeada, en un principio imprecisa y desenfocada por el horror, y luego excesivamente personal, aquel segundo vistazo fue distinto. Como sabía de antemano lo que iba a ver, miró a Gabriel como si fuera un cadáver común y corriente, un caso más. En cuanto posó en él la vista, supo que sería capaz de afrontarlo, que el asesinato de Gabriel no era más que un caso que debía resolver. Pero aún no osaba pensar en Nita. Por un instante, vio el rostro de su amiga titilando ante sus ojos, y los cerró queriendo ahuyentarla, como si le dijera: «Ahora no». Como si estuviera rechazando a la fuerza el recuerdo de su existencia, y de hecho necesitaba hacer un esfuerzo para olvidarla.

La doctora de la ambulancia Magen David Adom, llamada al lugar de los hechos incluso antes que la policía, se comportaba como si hubiera estado aguardando la llegada de Michael con el único propósito de repetir los gestos de siempre: alzó los brazos con impotencia y los dejó caer sobre sus gruesos muslos.

—Estaba así cuando llegamos. No he podido hacer nada, y no lo he movido, apenas si lo he tocado —dijo, y enseguida pasó a hablar de la reacción de Nita, que describió como un «caso clínico de histeria»—. Se puso a chillar y a chillar. No había manera de hacerla callar —a su descripción afloraron una nota de alarma y un deje condenatorio; repitió varias veces «nunca había visto nada semejante» y concluyó—: Al final le puse una inyección. Estos dos tuvieron que ayudarme a sujetarla —la joven médica señaló a dos chicos adolescentes que esperaban en el angosto pasillo, junto a los armarios metálicos que bloqueaban el acceso a la zona más espaciosa del edificio, donde estaban los despachos de los músicos y del director—. Son voluntarios. Nunca habían visto algo así —dijo en tono de reproche—. A los dieciséis años no se está preparado para esto —uno de los chicos tenía una sonrisa petrificada en el pálido semblante y el otro estaba de espaldas, recostado contra un armario.

El concertino dobló la esquina del pasillo, pasó como mejor pudo junto a los armarios metálicos y se les acercó bamboleándose. También él volvió la cabeza al pasar junto al cadáver. Había sido él quien había llamado a la ambulancia y a la policía.

—No sabía... no sabía si estaba realmente muerto, y pensé que lo primero era tratar de salvarle la vida —se excusó.

Al otro lado del fino tabique de atrás del escenario se oyeron unas fuertes pisadas. Resollante, jadeando, llegó el forense del laboratorio. «Si hasta su respiración suena como un canturreo», pensó Michael desganadamente al ver que el forense de guardia era Eliyahu Solomon. Dos peritos del laboratorio lo seguían a buen paso. Michael se preguntó si dos serían suficientes. Se maravilló de la rapidez con que habían llegado.

A él, los embotellamientos del tráfico le habían obstaculizado el camino en la calle del Rey David y lo habían obligado a poner en marcha la sirena en el semáforo de Mamilla. Mientras avanzaba a trancas y barrancas hacia el auditorio, contempló con la perplejidad habitual las estructuras de los edificios de lujo que estaban sustituyendo a las casas demolidas de aquel barrio. Cuando se detenía en el cruce de Mamilla, nunca dejaba de asaltarlo el asombro, acompañado a veces de una cierta repugnancia, ante los cambios de la perspectiva que se ofrecía a la vista más allá del semáforo. Echó una ojeada al cementerio musulmán, a su izquierda, y al «Palacio» —el imponente edificio redondo que albergaba el Ministerio de Comercio e Industria—, a su derecha, y, reconfortado por su supervivencia, fijó la vista al frente. Llevaba meses observando la destrucción sistemática de las viejas casas. De la quema se había salvado un edificio visitado en su día por Theodor Herzl, que ahora se diría el único diente original de la boca de un anciano en medio de una falsa dentadura reluciente: todos aquellos edificios nuevos que surgían tras un gran cartel anunciador del «Pueblo de David».

Le habían avisado por radio cuando ya iba de camino al barrio ruso, después de dejar a los niños con la canguro de las tardes. Recibió la llamada en el cruce de Mamilla, cuando observaba las pegatinas que proclamaban EL PUEBLO ESTÁ CON EL GOLÁN y SAMARIA ESTÁ AQUÍ desde la ventanilla trasera del coche de delante. El conductor se apresuraba en ese momento a subir la ventanilla para protegerse de la cascada de improperios vertida por una mujer andrajosa, la mendiga a quien se conocía como la Loca de Mamilla y que ejercía su oficio entre los coches detenidos en los semáforos, alargando la mugrienta mano hacia los conductores mientras hacía muecas con su boca desdentada y rezongaba. Michael sintió verdadero pánico al oír la dirección que, siguiendo órdenes de Shorer, le transmitía la telefonista.

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