Un asesinato musical (46 page)

—Están buscando el cuadro —dijo Theo sin prestar atención a la petición de Herzl—. La policía anda tras él.

—Llévame a mi habitación —repitió la voz ahogada.

—Enseguida. Pero antes dime qué pasó con el abogado, con Meyuhas.

En el breve silencio subsiguiente, Michael notó que se le tensaban las mandíbulas. Balilty se disponía a decir algo, pero Michael le indicó con un gesto que permaneciera en silencio.

—Tu padre quería mucho a Gabi —dijo Herzl—. Lo quería más que a nadie. Menos mal que murió antes que él.

—Ha dejado testamento. Te ha dejado...

—No quiero nada de nadie. No necesito nada. Sólo la música —lo interrumpió Herzl con repentina animación—. Todo te pertenece a ti.

—Y a Nita —dijo Theo.

—Y a Nita —convino Herzl—. Tiene un niño.

—Y a ti también te ha dejado algo —lo aplacó Theo.

—No quiero nada. ¿Está cerrada la tienda?

Michael imaginó el gesto de asentimiento de Theo.

—La venderán —dijo Herzl con voz desgarrada—. Llévame a mi habitación y luego tráeme la música.

—Enseguida te llevo —a Theo le temblaba la voz—. ¿Qué música?

Silencio.

—¿Por qué me miras así? —preguntó Theo suplicante—. Ya sabes que te quiero.

De pronto se oyó la voz de Herzl. Ronca, sorprendentemente profunda, tarareaba una dulce melodía. Se interrumpió con brusquedad.

—Tráeme la música —dijo amenazador, decidido—. Era de tu padre y le pertenece a Gabriel. Él me lo dijo. Y ahora la quiero yo. Gabriel ha muerto.

Sentado tras el volante, con la mano en la palanca de cambios, Balilty giró el torso hacia Michael e hizo un gesto inquisitivo. Michael cabeceó para indicar su desconcierto y se encogió de hombros.

—Quieren saber si viste a padre el día que murió —dijo Theo.

Silencio.

—¿Me has oído? ¿Herzl? Dicen que ese día saliste del hospital. Quieren saber si...

—Llévame a mi habitación —la voz de Herzl sonó amenazadora. El chirriar de una silla volvió a silenciar sus palabras ahogadas.

—¿No te llevas las uvas? —preguntó Theo.

Se oyó el sonido de unas pisadas cansinas, pesadas.

—La policía está registrando tu casa —anunció desafiante la voz de Theo. Balilty se quedó paralizado y dirigió a Michael una mirada acusadora, con la que le decía: «Ya ves lo que has conseguido, te lo dije».

El sonido de las pisadas cesó de pronto.

—¡Es mi casa! —dijo Herzl en un grito desesperado.

—Ya se lo he dicho yo, y también les he dicho...

—¡No tienen derecho a tocar mis cosas! —Herzl alzó mucho la voz, que ahora sonaba despejada, llena de vida—. ¡Mis colecciones, y las partituras, los instrumentos, los discos! ¡Van a destrozar la espineta que he restaurado! ¡Todas esas cosas son mías! ¡No le he quitado nada a nadie! —rompió en llanto, y la voz aplacadora de Theo no alcanzó a tapar los sollozos—. Yo sólo le dije a tu padre que no debía... que debía... —se le estranguló la voz—. Le dije que no hablara con el abogado, pero él... Y después... ¡No quiero que toquen mis cosas! —se oyó el sonido de un cuerpo chocando contra el suelo.

—¡Herzl! ¡Herzl! —exclamó Theo lleno de pánico.

Luego se oyó una puerta que se abría.

—Entremos —ordenó Balilty.

Encontraron a Theo a la puerta del despacho del director del hospital, el rostro rígido y demudado, la boca abierta como la de una máscara. El despacho estaba vacío. Con el brazo apoyado en el marco de la puerta, Theo los miró.

—No sé si ha muerto —dijo con voz ronca—. Ustedes... yo... yo no le he hecho nada —el pánico dio paso a una mirada acusatoria—. Sabía que me estaban mintiendo —dijo por encima de los hombros de Balilty, que se había arrodillado junto a Herzl.

—Tiene pulso, débil —le dijo Balilty a Michael—. No es necesario reanimarlo —zarandeó delicadamente a Herzl por los hombros y le dio palmadas en las mejillas—. Llama a un médico —ordenó, pero él mismo se levantó y salió a la carrera.

Theo se desplomó en una butaca de cuero y se quedó mirando el vacío. Michael observó a Theo y luego el largo cuerpo de espantapájaros tirado en el suelo, junto al que se arrodilló. Posó los dedos en la muñeca de Herzl. Sintió el débil pulso y luego aproximó la cara a la boca torcida del hombre, con espumarajos en las comisuras, y escuchó la respiración superficial. A continuación se levantó y, contemplando los blancos tufos erizados como los de una peluca de payaso, se preguntó qué edad tendría Herzl. Parecía viejo, pero en su rostro no había arrugas. Su boca abierta mostraba la falta de algunos dientes y olía a tabaco y a acetona.

—Le ha contado que estamos registrando su casa —dijo Michael al cabo.

—Para que reaccionara —explicó Theo en un gruñido—. Estaba totalmente indiferente, apático.

—Pero no le preguntó a qué música se refería.

—Está enfermo, está loco, alucina —farfulló Theo—. Lo confunde todo... la música, el abogado, todo.

—Pero usted sabe a qué se refiere —aventuró Michael.

—¿Yo? —dijo Theo con perplejidad—. No tengo ni idea...

—Herzl ha hablado como si los dos estuvieran al cabo de la calle. Dijo: «Tráeme la música». Y tarareó un pasaje. Usted es músico. Lo habrá reconocido —insistió Michael.

—¿No ve que no está en sus cabales? ¿No ve que no sabe lo que dice? ¡No tengo ni idea de qué ha tarareado!

Theo desvió la vista hacia el cuerpo exánime y Michael, mirándolo a los ojos, dijo con firmeza:

—A mí me ha parecido que hablaba con mucha cordura. Aunque esté enfermo. Habló como si los dos supieran muy bien a qué se refería. Como si fuera una vieja historia de familia.

—Sabía que me estaban mintiendo —dijo Theo con resentimiento—. He tenido todo el rato la sensación de que estaban al pie de la ventana o escuchando con micrófonos ocultos como en una novela de detectives.

—Y por eso ha tratado de distraerle. Le hacía cambiar de tema cada vez que mencionaba la música —dijo Michael. Se disponía a seguir hablando cuando regresó Balilty acompañado de una médica y de dos hombres de mediana edad.

—Llévenlo ahora mismo a Urgencias —ordenó la médica a sus acompañantes, y se subió las gafas a la frente a la vez que se arrodillaba junto a Herzl, lo llamaba por su nombre, le pegaba cachetes y luego escuchaba a través del estetoscopio, con expresión grave—. Está inconsciente —le dijo a Balilty—. Tenemos que descubrir qué ha pasado. Puede que haya ingerido algo. No lo sabremos hasta que lo hayamos examinado. No es epiléptico ni diabético —continuó al tiempo que volvía a llevar los dedos a la garganta de Herzl, cabeceaba, y luego se levantaba y doblaba el estetoscopio—. Si no vuelve en sí en pocos minutos, lo trasladaremos a un hospital normal. Podría ser grave. ¿Es usted pariente suyo? —le preguntó a Balilty, quien negó con la cabeza. Entonces ella se volvió hacia Theo.

—Yo soy su pariente —dijo Theo.

—Haga el favor de quedarse —le dijo— hasta que sepamos si hay que trasladarlo. Tiene el pulso casi imperceptible y la tensión muy baja. Con los maníacos depresivos nunca se sabe lo que pueden haber tomado.

Dejaron apostado un coche patrulla a la entrada del psiquiátrico. Balilty le repitió tres veces a Zippo:

—Y no os mováis de aquí. Si lo trasladan, notificádnoslo. Y no permitáis que Theo van Gelden haga el menor movimiento por su cuenta, pegaos a él como una sombra —y así tres veces, hasta convencerse de que Zippo lo había comprendido.

Theo se quedó a la puerta de Urgencias quejándose de cosas diversas y observando su reloj y el cielo, todavía gris plomizo. Los siguió con la mirada mientras se alejaban del psiquiátrico. La radio emitió un par de pitidos cuando Michael abrió la puerta de la furgoneta, a la que había regresado para recoger su tabaco. El técnico le tendió el aparato y la secretaria de Emanuel Shorer resolló, estornudó y se excusó antes de decir:

—Está al teléfono y quiere saber si puedes ir a verlo al hospital inmediatamente. Ya le han hecho un resumen de la situación. Está nervioso porque esta mañana ha visto por fin la televisión y la prensa. Y el comisario jefe y el ministro se han puesto en contacto con él —explicó la secretaria.

Muchos años de trato y el afecto maternal que sentía por Michael la hacían hablar como si fueran viejos aliados. Quizá se había encariñado con él gracias a las flores que Michael le llevaba de tanto en tanto y a la atención que le prestaba cuando le hablaba de los conflictos con su hijo adolescente. La secretaria tenía por costumbre coquetear con él y Michael reaccionaba espontáneamente acariciándole la mano. Y nunca le faltaba una alabanza para el mínimo cambio de imagen ni un cumplido sobre un vestido o un peinado nuevo. «Qué poco hace falta para contentar a una mujer», pensaba a veces Michael con una punzada de remordimiento que le hacía sentirse un granuja.

Michael se frotó la mejilla y miró a Balilty, quien arrancó el coche y cambió de marcha como si no hubiera oído nada.

—Te acerco sin problemas —le dijo a Michael cuando llegaron al fondo de la calle—. Tú mismo me dijiste una vez que dejarse intimidar por el miedo es peor que el miedo en sí mismo. ¿Tú crees que las cosas pueden empeorar? Habla con él y zanja el asunto de una vez.

Michael permaneció callado. Deseaba decir algo así: «No permitas que me retire del caso». Algo que en circunstancias normales él mismo le habría dicho a Shorer sin rodeos. Y ahora, de pronto, necesitaba que lo defendieran y amparasen de Shorer. Por un instante consideró la posibilidad de pedirle a Balilty que lo acompañase al hospital y asistiera a su reunión con Shorer. ¡Si fuera capaz de expresarle a Shorer cómo se sentía con respecto a la niña! Nada se lo habría impedido de no ser por la investigación y su implicación en el caso.

—Tienes la gran suerte —dijo Balilty— de que esté en apuros. Está agobiadísimo por su hija —reparó enseguida en el mal gusto de sus palabras y, por ello, se lanzó a charlar por los codos como siempre que pretendía borrar la impresión creada por un error desafortunado o un desliz verbal; habló de la noche en que nació su hija, de la inquietud que produce convertirse en abuelo, de lo impotente que se siente uno esperando en los pasillos de un hospital mientras suceden cosas trascendentes—. Voy a colaborar en el registro de la casa de Herzl. Puede que encontremos alguna partitura o algo por el estilo —dijo haciendo una mueca al tiempo que aparcaba el coche frente al hospital donde Shorer aguardaba a Michael—. Pero ¿cómo sabremos qué música andamos buscando? —se quejó—. Tendremos que llevárnoslo todo y enseñárselo a un especialista. Le dejaré un recado a Tzilla —prometió—. Cuando hayas terminado con esto, ponte en contacto con ella. ¡Vaya tipazo! —comentó señalando con la cabeza a un mujer que pasaba frente a ellos vestida de bata blanca—. Si parece una estrella de cine. ¡Mira, mira! Se le ve todo, hasta dónde terminan las bragas. ¡Y qué andares! ¡Vaya par de faros lleva! ¡Estas enfermeras cómo están! No me importaría pegarle un buen bocado —dijo suspirando. Luego le hizo un gesto de despedida a Michael y éste se apeó del coche, que se alejó.

Una incandescencia roja y dorada prendió en la ventana junto a la que conversaban. No llovía. A Michael le pasó inadvertido el instante en que el gris plomizo del cielo se transformó en los colores de un crepúsculo calinoso. A lo lejos, veía a dos conductores de sendas máquinas niveladoras que aprovechaban la última luz del día para continuar aplanando la colina de enfrente. Las banderas colocadas junto a los enormes carteles anunciadores de los pisos de lujo en construcción pendían inmóviles en el aire estancado. Llevaban una hora sentados en el pasillo y Shorer le había contado con todo detalle lo sucedido durante las últimas veinticuatro horas. En un par de ocasiones se había enjugado los ojos, y Michael esperaba aprensivo a que, en cualquier momento, rompiera a llorar. Shorer tenía la mandíbula cubierta de una incipiente barba blanquecina. El espacio entre su labio superior y su gran nariz ganchuda, que exhibía desde hacía años un espeso bigote, se había cubierto por completo de gris. Tenía los ojos enrojecidos y la tez, habitualmente oscura, presentaba un color amarillento. Las manchas marrones de sus mejillas resaltaban y daban mayor relieve a las cicatrices de acné que salpicaban su cara. Hablaba compulsivamente, sin pausa, y no era fácil prever cuándo se le presentaría a Michael la oportunidad de plantear sus propios asuntos. Por un instante, Michael creyó oportuno eludir el tema sin más. A fin de cuentas, se decía mientras se dirigía a buscar un par de cafés al puesto de enfermeras, ¿por qué cargar a Shorer con sus preocupaciones?

Esa idea se desarrolló hasta convertirse en un discurso completo y convincente mientras Michael vertía agua hirviendo sobre los cafés instantáneos. Pero la ancha espalda vuelta hacia el pasillo, la frente reclinada en el cristal de la ventana, los ojos que observaban el poblado árabe al pie de la colina y la voz ronca que dijo: «Henos aquí en el Monte Scopus, como dice la canción», todo esto, unido al ademán con que Shorer señaló las grises colinas y las luces que parpadeaban en la lejanía, demostraba que la esperanza de dejar a su jefe al margen era ilusoria y desmentía la posibilidad de posponer la confrontación. Así pues, Michael se encontró esperando con ansiedad el momento adecuado para lanzarse al fin a dar a Shorer el informe de situación, como él lo llamaba.

—¿Cómo están las cosas? —preguntó de pronto Shorer al tiempo que daba la espalda a las vistas—. Cuéntamelo resumido. El comisario ha llamado tres veces. El alto mando del distrito está empantanado en sus propios escándalos, y eso nos da un respiro. Pero para telefonear sí tienen tiempo. ¿Quién ha decidido que te sustituyera Balilty? ¿Tú?

Michael asintió con un gesto.

Pasaron unos instantes antes de que Michael comenzara a exponer, con calma y concisión, el encadenamiento de hechos ocurridos en la escena del crimen desde el momento en que él vio el cadáver de Gabriel van Gelden. Shorer lo escuchaba sin mirarlo.

—Está bien. Comprendido. No me hacen falta más detalles —dijo Shorer—. Pero ¿por qué está dirigiendo Balilty el equipo? ¿Desde cuándo te dedicas a cederle casos así? ¿Te agobian los estudios? ¿Es un problema familiar? ¿Está bien Yuval?

A veces un gesto ambiguo, una pequeña mentira, una evasiva, una divagación cualquiera, ofrecen la posibilidad de salir airoso, pensó Michael a la vez que decía que Yuval estaba muy bien.

—Debes de echarlo de menos —reflexionó Shorer—. Por eso hace falta tener muchos hijos, uno no basta —luego hizo un comentario sobre lo difícil que es ser padre, dificultad que aumenta a medida que los hijos se hacen mayores—, ¿Qué se puede hacer salvo rezar por ellos? —dijo no por primera vez aquel día.

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