Un asesinato musical (48 page)

—¿Cómo que ya lo han resuelto? —Michael sintió que la sangre se retiraba de su cara y sus brazos, como si se la estuvieran drenando. Lo invadió una tremenda debilidad. Las yemas de los dedos le hormigueaban, recorridas por una especie de corriente eléctrica.

—Debo decirte —respondió Shorer, mirándolo a los ojos con una expresión más dulce de lo habitual, francamente paternal, incluso— que la niña ya no está contigo.

—¿Dónde está? —se oyó preguntar Michael con una voz extraña, que parecía venir de lejos, sin conexión alguna con su cuerpo o sus cuerdas vocales.

—Ruth Mashiah se la ha entregado en adopción a una familia. Le ha encontrado una buena casa —aseguró Shorer a la vez que le asía el brazo a Michael—. Ha dicho que puedes ir a verla cuando quieras.

—¿Cómo han sido capaces? —dijo Michael. El nudo de su garganta amenazaba con disolverse en lágrimas—. ¿Cómo se han atrevido a hacerme algo así sin... sin...? —durante largo rato quedó abrumado por sentimientos inexpresables. Ante sus ojos, un torbellino de imágenes. «Ha sucedido lo peor que podía suceder», trató de decirse con objeto de atajar la sensación mareante, el remolino de emociones. «Quizá no sea lo peor», pensó, «tal vez es mejor así». A fin de cuentas, debía entregarla. Pensar que lograría conservarla era un capricho, un despropósito. ¿Cómo podía habérsele ocurrido? Shorer estaba en lo cierto. Qué tristeza sentiría ahora al ver la cuna vacía. Al enfrentarse a la nada. Al enfrentarse a su nada interior, se corrigió, exigiéndose una franqueza insobornable para consigo mismo. Vio la imagen de un minúsculo trajecito, huérfano. Ya no correría a casa para abrazar a la niña. Tenía que renunciar a ella. Era lo correcto. Regresar a la soledad de siempre, renovada, conocida pero diferente. El mundo nunca ofrecía una salvación repentina y milagrosa. Era imposible. Era imposible que la nena se la proporcionase. No estaba justificado centrarse en un bebé. La repentina estocada de un terrible miedo paralizador lo llevó a preguntarse cómo iba a vivir a partir de entonces, si la salvación no era posible. Mas otro pensamiento surgió enseguida acompañado de una sosegada confianza: lo superaría, si lo que había llegado a comprender en aquel momento era verdad, lo superaría inexorablemente. Shorer tenía razón: uno no se va encontrando niños por la calle. Esa frase encerraba una gran verdad. Además, tenía a Nita. Puede que con ella lograra construir algo. Ella podría ser... Cuando la alegría le iluminaba de pronto el rostro... Pero ¿por qué? Un nuevo remolino comenzó a agitarse en su interior. ¿Por qué pensar que era imposible? ¿Por qué pensar que no podría conseguirlo? ¿Qué derecho tenían los demás a decidir lo que era mejor para la nena? ¿Qué sabían ellos? No permitiría que se salieran con la suya. Iba a plantarles cara. Quizá sí existía la salvación repentina y milagrosa. A fin de cuentas, no había sido una casualidad que hubiera sido él quien oyera el llanto procedente de la caja de cartón. En definitiva, no había sido una casualidad que él estuviera receptivo a ese llanto. No, no cedería. No permitiría que se salieran con la suya.

Pasaron algunos minutos en silencio. Shorer no retiró en ningún momento la mano del brazo de su amigo. De repente, a Michael lo traspasó una duda, afilada como un cuchillo:

—¿Cómo lo sabes?

—¿Cómo sé qué? —preguntó Shorer con calma. Retiró la mano del brazo tembloroso y Michael lo cruzó con el otro.

—¿Cómo sabes que se la han llevado? Tú... lo sabías desde el principio.

Shorer asintió con la cabeza.

—Y no me lo has dicho... Me has dejado... ¿Desde cuándo lo sabías?

—Desde esta mañana —dijo Shorer con calma—. Han venido a decírmelo esta mañana. No te lo había comentado antes porque quería ver qué me contabas.

—Porque querías ver si te lo contaba —masculló Michael, la voz ahogada por la ira—. Porque pensabas que te iba a engañar. Me has puesto a prueba. ¿Quién vino a decírtelo?

—¿Qué más da? Tenía que...

—¿Qué más da? ¿Qué más da? —repitió Michael a grito pelado. Shorer volvió a asirle el brazo con ademán tranquilizador y Michael bajó la voz—. Sabes muy bien que no da igual. Tengo que trabajar con esas personas. Si Eli o Tzilla han venido a contártelo a mis espaldas...

—No han sido Eli ni Tzilla.

—¿Quién, entonces? ¿Ha sido Ruth Mashiah la que ha venido a decírtelo?

—He prometido guardar el secreto, he dado mi palabra —repuso Shorer, y una nota titubeante se coló por primera vez en su voz.

—Tus promesas no me interesan —le reprendió Michael—. ¿Quieres que me vaya? ¿Que dimita del cuerpo? No puedo trabajar con personas que me dan puñaladas por la espalda. Y doy por supuesto que, si te niegas a decirme quién ha sido, se trata de uno de nosotros. Puede que se me hayan fundido los plomos, como tú dices, pero todavía soy capaz de pensar.

—Esta mañana, después de vuestra reunión, se presentó aquí esa chica, ¿cómo se llama? —Shorer se removió incómodo—. ¿Dalit?

—La serpiente —se oyó decir Michael.

—Una chica ambiciosa —convino Shorer—. No tiene nada de tonta. Estaba preocupada.

Michael no dijo nada.

—Es un asunto delicado esto de las lealtades —masculló Shorer—. Lo importante es que ni Eli ni Tzilla ni Balilty han soltado prenda. Ninguno de ellos me ha dicho nada —prosiguió, sintiéndose cada vez más incómodo, como si lo hubiera sorprendido en una traición.

—¡Vas a retirarla del caso! —declaró Michael.

Shorer quedó en silencio.

—¿Sí o no? —insistió Michael.

—Ya veremos —Shorer se rascó la cabeza.

—Y por su culpa, por lo que haya podido decir, se han llevado a...

—Es por el bien de la niña —dijo Shorer con énfasis—. Ruth Mashiah me llamó por teléfono. Le habían dicho que éramos muy amigos, eso me explicó, y me pidió que te lo contara, que te preparase. En cuanto me llamó, supe lo que me iba a decir.

—¿Y Dalit? ¿También ha hablado con Ruth Mashiah? —preguntó Michael con sombría perplejidad.

—Según dice, le preocupaba el bienestar de la niña, y tú pasabas horas y horas fuera de casa —Shorer, avergonzado, se quedó en silencio.

—Ah, qué gran poder el de la bondad bien intencionada. Y más si se trata del bienestar de una niña, de mejorar su situación.

—En fin —dijo Shorer con cautela—, dejando de lado los sentimientos personales, no resulta tan absurdo. Dalit no ha mentido —añadió a la vez que desviaba la mirada—. Es cierto que no paras de correr de aquí para allá como siempre... como siempre que estás trabajando en un caso y que suceden muchas cosas a la vez. Pero quiero hacerte una sugerencia.

Michael se quedó a la espera.

—Lo que te sugiero —dijo Shorer, hablando despacio y con deliberación, escogiendo las palabras con mucho cuidado— es que vengas a pasar una temporada en mi casa. Mi mujer se quedará con nuestra hija y con la nieta —echó una ojeada en dirección a la sala de Maternidad—. Voy a estar solo en casa. Vente conmigo unos días. Hasta que se aclare la situación.

—No pienso renunciar al caso —le advirtió Michael.

—Ya veremos —dijo Shorer—. Ya veremos qué sucede. Depende.

Michael fijó la vista en la pared de enfrente. En las manchas de color de un dibujo a pastel de una vista de Jerusalén. «Ni pienso renunciar a la niña», se dijo a sí mismo. «No me la van a quitar así como así.» Miró a Shorer.

—Ruth Mashiah me ha dicho que te lo había advertido. Te dijo que la niña no era tuya, y, además, ni siquiera se la han llevado de tu casa. Estaba en casa de Nita. Es lo mejor para la pequeña. No te olvides de eso. Amar a alguien significa desearle todo lo mejor. Tú mismo me lo has explicado muchas veces —dijo Shorer—. Y se la han llevado por su propio bien. Ya lo superarás, y renunciarás a ella porque sabes muy bien que es lo mejor que puedes hacer.

11
Nunca nos había sucedido nada semejante

Shorer acababa de echar el cerrojo de la puerta de su casa cuando sonó el teléfono. Como quien se teme lo peor, palideció y levantó el auricular a toda prisa. Sus facciones se relajaron al cabo de un instante.

—Está aquí —le oyó decir Michael con un suspiro—. Acabamos de llegar. Creía que llamaban del hospital —explicó, y le hizo una seña a Michael para que cogiera el teléfono.

Convocaron la reunión para las siete de la mañana, de manera que Michael tuviera tiempo de ir luego a Jolón a ver a Dora Zackheim y de asistir al seminario musical del centro Beit-Daniel, en Zichron Yaakov. Después de darse un buen afeitado por primera vez en varios días, Shorer subió al coche diciendo:

—Nos tomaremos el segundo café en la reunión —y, en efecto, lo primero que hizo al llegar fue inclinarse para examinar los dos termos de plástico colocados en el centro de la mesa.

—Antes era un finyán —gruñó Shorer, forcejeando para abrir la sofisticada tapa de uno de los termos—. Nos traían un gran finyán con café turco y sólo con oler el cardamomo ya te despertabas. Pero eso queda en la prehistoria, antes de vuestros tiempos —logró por fin retirar la tapa y aspiró el aroma del café—. Instantáneo —dijo con asco—. Como en el hospital. ¿Quién bebe café instantáneo? —se quejó sin dirigirse a nadie en particular mientras abría el otro termo.

—Yo —replicó Tzilla desde la puerta, con voz somnolienta y frotándose los ojos nublados. Meneó la cabeza y sus largos pendientes de plata se balancearon—. Balilty llegará enseguida. Viene del laboratorio de Criminalística. Ha ido allí por lo del cuadro. Quería llevarlo personalmente. Ni siquiera a los técnicos se lo podía confiar —Tzilla lo dijo haciendo un alarde de objetividad, como si hubiera decidido reservarse su opinión, no delatar sus verdaderos sentimientos. Encajó la mano en el cinturón de sus pantalones—. He preparado dos tipos de café porque no he dormido más que hora y media, aquí, en la oficina —luego, con repentina premura, le preguntó a Michael—: ¿Sabes que hemos encontrado el cuadro? Balilty dijo que te iba a llamar. Le expliqué dónde estabas.

—Llamó anoche, en cuanto llegamos a casa —la tranquilizó Shorer.

Michael se preguntaba cómo Shorer habría logrado convencerlo, la noche anterior, de que ni siquiera se bajara del coche una vez que hubo depositado dócilmente las llaves de su piso en la mano que le tendía. Su jefe se limitó a decir:

—Será mejor que no entres, así evitaremos conflictos y arrepentimientos. Te sugiero que de aquí vayamos directamente a mi casa —pero no lo dijo con la voz con que se sugiere algo, sino con la que se dan órdenes—. Entro yo, recojo lo que te va a hacer falta para hoy y mañana y más adelante preparas una lista y yo me ocupo de que te lo lleven todo.

Michael se había quedado solo unos minutos en el polvoriento Ford Fiesta, peleándose con las imágenes del rostro desconcertado de Nita y de la cuna vacía. Se lamentaba de la pérdida de la niña, acongojado por una intensa tristeza.

—Aquí tienes —le dijo de pronto Shorer, y borró la imagen de la nena al abrir la puerta del coche y ponerle en el regazo un par de camisas azules y una bolsa de ropa interior—. En casa te daré un cepillo de dientes y demás. No podemos perder tiempo con los detalles —dijo, y tomó asiento al volante.

Michael contempló la habitación blanca y rosa donde iba a dormir. Shorer retiró de la estrecha cama infantil de su hija mayor una fila de koalas de peluche y los colocó cuidadosamente junto a la colección de frasquitos de perfume que reposaba en un estante. Luego exhaló un suspiro, abrió la ventana y la movió adelante y atrás para ventilar el ambiente cargado y perfumado.

—Ésta es ahora la habitación de invitados, y no es que recibamos muchas visitas. ¡Los hijos! —exclamó al tiempo que corría de un tirón las floreadas cortinas—. Un día los tienes aquí, correteando por toda la casa, y antes de que te des cuenta, la casa se queda vacía y tus hijos empiezan a tener hijos propios.

Michael estaba convencido de que no iba a pegar ojo aquella noche, pero se quedó dormido tan pronto como se cubrió la cabeza con la fina manta. Despertó sobresaltado, los flecos de una pesadilla aleteando en su cabeza. Había soñado con un casón destripado y abierto a los cuatro vientos. Caminó sobre las puertas caídas que le obstaculizaban el paso hasta llegar a una habitación interior, enorme y vacía, una especie de salón en cuyo extremo había una cuna. Se acercó a ella, y a sus pies, en un rincón, vio un cuerpo enroscado y reseco, la minúscula momia de un bebé. Sólo recordaba eso. Encendió la lámpara de la mesilla de noche, que tenía la forma de un gnomo de gorro rojo.

Encendió un cigarrillo con dedos trémulos y se dirigió a la ventana. Farolas recién instaladas iluminaban los restos de los huertos al pie del barrio de Bayit VeGan. Cuando Yuval era pequeño, solían salir de paseo por los huertos abandonados y trepaban por la colina hasta el hotel Tierra Santa. Los árboles habían sido talados y los bulldozers habían aplanado la cima de las colinas, privándolas de sus suaves curvas. Las luces instaladas sobre postes plateados alumbraban el esqueleto de las casas que habían comenzado a levantar en aquellos terrenos, sobre los que se habían abalanzado las constructoras tan pronto como salieron al mercado. A lo lejos, en medio de lo que en su día fuera un huerto de manzanos, se alzaba ya un pseudo castillo español de cuatro plantas, con balcones redondeados y columnas de piedra. No había esperanza, se dijo Michael. Cerró la ventana y volvió a la cama. Tendría que acostumbrarse a la idea de que la niña no era suya. No sería él quien modelaría su vida. Se encargarían otros. Una familia adoptiva. E, inmediatamente, se formó una imagen mental de dicha familia: vivía en una casa con una habitación muy parecida al dormitorio que él ocupaba en esos momentos, una casa con tejado de tejas rojas y vistas a un jardín. La expresión «familia adoptiva» le sonaba dura, cruel. Sin embargo, quizá, quién sabe..., pensó testarudo; aplastó el cigarrillo en un platito y apagó la luz. «No, no hay sin embargos ni quizás que valgan», pensó mientras daba vueltas en la cama. Lo cierto es que uno no se va encontrando niños por la calle. El rostro de Nita, relumbrante, desdichado, perdido, lo estuvo llamando hasta que volvió a conciliar el sueño.

La puerta de la sala de reuniones se abrió de golpe.

—Bueno, ¿qué me decís ahora? —tronó la voz de Balilty, reventando de orgullo. Repitió lo que ya le había dicho a Michael por teléfono—: ¡No entiendo cómo han podido dejarlo así! ¡Si vale medio millón de dólares! Estaba enroscado en el armario de la cocina. Envuelto en un papel. Ese tipo de papel blanco satinado que se usaba antes para forrar los estantes de la cocina. Si no hubiera buscado bien, detrás de las botellas y del cacao, habría pensado que no era más que un rollo de papel. Imaginaba que tardaríamos meses en encontrarlo, si es que lo encontrábamos, y mira tú por dónde, así de pronto —tenía los ojos enrojecidos y parpadeaba continuamente, como si le dolieran. Una barba de uno o dos días le daba un aire de descuido. Los faldones de su camisa de rayas colgaban en parte por encima del cinturón, sobre su protuberante barriga, y tras sus anchas espaldas apareció Dalit.

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