Un asesinato musical (51 page)

—Dicho de otro modo, ¿crees que está mintiendo? —preguntó Michael, y le sorprendió sentir que la ansiedad le trepaba a la boca del estómago.

—Tengo presente que pasó mucho tiempo desde que encontró a Herzl hasta que informó de ello. Por más vueltas que le doy, no encuentro una explicación —dijo Eli Bahar.

—Pero ¿qué motivos podría tener? —reflexionó Michael. Ya estaban junto a la puerta del coche. Contempló las cúpulas de la iglesia rusa, y, una vez más, lo conmovió su belleza ingenua, inalterada. Parecía una ilustración de un viejo libro colocada entre los aparcamientos, la valla de las dependencias policiales, los remolinos de gente, el quiosco que había junto a la iglesia. De pronto, le llamó la atención su color marrón oscuro—. ¿No eran verdes? —preguntó perplejo.

—¿El qué? ¿Qué era verde?

—Las cúpulas de la iglesia. Antes de que me fuera de permiso eran verdes. Estoy seguro.

—Sí —dijo Eli con una repentina sonrisa en los labios—. Eran verdes. Pero son marrones desde hace mucho. No sé por qué, tal vez las han pintado.

—Dalit debía de saber que al final lo descubriríamos. ¿Qué sentido tiene? ¿Qué puede mover a cualquiera a hacer algo así, sobre todo si sabes que te van a descubrir? —perseveró Michael.

—En otros tiempos habrías dicho: «La realidad nunca dejará de sorprendernos» —replicó Eli, la vista fija en las puntas de sus negras zapatillas de deporte—. Hace mucho que no lo dices. Si es verdad, sencillamente es que está loca.

—Aquí no hay nada sencillo —dijo Michael, el oído atento al runrún del motor del coche—. Y además eso no es una explicación sino una descripción. Es obvio que aquí hay un elemento de locura. Pero ¿cuál? Hazme un favor —recordó de pronto—. Ve a Zichron Yaakov con los Van Gelden, que no vaya Zippo. ¡Es importante!

—¿Cómo? —dijo Eli sombrío—. ¿Quieres que se lo pida a Balilty? ¿Por qué iba a hacerlo? No pienso pedirle nada. Que me mande él si quiere —su rostro moreno, de ojos verde oliva, adquirió una expresión taciturna. Se mordió el labio inferior.

—Hazme ese favor —rogó Michael—. No lo hagas por ti, sino como un gesto de amistad hacia mí. ¿De qué nos valdría que fuera Zippo? En primer lugar, es necesario que alguien se entere de lo que hablen en el viaje. Y, en segundo lugar, es realmente peligroso.

—Se grabará todo. Van a ir en la furgoneta del laboratorio. Hay micrófonos, lo sé muy bien porque me he encargado de la instalación. Ya ves el tipo de encargos que me hacen ahora. Balilty no me considera apto para otra cosa.

—Necesito que vaya alguien en quien pueda... alguien que comprenda... alguien que... Ya me entiendes. Necesito que vaya alguien que no le quite la vista de encima a Nita. Nunca se sabe...

Eli agachó la cabeza, examinó de nuevo la punta de sus zapatillas y trazó un pequeño círculo con el pie derecho.

—Está bien, lo intentaré —dijo a regañadientes—, haré lo que pueda.

12
La distancia correcta

Michael llegó a Jolón mucho después de lo previsto. Un aspersor danzaba tras el seto en una estrecha franja de césped. Tiestos de arcilla roja rebosantes de petunias salpicaban el verde de rosa brillante, púrpura y blanco delante de una fila de modestos edificios de apartamentos estucados en blanco. Un camino pavimentado, corto y recto como una regla, conducía a la entrada. Mientras zigzagueaba por las callejuelas de detrás de la calle mayor, Michael había hecho caso omiso un par de veces de las señales que indicaban CALLEJÓN SIN SALIDA. Se había guiado por el mapa trazado por Theo. «Sigue viviendo en el apartamento de tres palmos que le dieron cuando llegó a este país después de la guerra. En uno de esos vecindarios de los años cincuenta, donde los edificios parecen trenes. ¡Y, para colmo, en Jolón! Es muy indicativo de la clase de persona que es», había dicho Theo, alzando la vista del papel sobre el que estaba dibujando. «En cualquier otro lugar del mundo se habría hecho rica. ¡Una profesional de su calibre! Montones de primeros violines de todo el mundo le deben su carrera. Sigue en Jolón por voluntad propia. No es que no le hayan hecho otras propuestas, no se vaya a creer», dijo Theo a la vez que meneaba el índice, «pero ella siempre decía que lo importante no eran ese tipo de cosas. No tenía fuerzas para mudarse. El piso le parecía adecuado, el que tenía en Budapest no era mejor. Aunque antes de la guerra ya era una violinista de mucho renombre, a punto de iniciar su trayectoria internacional. Luego estalló la guerra, y cuando terminó, no volvió a tocar. Estuvo internada. No sé muy bien dónde, creo que en Auschwitz. Cuando nos daba clase, a veces hacía alguna demostración, y recuerdo que tocaba de maravilla. A los veinte años, tuvo una hija de su primer marido. La hija vive en Cleveland. También se dedica a la música, es cantante. Dora Zackheim ha tenido tres maridos. Los ha sobrevivido a todos», dijo Theo riendo. Luego se puso serio de nuevo y señaló, entre paréntesis, que, según creía, el primer marido, el padre de la niña, había muerto en el Holocausto; retomó la sonrisa para hablar del tercero: «Arrastró a Israel al último de sus maridos. Me acuerdo de él. Tenía bigote y usaba sombrero, siempre con un pie en la calle. Se libró de él enseguida. Y nunca quiso mudarse. Durante la guerra apenas se permitía soñar con tener un metro cuadrado propio donde vivir. Por eso se conformaba con lo que tenía, o, como ella dice, las cosas son un milagro tal como están. Es imposible tacharla de esnobismo cuando se ve cómo vive. Como si en el mundo no existiera nada aparte de la música, sus alumnos, y tal vez un puñado de libros. Gabi también trató de convencerla de que se mudara, pero como si nada».

Michael se tomó un descanso al llegar a la puerta del piso, tras haber subido sesenta y cuatro peldaños estrechos y empinados, hasta la cuarta planta. Se maravilló de que una mujer tan mayor realizara aquella ascensión todos los días. Del otro lado de la puerta llegaba el sonido de un violín. Era la zarabanda de la
Partita n.°
2
de Bach, la primera obra musical que había aprendido a amar por sí mismo, sin que nadie se la enseñara, un descubrimiento propio. Lo que hacía que le gustara aún más. La música se oía nítida, en toda su exquisita belleza. Michael esperó a que el intérprete hiciera un alto para llamar a la puerta. Un par de veces, al creer que la música había cesado, levantó el dedo en dirección al timbre, pero ambas veces lo dejó suspendido en el aire porque la música se reanudó de inmediato.

Al fin se atrevió a pulsar el timbre. La música no se interrumpió, pero unas pisadas rápidas se aproximaron a la puerta y ésta se abrió. Vio ante él a una mujer menuda. Tenía el cabello de un castaño deslustrado, como si se hubiera volcado encima un frasco de tinte. Sus ojos, claros y azules en un rostro casi sin arrugas, relucían de expectación y vitalidad, como si cualquier puerta abierta pudiera dar paso a una gran aventura. La primera reacción de Michael ante el inesperado aspecto juvenil de aquella mujer, a la que de no haber sabido su edad no habría echado más de sesenta años, fue de perplejidad. Se presentó en un susurro, mientras el violín continuaba sonando, y ella movió vigorosamente la cabeza arriba y abajo y le tendió una mano nudosa. Michael comprendió que el temor que Dora Zackheim inspiraba a Theo lo había llevado a imaginarla como una mujer muy alta, de semblante arrugado y labios fruncidos. Nunca habría pensado que fuera tan menuda, tan llena de gracia y vitalidad, y que incluso irradiara alegría. Hasta ese momento no reparó en el fino puro que sujetaba entre los dedos de la mano izquierda, y a punto estuvo de sonreír al recordar que el viejo profesor Hildesheimer insistía muy serio en llamar cigarrillos a esos puritos. Dora Zackheim señaló que llegaba muy tarde, y que era mejor así, añadió con marcado acento húngaro, porque aún no había terminado la clase. Exhaló una nube de humo blanco azulada y dio media vuelta para conducirlo al interior de la casa. Al ver una pequeña protuberancia entre sus omóplatos y las flacas piernas enfundadas en medias ortopédicas asomando bajo la falda del vestido marrón de rayas, Michael se convenció de que Dora Zackheim tenía ochenta y seis años.

Una mampara metálica de color negro separaba el pequeño vestíbulo de la sala donde un adolescente espigado estaba en pie ante un atril, de espaldas a ellos. El chico no dejó de tocar. Dora Zackheim no dijo nada, se limitó a menear la cabeza y a chasquear la lengua con disgusto mientras se aproximaba al violinista y le señalaba a Michael una silla situada junto a la mesa del vestíbulo. Podría hacer las veces de mesa de comedor, pero en aquel momento estaba cubierta con un tapete amarillo bordado con flores azules. Encima había una máquina de escribir muy vieja y un florero de cristal veneciano con tres gladiolos rojos. De pronto aquel lugar le recordó a Michael una casa de su pequeña ciudad natal donde vivía una familia de inmigrantes polacos recién llegados, cuyo único hijo, un chaval de su edad llamado Adán, le había sido encomendado en «adopción», lo que quería decir que debía ayudarle a hacer los deberes hasta que se familiarizara con la nueva lengua. El padre era bajo y delgado, de mirada movediza y melindrosa, y la madre, alta y aristocrática. Adán no tardó en ponerse al nivel de sus compañeros y, ya sin requerir la ayuda de Michael, se convirtió en el primero de la clase. En casa de aquella familia también había una mesa cubierta con un tapete bordado y un jarrón con flores rojas encima.

—La mano izquierda no está suficientemente suelta, ni tiene bastante fuerza. Está rígida —oyó decir a Dora Zackheim con una voz rebosante de severa censura. Y luego, casi en un grito—: ¡Ya basta! ¡Ya basta! ¡Para! —el chico se retiró el violín del hombro y se volvió hacia su profesora—. ¡Es una zarabanda! —exclamó ella con disgusto—. ¿Qué hay del
tempo? ¡Andante
y
vivo
a la vez! ¡Desde el principio!

El chaval comenzó a tocar de nuevo y ella lo interrumpió con unas palmadas.

—A la mano izquierda le sigue faltando flexibilidad —le regañó—. Los dedos no tienen suficiente fuerza —agarró el brazo del chico y lo sacudió hasta que la mano se balanceó libremente—. ¡Ni siquiera así! —se quejó—. Esta mano está envarada. Y no has trabajado suficiente con el índice. Probablemente, hoy no has practicado bastantes escalas —el chico musitó algo—. No somos esclavos del reloj —dijo mirándolo enfadada—. Una hora no significa nada. La mano está rígida y a los dedos les falta fuerza. ¡No dominas el instrumento! ¡Ni que fuera un trozo de madera! ¡Y menudo tono! —aplastó la colilla de su puro en un gran cenicero de cristal y pegó una palmada—. ¿Qué tono es ése? ¡Terrible! Nada que ver con como debería ser —dijo disgustada. Miró al chico, quien aguantaba el chaparrón como si estuviera acostumbrado, y luego miró a Michael, que se apresuró a desviar la mirada; luego dijo en un susurro dramático—: La semana pasada, en un acto de homenaje al compositor Paul Ben Haim, mi alumno Shmulik interpretó esta zarabanda muchísimo mejor —el muchacho la miró sin despegar los labios—. Sí, ya lo sé —prosiguió ablandándose—, tampoco es que él sea Jascha Heifetz, pero lo hizo mucho mejor de lo que lo estás haciendo tú hoy —el chico bajó la cabeza como para esquivar un golpe. Al fin, la profesora se quedó en silencio, volvió a refunfuñar para sí, y luego posó la mano en el brazo de su alumno y dijo quedamente—: No me gusta verte así. Estás triste. ¿Tienes problemas en el colegio? ¿Tomas bastante el aire? Ya llevas así algún tiempo —el chico permaneció en silencio y se encogió de hombros. Dora se acercó una cajita metálica amarilla, extrajo de ella un purito, lo encendió con un gran mechero de plata, ladeó la cabeza y miró al chico. Él seguía sin decir nada. Dora le retiró delicadamente el violín de las manos. Y el chico se volvió a mirar a Michael. En sus ojos azules, casi transparentes, ardía una franca curiosidad; sus cejas, espesas y oscuras, se enlazaban sobre la nariz y hacían resaltar la palidez de su rostro, con pelusa en las mejillas—. Basta por hoy. Te espera un largo viaje. Muy largo —dijo la profesora preocupada. El chico guardó el violín en el estuche—. Zichron Yaakov, ¿Queda a una hora o a dos? —le preguntó ella a Michael mientras el chico se encaminaba a la puerta.

Por un instante, Michael meditó si estaba dispuesto a prescindir de la hora de soledad que tanto le apetecía, pero al ver la sonrisa amistosa del chico no pudo menos de anunciar que él iría después al Beit-Daniel, y que si el muchacho podía esperar hasta que terminase de hablar con la señora Zackheim, lo llevaría en coche.

—¡Qué buena suerte, Yuval! —exclamó Dora Zackheim encantada, acentuando erróneamente la primera sílaba del nombre—. Se lo agradecemos mucho. Trabaja demasiado, sin descanso —le dijo a Michael como si Yuval no estuviera presente—. Y en estos tiempos los autobuses son peligrosos —reflexionó en voz alta—. Nunca se sabe lo que puede pasar. Corren tiempos muy difíciles —continuó, meneando la cabeza—. Y hemos empezado a las siete de la mañana —dio una larga calada al puro, tosió y añadió en tono confidencial—: Por lo general me veo obligada a decir que no se esfuerzan demasiado. ¿Pero él? ¡Demasiado! —cabeceó de nuevo—. Demasiado trabajo y demasiada poca vida. Los chicos de su edad tienen que disfrutar de la vida. ¿Cuándo volverán a tener dieciséis años?

Como si no hubiera oído nada, Yuval echó un vistazo al anaquel inferior de una gran estantería de madera que cubría la pared y sacó una revista.

—¡Es el
Musical America
donde viene un artículo sobre usted! —dijo emocionado a la vez que buscaba la página donde aparecían fotografías de Dora—. Shmulik me lo había dicho. ¿Lo puedo leer ahora, Dora?

Ella hizo un ademán desdeñoso.

—Paparruchas, un montón de paparruchas —masculló—. Se han caído algunos libros —añadió, y Yuval se agachó a recoger tres libros de bolsillo.

—Es muy amable de su parte que se ofrezca a llevarlo, viene desde Haifa —explicó Dora Zackheim—. Y ya es la tercera vez que viene esta semana. Cada clase nos ocupa mucho tiempo. Salió de casa a las cinco de la mañana —Yuval se ruborizó.

—Pero tengo que hablar con usted en privado —dijo Michael, y miró la gran puerta corredera que dividía en dos la sala. Estaba entreabierta y dejaba ver una cama que ocupaba casi todo el espacio de la otra mitad.

—Podemos cerrar la puerta —repuso ella jovialmente—. No hay ningún problema. No se oirá nada —añadió, y luego declaró muy animada—: Pero antes vamos a tomar un zumo o un café.

Yuval se sentó junto a Michael y empezó a leer la revista mientras jugueteaba con el borde del tapete que cubría la mesa. Dora Zackheim entró en la cocina y Michael la vio maniobrar con gran decisión en el pequeño espacio rectangular, verter líquidos y removerlos con estrépito. Yuval levantó la cabeza y a Michael le pareció que hacía grandes esfuerzos para reprimir una carcajada. Sus ojos titilaban.

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