Read Un asesinato musical Online
Authors: Batya Gur
Michael se sintió rebosar de ira al ver a la chica. Apretó las mandíbulas y fijó la mirada en Shorer, que estaba sentado a su lado, examinando la taza de café con gran concentración, como si no hubiera reparado en Dalit ni en la mirada de Michael. Por un instante, Michael pensó en levantarse. Incluso se le ocurrió tirar la silla y salir de la sala pegando un portazo, para no volver hasta que aquella cara pálida y radiante se hubiera esfumado. Renunció a esa posibilidad y a otras que le vinieron a la cabeza por estimarlas melodramáticas y absurdas, y optó por arrellanarse en el almohadillado asiento, estirar las piernas, cruzar los tobillos y abandonarse a un sentimiento de desesperación mientras contemplaba las manecillas del reloj de pared que tenía enfrente y se ponía a frotar tenazmente una mancha de grasa del contrachapado de formica de la mesa de reuniones.
Balilty tomó asiento a la cabecera y prodigó elogios, a sí mismo, a Dalit y también a Tzilla; luego hizo a regañadientes un comentario sobre el buen trabajo realizado por Eli. Zippo lo observaba con humilde expectación, hasta que bajó los ojos cuando quedó claro que Balilty no iba a mencionar su nombre. A Michael le pareció percibir una expresión de alivio en los rostros de Eli y Tzilla, motivada por la presencia de Shorer y por la supuesta resolución de los problemas de Michael. Tzilla se sentó frente a él y evitó mirarlo a los ojos. Balilty dirigía sus palabras hacia la esquina de la mesa ocupada por Michael y Shorer. Consagró algunos minutos a recapitular el curso de los acontecimientos, «para poner en situación al jefe de Investigaciones Criminales», dijo mirando a Shorer, «pese a que ya sé que Ohayon le informó anoche». Luego Balilty pasó a describir en detalle el estado en que se encontraba el piso de Herzl. («Un sótano apestoso de Beth HaKerem, con dos palmos de mierda en el suelo; se te quedan pegadas las suelas al andar, si es que encuentras algún sitio donde poner el pie; haría falta una excavadora para limpiarlo. Es increíble lo que se puede acumular. El tipo no tiene ni sesenta años y hay que ver todo lo que ha amontonado ahí. Instrumentos musicales incluidos. No sé nada de estas cosas, pero me da la impresión de que algunos son valiosos. Aquello parece una chatarrería.») Pese al escepticismo de los peritos, Balilty se había tomado la molestia de registrar a fondo el armario de la cocina. Y allí estaba el cuadro, bien escondido. («Detrás de un montón de botellas baratas de vino tinto y de coñac medicinal. ¿Quién bebe esas cosas hoy día? Y de un bote prehistórico de cacao holandés. Parecía que no habían abierto el armario desde hacía años y, sin embargo, las puertas no tenían ni una mota de polvo. El que escondió el cuadro las limpió a fondo. ¡Y yo que no he parado de hablar a la Interpol de los dos gabachos a los que les echamos el guante!») A continuación, Balilty explicó que en ninguno de los picaportes de aquel piso asqueroso había una sola huella digital, muy en especial en la cocina.
—Un buen contraste con el revoltijo y la suciedad que había por todos lados, y eso nos indica que no fue Herzl quien escondió el cuadro. ¿Para qué iba a borrar sus huellas? Es su casa, es lógico que sus huellas estén por todas partes —concluyó pensativo.
—¿Cómo lo sabes? —le rebatió Eli Bahar—. Puede que alguien escondiera otra cosa allí. Tal vez él escondió el cuadro y luego llegó otra persona buscando algo y fue ella la que borró las huellas.
—Podría ser —dijo Balilty, torciendo la boca en un gesto desdeñoso—. Pero te garantizo que las cosas sucedieron como yo he dicho.
—¿Qué garantiza el que lo digas tú? —se quejó Eli. Miró a Michael, y éste apoyó la barbilla en la mano sin decir nada.
—Os lo repito —insistió Balilty enfático—, creedme —levantó un brazo y abrió la mano—. Los armarios de la cocina estaban muy limpios. ¿Para que perder el tiempo hablando de eso? —hizo notar que no se veían indicios de que hubieran allanado el piso y que en el picaporte de la puerta principal, como en todos las demás, no había ni una huella—. A fin de cuentas, Herzl vive ahí y no se pasea por su casa con los guantes puestos —resumió con satisfacción—. No le hace falta borrar sus propias huellas, ¿no es así? —se volvió expectante hacia Shorer.
Shorer carraspeó, desmenuzó sobre su taza vacía de café la cabeza de una cerilla quemada que había sacado del cenicero y la tiró.
—Eso parece —reconoció a regañadientes, y escuchó con atención la gráfica descripción de Balilty sobre cómo había despertado a media noche a un especialista en pintura para que confirmase la autenticidad del cuadro.
—Porque según he podido saber —dijo Balilty dándose importancia—, gracias a mis conversaciones con la Interpol y con toda clase de expertos, en el mercado circulan muchas falsificaciones. Debíamos asegurarnos de que era el cuadro auténtico. Tendríais que haberlo visto. Alucinó.
—¿Quién? —preguntó Zippo, que hablaba por primera vez.
—El especialista, el profesor Livnat. Al coger el cuadro, le temblaban las manos. En confianza os digo que a mí no me pareció nada del otro jueves. Si no me hubieran contado que era tan importante, del siglo XVII y todo eso, ni me habría parado a mirarlo.
—En la fotografía se ve muy bonito —dijo Tzilla titubeante—, sobre todo la cara de la mujer.
—¿Y qué ha opinado al respecto el señorito Van Gelden? —preguntó Shorer.
—Pues sí, lo primero que hicimos fue ir a buscarlo. Zippo lo fue a buscar al psiquiátrico y lo trajo a casa de Herzl. Y, por cierto, antes de que se me olvide: él y su hermana irán a Zichron Yaakov en un coche de la policía. No vamos a correr ningún riesgo. Les haremos creer que es por su propia seguridad —dijo Balilty, y miró a Michael—. No puedo arrestarlos, ni retenerlos a la fuerza. Yo no les digo lo que pienso y ellos no me lo preguntan —añadió pensativo.
—Así que Zippo llevó a Theo a casa de Herzl —dijo Michael sombrío—, y le enseñaste el cuadro. ¿Qué dijo?
—Casi se desmaya —repuso Balilty riéndose—. Zippo no lo preparó de antemano, le pedí que no le dijera nada.
—¿Qué le iba a decir? —masculló Zippo al tiempo que se aplicaba a sacar brillo a su mechero—. Si yo no sabía nada.
Por un instante, Balilty pareció confuso. Pero se recuperó de inmediato, sin darse por enterado de la interrupción.
—Lo llevé a la cocina y le enseñé el cuadro. Se quedó mudo. Extendí el cuadro sobre una toalla. Está todo tan asqueroso... A fin de cuentas, ¡son medio millón de dólares! Le pedí que lo identificara. Lo identificó. Eso fue antes de que llegara el especialista en pintura y después del examen pericial. No había huellas dactilares en el cuadro. Usaron guantes. Hasta entonces no se descubrió que Van Gelden tenía una llave del piso de Herzl —dijo Balilty en tono teatral—. Y su padre tenía otra. Le pregunté por qué no nos lo había dicho antes, y me saltó con: «No me lo habían preguntado» —Balilty hizo una pausa para crear un efecto dramático; luego dijo—: Y no son los únicos que tienen esa llave.
—¿Quién más la tiene? —preguntó Shorer al ver que Balilty esperaba que se lo preguntasen.
—Gabriel van Gelden también tenía una —repuso Balilty—. Eso tampoco lo sabíamos. Tú mismo oíste —dijo volviéndose hacia Michael— que a Herzl le obsesionaba proteger su intimidad. A mí no se me había ocurrido, pero Dalit lo descubrió anoche. Fue el padre quien les dio las llaves a los hermanos. Por lo visto, Herzl confiaba en el viejo. Y supongo que él sacó copias de su llave y se las dio a sus hijos. Puede que Gabriel hiciera a su vez una copia. Theo van Gelden dice que no recuerda quién le entregó la llave. Fue hace mucho tiempo.
—Yo no me tomaría muy en serio nada de lo que dice Theo van Gelden —refunfuñó Eli Bahar—. No daría crédito ni a una de sus palabras. Ni a una sola.
—Lo verifiqué con la hermana —dijo Balilty—. Y Dalit descubrió que en casa de Gabriel había una llave del piso de Herzl... es decir, en casa de
Izzy
Mashiah. Dalit se enteró anoche. ¡Lo descubrió todo en una sola noche! ¿Qué te parece? —le preguntó triunfante a Michael—. Está bien, ¿eh?
—Muy bien —convino Michael mirando la pared que tenía enfrente—. Todo está muy bien.
—Y Nita dice que su padre tenía colgada una llave del piso de Herzl junto a la nevera, en un llavero donde también estaban las llaves del piso de Nita y del de Gabi —Balilty se pasó la punta de la rosada lengua por los labios hasta que relucieron de humedad, luego los chasqueó un par de veces.
—Muy bien, Danny —dijo Shorer—. ¡Enhorabuena!
—Y eso no es todo. Aún queda otro bombazo.
—¿Sí? —dijo Shorer.
—Aunque no sé cómo interpretarlo. ¿Dónde está la carpeta de las fotos? —le preguntó a Dalit.
—En tu despacho. ¿Voy a buscarla? —Dalit se apresuró a ponerse en pie.
—Es igual, no tenemos tiempo. Me creerán. Hemos encontrado el pasaporte de Herzl. Y está sellado en Amsterdam, hace seis meses.
—¿El pasaporte de Herzl Cohen? —preguntó Michael—. ¿En Amsterdam? ¿Qué iría a hacer en Amsterdam?
—Todos los demás también fueron, así que ¿por qué no puede haber ido él? ¿Os habéis fijado? El padre estuvo en Holanda, Gabriel estuvo en Holanda, Izzy Mashiah estuvo en Holanda. Los dos únicos que no han estado allí son Theo van Gelden y Nita. ¿Os habéis preguntado a qué viene tanto interés por Holanda?
—Estamos esperando a que nos lo expliques —replicó fríamente Eli Bahar—. Seguro que tú lo sabes.
—Pues no —reconoció Balilty—, pero puede ser una pista. El cuadro también es holandés, no lo olvides.
—¿En qué situación está Herzl en estos momentos? —preguntó Michael.
—Lo han ingresado en un hospital normal —dijo Balilty—. Abraham está con él. Herzl ha recobrado el conocimiento.
—¿Y? —le apremió Tzilla.
Balilty suspiró.
—A todos los implicados en este caso hay que tratarlos con mucho tiento. Herzl está consciente, pero de momento —echó una ojeada al reloj—, no ha querido hablar. Y como es un paciente psiquiátrico, no podemos arrestarlo. Si Herzl cambia de opinión, Abraham aprovechará el momento. Nos llamará si sucede cualquier cosa. Terminará por hablar —concluyó Balilty esperanzado.
—Puede que sí y puede que no —remachó Eli Bahar mirando a su alrededor con desaliento.
—Veamos cómo están las cosas —empezó a resumir Balilty—. Tenemos un cuadro robado que vale medio millón de dólares. Un cuadro que quizá nadie pretendía vender. Tenemos un trozo de esparadrapo y una cuerda de chelo, pero no sabemos de dónde ha salido la cuerda. Tenemos un par de guantes y sabemos a quién pertenecen, aunque eso no nos indique gran cosa. Tenemos un par de cadáveres y muchos viajes a Amsterdam. Y una casa en Rehavia que vale millones, y una tienda que también vale mucho, puede que más que la casa. Dinero, posesiones y dos herederos. Y también nietos y un maricón que va a heredar de su... ¿Sabéis que Gabi van Gelden aumentó la póliza de su seguro de vida hace un par de meses y que el beneficiario es Izzy Mashiah?
—No hables así —le reprendió Tzilla.
—¿Cómo?
—Lo que has dicho de Izzy Mashiah.
—¿Qué he dicho? Le he llamado maricón. Te pido disculpas, perdóname —Balilty unió las manos como si fuera a rezar—. Pido que me perdonen todos los liberales y progresistas, pero no me gustan los maricones. Ésa es la verdad. ¿Qué le voy a hacer?
—¡No deberías hablar así! —le espetó Tzilla—. Es mejor que esas opiniones te las guardes.
—A los que no soporto es a los que juegan a ser mujercitas —los ojos de Balilty recorrieron la sala y se detuvieron en la cara de Tzilla—. Los que, ya sabes... —dijo esbozando un guiño.
Tzilla tironeó de un mechón de pelo entrecano de su sien e hizo ademán de replicar, pero se quedó en silencio.
—Lo que pretendes decir —intervino Shorer, rompiendo el opresivo silencio—, y no nos queda mucho tiempo —añadió a la vez que echaba una ostentosa ojeada a su reloj—, ¿¿es que vas a exonerar a Herzl? ¿Es eso lo que quieres decir? ¿Te vas a concentrar en Izzy Mashiah y en Theo y Nita van Gelden?
—Más o menos —asintió Balilty—. Con ella hablé ayer por la tarde. Durante varias horas. Dos, por lo menos. Mientras registraban su casa —añadió pensativo.
—¿Hablaste con Nita? —preguntó Michael.
—Pues sí —dijo Balilty, que de pronto parecía avergonzado—. Fue antes de que Ruth Mashiah... llegara con su equipo para... —le dijo delicadamente a Michael—. Me fui antes de que... créeme, no sabía nada de eso...
—Olvídate de eso ahora —lo interrumpió Michael impaciente—. ¿Qué averiguaste hablando con Nita?
—Le volví a explicar que sabe algo más de lo que cree saber, y que si hablara con nosotros, puede que ese algo, sea lo que sea, saliera a la luz. Pero lo cierto es que no lo sabe, por decirlo suavemente. Es como si estuviera en otra parte. No sabe nada de nada. Le hemos hecho una prueba poligráfica —se apresuró a añadir.
—¿Cuándo? —preguntó Michael, tratando de dominar su voz—. ¿Anoche?
—Sí. No descubrí ninguna incongruencia. Ni siquiera cuando le pregunté quién estaba con Gabriel detrás del pilar. Probé con varios nombres, y la aguja no se movió. Ni cuando dije: «Theo estaba con Gabriel», ni cuando dije: «Era Herzl el que estaba allí». Nada. Lo único que le saqué que no supiéramos es que Herzl la ha asustado siempre, desde que era pequeña. Es por el aspecto que tiene —continuó Balilty—. Antes de la prueba, Nita me contó algo que sucedió cuando tenía unos tres años, es uno de los primeros recuerdos de su infancia. Salió de debajo de una gran mesa que utilizaban para hacer las cuentas en la tienda de música; estaba jugando allí debajo y su padre la llamó para que fuera a saludar al tío Herzl. Salió de debajo de la mesa y recuerda, lo podéis oír en la cinta, que lo miró y la simple visión de sus zapatos la asustó, a pesar de que al verle la cara se diera cuenta de que en realidad no era como para sentir miedo. Su pelo revuelto la asustaba, y ahora sabe que también Herzl tenía miedo. No de ella, miedo porque acababa de llegar a Israel y todo le intimidaba.
—Eso es incongruente —dijo Michael—. Nita sólo tiene treinta y ocho años. Herzl llegó a Israel en el cincuenta y uno. Nita ni siquiera había nacido, y lo conoce desde que nació. Cuando conoces a alguien desde siempre, no te asustas de él repentinamente a los tres años, a menos que haya hecho algo.
Balilty estaba desconcertado. Hizo el cálculo y dijo:
—Pues sí, yo qué sé. No tiene importancia. Es lo que ha dicho y ya está.
—Sí que tiene importancia —intervino Shorer—. Estamos hablando de Herzl Cohen, el empleado de su padre, en cuya cocina has encontrado el cuadro robado. Según tengo entendido —prosiguió señalando con un gesto a Michael—, hay muchos misterios relacionados con él, y el hecho de que inspirase miedo a Nita es uno de ellos.