Un asesinato musical (60 page)

—Estuve en las inmediaciones del edificio —respondió Izzy Mashiah en un susurro.

—¿De qué edificio? —preguntó Michael para que se grabara una respuesta más clara.

—Enfrente del auditorio.

Michael encendió un cigarrillo.

—No entré. Le juro que no puse el pie dentro.

—Pero estuvo fuera.

—Quería asegurarme de que realmente... yo... lo estaba siguiendo —Izzy Mashiah hablaba con los ojos bajos—. Quería comprobar si el coche estaba ahí.

—¿Y estaba?

—No —dijo Izzy Mashiah tristemente—. No estaba. Me había olvidado por completo de que se lo iba a llevar Ruth. Y pensé: «Me está mintiendo». Me dice que está en un sitio y está en otra parte. Mi imaginación empezó a funcionar a toda marcha, me fui montando toda una película hasta que... hasta que vino usted y me dijo que había muerto —dijo con voz destemplada.

—¿Por qué no nos ha contado antes todo esto? —preguntó Michael en un tono amable, paternal—. ¿Porque sentía miedo? ¿Le daba miedo que lo considerásemos sospechoso del asesinato? ¿Por eso no nos contó que estuvo a las puertas del lugar del crimen?

—No —musitó Izzy Mashiah—. No tiene nada que ver con eso. Me da igual que me consideren sospechoso. Me siento como si ya no tuviera nada que perder. No fue por miedo.

—¿Por qué entonces? —insistió Michael.

Con la voz ahogada, desde detrás de las manos que volvían a taparle el rostro, Izzy Mashiah le espetó:

—Fue por vergüenza —lloraba a moco tendido—. Por vergüenza y nada más. Estaba avergonzadísimo —dijo; sollozó y se descubrió la cara, bañada en lágrimas.

Michael aguardó largo rato hasta que se acallaron los sollozos. Le sobró tiempo para formular mentalmente la siguiente pregunta, y, llegado el momento, la planteó en tono autoritario:

—¿Podría identificar un antiguo manuscrito de una composición musical? ¿Del periodo barroco?

—¿Identificar? ¿A qué se refiere? ¿A que diga quién es el autor? —preguntó Izzy Mashiah, confuso.

—Imaginemos que le enseño una partitura original de una obra de Vivaldi, ¿sabría identificarla como un manuscrito de aquel periodo?

—Claro que sí —repuso Izzy Mashiah con confianza—. Son cosas inconfundibles. En Salzburgo, por ejemplo, se exponen partituras originales de Mozart. He visto multitud de partituras de ese estilo en los museos, y también las he visto fotografiadas en los libros.

—¿Podría identificarla entonces? —lo interrumpió Michael—. Sin necesidad de garantizar quién fue el autor.

—Podría decir si tiene aspecto de ser un manuscrito antiguo —repuso Izzy con cautela—. Pero circulan muchas falsificaciones. En realidad, haría falta que lo viera un experto. Pero yo podría decir si parece antiguo. Y usted mismo también podría, en realidad. No es difícil. Porque el papel era muy distinto del que se utiliza ahora.

—¿Conoce la música de Vivaldi?

—Desde luego.

—¿Todo lo que compuso?

—¿Todo? —se echó a reír—. Decir «todo» es un poco exagerado. Compuso centenares de piezas. Pero conozco bien a Vivaldi. Como cualquier músico serio.

—En ese caso —dijo Michael—, acompáñeme.

Obedientemente, Izzy Mashiah se colgó la bolsa al hombro y recogió las llaves del coche y, sin preguntar cómo ni por qué, siguió a Michael.

Cuando llegaron al psiquiátrico, Michael le pidió que lo esperase en el coche. Tras una breve escaramuza con la enfermera («Ya tenemos aquí a un policía», argumentó la mujer. «Debemos pensar en el bienestar de los pacientes y no sólo en sus intereses»), y después de que Zippo saliera de la habitación y se apostara en el pasillo, a Michael le concedieron permiso para entrar a hablar con Herzl.

Una vez más se encontró junto a una persona fuertemente sedada, una persona que tenía los ojos cerrados y se negaba a colaborar. Tras varios intentos fallidos de hacerle reaccionar andándose por las ramas, Michael decidió cambiar de táctica e ir derecho al grano. Tocó el brazo flacucho de Herzl, que abrió los ojos. Antes de que le diera tiempo a retirar el brazo, Michael le preguntó:

—¿Quién trajo a Israel la partitura?

Herzl abrió la desdentada boca, se manoseó los cuatro pelos que le crecían en la cabeza y a sus ojos asomó un destello de gran lucidez, de lucidez y pánico. Miró en derredor, se convenció de que no había nadie más en la habitación, se incorporó en la cama y miró a Michael. De pronto, pidió un cigarrillo. Michael se apresuró a ofrecerle uno, se inclinó para encendérselo, luego encendió otro para él, dio una calada y volvió a preguntar:

—¿Quién trajo la partitura?

—Es usted policía, ¿verdad? —afirmó Herzl sin rodeos. Parecía en pleno dominio de sus facultades.

—Soy policía —ratificó Michael—. ¿Quién trajo la partitura?

—Usted ni siquiera reconocería esa música —masculló Herzl despectivo, con desconfianza.

—Explíqueme usted qué es —replicó Michael amablemente, y le ofreció un vaso de plástico para que echara la ceniza.

—Aquí no nos dejan fumar —se quejó Herzl y, sin la menor pausa, añadió—: Felix quería regalársela a Gabi. Decía que tenía que ser para él. Le serviría para alcanzar la reputación que se merecía.

—¿La trajo él de Holanda?

Herzl meneó la cabeza.

—Felix no, fui yo. La traje yo. Él no podía ir, por Nita. Estaba a punto de dar a luz. Felix fue más adelante. Para revisar los documentos de autenticidad. Pero, al recibir la primera llamada, fui yo quien viajó allí. Me envió Felix. Siempre me enviaba a mí. Felix y yo —Herzl cruzó los dedos— éramos uña y carne. Yo lo comprendía. Pero luego cometió un error —cabeceó—. Un error muy grave.

Michael escuchó durante largo rato el tortuoso discurso, con sus digresiones, descripciones pormenorizadas, asociaciones y regresiones, hasta que al fin logró captar el meollo de la cuestión. («Le dije: "¿Por qué Gabi en vez de Theo? ¿Por qué no se lo cuentas a Theo? Él también tiene derecho". Se puso furioso. Se enfadó muchísimo porque le dije que si él se lo contaba a Gabi, yo se lo contaría a Theo antes. Y yo también me enfadé. Al final le retiré la palabra. Por eso cerramos la tienda. Y después... después murió», dijo casi con sorpresa.) Con un torrente de palabras en el que incluyó una descripción detallada de la ciudad de Delft y de su enorme iglesia, y del anticuario amigo de la infancia de Felix, Herzl se refirió a un viejo órgano de iglesia que el anticuario en cuestión había comprado para Felix, quien pretendía restaurarlo. Habló a continuación de cómo habían desmontado el órgano, de que tenía dos tableros superpuestos y del manuscrito.

—¿Dentro del órgano? ¿La partitura estaba dentro del órgano? —preguntó Michael en tono neutro a la vez que aquietaba el temblor de su mano.

—El anticuario se dio cuenta rápidamente de que era asunto para un experto. Vio que los papeles, que estaban atados con una cuerda, eran antiguos. Pero no sabía qué eran. Sólo entendía de muebles —explicó Herzl—. Por eso llamó a Felix. Él no podía ir. Y no sabíamos que era algo tan, tan...

—¿Cómo se llama el holandés?

—No le facilitaré nombres —declaró Herzl—. No es usted de la familia —explicó en tono amistoso—. Nada de nombres.

—¿Estaba Nita al tanto de esto?

—A Nita no se lo contamos. ¿Para qué?

—Y usted mató a Gabi para que Theo pudiera quedarse con la partitura —con esa jugada, Michael aspiraba a sobresaltar a Herzl e impulsarlo a revelar más datos.

Herzl lo miró perplejo, como si Michael hubiera perdido la razón.

—¿Yo? —exclamó atónito, y miró a Michael casi con lástima—. ¿Por qué iba a hacer algo así? Estoy en contra del asesinato. Nunca mataría a nadie.

—Pero salió del hospital el día en que murió Felix.

—Claro que sí —replicó Herzl orgullosamente al tiempo que estiraba el descarnado cuello—. Era el día del concierto. ¿Cómo me iba a perder el primer concierto de la temporada, sabiendo que iban a tocar los tres?

—¿Estuvo en el concierto? —sobreponiéndose a la sorpresa, Michael preguntó—: ¿Cómo entró? ¿Había sacado una entrada?

Herzl hizo un ademán desdeñoso.

—No necesito ninguna entrada. Pasé por la puerta lateral, como siempre.

—¿Por la entrada de los músicos?

—Subí las escaleras que están al fondo del pasillo trasero —dijo como si fuera obvio.

—¿Lo vio alguien?

—¿Quién? —preguntó Herzl con indiferencia.

—¿Recuerda a la flautista?

—Interpretó a Vivaldi —rememoró Herzl—. El concierto
La notte.
Estuvo bien.

—¿Sólo bien?

—He oído esa pieza unas cuantas veces en mi vida. No fue nada especial —dijo Herzl impaciente.

—¿Recuerda cómo iba vestida?

Herzl le lanzó una mirada de incredulidad.

—Es usted una persona extraña —dijo fríamente—. ¿Qué le importa cómo fuera vestida? No era un concurso de belleza.

—Pero era una chica muy guapa —replicó Michael, e inmediatamente se arrepintió. «¿Por qué no dejas de tratarlo como a un niño?», se reconvino, «y le pides sin rodeos que te aporte una prueba, algún testigo».

—Llevaba un vestido azul, con brillos —murmuró Herzl—. Como la piel de un pez —y de pronto se estremeció.

—La televisión retransmitió el concierto —le recordó Michael.

—En el hospital no nos dejan verla hasta tan tarde. Y en casa no tengo televisión.

—¿Vio a Felix en la sala?

—No, no lo vi —repuso Herzl enfadado—. Y aunque lo hubiera visto, ¡que se molestara él en buscarme! ¿Por qué iba a ir yo a buscarlo? Felix estaba equivocado.

—Pero ¿estaba sentado en su localidad habitual?

—No. Estaban ocupadas por otras dos personas —contestó Herzl ofendido—. Les habían dado nuestras localidades a otras personas. Por eso me senté en la fila diecisiete. Pero allí también se estaba bien.

Michael le ofreció otro cigarrillo y Herzl lo agarró con avidez y se puso a darle chupadas como si fuera un pezón. Se recostó en la cama, agachó el largo y pálido semblante y se subió la manta.

—¿Cómo podía saber que iba a morir? —se lamentó—. Pasé seis meses sin hablar con él. Me decía a mí mismo, si quiere verme, que venga él. Después de la muerte de la madre, no quedó nadie que se preocupara de Theo. Sólo de Gabi. No es justo dárselo todo a un solo hijo. ¿No le parece? ¿Tengo razón o no? —alzó la cabeza.

—Hemos encontrado el cuadro en su casa —dijo Michael, haciendo un alarde de sangre fría.

—¿Qué cuadro? —preguntó Herzl inocentemente.

—La
Vanitas
que estaba en casa de Felix. El cuadro holandés.

—¿El de la calavera? ¿En mi casa? —preguntó Herzl sorprendido. Con manifiesta curiosidad, sin la menor traza de miedo, preguntó—: ¿Cómo llegó hasta allí?

—Lo encontramos en el armarito de la cocina, entre el cacao y el coñac.

—¿Quién lo puso allí? —insistió Herzl.

—Eso quizá lo sepa usted.

—No lo sé —dijo Herzl atónito—. No es un buen sitio para guardar un cuadro. A veces hay humedades en esos armarios. Nunca los abro.

—¿Quién tenía la llave de su casa?

—Felix y nadie más —dijo Herzl con resentimiento—. Después de que no me diera la razón en lo de Theo, quería quitársela, pero preferí no hablar con él. Habría pensado que era una excusa para retomar el contacto —explicó.

En cualquier momento podía producirse un estallido inesperado, Michael lo sabía. El flujo claro e indiferente de palabras podía quedar interrumpido. Como quien camina de puntillas por un campo minado, Michael se cuidaba mucho de no pronunciar las palabras «réquiem» ni «Vivaldi», y Herzl tampoco facilitaba nombres. Algo le decía que era mejor mantenerse en un terreno ambiguo hasta que llegara a comprender a fondo la cuestión.

—Gabi vino a verme —dijo de pronto Herzl con gran fatiga, y recostó la trémula cabeza en la almohada de rayas—. Vino a verme aquí. Por eso estaba yo tan enfadado con Theo. Él no se preocupó de buscarme para decirme que Felix había muerto. Sólo vino Gabi. Quería saber lo mismo que quiere saber usted. Felix le había hablado del manuscrito hacía algún tiempo. Fueron a ver a Meyuhas, que es un abogado especializado en derechos de autor. Yo ya sabía que Felix se lo había contado a Gabi. Felix me lo contaba todo. No mentía.

—¿Y Theo? ¿A Theo no se lo contó?

—Se lo conté yo —confesó Herzl, y dirigió una mirada medrosa a su alrededor.

—¿Cuándo? ¿Cuándo se lo contó a Theo?

—Antes... la última vez que vino a verme. Después de que cerráramos la tienda. Cuando Felix se negó a llegar a un acuerdo. Hace dos o tres o cuatro meses, creo.

—¿Y Gabi ya lo sabía?

—Se lo conté a Theo porque Felix llevó a Gabi a ver al abogado. Por eso se lo conté.

—Un manuscrito así valdrá millones, ¿verdad?

Herzl se encogió de hombros.

—Claro —dijo con indiferencia.

—¿Le dijo usted que era de Vivaldi? ¿Qué le dijo exactamente?

Herzl se incorporó de golpe y miró a Michael como si acabara de darse cuenta de que lo habían envenenado.

—No voy a hablar más con usted —anunció—. Usted no sabe nada ni comprende nada. No diré una palabra más. Ni una. Ni aunque me mate. ¿Qué podría hacerme? —dijo desafiante.

—¿Dónde está ahora el manuscrito? —preguntó Michael.

Herzl se tumbó con los ojos cerrados y apretó los labios.

Michael dejó el paquete de tabaco junto a la cama. Herzl abrió los ojos, echó una mirada de reojo, meneó la cabeza, hizo como si no hubiera visto el tabaco y volvió a cerrar los ojos.

—Ya sabe que han asesinado a Gabi —aventuró Michael. Pero Herzl no se movió—. ¿Quiere que asesinen también a Theo?

Herzl tensó los finos labios y empezó a respirar rítmicamente.

—¿Tienes una grabadora? —le preguntó Michael a Zippo, quien, junto al puesto de enfermeras, leía las notas clavadas en un tablón de anuncios.

Zippo se palpó el bolsillo.

—Pues claro. La traje esta mañana, no doy un paso sin ella.

—Pues ponía en marcha y ve a sentarte a su lado. ¿Habla contigo?

—Desde luego. Todo el rato.

—¿Cómo? —Michael estaba perplejo—. ¿De qué habláis?

—De muchas cosas —respondió Zippo—. De su infancia en Bulgaria. ¿Sabías que estuvo en un orfanato hasta los seis años? —Zippo chasqueó la lengua para demostrar su pena—. Pobre hombre. No tiene a nadie en el mundo. Hablamos de todo un poco. De mujeres, de por qué no le dejo fumar. En realidad, es un tipo muy agradable. Y no tiene un pelo de tonto. Entiende todo lo que le dices. Yo le hablo del Jerusalén de los viejos tiempos. Ya sabes, los tiempos en que...

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