Un asesinato musical (28 page)

Michael negó con la cabeza.

—¿No lo estudiaste en la universidad?

Michael volvió a hacer un gesto negativo.

—No tengo ni idea —le aseguró.

—Muy bien —dijo Balilty emitiendo un suspiro de satisfacción—, yo te puedo dar una conferencia sobre el tema. ¡Te va a sorprender todo lo que sé de los colores!

Michael murmuró unas palabras admirativas.

—No, no vale decir «qué interesante». ¡Es todo un mundo, como te lo digo, todo un mundo! Por ejemplo, si un pintor del siglo XVII quería un azul determinado, digamos el azul de ultramar, ¿conoces ese tono?

Michael observó a los peritos del laboratorio, que ya habían bajado del escenario y se desperdigaban por la sala; dos de ellos se dirigieron a la fila de butacas donde habían tomado asiento Balilty y él.

—Pues bien, es un azul muy oscuro —prosiguió Balilty didáctico—. En el siglo XVII lo obtenían de una piedra semipreciosa, la conozco porque da la casualidad de que le gusta a Matty, y porque una novia que tuve una vez decía ser joyera... en fin, que la piedra en cuestión es el lapislázuli... les gustaba mucho a los antiguos egipcios. ¿Lo conoces?

—Creo que sí —dijo Michael—. No estoy seguro.

Balilty quedó muy satisfecho.

—Bueno, pues en el siglo XVII molían lapislázuli para obtener el color azul de ultramar. Tú eres historiador, ¿o no?

Michael sonrió.

—Esto es información histórica —aseguró Balilty—. Hasta el siglo XIX no se empezó a obtener este color artificialmente. Así se puede determinar la antigüedad de un cuadro. Y si ese sistema no funciona, ¿sabes cuál es el no va más de los métodos?

—No, ¿cuál?

—El no va más de los métodos —explicó Balilty paladeando las palabras— es bombardear el cuadro con radiaciones, y luego poner una película fotográfica en el cuadro para medir la radiación emitida por las sustancias químicas que contiene. ¿Lo sabías?

—En absoluto. Parece increíble —dijo Michael, auténticamente perplejo—. ¿Estás seguro? ¿Es una información fiable?

—¿Qué insinúas? —replicó Balilty ofendido—. ¡Te lo digo yo! —se llevó la mano al corazón—. ¡Me lo han dicho los mejores expertos! Me he pasado los dos últimos días con una francesa de la Interpol. Es su especialidad. Aparte de un par de especialidades más —añadió con un guiño—. Luego se comparan los resultados de la prueba con los análisis químicos. Además hay otro dato: si el cuadro está pintado sobre madera, como los pintaban en Italia hasta mediados del siglo XVI, y en Holanda hasta principios del XVII, ¿sabías que se pueden contar los anillos de crecimiento en el borde de la tabla?

Michael hizo un gesto negativo. Ya tenían muy cerca a los peritos del laboratorio.

—¡He aprendido un montón de cosas sobre la edad de la madera!

—El cuadro de Van Gelden está pintado sobre lienzo —le recordó Michael.

—Ya lo sé —replicó Balilty—. Sencillamente, te estaba informando.

—¿Tenemos que movernos? —preguntó Michael a Shimshon, que se había detenido al final de la hilera de butacas junto a un compañero.

—Pueden seguir ahí sentados un rato —dijo Shimshon, y continuó hablando con su compañero.

—¿Quieres que te lo explique todo ahora? —preguntó Michael a Balilty

El agente de Inteligencia ladeó la cabeza, sonrió y dijo:

—¿Por qué no? Lo mejor será que me entere ya de los hechos. Aquí hace un calor del demonio. ¿Qué están buscando ahora?

Michael se lo explicó.

Balilty frunció los labios con un gesto escéptico:

—¿Crees que el arma habrá ido a parar al patio de butacas? Si ha sido alguno de ellos, sería más lógico que la cuerda o lo que sea estuviera cerca del cadáver. Yo me concentraría en la parte de atrás del escenario. Y también en lugares imprevistos, la cocina, los archivadores. Puede que ya no esté aquí. Sólo estará aquí si el asesino no se ha ido.

—Me gustaría que hablases con Nita cuando se despierte —dijo Michael titubeante a la vez que se levantaban para salir de la sala—. Que seas tú quien la inte... quien le haga las preguntas necesarias. Sin olvidarte de aludir a las cuerdas de repuesto.

Balilty se paró en seco a mitad de camino de la puerta.

—Por favor —dijo Michael—. Ya sabes que no me puedo encargar yo.

Balilty estiró el cuello y sonrió.

—¿Qué vas a contarle a Shorer? —preguntó.

—Ese puente lo cruzaremos cuando lleguemos a él —masculló Michael.

—No se le habría ocurrido ponerte al frente de esto si supiera...

—¡Shimshon! —gritaron desde detrás del escenario—. ¡Shimshon!

Shimshon salió de la penúltima fila del patio de butacas y se precipitó hacia el escenario. Michael miró a Balilty y ambos giraron en redondo para subir al escenario. Entre bastidores aguardaba un perito, el rostro reluciente de sudor.

—Aquí mismo, estaba aquí —se maravilló, y señaló un pequeño piano de cola antiguo situado en el recodo del pasillo que conducía a las escaleras de la entrada de artistas. Sobre el piano había un montón de partituras, periódicos viejos y un gran rollo de cinta adhesiva amarilla, la que habían utilizado para sellar puertas y ventanas durante la Guerra del Golfo. Una espesa capa de polvo lo cubría todo y al pie del instrumento se amontonaban más periódicos.

—Levanté la tapa por casualidad —le dijo el perito a Shimshon—, sin esperanza de encontrar nada. Hay tantas cosas encima, parece como si nadie lo hubiera tocado desde hace años —dijo, y una sonrisa de orgullo se pintó en su cara a la vez que le tendía algo a Shimshon, quien cogió cuidadosamente el fino alambre, uno de cuyos extremos estaba enrollado en torno a una clavija de madera; lo sostuvo sobre las palmas extendidas como un sacerdote sujeta la sagrada forma. Sopló encima suavemente. Michael se acercó a ellos y Balilty se recostó contra la pared del pasillo, a unos pasos de distancia.

—¿Qué le parece? —preguntó Michael a Shimshon.

—Podría ser. Desde luego que sí, pero habrá que examinarlo. Lo han limpiado, como es lógico —gruñó mientras lo examinaba a través de la lupa que Yaffa había colocado sobre el alambre, estirado entre las manos de Shimshon—. Es de un instrumento musical, sin duda —dijo con satisfacción.

—¡Y pensar que estaba aquí dentro, en una bolsa de plástico! —exclamó alguien triunfalmente.

—Ahora también encontraremos los guantes —comentó Shimshon—. Si hay una cuerda, tiene que haber unos guantes, porque es imposible hacer lo que han hecho sin guantes y no cortarse los dedos. ¿Han examinado las manos de los músicos?

—Estamos en ello —dijo Michael—, sin olvidar a ninguno. Aún no hemos descubierto un solo corte.

—Supongo que los músicos se tienen que cuidar mucho las manos —dijo Shimshon distraídamente mientras guardaba la cuerda en una bolsa transparente—. Debe de estar usted en buenas relaciones con Dios —le dijo a Michael—. Tengo que reconocerlo, tenía usted razón, yo estaba equivocado.
Touché
—declaró, hizo una profunda reverencia y se quitó un sombrero imaginario.

—Antes de celebrarlo, tenemos que enviárselo a Solomon —dijo Michael—. Para ver si es el arma del crimen.

—Hemos intercambiado los papeles —dijo Shimshon sonriente—. Ahora usted habla de verificaciones, se pone escéptico... En fin, lo principal es que hemos encontrado algo.

—¿Guantes? ¿Alguien quería unos guantes? —la exclamación procedía de al lado del piano. Yaffa, con una amplia sonrisa en la boca y los brazos estirados, agitaba un par de gruesos guantes de delicado cuero color castaño. Shimshon corrió hacia ella y le quitó los guantes de las manos.

—¿Dónde estaban? —inquirió.

—Aquí, tirados inocentemente —dijo Yaffa, señalando el piano—, bajo los pedales.

—No son unos guantes comunes y corrientes —señaló Balilty—. Es un cuero especial, muy suave. No se los puede permitir cualquiera.

—Tendremos que interrogar a los músicos al respecto —dijo Michael mientras examinaba el mullido forro de los guantes.

—Podrían ser de un hombre o de una mujer —dijo Shimshon—. De alguien que tenga las manos grandes.

—Muchos músicos las tienen —dijo Yaffa—. Me he dado cuenta hoy. Y también tienen los brazos largos.

—¿Como si el cuerpo se adaptara a sus necesidades? —se burló Shimshon. Guardó cuidadosamente los guantes en una bolsita—. Lo ideal sería —reflexionó en voz alta— que pudiéramos llevar a todos los músicos al laboratorio para buscar restos del forro en sus manos.

—Demasiado tarde —intervino Balilty—. Todos se han lavado las manos después de que les tomáramos las huellas, y el que andan buscando se las habrá lavado mejor que nadie.

—Eso da igual —replicó Shimshon acaloradamente—. Podríamos encontrar algo bajo las uñas. Deben pasar varios días para que desaparezcan todos los rastros.

—¿No quedan huellas dentro? ¿No es posible encontrar huellas dentro del guante?

—Lo verificaremos, ya se verá —masculló Shimshon—. Pero tenemos que examinarles las manos.

—Lo haremos —prometió Michael—. Pero debe recordar que justamente la persona a quien buscamos puede que ya se haya empleado.

Shimshon le tendió la bolsa sellada a Yaffa. Seguían de pie en el pasillo, junto al piano. Un empleado del laboratorio vaciaba el contenido de una papelera en una gran bolsa de plástico, y Michael contempló distraídamente las manos enfundadas en finos guantes de plástico que revolvían corazones podridos de manzana y envoltorios de caramelos. De pronto, quedó paralizado al oír algo que los demás parecían no haber percibido, puesto que seguían hablando como si nada. El corazón se le desbocó. A lo lejos, en dirección al despacho de Theo, se oían las cálidas notas de un chelo; mientras se precipitaba hacia esa zona del edificio, Michael se dio cuenta de que conocía bien aquellas notas, y al llegar a la puerta del despacho ya no le quedó duda de que alguien estaba tocando con gran maestría una pieza muy familiar, de Bach, tal vez. Luego oyó un chirrido sordo y supo que no era Nita quien tocaba, no era más que un disco, y antiguo, según parecía.

Theo estaba en pie junto a la radio, manipulando los botones. Acababa de bajar el volumen, que hasta ese momento estaba a tope. Tenía el semblante demudado y un gesto de espanto.

—No pretendía poner música, sólo quería oír las noticias, saber si ya estaban... —dijo con voz trémula—. He encendido el aparato sin mirar y ha salido
La voz de la música.

Desde el umbral, Michael observó a Nita, que estaba tumbada boca arriba. Tenía los ojos abiertos, con las pupilas dilatadas, la vista clavada en el techo. El sonido ronco de la vieja grabación inundaba la habitación. Al entrar, Michael percibió la melodía de acompañamiento del órgano.

—No he podido apagarlo porque era Thelma Yellin —explicó Theo en defensa propia mientras la música cesaba. Dirigió la vista hacia Nita, que continuaba con los ojos fijos en el techo.

—Acabamos de escuchar el
adagio
de
Toccata, adagio y fuga en do mayor para piano
de Bach, en un arreglo para chelo y órgano de Arnold Holdheim —dijo con mucha solemnidad el locutor, y añadió que la grabación, de comienzos de los años cincuenta, pertenecía a los archivos de
La voz de Israel.
Con ella homenajeaban a Thelma Yellin en el centenario de su nacimiento. Antes de que empezara el informativo, el locutor pudo añadir que Yellin, que había sido discípula de Casals y había contribuido mucho a impulsar la música en Israel, falleció en 1959 a los sesenta y cuatro años.

A Theo le temblaron las manos cuando apagó la radio. Michael se recostó en la pared. Nita no volvió la cabeza. Sus ojos, muy oscuros debido a la dilatación de las pupilas, miraban fijamente al frente y su voz sonó hueca y ronca cuando dijo:

—Quizá me ha llegado el turno... eso es.

Michael se sentó a su lado en el sofá.

—¿Qué estás diciendo? —le preguntó asustado a la vez que le ponía una mano en el brazo.

—Thelma Yellin. No es una coincidencia —murmuró Nita, y cerró los ojos—. Es una señal de...

—¿Una señal de qué?

—Una señal de que me ha llegado el turno. Primero papá, luego Gabi y ahora yo.

Michael le asió la mano, fría y seca. Quería sacudirla o darle un abrazo, pero reprimió ambos impulsos.

—Y luego Theo. Después de mí, o antes —prosiguió Nita, como vomitando las palabras. Palideció de pronto e, incorporándose, exclamó—: ¿Qué va a ser de Ido? ¿Dónde está Ido? —temblando violentamente, bajó los pies al suelo.

—Está muy bien, te lo prometo. Acabo de hablar con la niñera, ahora mismo, está muy bien.

—Pero cuando yo me vaya, ¿qué pasará cuando me vaya? ¿Quién va a cuidar de él?

—¡No te vas a ir! —gritó Michael—. Vas a seguir viva.

—Para siempre —dijo Nita—, como todo el mundo.

—De momento, para siempre —dijo Michael, y, sin poder resistirse más, la estrechó entre los brazos.

Theo se desplomó en una silla y sepultó el rostro en las manos. Michael volvió la cabeza al sentir que no estaban solos. Desde el umbral, Balilty contemplaba silencioso la escena. Michael lo miró interrogante y Balilty se encogió de hombros y dio un paso atrás. Michael se levantó y se reunió con él fuera.

—Está despierta —le dijo a Balilty—. Debe marcharse a casa ya. Es necesario que alguien hable con ella lo antes posible, y ese alguien no debo ser yo. ¿Los acompañas? ¿Y les tomas declaración? ¿En casa?

—¿Me queda otra posibilidad? —preguntó Balilty, revolviéndose los bolsillos. Sacó un papelito y se lo colocó ante los ojos con el brazo estirado—. ¿Qué pone aquí? —preguntó al cabo—. ¿Qué hora pone? Mis gafas...

—Las cinco y media.

—¿Pone Museo de Israel? —preguntó alzando la voz y manteniendo una expresión cuidadosamente despreocupada.

—Sí, y también está anotado un teléfono.

—Muy bien, puedo acompañarlos ahora mismo, pero luego tengo una reunión en el museo, con un gran especialista, en relación con los cuadros. Bueno, quizá pueda pedir a alguien que vaya en mi lugar. Veremos. Necesito que venga con nosotros una mujer —continuó—. Me llevaré a como se llame, la jovencita esa, la maciza. ¿Cómo se llama? ¿Dalia?

—Dalit.

—Me la llevo. ¿Y tú?

—Yo también os acompaño, pero sólo un rato. Todavía tengo pendiente hablar con el representante de la orquesta, y luego iré a ver al tipo que vivía con la víctima. Tzilla me concertará una cita —pensó Michael en voz alta.

—¿Qué tipo es ése?

—Ya te lo explicaré —dijo Michael distraído.

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