Un asesinato musical (12 page)

Theo van Gelden hizo un sucinto saludo y el anciano de delante de Michael quedó en silencio y volvió a coger en la suya la mano de largas uñas de la joven que lo acompañaba. Michael advirtió que, una vez más, las oscuras cejas de Nita se arqueaban mientras su mirada se dirigía a la butaca vacía que él tenía al lado. Su padre seguía sin llegar; por lo visto, se iba a perder el concierto, pensó Michael a la vez que la música volvía a sonar. ¿Cómo podía haber olvidado la dulce entrada de los instrumentos de madera de la sección de viento y la incorporación gradual de los de cuerda? Las toses del público casi llegaban a sofocar las parejas de flautas, oboes y clarinetes. Y las toses persistieron en tanto que la música continuó en
pianissimo.
Michael recordó los brazos suaves, morenos y bien torneados de Becky Pomeranz, y el día en que le puso el disco de la
Fantástica
, y el tono seductor con que le explicó que el protagonista se imagina asesinando a su amada y su subsiguiente subida al patíbulo, mientras las campanas tañen a lo lejos. Se acordaba perfectamente de que Becky le había explicado que las notas graves sostenidas de los trombones sugieren el espanto de la ejecución, y que la
idea fija
, el tema de la amada, sólo vuelve a oírse, a lo lejos, cuando la cabeza rueda por el suelo. Y entonces aparecen las brujas, y entre ellas la amada, tan horrenda como ellas, tan peligrosa como ellas. Su tema, que antes fuera tan dulce y angelical, suena ahora en una versión grotesca, tocado en tonos agudos por el flautín y el clarinete.

De pronto, el tema de la amada resonó en la sala por primera vez. Y despertó en Michael una poderosa sensación de júbilo por el reencuentro con lo conocido y de hondo pesar por el paso del tiempo. Por lo que fue y había dejado de ser. Los ojos castaños de Becky Pomeranz, en los que chispeaban la inteligencia y la seducción; la franca inocencia con que él la deseaba y el miedo que su propia pasión le inspiraba.

La música cautivó de nuevo al público. Michael echó una disimulada mirada de reojo al crítico musical y lo vio pluma en ristre sobre el programa, como en espera de evaluar la entrada de los instrumentos de cuerda. Pero cuando las cuerdas sonaron, en lugar de anotar algo, el crítico dejó el brazo en reposo. Durante el primer movimiento todo fue quietud en torno a Michael. El aire estaba como en suspenso en la sala. Las toses se acallaron. La joven morena de la fila delantera se enderezó y, en los pasajes más suaves, a Michael le parecía oír la pesada respiración del anciano. Theo van Gelden alzaba y bajaba las manos y la orquesta tocaba como hechizada. Los sonidos se perseguían entre sí, y al oír las frases dilatándose en largos
crescendos,
Michael se dejó arrastrar y las siguió con la fútil esperanza de que lo llevaran a alguna parte.

Al final estalló una clamorosa y rítmica ovación, que reclamó una y otra vez la salida a escena de Theo van Gelden. El director indicó a los músicos que se pusieran en pie y recibió un ramo de flores de una niña a la que besó en las mejillas. Cuando al fin el público se convenció de que no habría bises, y en el momento en que la joven de delante le comentaba sorprendida al anciano: «¡Pues me ha gustado mucho!», las luces se encendieron y los espectadores comenzaron a salir lentamente, muchos de ellos sonrientes. Nita se acercó al borde del escenario y llamó por gestos a Michael. Él se dirigió hacia ella. Nita lo miraba desde arriba, la cabeza inclinada, las rodillas ligeramente dobladas. Michael empezó a decirle que su interpretación del solo de Rossini había sido maravillosa, pero ella lo interrumpió:

—Mi padre no ha venido. No lo entiendo, no contesta al teléfono. Le he llamado en el descanso. Y Theo también ha tratado de hablar con él.

Tras repetir varias veces que su padre no había venido, Nita añadió a toda prisa que tenían que ir a casa de su padre para ver si le había pasado algo.

—Pero antes —dijo con desánimo— hay una recepción, y debemos asistir los tres. Después, por fin...

Nita le preguntó titubeando si quería acompañarla a la recepción, y Michael se apresuró a responder que consideraba más oportuno regresar directamente a casa para ver a los niños, respuesta que hizo que se relajara un poco el gesto de Nita. Pero enseguida volvió a crisparse mientras repetía:

—No lo entiendo. Siempre es muy puntual. No sé qué pensar. Hasta hemos llamado al dentista. Pero no hay nadie en la consulta ni en su casa. Salta el contestador. Él también debería haber venido; le encanta la música, está abonado a la temporada.

Con ánimo de decir algo tranquilizador, Michael especuló sobre la posibilidad de que el padre no se encontrara bien tras la visita al dentista. Pero Nita insistió una vez más en que no contestaba al teléfono. Luego añadió:

—Gabriel está histérico. Vamos a tener que obligarlo a quedarse, porque si se marcha empezarán las murmuraciones. Todo el mundo tendría algo que opinar sobre los motivos de su ausencia en la recepción. Lo mejor será que te vayas; en fin, si te parece bien, lo que tú quieras...

Michael asintió, le dio unas palmaditas de ánimo en el hombro y salió a paso rápido al aire fresco y en dirección a su coche, prácticamente el último que quedaba en el aparcamiento.

Hablar con la niñera y pagarle, arropar a Ido, que había tirado al suelo su manta, dar el biberón a la nena, que se despertó en cuanto la niñera hubo cerrado la puerta tras de sí, todos estos actos simples y rutinarios no tardaron en disipar las emociones despertadas por el concierto. Sin ganas de devolver a la niña a su cuna, Michael la dejó recostada contra su pecho largo rato. Aspiraba su delicado aroma y le acariciaba suavemente la mejilla con un dedo. En momentos como aquél se sentía inmerso en un mar de afecto y compasión, sentimientos que creía perdidos desde hacía largo tiempo. No había lucha ninguna, tan sólo la necesidad que la nena sentía de él, y contra eso no era necesario defenderse. Al mirarla, no te costaba creer que en la vida de la nena todo era aún posible. Al cabo la tendió en la cunita y él mismo, agotado como estaba, se quedó dormido en el pequeño sofá del cuarto de estar de Nita, que le quedaba muy corto. Pero, con la tranquilidad de saber a los niños dormidos en la habitación contigua, tuvo un sueño profundo y reparador. Un sueño del que le sacó el timbre del teléfono.

Era Theo van Gelden quien llamaba. Y fue él quien le contó que habían encontrado la casa allanada y a su anciano padre maniatado, amordazado y muerto. En un susurro monótono, le explicó que en aquellos momentos Nita estaba hablando con la policía y se encontraba «en un estado terrible».

—El médico le ha dado una pastilla. Y no hay nada que hacer —emitió un repentino gemido—. Nuestro padre ha muerto. Se acabó.

Sorbiendo las lágrimas, dijo que Nita le rogaba a Michael que no se fuera de su casa hasta que ella llegara. Ambos habían acordado tácitamente pasar las noches separados y, a la hora de dormir, tras la última toma de biberón del día, Michael siempre envolvía a la nena en una mantita rosa regalada por Tzilla y se la llevaba a su piso, donde la metía en una cuna de mimbre que iba trasladando de habitación en habitación.

Al comprender que se había desencadenado una catástrofe que lo pondría todo patas arriba, y también debido al tono trastornado de Theo, Michael preguntó si podía hablar un momento con Nita. Hubo una breve pausa. Luego Theo van Gelden dijo:

—No es el mejor momento. Está aquí la policía, la ambulancia, todo el follón...

«Precisamente por eso», estuvo a punto de decir Michael, pero recapacitó y no dijo nada. Su intención era preguntarle a Nita si quería que fuera a verla, si necesitaba su presencia, pero comprendió que no podía dejar solos a los niños y también cayó en la cuenta de algo más grave: si el responsable de la investigación era alguien conocido, el asunto de la nena no tardaría en salir a la luz. Conteniendo el pánico, se limitó a preguntar a qué hora habían tenido lugar el allanamiento y la muerte.

—Todavía no lo saben con seguridad —respondió Theo van Gelden—. Están barajando las posibilidades de que haya sido a última hora de la tarde o ya de noche. No han establecido... —barboteó, carraspeó y suspiró—. No han establecido la relación entre la temperatura de la habitación y... el
rigor mortis.

—¿Puede hablar con libertad? —preguntó Michael.

—Estoy en la cocina —repuso Theo, sin demostrar sorpresa por la pregunta.

—¿Sabe cómo se llaman los policías que han acudido?

—Han venido dos... no, tres. Y también una mujer del... del laboratorio forense. Y un médico, y otras personas. No sabría decirle sus nombres.

—Pero habrá alguien al mando. Alguien que dé las órdenes.

—Sí —dijo Theo van Gelden con impaciencia—. Un tipo que no para de hablar. Con una barriga enorme. Pero no recuerdo cómo se llama.

Michael ponderó la posibilidad de pedirle a Theo que fuera a enterarse de su nombre, pero comprendió que resultaría sospechoso. Si el hijo que acababa de ver a su padre muerto regresaba a la escena del crimen para informarse del nombre del policía a cargo de la investigación, le preguntarían inmediatamente por qué quería saberlo. Y Michael no podía decirle que no mencionara su nombre. Pero, en su fuero interno, algo se rebelaba contra la idea de quedarse de brazos cruzados. Sopesó por un momento la posibilidad de llamar a una canguro, e incluso la de llevarse consigo a los niños. ¿No era inaudito que lo dejaran al margen?

—¿Para qué quiere saberlo? ¿Conoce a alguna de las personas que están aquí? —preguntó Theo van Gelden con cierta irritación.

Michael recordó que el director de orquesta no sabía nada sobre su persona. Y, ciertamente, no sabía que era policía. Lo mejor sería no comentárselo en ese momento, decidió. Repentinamente, se oyó por el teléfono una lejana tos de fumador y luego una voz potente y bien conocida por él dijo:

—Señor Van Gelden, lo necesitamos un momento.

—Enseguida termino —oyó responder a Theo van Gelden—, estoy resolviendo lo del hijo de mi hermana.

—Muy bien, sin problemas, venga en cuanto termine —gruñó la voz familiar.

No cabía la menor duda, y, sin embargo, Michael susurró por el auricular:

—¿Danny Balilty? ¿Se llama así?

—Eso creo —dijo Theo—, y ahora tengo que... Usted mismo lo ha oído. ¿Puedo decirle a Nita que todo va bien? ¿Que se va a quedar con el niño?

—Dígale que no me moveré de aquí hasta que llegue —aseguró Michael—. Y dígale que me llame cuando pueda y que no mencione mi nombre —añadió incómodo—. Pero esto último dígaselo en voz baja —se quedó pasmado por haberlo dicho. «Mira que tener que vérmelas con Balilty», reflexionó. «Una persona de mi mundo.»

Theo van Gelden masculló una frase poco tranquilizadora con la que no se comprometía a nada.

Michael se quedó sentado, escuchando los latidos de su corazón. Había sido una estupidez por su parte creer que podría mantener oculta a la nena. Haberlo conseguido hasta ese momento ya era un milagro. Pero ahora que Danny Balilty había entrado en juego y sería una presencia constante en la vida de Nita en el futuro inmediato, la posibilidad de guardar cualquier secreto se había ido al infierno. Y, en tal caso, ¿qué demonios lo obligaba a quedarse allí, entre niños y platos sucios? Una parte de sí se negaba a creer que estaba allí, junto a la pila de la cocina, y no apresurándose a acudir a donde lo necesitaban.

Fregó y secó los platos. Luego preparó sendos biberones para Ido y para la nena. Cuando el teléfono volvió a sonar ya se habían acumulado cinco colillas en el cenicero. Nita le dijo con voz apagada:

—Mi padre ha muerto. Ha muerto hoy. Ya no tengo padre ni madre.

Michael se quedó sin saber qué decir.

—Tus padres también han muerto.

—Hace mucho tiempo.

—Estamos huérfanos —dijo Nita llorando—. Todos estamos huérfanos.

Michael seguía sin encontrar qué decir.

—Ahora están concentrándose otra vez en el cuadro. Ya se han cerciorado de que han robado las joyas, pero no logramos dar con la foto del cuadro. Le quitaron el marco. No sé si padre murió antes... —quedó en silencio, aquietando su respiración—. Tenía un pañuelo dentro de la boca, y esparadrapo sellándosela. Se ha ahogado. No sé cuánto tiempo...

Michael no dijo nada. No sabía cómo decirle que su padre no había sufrido, que debía de haber muerto instantáneamente. «No es un asesinato», se dijo a sí mismo, «es un robo a mano armada. Mi presencia no es necesaria».

Como si hubiera oído sus pensamientos, Nita dijo en el mismo tono apagado:

—No me dejan verlo. Ha sido Gabriel quien lo ha encontrado. Estaba en el dormitorio. Lo llevaron allí a rastras. Theo también lo ha visto. Pero a mí no me dejan. Así que no sé si ha pasado un miedo terrible, ni durante cuánto tiempo ha estado así. Es espantoso. ¡Espantoso!

Michael masculló unas palabras. Y, cobrando ánimo al fin, preguntó:

—¿No basta con la presencia de tus dos hermanos? ¿No pueden dejarte volver a casa? —era increíble que estuviera diciendo eso. Hablaba como un perfecto ignorante. Como quien desconoce por completo los procedimientos policiales. Su personalidad parecía haberse escindido en dos.

—Acabo de terminar de describir las joyas. Ninguno de nosotros recuerda exactamente cuáles eran. Y es necesario que los tres hablemos del cuadro.

—¿Qué cuadro?

—Ya te lo he dicho —replicó Nita con voz mortecina, pero sin su habitual impaciencia—. La culpa de todo ha sido del cuadro. Debían de saber que lo tenía. Y el cuadro vale, yo qué sé, tal vez medio millón de dólares.

—¿De qué cuadro me hablas exactamente?

Una nota de emoción se coló en la voz de Nita cuando respondió:

—¿No te lo había contado? Sí, sí te lo he contado. Te conté que mi padre tenía un cuadro llamado
Vanitas.
De un pintor holandés del XVII llamado Hendrik van Steenwijk. Pues se han llevado el lienzo. Aquí no está. Han revuelto toda la casa. ¡Y nosotros enfadados porque no había venido al concierto! —prosiguió con voz ahogada—. Cuando pienso en las horas que ha pasado aquí mientras nosotros...

—Horas no han sido, eso tenlo por seguro. Es cuestión de minutos, cuando no de segundos —dijo Michael con aplomo.

—¿Es verdad eso? ¿O lo dices por decir?

—Es verdad. Lo sé.

—Sea como fuere, es espantoso. No sé cómo... cómo voy a... Bueno, ¿qué tal está Ido?

—Muy bien. Profundamente dormido. De momento no hace falta que te preocupes por él.

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