Un asesinato musical (9 page)

—A veces... —comenzó, y su voz se quebró. Tragó saliva—. Me asaltan de pronto, sin previo aviso, anhelos, anhelos indefinidos... —se tocó el pecho con la punta del arco—. Y, luego —sus ojos relucían húmedos—, me pregunto por qué las cosas han salido así, en qué me habré equivocado. Y qué podría haber hecho de otra manera, si acaso; por qué la vida es así, y... Mi madre está muerta —sollozó.

Michael se sentó en un extremo del pequeño sofá, con la nena en brazos, mientras Ido golpeaba las barras del corralito con un bloque rojo de un juego de construcciones. Al escapársele éste de las manos, refunfuñó y, acto seguido, se agarró el pie y trató de meterse el pulgar en la boca. Nita le lanzó una mirada, reprimió un sollozo y dijo con voz ahogada:

—En realidad, lo que me gustaría sería volver a confiar —dijo y sonrió, o, más bien, estiró los labios. El hoyuelo no apareció en su cara—. Y luego me detesto. Sé que no me puedo permitir estar tan llena de anhelos y deseos, que debo canalizar todo mi ser hacia la música y que, como tú dices, soy afortunada. La mayoría de las personas no tienen mi talento. Pero no lo puedo evitar, soy adicta a esos banales deseos románticos que me consumen —la repulsión asomó a sus ojos. Los bajó—. Seguro que me desprecias —dijo abruptamente.

—Qué va —se apresuró a decir Michael, con voz queda para no despertar a la nena—. ¿Cómo iba a despreciarte? Me da mucha pena verte sufrir y batallar contra el dolor como si pudieras eludirlo. No puedes. Hagas lo que hagas, te hace daño. Es lo que les sucede a quienes se sumergen de cabeza en el amor. En la idea del amor. En la fantasía del amor, que nada tiene que ver con su objeto... hasta podría ser un espantapájaros, como dijiste tú ayer.

Nita lloraba en silencio. Se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano que sujetaba el arco, resolló y se secó la nariz. La punta, levantada hacia arriba, estaba roja, las pecas del caballete se habían difuminado.

—Nunca dejará de sorprenderme que haya personas, mujeres sobre todo, capaces de amar y añorar a alguien a quien no respetan —volvió a enjugarse los ojos—. Tenías razón —dijo ya serena— en lo que dijiste ayer. Echo de menos ser una niña pequeña, sentirme próxima a alguien, dependiente —de pronto se estremeció mirando a Michael—. ¿Por qué tienes la mirada tan triste?

Ahora, en el auditorio, Michael sonrió al recordar el tono asustado y culpable de la pregunta.

—¿Te pongo triste? ¿Vas a darme por imposible?

—No, no te voy a dar por imposible. ¿Cómo podría dar por imposible a quien interpreta así el
Doble concierto
? Estaba pensando en mi hijo.

—¿Por qué pensabas ahora en él? ¿Lo echas en falta?

Michael respondió con un débil «sí», Pero no era la añoranza la que lo inquietaba en ese momento, sino un vivido recuerdo que súbitamente le reconcomía por dentro. El recuerdo de Maya relampagueó en su memoria y se apagó. ¡Qué poco había pensado en ella durante el último año! Luego recordó esta escena con toda claridad: Yuval a los catorce años, sentado al borde de su estrecha cama, el rostro sepultado en las manos, y él asomándose por la puerta entornada. Asustado, le había preguntado a su hijo: «¿Qué te pasa?», y se había apresurado a sentarse a su lado; repitió la pregunta, lo rodeó con los brazos, escuchó horrorizado los sollozos de su hijo adolescente y la voz desentonada con que de pronto le habló. Atento a sus frases entrecortadas, dedujo que el meollo del asunto era que la novia de Yuval, Ronit, ya no quería seguir con él, e incluso se negaba a hablarle. No supo qué decirle. Se limitó a estrecharlo entre sus brazos en silencio. Nunca más lo había visto llorar.

Nita tenía razón. La música de Rossini era o bien alegre, o bien profundamente triste. La primera de las cuatro partes de la obertura pretendía evocar el idílico paisaje de los Alpes suizos, según le había explicado. Pero también contenía una ineluctable tensión entre el ambiente idílico y la amenaza trágica que se cernía sobre él. El redoble de los timbales interrumpía ahora la dulce melancolía de los chelos. Debería haber sonado como un eco apagado, mas, bajo la dirección de Theo van Gelden, el eco de los timbales se tornaba excesivamente sonoro y conspicuo. Theo agitaba la pequeña batuta de plata que, según Nita había explicado orgullosa a Michael, era una muestra de aprecio del mismísimo Leonard Bernstein, quien se la había regalado después de que Theo dirigiera la Filarmónica de Nueva York por primera vez, hacía más de veinte años. Aquel eco hacía resaltar aún más la contenida elegía del chelo. La respiración de Michael se aquietó y él comprendió entonces hasta qué punto había estado en tensión. Al sentir el habitual dolor de mandíbula provocado por apretar mucho los dientes, Michael hubo de reconocer que se había identificado muchísimo con el miedo escénico de Nita.

Nita argüía que el chelo debía sonar elegiaco y pastoral a un tiempo. Ensayaba una y otra vez. En esos momentos, Michael la admiraba por su concentración. Todo su cuerpo parecía transformarse en una gran oreja severa y crítica. Un par de líneas verticales se pintaban entre sus cejas y un gesto de dolor le torcía la boca. Meneaba la cabeza enfadada y exclamaba descontenta de sí misma:

—¡Qué cursilada!

A Michael le parecía una interpretación maravillosa. La música le traspasaba el corazón, le llegaba a las entrañas. A veces le avergonzaba conmoverse tanto. Sobre todo cuando veía el cuerpo de Nita doblado sobre el chelo, la serena fuerza con que movía diestramente el brazo, los fugaces gestos de placer o de obstinación que cruzaban su rostro, siempre con los ojos cerrados.

Michael había disfrutado acompañándola durante los ensayos los últimos días. En aquellos momentos, la veía poderosa y ensimismada, inaccesible y hermosa. Sentía un fuerte deseo de estar a su lado, de experimentar aquella dulzura infantil que tan palpable se hacía cuando Nita miraba a su hijo o a la nena. Las flaquezas que le había revelado aquella primera noche, la vulnerabilidad de la que a veces daba muestras mientras realizaba los quehaceres cotidianos, desaparecían cuando tocaba. Michael tenía la sensación de que una fortaleza enorme manaba de ella cuando tocaba, como un torrente de aguas subterráneas. Y de que aquella fortaleza arrasaba con todo; lo demás eran obstáculos que la ponían a prueba.

Entre ellos se había desarrollado una gran intimidad con pasmosa rapidez. Intimidad que permitía a Nita hablar sola en presencia de Michael mientras practicaba, y que a él le impedía saber si lo que ahora lo derretía, le traspasaba hasta la médula, era la interpretación de Nita o todo un mundo de expectativas y deseos que había descubierto en sí. En sus oídos resonó una frase de Nita: «La verdad es lo que uno siente». Pero ¿cómo saber qué sentía en realidad? ¿Cómo aislar el efecto de la música de los demás sentimientos? ¿Y si lo que él oía en la interpretación de su amiga eran más bien las intenciones que él conocía en lugar de la mera expresión de la música? ¿Existía como tal la mera expresión de la música? ¿En qué podía basarse cuando no había un oyente? Y, en general, ¿qué sentido tenía hablar de la música y los sentimientos si se tenía en cuenta el proceso físico mediante el que una nota llegaba al cerebro? No había que olvidar que la recepción del sonido es resultado de una transmisión física y que sólo después el cerebro interpreta como música las ondas sonoras. Michael miró de reojo al hombre barbado de su derecha. En calidad de invitado de Nita, Michael estaba sentado entre la elite. Era la primera vez que se hallaba tan próximo al escenario. Alcanzaba a distinguir el taco rectangular de madera en cuyo pequeño orificio encajaba el contrabajista la pica de metal de su instrumento para afianzarlo, así como la raya reluciente de sus pantalones negros. E incluso los tacones arañados de la violista, que cruzó las piernas bajo la silla a la vez que apoyaba el instrumento en el hombro, inclinaba hacia él la oreja izquierda y se echaba hacia delante. El hombre sentado a la derecha de Michael tomó unas notas rápidas en el margen del programa. ¿En qué estaría pensando, por ejemplo, aquel hombre importante, a todas luces crítico musical, que tenía las piernas estiradas y la boca fruncida en un gesto que decía: «Veamos si todavía son capaces de sorprenderme»? ¿Oía él la melancolía que arrancaba el arco a las cuerdas del chelo? ¿Conservaba la capacidad de conmoverse?

El asiento de la izquierda de Michael estaba vacío. Debería haber estado ocupado por el padre de Nita. Antes del concierto, Nita le había presentado a Michael a su hermano mayor. Theo van Gelden le dirigió una rápida mirada de curiosidad, se abotonó la chaqueta del esmoquin y le estrechó la mano con fuerza. Resultaba extraño ver en su semblante un oscuro eco masculino de las facciones de Nita. Theo también tenía el rostro largo y estrecho, y sus ojos claros estaban muy hundidos tras unas gafas de fina montura. Trece años mayor que Nita, tenía profundas y breves arrugas enmarcándole la boca, de labios llenos y fruncidos como los de su hermana, y una barbilla puntiaguda y protuberante. Gabriel, que le llevaba diez años a Nita, tenía una cara redonda y regordeta y lucía una breve barba que le rozaba el cuello grueso y corto. Su tez, de un rosa pálido, estaba salpicada de pecas que le trepaban desde las mejillas hasta la ancha frente, y en el cuello se le veía una señal oscura, una especie de mordisco. El cabello castaño, entreverado de gris, se le alborotaba en las sienes, y él no cesaba de alisárselo. Tenía los ojos pequeños y castaños, muy hundidos, como los de sus hermanos.

Parpadeó repetidas veces a la vez que entrelazaba las manos y esbozaba una sonrisa con un solo lado de la boca, mientras Nita decía:

—Y éste es mi hermano menor, que se ha prestado a actuar esta noche para que pudiéramos tocar todos juntos, a pesar de que no comparte en absoluto los criterios de Theo y pese a que pronto tendrá su propio grupo.

Nita se echó a reír y le pellizcó el brazo a Gabriel, y él le palmoteó cariñosamente la mano, dejando ver por un instante un deslumbrante anillo de oro con una piedra verde engastada. Gabriel, que apenas era más alto que Nita, echó una ojeada por encima del hombro y preguntó:

—Pero ¿dónde está padre? ¿No iba a venir contigo? ¿No habíamos quedado en que lo recogerías al venir?

—No —repuso Nita, limpiándole el hombro con la mano—. Me llamó esta mañana. Se había olvidado de que tenía cita con el dentista, me dijo que vendría directamente en taxi desde allí. Estás todo pringado de yeso otra vez. Te he dicho mil veces que no te apoyes contra ese pilar —lo separó del estrecho pilar de cemento con un suave estirón, se puso a su espalda y le sacudió vigorosamente—. No tardará en llegar. Relájate. Basta con que esté nerviosa yo, después de casi un año...

—Todo te saldrá de maravilla —dijo Gabriel distraídamente. Dirigió la vista hacia su hermano, quien hablaba muy animado con una mujer vestida de negro que soplaba por la embocadura de su oboe, sujetando el instrumento con la mano libre. Gabriel se volvió de nuevo hacia la entrada de artistas.

—Deja de preocuparte —le reconvino Nita—. Ya sabes que papá detesta estar entre bastidores. Irá directamente al patio de butacas. Todavía faltan quince minutos para que empiece el concierto.

Ahora, Gabriel van Gelden se mesaba la barbita redonda y lanzaba ojeadas desde el escenario a la butaca vacía, el único retazo rojo de una sala a rebosar. En un par de ocasiones volvió la cabeza hacia la entrada lateral, y también escudriñó con los ojos entornados las escaleras, donde se arracimaban personas sentadas y de pie. Cuando los violonchelos concluyeron el primer tema, Gabriel le hizo un gesto a Nita con la cabeza, y Michael creyó ver que las cejas oscuras de su amiga se enarcaban y su rostro palidecía mientras se inclinaba hacia delante en su puesto, en el centro del escenario, muy cerca del podio del director, entre los violines y las violas, y forzaba la vista en dirección al asiento vacío. Luego los violines comenzaron a sonar de nuevo, y poco a poco se incorporaron la flauta, el oboe, el clarinete y el fagot para responderles. Entonces estalló una tormenta, era la espectacular segunda parte de la obertura. Reinaba el caos, y también una oscuridad cargada de suspense, como una premonición de la tragedia que se avecinaba. El rápido
crescendo
fue en aumento mientras se iban incorporando todos los instrumentos de la orquesta y Theo van Gelden agitaba los brazos y trataba de abrazar los ecos de la pavorosa tormenta, que continuó inflamándose hasta un punto en que casi remitió; luego cobró nueva fuerza al imponerse el sonido de la flauta.

Cuando se inició la tercera parte de la obertura con la conocida y hermosa melodía que entonaba la flauta, relevada luego por el corno inglés, los instrumentos de cuerda graves se fueron sumando al diálogo y Michael lo escuchaba todo como quien escucha un cuento. En un momento dado advirtió que tenía la boca abierta y, avergonzado, se apresuró a cerrarla. El triángulo y el oboe debatían con los instrumentos de cuerda sobre la misteriosa naturaleza del mundo, pero al propio tiempo describían el sol y los prados, los bosques y las arboledas. Luego la fanfarria de las trompetas anunció la llegada de los rebeldes. Los carillones y los instrumentos de cuerda retrataron la galopada de los caballos, y en la sala de conciertos surgió un mundo de revueltas, heroísmo y catástrofes. Pero incluso ahí se oían ecos del otro Rossini, ese Rossini mucho más alegre que hacía reír a Michael.

Mas, de pronto, la fanfarria de las trompetas se impuso al cuerno de caza y al canto de los pájaros. Era un tema muy trillado, siempre presente en el repertorio de la banda de la policía en ocasiones festivas y actos oficiales. Michael perdió la concentración, echó una ojeada a la sala. Vio una amplia sonrisa en el rostro del anciano sentado ante él, que tamborileaba con los dedos en el brazo de la butaca. La joven sentada junto al anciano reclinó la cabeza sobre su hombro. Su larguísima melena negra se derramó por detrás del asiento hasta rozar las rodillas del crítico de música. A Michael ya no le cabía duda de que ése era su oficio: no cesaba de cabecear ni de tomar notas. A espaldas de Michael, muy cerca de sus oídos, alguien desenvolvía caramelos lenta y persistentemente. El crujido de los envoltorios le estaba poniendo nervioso y al volver la cabeza para fulminar con la mirada a las dos señoras que tenía detrás, se encontró mirando un par de ojillos conocidos. Allá donde la barbilla de la mujer se juntaba con su generoso seno relumbraban unas cuentas verdes. Eran las mismas cuentas que adornaban el pecho de la enfermera que la Agencia de Bienestar Infantil había enviado a su casa hacía un par de días. La enfermera le dirigió una sonrisa de complicidad, se metió un caramelo amarillo en la boca, se inclinó y susurró algo al oído de su vecina de asiento.

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