Un asesinato musical (62 page)

Michael gruñó desde dentro del armario, de donde sacó algunas partituras impresas para luego revisar mecánica y desganadamente una serie de abrigos y esmóquines, llegando incluso a desdoblar un jersey de cachemir por si pudiera haber servido de escondite.

—Y todo el mundo alabó mucho al restaurador que había encontrado y limpiado las pinturas. Pero la historia no terminó ahí. Tiempo después, cuando pillaron a Malskat por el mural de los pavos, resultó que había trabajado de ayudante del restaurador en la catedral. Y confesó que él había pintado aquellos santos, y que además llevaba años falsificando cuadros de los impresionistas franceses. En todo el mundo se encuentran montones de casos parecidos. El falsificador más famoso fue un holandés, Van Meegeren. Y hasta en el museo de arte más importante del mundo, los Uffizi, de Florencia... ¿has estado allí alguna vez?

Michael se limitó a gruñir de nuevo, ocupado en examinar cuidadosamente un juego de maletas guardado en el armario. El sargento Ya'ir sacó la cabeza del nicho y dijo:

—Yo no conozco Italia. Sólo he ido a Estados Unidos, en un viaje organizado por el instituto.

—Bueno, pues hasta a la galería de los Uffizi le pasó que compró un retrato pintado por Leonardo da Vinci y doscientos años después se descubrió que era imposible que lo hubiera pintado Da Vinci porque, al examinarlo con rayos láser, se vio que, en cada pincelada, los pelos del pincel se hundían más en la pintura por el lado derecho que por el izquierdo. ¿Lo pillas?

—No —dijo Michael; sacó la cabeza del armario y miró a Balilty sorprendido.

—¡Entonces te voy a dar una noticia! —exclamó Balilty triunfante—. ¡Leonardo era zurdo! ¡No pintaba con la mano derecha! No lo sabías, ¿a que no?

Michael negó humildemente con la cabeza y Balilty le dijo al sargento:

—Ven aquí, jovencito. Tú tienes bien la espalda. Quita de en medio esta pila de papeles, aquí no hay nada. Y baja lo que hay ahí arriba. Tendrás que subir a la mesa y abrir esas puertas de cristal. Y comprobar si están cerradas con llave, tampoco mis ojos son lo que eran —suspiró y observó al sargento mientras éste se subía con cuidado a la mesa y trataba de abrir las cristaleras.

—Están cerradas —dijo el sargento Ya'ir—. Pero eso no es problema —musitó—. ¿Las abro? —preguntó. Balilty le dijo que sí con un gesto y él se sacó del bolsillo un alfiler, se recostó contra las puertas y al cabo de unos segundos ya las había abierto—. Le iré pasando las cosas una a una. Pesan mucho —advirtió.

—¿Qué tenemos aquí? —bisbiseó Balilty, mirando un libro de gran tamaño.

—Déjame verlo —le pidió Michael. Le echó un vistazo y dijo—: No es más que otra partitura impresa.

—Mira que encuadernación tan lujosa. Terciopelo negro, ni más ni menos. ¿Qué pone aquí? No lo descifro.


Der Freiscbütz
—dijo Michael tras examinar los caracteres góticos—. Es una ópera de Weber. Significa: «El cazador furtivo» —pasó el dedo sobre las intrincadas letras.

—Weber, ¿y ése quién es? —Balilty palpó la encuadernación—. Éste no es un libro cualquiera, es algo especial. Míralo.

—Ya lo estoy mirando —repuso Michael, y pasó con cuidado las pesadas páginas—. Parece una pieza histórica, con ilustraciones de los decorados —dijo como para sí.

El sargento Ya'ir se bajó de la mesa y colocó sobre ella otro gran volumen encuadernado en terciopelo negro.

—Pesa muchísimo —dijo con un suspiro—, un auténtico tocho. Aquí pone que es una ópera.

Michael giró la cabeza para echar una ojeada al libro.

—Es
Los troyanos,
de Berlioz. He oído hablar de esta obra, pero no la he visto ni la he escuchado. No se suele representar, porque al principio hay que poner en escena a toda una armada.

El sargento Ya'ir abrió el libro y comenzó a hojearlo. Pasaba las páginas con mimo. También era una edición ilustrada.

—No estamos en una biblioteca pública —le regañó Balilty. Pero, acto seguido, se incorporó y se colocó junto al sargento; y estaba mirando por encima de su hombro en el preciso instante en que el joven pasó varias páginas de golpe y dejó al descubierto un rectángulo vertical horadado en el medio de la página que estaban mirando y en las de abajo.

Los tres hombres se quedaron en silencio durante unos segundos. Era la primera vez que, por mera casualidad, los tres se hallaban junto a la mesa, Michael y Balilty a ambos lados del sargento Ya'ir, mirando el mismo libro. Balilty emitió un sonoro suspiro y tomó asiento.

Con gran cuidado, Michael sacó un paquete envuelto en papel de seda del hueco practicado en el libro y lo depositó sobre la mesa. Al desenvolverlo, apareció un fajo de páginas gruesas y manchadas. A Michael le temblaban las manos.

—Millones —susurró Balilty—. Vale millones, ¿verdad?

El sargento Ya'ir carraspeó.

—Parece un cuento —se maravilló—. En el caso Arbeli lo único que encontramos fue un puñado de hilos en un coche, algunos pertenecientes a la víctima y otros a desconocidos. Y ahora... después de buscar y rebuscar, damos con esto.

—Bien hecho —dijo Balilty a voz en grito, y le pegó una palmada en la espalda al sargento—. Un buen trabajo.

El sargento se ruborizó, bajó la cabeza y permaneció así unos segundos; luego la levantó, husmeó el aire, miró por la ventana y exclamó:

—¡Le dije que iba a llover! Y hace sólo un par de días que hemos terminado la cosecha del algodón. ¡Qué suerte! Justo antes de las lluvias.

Llovía con verdaderas ganas, una lluvia pesada, estrepitosa.

—Un buen chaparrón, para ser el primero del año —comentó Michael a la vez que se precipitaba a cerrar la ventana—. Así de pronto, sin previo aviso.

—He oído por la radio —dijo Balilty, mirando de hito en hito el fajo de papeles— que la primera lluvia siempre es así. Estamos en Sukot, y en estas fechas siempre se producen inundaciones. La semana pasada ya cayeron algunas gotas. ¿Por qué no le avisas para que lo examine?

—Le avisaré dentro de un momento —repuso Michael, y se desplomó en una silla—. Acabo de caer en la cuenta de que puede ser lo que buscamos. No puedo asimilarlo todo a la vez —farfulló mirando en la primera página del manuscrito una mancha de tinta sobre una palabra colocada entre unos pentagramas que no logró descifrar.

—¡Un momento! —gritó Balilty sobresaltado—. ¡Ponte esto! —sacó unos guantes finos del bolsillo de su pantalón y se los tendió a Michael; se quedó contemplando cómo se los calzaba—. Es justo como dijo que tenía que ser —se maravilló—. Papel grueso y fibroso. ¡Tócalo, toca la esquina! ¿A que sí? Tenemos que alertar al laboratorio. Qué increíble, la vida es... Estaba convencido de que no encontraríamos nada aquí. Vete a decirles que dejen de registrar el sótano —le ordenó al sargento Ya'ir.

Izzy Mashiah seguía sentado en la misma postura en que lo dejaron al cerrar la puerta: el cuerpo doblado hacia delante, el rostro sepultado en las manos, los dedos extendidos desde lo alto de las mejillas hasta el arranque de la frente. Retiró las manos despacio y miró a Michael con aire ausente.

—Querríamos que examinara algo que tenemos aquí —dijo Michael quitándole importancia a sus palabras, con ciertas reticencias, como si estuviera refiriéndose a un asuntillo tedioso del que se veía obligado a ocuparse.

Izzy Mashiah se levantó torpemente de la silla y le siguió al despacho.

—Siéntese —dijo Michael, y señaló un sillón negro—, y póngase esto —le tendió los guantes que él había usado antes.

Izzy Mashiah le dirigió una mirada sorprendida.

—Para que no se borren posibles huellas dactilares —explicó Michael.

Izzy asintió, se quitó el anillo de oro, lo dejó a su lado con mucha precaución y se calzó los guantes. Michael oyó a Balilty moviéndose pesadamente a sus espaldas y supo que estaría poniendo en marcha su pequeña grabadora.

El semblante de Izzy Mashiah permaneció impasible cuando Michael le colocó delante el fajo de papeles con reverente cuidado, sujetándolos con la punta de los dedos. Transcurrieron unos segundos antes de que Mashiah enarcase las cejas y dijera con asombro:

—Es... parece ser un manuscrito antiguo auténtico —y se inclinó sobre las páginas.

—¿Cómo lo sabe? —le preguntó Balilty desde atrás.

—Mire esto —Izzy Mashiah señaló los pentagramas, que no estaban impresos sino dibujados con tinta. Manoseó los bordes del papel—. Es, sin duda alguna, un papel antiguo, grueso y fibroso. Y el tipo de caligrafía también es de otros tiempos. Y mire esto —su dedo planeó sobre la página—, es el sello de una biblioteca. Necesitaremos un experto para que determine qué biblioteca es, pero a mí me parece que es italiana. Incluso veneciana, quizá. Necesito una lupa para... ¡Y miren estas manchas de moho! ¿Es una falsificación?

Como nadie respondía a su pregunta, Izzy Mashiah la repitió.

—Vamos a suponer que no lo es —dijo al fin Michael.

—¿Tienen una lupa?

—Ahora le traemos una —dijo Balilty, y salió a toda prisa del despacho. El retumbar de sus pisadas hizo temblar la puerta mientras se alejaba corriendo por el pasillo.

—Si es lo que creo —dijo Izzy Mashiah con voz trémula—, y si no es una falsificación, y si realmente procede de una biblioteca veneciana, podría ser... puede que incluso fuera... —contempló el manuscrito con ansiedad—. Y si es del siglo XVIII, como me parece, puede que incluso fuera... —repitió inquieto, y levantó la vista hacia Michael, quien mantuvo una expresión inescrutable. Izzy Mashiah empezó a pasar las páginas con extremo cuidado—. Si es auténtico —dijo sin dejar de hojearlo—, no está completo. Falta el principio, pero eso es típico en esta clase de manuscritos, que están compuestos de pliegos sueltos. ¿Lo ve? —levantó la esquina de una hoja, mostrando que estaba separada de la de abajo—. En fin, no soy experto en manuscritos, y todo lo que pueda decir tiene sus limitaciones.

—¿Nunca había visto esta obra?

Izzy Mashiah lo observó pasmado.

—¿Esta obra? ¿Yo? ¿Dónde podría haberla visto?

—¿Cómo quiere que yo lo sepa? ¿Tal vez en casa de Gabi?

—Nunca ha estado en nuestra casa —le aseguró Izzy Mashiah—. Créame, algo así no se me habría olvidado. Y no es que no tuviéramos manuscritos antiguos en casa. Felix llegó a traer uno barroco, pero era música didáctica, ejercicios. Pero nada como esto. Si es auténtico, valdrá muchísimo. No tiene precio. ¿De dónde lo ha sacado? —soltó de pronto.

Michael no respondió.

—¿Es de Theo? —persistió Izzy—. Quiero saber si es de Theo.

Balilty abrió la puerta de golpe, jadeante. Dejó delante de Izzy una lupa.

—Aquí tiene —dijo, y se desplomó en una silla.

El sargento Ya'ir entró en el despacho y se quedó en un rincón junto a la puerta, como si estuviera de guardia.

Izzy estudió el sello a través de la lupa.

—Sí —dijo con voz trémula—, es el sello de una biblioteca veneciana, y debajo de esta mancha de moho está escrita la fecha, 1725. Véalo usted mismo.

Le ofreció la lupa a Michael y éste la sujetó con buen pulso para mirar por ella. Izzy Mashiah hojeó reverentemente el segundo fajo de pliegos, y luego el tercero y el cuarto.

—Es un réquiem —dijo de pronto—. El cuerpo central de un réquiem, ya que falta el principio —continuó para sí—. Y también el final. Pero la parte central ¡cómo es! —se puso en pie y echó a caminar por el despacho—. ¡Ojalá Gabi pudiera verlo! —dijo con la voz ahogada—. Es el hombre que necesitarían. En justicia, tendría que haberlo visto y haberlo escuchado. ¡Le habría vuelto loco!

—Puede que lo viera —dijo Michael calmosamente.

Izzy se quedó mirándolo de hito en hito.

—¿Cree que de haber visto algo así no me lo habría dicho? —preguntó. Y prosiguió con furia—: ¡No comprende nada! Es imposible que no me lo hubiera dicho. Me lo contaba todo, ¡sobre todo lo referente a la música! Aun cuando fuera falso, ¡qué calidad en la falsificación! ¡Una música como ésta! ¡No le habría dejado pegar ojo por la noche!

—¿Y dormía bien últimamente? —preguntó Balilty.

Izzy se encogió y quedó petrificado. Por su rostro pasaron la confusión, el terror, una súbita iluminación y de nuevo el terror.

—¿Es esto lo que estaba en Delft? —le preguntó a Michael en un susurro—. ¿Era esto? —exigió saber en tono amenazador, y agarró a Michael por la manga de la camisa—. ¿Es lo que se traía entre manos con el anticuario holandés?

—Eso creemos —repuso Michael.

Izzy Mashiah soltó el brazo de Michael, contempló el manuscrito, tomó asiento y se quedó mirando al frente con gesto ausente y el rostro demudado.

—No me contó nada de esto —musitó—. Nada, ni una alusión indirecta. ¿Cómo es posible?

—¿Cómo podemos saber quién es el compositor?

Izzy Mashiah apartó la partitura de
Los troyanos,
apoyó el brazo en la mesa y recostó sobre él la cabeza.

—Voy a desmayarme —les advirtió, y empezó a respirar aceleradamente, emitiendo pitidos.

Michael le hizo ponerse en pie y lo arrastró hasta la ventana. La abrió. La lluvia les mojó la cara.

—Necesito mi medicina —dijo Izzy Mashiah. La frente se le iba perlando de sudor.

—¿Qué medicina? —vociferó Balilty.

—Un inhalador. Tengo asma.

—¿No lo lleva encima? —preguntó Michael.

—En el bolsillo —repuso Izzy con un hilo de voz—. En el bolsillo de mi chaqueta.

—¿Dónde está su chaqueta? —quiso saber Balilty.

—Fuera, creo.

Balilty abrió la puerta.

—En la silla no hay ninguna chaqueta —anunció desde el pasillo—. ¿Dónde puede estar?

—Tal vez en el despacho —dijo Izzy, la barbilla temblona—. En el despacho de Zissowitz.

—¿Quién es Zissowitz? —preguntó Balilty.

—El representante de la orquesta —respondió Michael.

Y Balilty se precipitó pasillo adelante hacia el despacho del representante y regresó con una chaqueta clara. Revolvió los bolsillos y extrajo una cajita.

—¿Es esto? —preguntó, y al ver el gesto de asentimiento de Izzy, sacó un pequeño inhalador.

Izzy aspiró el medicamento. Michael recordó entonces las advertencias de Ruth Mashiah sobre el asma de Izzy. El recuerdo de la directora de Bienestar Infantil trajo consigo la imagen de un rostro minúsculo y el sonido de unos pasos correteantes que quizá habría llegado a oír algún día. Y una punzada de dolor en el corazón. «Se ha ido», se dijo con firmeza. «Se fue. Se acabó. Punto final. Si hasta han encontrado a la madre. Ya no tiene sentido ni pensar en ello.» Y volvió a embeberse en el manuscrito.

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