Un asesinato musical (66 page)

—Ojalá no te hubiera conocido —dijo de pronto Nita en un lamento—. Ojalá estuviera muerta.

Michael guardaba silencio.

—Lo único que quiero es... poner esto en orden. Obrar como es debido.

Michael seguía callado.

—No tengo elección —concluyó Nita, con menos odio—. Tengo que hablar con Theo, pero a solas. Y antes que tú. Antes de que hables tú con él. No quiero que estés presente mientras hablamos —le advirtió amenazadora.

Michael asintió.

—Quiero estar a solas con mi hermano. Aunque... incluso si... Sigue siendo mi hermano. No ha dejado de ser mi hermano. Y si tienes razón, si hay un mínimo de verdad en lo que has dicho, sigue siendo mi hermano. Y tú no puedes relacionarte con la hermana... de un asesino. Lo nuestro se acabó. Tanto si tienes razón como si no la tienes. Me has dejado sola, te has pasado al otro bando.

Michael advirtió que se había puesto muy pálido y que su respiración era acelerada y superficial. Cada una de las palabras pronunciadas por Nita era como una piedra lanzada contra su pecho, directamente al corazón.

—Una vez que haya hablado con él, aunque tú tengas razón, no volveré a verte nunca más. Aunque estés en lo cierto. Y ahora ni siquiera me atrevo a preguntarte si quieres que hable con él. Me siento incapaz de hablar con él. Eso es lo que has conseguido. O es como están las cosas, aunque no sea culpa tuya.

Michael quería preguntarle si las cosas habrían sido diferentes de no habérselo contado, si él se hubiese encargado de interrogar a Theo por su cuenta y más adelante le hubiera presentado los hechos a ella, si hubiera tenido mayor compasión. Quería acariciarla y decirle que, aunque los acontecimientos se hubieran desarrollado así, él siempre había estado a su lado. Quería explicarle que lo que importaba no eran las apariencias, sino los hechos. Pero cuando esos pensamientos empezaron a plasmarse en palabras en su mente, supo que no diría nada. En aquel momento no tenía derecho a exigir que Nita le prestara atención. Lo importante era ella, y el interrogatorio. No tenía sentido decirle nada puesto que los hechos no se podían modificar. Si Nita decidía verle a él como el principal responsable de la necesidad de enfrentarse a los hechos, nada podría impedirlo. «Y así es como lo ve ahora», comprendió de pronto.

—Podrías habernos ayudado —dijo de pronto Nita, con una voz desesperada e infantil.

Michael abrió los brazos en un gesto de impotencia que detestaba.

—Lo que ahora te importa es tu trabajo, tus éxitos —continuó ella con amargura—. Has optado por eso.

Michael quiso protestar, ansiaba decirle que no había otro camino, pero hablar no serviría de nada. Cabizbajo, comprendió que Nita eludía el quid de la cuestión, lo esquivaba, daba vueltas a su alrededor como si de un anillo de fuego se tratara. Nita, dominada por el deseo de hacerle daño, tenía la boca contraída, los dientes hincados en el labio inferior; al fin, los músculos de su cara y de su cuerpo se relajaron y se recostó con los ojos cerrados. Sus labios se movieron, repitiendo inaudiblemente una y otra vez, como si rezara: «Ojalá estuviera muerta». De pronto, inesperadamente, se irguió, estiró la espalda y dijo:

—No tengo más remedio. Necesito saberlo. No puedo vivir así. Cuando sepa la verdad de boca de Theo, y sólo de su boca, ya veremos si puedo seguir viviendo. Si queda algo en pie.

La primera vez que Michael sintió el impulso de precipitarse hacia la sala azul fue cuando Theo le puso las manos en los hombros a Nita. Tuvo entonces una visión espeluznante: aquellas manos rodeaban el cuello de Nita y apretaban con todas sus fuerzas. Pero Theo se limitó a mirar a Nita a los ojos, y a Michael le sorprendió una vez más la incongruencia de que los ojos de ambos fueran exactamente iguales y, sin embargo, reflejaran expresiones tan distintas. Las facciones de Theo transmitían una sensación de lejanía y frialdad, de arrojo, mientras que el rostro de Nita dejaba traslucir el horror de lo que sabía y un dolor difícil de contemplar incluso desde el otro lado de un cristal. Theo retiró las manos de los hombros de Nita. Michael cerró los ojos un instante. Al abrirlos, oyó que Nita decía:

—Han encontrado el réquiem.

Vio que Theo se echaba hacia atrás y miraba en derredor espantado.

—Estamos solos —dijo Nita—, no tienes nada que temer, Theo. Lo encontraron en tu despacho.

Theo se desplomó en una silla que tenía al lado.

—No me habías dicho nada del réquiem —lo acusó Nita gélidamente—. Ahora me lo tienes que contar todo.

Theo meneó la cabeza. Luego la irguió y se pasó la mano por la plateada cabellera. Con la voz ahogada, dijo:

—Están escuchando todo lo que decimos.

—Aquí no hay nadie —insistió Nita—. Me lo ha prometido.

—Miente. Todos mienten —replicó Theo—. Siempre has sido una ingenua.

Michael se puso en pie y se aproximó tanto a la pared de cristal que dejó sobre ella la marca de su aliento. Se vio entrecerrando los ojos y después abriéndolos de par en par.

—Tal vez lo era —la oyó decir con sencillez, y vio que las manchitas rosadas de sus mejillas se oscurecían—, pero lo he dejado de ser. Ya no me lo puedo permitir.

Theo masculló algo ininteligible y la miró en silencio.

—Puedes contarme lo que te dé la gana, Theo —dijo Nita, y se agarró un brazo. Estaban sentados uno frente a otro, muy juntos. En la sala azul tan sólo había un par de sillas y una mesa metálica verde—. Pero tienes que decirme la verdad. Toda la verdad.

Theo exploró los rincones con una mirada rápida. Alzó después la vista hacia el techo como a la búsqueda de micrófonos ocultos. Al fin, se levantó e inspeccionó la sala, parecía a punto de empezar a medirla con sus pasos. Pero al darse cuenta de lo pequeña que era, volvió a sentarse.

—Todo. Es tu deber. Lo de padre también.

—Nita —dijo Theo airadamente—. ¿Qué voy a contarte de padre? Ya has oído que estuve con... una mujer, con dos, aquel día. Me siento incómodo hablando contigo de estas cosas.

El semblante de Nita palideció, como si de él se hubiera retirado la sangre de golpe. Michael tuvo miedo de que se desmayara, de que se cayera de la silla y se golpeara la cabeza contra el polvoriento suelo de piedra. Pero Nita se enderezó y dijo con un hilo de voz:

—Escúchame, Theo, escúchame bien. En primer lugar, como sabes, no soy precisamente virgen. No es ningún secreto que eres un mujeriego. Y, además, ya no soy una niña. Puede que lo fuera hasta hace poco, pero ya no. He tenido que madurar a toda prisa. Y, por último, la canadiense con la que estuviste en el Hilton, o donde fuera, dice que no estuvo contigo.

Theo sonrió. Incluso pareció animarse un instante.

—Cómo no lo va a negar —dijo casi con alivio—. ¿Qué esperabas? Es una mujer casada y respetable, un pilar de su comunidad. Tiene cuatro hijos.

—No me hables así —le replicó Nita con vehemencia—. No soy de la policía, soy tu hermana. ¡Estoy hablando contigo porque soy tu hermana! ¿No lo quieres comprender? Eres todo lo que me queda. Aunque... aunque seas un asesino —añadió en un susurro—. Ya está, ya lo he dicho —farfulló extrañada—. Aun en ese caso, te quiero, incondicionalmente. Pero tienes que decirme la verdad. Deja ya de mentirme. La canadiense dijo que en esos momentos estaba con otro hombre. Facilitó su nombre, y él lo ha confirmado; han grabado su declaración y ella la ha firmado. Y Drora Yaffe, la violinista con la que se supone que estuviste después, también se vino abajo en el interrogatorio. Dijo que te estuvo esperando y no apareciste. Así que no me vengas con cuentos.

—¿Con otro hombre? —preguntó Theo, girando los ojos—. ¿Tenía otra relación? Pero si ni siquiera es guapa, la canadiense.

—¿Es eso lo que te preocupa ahora?

—Entonces ¿por qué no me han arrestado?

—No lo sé —reconoció Nita—. Tal vez ya estás bajo arresto. Pero he solicitado hablar contigo, y me lo han permitido. Necesito enterarme de todo, por mi bien y por el tuyo. Y enterarme por ti, no por los interrogatorios y los juicios. Necesito que me lo cuentes tú.

—¿Has sido tú la que ha solicitado hablar conmigo? ¿No te lo han pedido ellos? —en la voz de Theo había sorpresa y alivio—. ¿Estás segura?

—Lo solicité yo. Nadie me lo ha pedido —repuso Nita con voz destemplada—. ¿No comprendes que me debes una explicación honesta? ¿No comprendes que tienes que contármelo?

Theo permaneció en silencio.

—Sólo seré capaz de apoyarte si me lo cuentas. A pesar de... aunque padre y Gabi... seré capaz de... no sé cómo, pero ya sabes que yo no digo mentiras. Sólo si quieres acercarte a mí ahora, si me lo cuentas, si confías en mí.

—¿Y qué más da? —masculló Theo—. Ya da todo igual. Créeme. Si han encontrado el réquiem. ¿Fue Herzl quien les habló del réquiem?

—No lo sé. Lo encontraron en tu despacho. Dentro de la partitura de
Los troyanos.
La que está encuadernada en terciopelo negro. La que te regaló mamá. Con esas ilustraciones que me enseñabas cuando era pequeña.

Theo guardó silencio.

—No te estoy preguntando por qué, Theo. Ahora mismo, no te pregunto por qué, sólo si lo hiciste o no. Eso es lo que te estoy preguntando. Los porqués los puedo comprender yo sola. Si es que son comprensibles. Los porqués podemos dejarlos para más adelante.

—¿Lo puedes comprender tú sola? ¿Cómo es posible? —gritó Theo, y se puso en pie. Aquella fue la tercera ocasión en que Michael tuvo miedo de que se lanzara sobre Nita y la matara a golpes. Theo se colocó junto a ella y empezó a pegar gritos sin el menor dominio de sí mismo. En su cuello, largo como el de Nita, resaltaban las venas—. Cómo vas a entenderlo si toda la vida has sido la niña bonita de todos. Te concedían todos tus caprichos. Padre te adoraba, y Gabi también. ¿Cómo puedes comprender cómo me sentí cuando Herzl y después padre me hablaron del réquiem, diciéndome que no se me iba a permitir ni tocarlo? Que sería el motor para impulsar a Gabi a una merecida fama. ¿Lo oyes? ¡La
merecida
fama de Gabi! Eso es lo que dijo padre. Nada de lo que he hecho en toda mi vida, ni mis esfuerzos, ni mi fama, ni mis innovaciones, ni las alabanzas a mi genio... nada logró alterar el desprecio que le inspiraba a mi padre. ¡Ni su preferencia por Gabi! Hiciera lo que hiciese, era una causa perdida. Y me viene hablando de fama merecida. ¡De lo que se merece Gabi! De que él es un músico
realmente
serio. ¡Y a mí nunca me decía nada! ¡Ni una palabra! La primera vez que dirigí la Filarmónica de Nueva York, ¿lo recuerdas?, madre vino sola a verme. ¡Él no podía dejar la tienda desatendida! Ni siquiera me llamó después del concierto. ¿Puedes comprender eso? ¿Tú, con toda tu ingenuidad? ¿Tú, con ese mito sobre nuestra familia que te empeñas en cultivar? Tú... tú... con tu vida de cuento de hadas.

Nita estaba petrificada. Sus brazos descansaban rígidos, como los de Michael, en los de la silla, tan tensos que todo el peso de su cuerpo parecía concentrarse en las palmas de las manos.

—Jamás una palabra de alabanza. Ni un comentario sobre mi talento. Siempre Gabi, Gabi, Gabi —repentinamente, la voz de Theo bajó de volumen y adquirió un tono seco y apático—. Y yo deseaba tanto que también me apreciara un poquito a mí.

Nita no se movió.

—Después de la muerte de mamá, no quedó nadie en casa que tuviera una palabra amable para mí. Fue Herzl quien me habló del réquiem en lugar de nuestro padre.

Michael observó con perplejidad cómo aquel cincuentón, un afamado director de orquesta vestido de traje y corbata, se convertía en un niño de tres años. Hizo un mohín como si le hubieran ofendido en lo más hondo. Como si le hubiesen marginado y tratado con una injusticia ultrajante.

—¿Has pensado en eso alguna vez? —dijo Theo a voz en grito—. ¿Que el lastimoso ayudante de padre era el único que estaba de mi parte? ¿Qué tienes que decir sobre el hecho de que padre no pensara ni contármelo?

—Planeaste matar a nuestro padre —dijo Nita con voz hueca—. ¿De verdad lo odiabas tanto? ¿Tanto como para planear su muerte?

—¿Que si lo odiaba? ¿Cómo puedes decir que lo odiaba? Deseaba tanto... tanto... —se le quebró la voz. Al cabo de unos segundos se repuso—. No seas tan melodramática —la reprendió con severidad—. No planeé nada. Fui a su casa para hablar con él. Estuvo tan frío conmigo, y tan lleno de desdén. Le preocupaba que Herzl me hubiera hablado del réquiem y que yo fuera incapaz de guardar el secreto. Pensaba en Gabi en todo momento, en lo que Gabi se merecía. Estábamos en su dormitorio. Él tumbado en la cama. Vi que no comprendía en absoluto lo mal que lo estaba pasando, ni lo que significaba para mí. De pronto, se me subió la sangre a la cabeza. Cogí la almohada para tirarla contra la pared. No pretendía... lo hice sin pensar. De pronto me miró con una cara de monstruo, como... como dice Kafka que era su padre. Eso es lo que parecía. Con la dentadura postiza pegando chasquidos y esa seguridad suya en que yo era una nulidad. No lo planeé. ¿Cómo se podría planear algo así? Quería hacerlo, eso sí, muchas veces sentía ganas de matarlo, de zarandearlo con todas mis fuerzas, pero no lo planeé a sangre fría.

Nita tenía el rostro bañado en lágrimas. Michael oyó que Balilty se frotaba las manos y emitía un suspiro de alivio.

—No tenía intención de... —Theo se inclinó hacia Nita y le cogió las manos—. Ni siquiera sé cómo la almohada, en lugar de estrellarse contra la pared... No recuerdo cómo fue a parar a su cara. Lo único que pretendía era no verle esa cara cargada de desprecio hacia mi persona, de severidad, de insensibilidad absoluta. No quería verle la cara. Le puse la almohada encima. No sé cuánto tiempo pasó hasta que me di cuenta de lo que estaba haciendo. Y ni siquiera podría decirte cómo supe que estaba muerto. Debía de estar mucho más débil de lo que yo creía. Lo hice sin querer, Nita. Yo también lo quería. Mi intención era... no lograba comunicarme con él. Daba igual lo que hiciera. Compréndeme, por favor. Has dicho que querías comprenderlo.

—¿Y el cuadro? ¿Y Gabi?

—Después me entró el pánico. No sé de dónde salió la idea del cuadro. Eso tampoco lo había planeado. Créeme. Estaba totalmente aturdido. No tenía ni idea de lo que iba a pasar. Ni yo mismo sé explicarte cómo ni por qué lo trasladé al sillón y lo amordacé, ni cómo desmonté el cuadro. Le quité el marco. Llevé el lienzo a casa de Herzl. No pensé en las consecuencias. No pensé en nada. Todo era... como un sueño.

—Y después, en el concierto, se te veía como si no hubiera pasado nada. ¡Y todos esperando a papá!

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