Un asesinato musical (61 page)

—¿Y has grabado vuestras conversaciones? —lo interrumpió Michael.

—Pues no, no las he grabado —Zippo agachó la cabeza—. No sabía que tenían importancia...

—¡Todo tiene importancia! —masculló Michael con la voz ahogada—. ¿Me oyes? ¡Todo!

Zippo se atusó las guías del bigote con patente incomodidad y miró a Michael nervioso.

—Han sido charlas de lo más normal —alegó implorante—, créeme, de las que tienen dos personas comunes y corrientes.

—Ahora vas a volver ahí dentro —dijo Michael.

Zippo se apresuró a asentir.

—Y entablas conversación con él otra vez. Haz que te hable de la familia Van Gelden, de Felix van Gelden, y de Theo y de Gabi. Y de su viaje al extranjero. Que te cuente cosas de Holanda. ¿Conoces Holanda?

—Holanda no —reconoció Zippo—. Hace un año, mi mujer y yo fuimos en un viaje organizado a Londres y París. Fue muy bonito. Un par de semanas. Lo vimos todo. Pero no fuimos a Holanda. Lo dejamos para el año que viene, quizá...

Michael recobró la compostura y refrenó su impaciencia.

—Qué bien —dijo—. Pues pregúntale qué lugares de Holanda merece la pena que visites cuando vayas. Cosas así. Y que te hable de la ciudad de Delft.

—Delft —repitió Zippo.

—Haz que te hable de su última visita a Delft. Tendrás que emplear la astucia —le advirtió Michael.

—No hay problema —dijo Zippo, con una sonrisa de oreja a oreja.

—Y que te hable con detalle de la iglesia de Delft, y de los anticuarios de la ciudad a los que conoce. Grábalo todo, hasta la última palabra, ¿entendido?

—No hay problema —volvió a tranquilizarlo Zippo—. Delft —repitió para sí—. Qué nombres tan curiosos tienen por ahí. ¡Delft!

14
Un viejo manuscrito enmohecido

Izzy Mashiah siguió dócilmente a Michael hasta el área de administración del edificio del auditorio. Pero cuando pasaban ante la fila de taquillas de los músicos, apretó el paso para adelantar al detective y se detuvo junto a la taquilla donde aún se leía el nombre de Gabriel van Gelden. La tocó, tragó saliva y siguió andando hacia el despacho del representante de la orquesta. Al llegar a la puerta se retiró para dejar pasar a Michael. Dentro los esperaba Balilty. Sentado en una postura extrañamente rígida en él, frente al representante, que estaba hecho un manojo de nervios, Balilty estudiaba las tablas y columnas de números impresas en una larga tira de papel continuo, la cual se había escurrido hasta sus pies y había reptado por la verde alfombra hasta llegar a manos del sargento Ya'ir, quien alzó la vista para mirar a los recién llegados y les explicó con solemnidad:

—Es la hoja de balance de la última temporada. Ingresos, gastos, subvenciones, pérdidas.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Michael alarmado—. ¿Dónde están Nita y Theo?

—Ella no se encuentra bien —explicó Ya'ir con calma—. No ha podido quedarse en Zichron Yaakov. Tuvimos que llevarla a casa. Hasta pensamos en pedir una ambulancia, pero al final la traje yo en la furgoneta.

—¿Y Theo?

—Se quedó allí. Está con el cantante alemán. Eli los traerá más tarde. Necesitarán un medio de transporte, pero... —señaló a Balilty con un gesto— el jefe ya se ha ocupado de eso.

—¿Y dónde está ahora?

—¿La señorita Van Gelden? En casa. La dejé allí. Apenas podía caminar. Tzilla la esperaba. Y también está la canguro. No está sola —se precipitó a añadir al ver la mirada de Michael—. Desde el Beit-Lillian avisaron a un médico. Querían pedir una ambulancia para llevarla a urgencias, pero ella se negó en...

—¿Qué le pasa exactamente?

—El médico dice que es un virus —explicó Ya'ir—. Por lo visto hay una epidemia, hay mucha gente enferma, con náuseas y debilidad. De pronto le subió mucho la fiebre y vomitó. Trataron de que se tumbara allí mismo, pero no quiso. El médico...

Balilty levantó la vista del papel impreso, enarcó las cejas y se bajó las gafas hasta media altura de la nariz.

—¿Te parece si...? Bueno, no tiene importancia. Ahora mismo hay otro médico en su casa. Y Tzilla la está acompañando. Está en buenas manos. Ya'ir dice que Theo montó la bronca porque no quería que Nita se fuera. Sugiero que nos pongamos ahora con su despacho, antes de que vuelva.

—Discúlpenme, querría ayudarles. ¿Qué es lo que buscan exactamente? No acabo de comprenderlo —intervino el representante de la orquesta muy nervioso. Se puso en pie detrás de su escritorio, encorvó los hombros, hundió entre ellos la apepinada cabeza y se frotó las manos—. Claro que no tienen por qué decírmelo. No me deben ninguna explicación, tal vez no tienen libertad para dármela, pero me gustaría ayudarles, de verdad. Si me dijeran sencillamente qué andan buscando, estoy convencido de que podría... —deslizó la mirada de un policía a otro. Nadie le respondió y él se quedó en silencio.

Balilty se levantó a la vez que emitía un sonoro suspiro, estiró los brazos con cautela y apoyó una mano en la cadera.

—En el sótano tenemos a otro par de hombres. Allí hay un almacén donde guardan las partituras —le dijo a Michael—. Pero tendrás que facilitarme una descripción más detallada para que pueda orientar mejor la búsqueda —añadió mientras salían del despacho uno detrás del otro.

Izzy Mashiah los siguió sin despegar los labios. Ya'ir cerró la puerta tras de sí. Pero el representante volvió a abrirla inmediatamente y apretó el paso para darles alcance.

—No quiero exigir nada —dijo. La mirada se le disparaba de aquí para allá, eludiendo deliberadamente la de los policías—. Comprendo su situación, pero la última vez que sus hombres hicieron un registro, lo dejaron todo tan revuelto que nos costó un par de días ponerlo en orden. Debo pedirles que, a ser posible...

—No se preocupe, haremos lo que podamos —le prometió Balilty. Y esperó a que el representante regresara a su despacho y cerrase la puerta.

—¿Qué aspecto tiene un manuscrito barroco original? —le preguntó Michael a Izzy, que estaba apoyado contra la pared. Un fluorescente le teñía la cara de amarillo. Izzy se puso a dar vueltas a su anillo. La piedra verde destelló.

—Suele consistir en una serie de pliegos, a veces cosidos y otras sueltos —repuso Izzy vacilante—. Grandes pliegos doblados en dos con notaciones musicales en ambas caras. El papel es por lo general grueso y fibroso, y muchas veces está enmohecido.

—¿Lo has oído? —le preguntó Michael a Balilty—. Diles que busquen algo así. Pero dudo mucho que esté en el almacén donde guardan las partituras impresas. Diles que lo metan todo en cajas —decidió tras un momento de vacilación—, y ahora vamos al despacho de Theo.

—¡Oiga! —le dijo Balilty a Izzy Mashiah—. ¡Espérenos fuera! Si no hay un banco a la puerta, le traeremos una silla. Espere ahí y ya le llamaremos si encontramos algo —concluyó con patente escepticismo.

Michael iba a expresar su opinión, pero Balilty lo atajó:

—No discutas conmigo. No puedo trabajar con gente de fuera enredando por medio. Y además —añadió cuando ya estaban en el despacho—, tú mismo no paras de decirme que no le explique de quién se supone que es la partitura, para ver si consigue identificarla y es lo que creemos que es. Así que ¿para qué necesitas que esté aquí?

—Tienes razón —se disculpó Michael.

—Y no es que crea que vamos a encontrar algo —se quejó Balilty. Se metió los faldones de la camisa bajo el ancho cinturón y se llevó las manos a la espalda—. Este despacho ya lo hemos registrado. Le dedicamos un día entero.

—Pero entonces buscábamos una cuerda —le recordó Michael.

—Y no la encontramos aquí. Y también revisamos los papeles —masculló Balilty.

—Pero no buscábamos un manuscrito. Lo que no se busca no se puede encontrar. ¿Cómo vas a encontrar algo si ni siquiera sabes que existe?

—Tonterías —replicó Balilty—. Toda la vida me he ido encontrando cosas que no buscaba. Por lo general, las encuentro precisamente cuando no las busco. Y tú... ¿quién ha encontrado a una niña sin buscarla? —preguntó provocadoramente, pero enseguida se dio cuenta del patinazo y cambió de tema—. Me he destrozado la espalda —dijo haciendo una mueca—. Sólo espero que no sea como el año pasado cuando... ¿Por qué tienes que hacerlo todo personalmente? ¿Por qué debemos encargarnos nosotros de este registro? —protestó inesperadamente—. Podríamos encargar a unos cuantos hombres que le dieran una buena vuelta a todo. Basta con decirles lo que tienen que buscar.

—No estás obligado a quedarte. Podemos hacerlo entre Ya'ir y yo. Y tú...

—No lo verán tus ojos, amigo mío —lo interrumpió Balilty a la vez que se arrodillaba ante la estantería—. No pienso perdérmelo, por mucho que no crea que esto vaya a valer de algo. Pero estoy dispuesto a soportar hasta el dolor de espalda por ese dos por ciento de posibilidades de que lo encontremos.

—Va a llover —dijo Ya'ir mientras husmeaba el aire después de abrir la ventana—. Lo noto, esta tarde lloverá. Quizá por eso le duele la espalda. En días como éste, a mi padre le duelen las piernas.

Balilty le dirigió una mirada colérica.

—Nunca me equivoco en este tipo de cosas —insistió el sargento—. Mire esas nubes.

—Os voy a decir una cosa —dijo Balilty mientras sacaba un rimero de libros de la estantería y los depositaba en el suelo, examinaba el fondo de madera de la estantería y comenzaba a hojear los volúmenes—. He aprendido mucho de falsificaciones con lo del asunto del cuadro. Aunque encontremos la partitura, y no lo creo, pasarán siglos hasta que consigamos que la autentiquen.

—Por lo que ha dicho Herzl Cohen, tengo la impresión de que esa cuestión ya está resuelta —replicó Michael—. Fue el motivo de que Felix van Gelden viajara un par de veces a Amsterdam después de que Herzl trajera la partitura. Y Gabriel van Gelden hizo otro viaje con el mismo propósito hace no mucho.

Pero Balilty, arrodillado y con una mano apretada contra la espalda, no estaba dispuesto a dejar que las cosas se quedaran así. Su gesto de exagerada concentración, una especie de mueca que le achicaba los ojos, fijos en un lugar invisible y lejano, indicaba que estaba a punto de lanzar un sermón.

—Aún no consigo creerme que Zippo le haya hecho hablar —dijo Balilty—. Para que veas. Como solía decir mi madre, al final Dios le saca su utilidad a cada cual. Nunca se sabe por dónde van a salir los tiros. Ni quién se apuntará un tanto. La espalda me está matando.

—Se le pasará cuando empiece a llover —prometió el sargento Ya'ir, que seguía en pie junto a la ventana abierta—. Ya no tardará en caer. ¿Quiere que empiece registrando esto? —preguntó, y se acuclilló junto al largo nicho que había bajo la ventana. Sin esperar a que le respondieran, abrió la fina y blanca puerta corredera de madera y comenzó a sacar partituras encuadernadas en negro con rótulos rojos pegados al lomo.

—El caso Malskat, por ejemplo —dijo Balilty dándose aires de importancia—, resulta de lo más interesante. ¿Has oído hablar de ese caso?

—No —repuso Michael; volcó el cajón superior del escritorio sobre la alfombra y comenzó a revisar todos y cada uno de los papeles y a mirar las fotos. En una de ellas se veía a Theo junto a Leonard Bernstein entre un grupo de personas vestidas de etiqueta, y en otra, una vieja instantánea en blanco y negro, reconoció de inmediato a Nita de niña, en la cara una sonrisa que dejaba al descubierto los huecos entre sus dientes y le pintaba hoyitos en las mejillas. Sujetaba un chelo tan grande como ella. Qué encantadora, pensó con repentina tristeza al contemplar los rizos rubios y lustrosos, la mirada seria, inocente. Se guardó la foto en el bolsillo de la camisa. Entre llaveros, cajas de cerillas, un paquete de palillos, aspirinas, notas y recibos, encontró (y leyó) cartas de amor, cartas de queja, recortes de críticas de conciertos, tarjetas de felicitación y un documento que resultó ser una ajada copia de un acuerdo de divorcio.

—Ocurrió en Alemania. Estaban restaurando una vieja iglesia. Un restaurador de allí mismo, llamado Malskat, trabajó en ello durante un año. No permitía que nadie viera lo que estaba haciendo. Trabajaba solo, usando un andamio hecho según sus indicaciones. Cuando terminó, convocó a todo el mundo para que vieran lo que había encontrado, unos frescos en el techo, unas pinturas increíbles del siglo XIII. Es una época que te gusta, ¿verdad?

Michael emitió un gruñido desde las profundidades del segundo cajón.

—Pero, como siempre he dicho, el problema de estas personas, de los falsificadores, los timadores y también de los que asesinan a sangre fría, su problema es que no comprenden que una sola persona nunca puede pensar en todo. ¿Sabéis lo que pienso yo? —preguntó a la vez que hojeaba una enciclopedia de música—. Mira este retrato, échale un vistazo —dijo, y leyó con interés el pie de la ilustración—. Es Beethoven. Mira qué aspecto tenía —pasó a gran velocidad el resto de las páginas y luego dejó el libro en el montón de los que ya había revisado—. Yo pienso —prosiguió con énfasis— que los mayores imbéciles son quienes creen que el resto de los mortales son tan estúpidos que no se dan cuenta de nada. ¿Tengo razón o no?

Michael volvió a gruñir. Por el rabillo del ojo observó cómo el sargento Ya'ir cogía las partituras con gran cuidado y pasaba despacio sus páginas.

—Y eso fue precisamente lo que le pasó al tal Malskat. En su mural del techo de la iglesia había ocho pavos. Pero en el siglo XIII no había pavos en Alemania, porque fue Colón quien los trajo a Europa de América a finales del siglo XV, ¿entiendes?

Michael se contentó con emitir otro gruñido. En el tercer cajón sólo había cajas de puros y más programas de conciertos. Se dirigió al armario.

—¿Qué había pasado? Pues resultó que había sido Malskat quien había pintado el techo. Y a raíz de ese escándalo se descubrieron un montón de cosas más. Por ejemplo, lo de los santos de la catedral. ¿Sabes a qué me refiero?

—No.

—Durante la Segunda Guerra Mundial bombardearon Lübeck, y la catedral gótica fue alcanzada por los bombardeos y el enlucido se desprendió de las paredes. Contrataron a un restaurador, y él anunció que bajo el enlucido parecía haber frescos medievales. Y en 1951, después de tres años de trabajos de restauración, se organizó una gran recepción para enseñar aquel muro, donde había una fila de santos del Nuevo Testamento, figuras de tres metros de alto. En toda Alemania no se conocía nada igual. Causó sensación. Hasta se hicieron tiradas de sellos con esas imágenes. Hoy día deben de valer una fortuna, los sellos esos —reflexionó melancólico—. ¿Me estás escuchando?

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