Un asesinato musical (45 page)

—Dos o tres veces al año. A veces nos vemos en Europa, otras en Nueva York. No queda muy lejos de Toronto. No sé cómo librarme de ella.

—Y nosotros no sabemos cómo dar con ella.

—No debería ser un problema —dijo Theo sarcástico—. Es una mujer casada, con hijos y con una dirección permanente. Un pilar de la comunidad judía de Toronto. Es fácil de encontrar.

—Nadie responde en el teléfono que nos facilitó, salta siempre un contestador. ¿No tiene otra manera de ponerse en contacto con ella?

—Nunca soy yo quien se pone en contacto con ella —dijo Theo—. Es ella la que me llama.

—Esta vez debería hacer un esfuerzo. Ella le proporciona su coartada para el día del asesinato de su padre —dijo Michael secamente.

—¿Por qué tendré la sensación de que... me están tendiendo una trampa? —se quejó Theo.

—Suponiendo que alguien esté tendiendo una trampa —dijo Michael al tiempo que aplastaba su cigarrillo en el cenicero de latón—, no somos nosotros los que estamos tendiéndosela a usted.

—¿Cómo dice? ¿Soy yo el que les está tendiendo una trampa a ustedes? —Theo lanzó una risotada desabrida.

—O a sí mismo —replicó Michael con serenidad.

—¿Yo? ¿A mí mismo? ¿Qué es lo que pretende...?

En ese momento sonó el teléfono, un estridor largo y continuo que les hizo pegar un brinco. Michael contestó.

—¡Enhorabuena! Ya ha dado a luz —dijo Tzilla—. Hará cosa de una hora larga, con cesárea, todo ha salido bien —Michael tardó unos segundos en comprender de qué le hablaba.

—¿Qué ha sido? —preguntó.

—Niña. Se sabía de antemano. Pesa muy poco, dos kilos trescientos gramos. Y no es que esté en muy buena forma.

—¿Quién?

—Las dos, en realidad. La niña tuvo problemas respiratorios hacia el final, y Dafna también sufrió complicaciones.

—¿Y Shorer?

—No he hablado con él —dijo Tzilla—. No estás solo, ¿verdad?

—Más bien no —dijo Michael, desviando la vista de Theo—. ¿Hay algo nuevo sobre el otro asunto?

—No he tenido tiempo de informarme. ¿De dónde se supone que puedo sacar un momento para hablar con Malka de los niños? —en su voz se coló una nota de malhumor y enfado—. Estoy aquí atrapada, con todos los músicos de la orquesta. Van pasando uno tras otro, ya llevo dos días así. Nadie vio a Herzl el día que asesinaron a Felix van Gelden. Hemos hablado con todos los vecinos. Y nadie lo vio en las proximidades del auditorio ni durante el ensayo en el que asesinaron a Gabi. Tampoco hay nadie que haya visto a Izzy o a Ruth Mashiah aquel día. Y hemos tenido un buen numerito, lo ha montado la señora Agmon, una violinista...

—La conozco —la interrumpió Michael—. ¿Qué ha hecho?

—Nada de importancia. Desmayos, histeria, llantos. Y Avigdor, el concertino, también es un tipo de cuidado. Serán artistas, pero parecen una panda de dirigentes sindicales. Sólo saben hablar de pensiones y normativas laborales. El único que parece diferente es un chico joven. Su gran sueño era pertenecer a la orquesta, y luego ha descubierto que es un trabajo como cualquier otro. Y ahora quieren que yo participe en el registro de la casa de Herzl Cohen. Balilty acaba de ordenarme que me reúna allí con él. También va a llevar a los del laboratorio, para que levanten las huellas... Por cierto, ¿qué te parece que Dalit haya encontrado a Herzl?

—Me parece que dejó pasar unas horas... ya me entiendes.

—¿Quieres decir que se guardó la información durante unas horas?

—Sí.

—Estoy segura de que tendrá una explicación —dijo Tzilla.

—Me gustaría mucho oírla —dijo Michael, y miró a Theo, que paseaba la mirada por las paredes del pequeño despacho—. En fin, gracias por transmitirme las últimas noticias.

—Quiere hablar contigo —le advirtió Tzilla.

—¿Quién? —preguntó Michael, poniéndose tenso.

—Shorer. Su secretaria ha dicho que quiere que lo llames al hospital a última hora de la tarde. Es decir, pronto. No puedes seguir esquivándolo —dijo con dulzura—. Tienes que hablar con él.

—Hablaré con él.

—Otra cosa. ¿Te han dado permiso Theo van Gelden y Nita para que examinemos sus cuentas bancarias? También tenemos que solicitárselo a Izzy Mashiah. Eli hablará con él. Es necesario revisar sus cuentas.

—Lo haremos —dijo Michael en tono neutro, artificial—. Pero no nos van a dar una imagen real.

—¿Por qué no?

—Porque podemos dar por descontado que la mayor parte estará fuera del país, sobre todo en este caso.

—¿Qué caso? ¿La familia Van Gelden?

—Alguno de sus miembros.

—No comprendo adonde quieres ir a parar —dijo Tzilla lentamente—. ¿Con quién estás? ¿Alguien de...? ¿Con Theo?

—Exacto.

—Ah —dijo Tzilla en tono culpable, como si hubiera estado particularmente obtusa—. ¿Por qué no me lo habías dicho? Bueno, no me lo podías decir, claro... Al ver a Balilty supuse que habíais terminado con Theo. Bueno, hablaremos más tarde —y colgó.

Michael y Balilty llevaron a Theo al psiquiátrico de Talbiyé en el Peugeot de Balilty y lo dejaron a la puerta. Luego rodearon el gran edificio de escasa altura y aparcaron cerca de una furgoneta que tenía estampado el logotipo de la Compañía Eléctrica. Mientras se dirigían hacia ella, Michael se sintió agobiado por el cielo plomizo y el aire opresivo; daba la impresión de que estaba a punto de caer el primer chaparrón de la temporada.

—Hace un tiempo apocalíptico —comentó Balilty.

—¿Necesitan que me quede? —preguntó el técnico del laboratorio que había instalado el equipo de escucha.

—Será mejor que se quede, por si surge algún problema —masculló Balilty, y se sentó tras el volante. El técnico se trasladó obedientemente al asiento trasero y Michael ocupó el de al lado de Balilty. Una ráfaga de viento estrelló contra el parabrisas una bolsa de plástico. En la cabeza de Michael reverberaba aún la breve discusión que habían mantenido mientras rodeaban el hospital.

—¿Para qué tenemos que quedarnos los dos? —había preguntado Michael mientras observaban a Theo, quien, cargado de hombros, franqueaba la verja y cruzaba la plazoleta de hormigón que había ante el hospital—. Últimamente me siento como si fuéramos niños jugando a algo. ¿Qué me va a impedir escuchar la grabación más tarde?

—¡Pero si fuiste tú quien me enseñó a estar preparado para toda eventualidad, porque siempre puede suceder algo imprevisto! —se quejó Balilty indignado—. Nunca te cansabas de repetir que hay que estar en el lugar preciso en el momento adecuado. Y ahora, de repente, ¿ya no lo comprendes? ¿Es que te reclama algo más urgente? ¿Ir a cambiar unos pañales, quizá?

Michael se quedó callado.

—Me pediste que dirigiera el equipo. Y te dije que no iba a ser tu títere. ¿Qué quieres? ¿Manejarme? Vete si lo prefieres, no te lo voy a impedir. Pero de ahí a decirme que es una pérdida de tiempo...

—Está bien, está bien —dijo Michael amargamente a la vez que alzaba las manos en señal de capitulación—. Es que... —dejó la frase a medias. Lo cierto era que Balilty tenía razón. Michael estaba sobre ascuas por la nena, aun sabiendo que no se había quedado a solas con Nita. De pronto se sintió envuelto en una vaharada del delicioso aroma de la nena mientras le daba vueltas a la inminente reunión con Shorer. Era como si pretendiera que la niña le diera fuerzas para hacer frente a Shorer. Ni siquiera iba a tener tiempo de darle un baño. Y también tenía que pensar en Nita, que ignoraba saber algo que sabía y por lo que podían agredirla en cualquier momento.

Se puso en tensión cuando una serie de sonidos inundaron la furgoneta: el chasquido de un picaporte, una puerta cerrándose, unos pasos plomizos, el murmullo amortiguado de una voz desconocida. A sus espaldas rechinó el asiento trasero cuando el técnico cambió de postura.

—¿Lo has visto alguna vez? —susurró Balilty, como si aquellos a quienes estaban escuchando también pudieran oírlos a ellos.

Michael hizo un gesto negativo. Sólo había visto a Herzl en una fotografía de la boda de Theo. Nita se lo había señalado: estaba a un lado del grupo, el viejo Van Gelden lo había instado a unirse a ellos porque era «uno más de la familia». Nita lo dijo imitando un acento extranjero, presumiblemente el de su padre, sin asomo de burla. «¡Menuda familia!», había dicho Nita el día en que murió su padre. «Si ni siquiera sabemos dónde está Herzl.»

—Sólo en una vieja fotografía —respondió Michael en un susurro que silenció por un instante el crujir de las sillas de una habitación que no podía imaginar.

Como si le hubiera leído el pensamiento, Balilty le informó:

—Es el despacho del director del psiquiátrico. Hablé con él, porque los demás, todos los médicos, están demasiado ocupados con la psique y no les deja tiempo para la vida real. El director estaba en deuda conmigo desde hacía tiempo.

Michael se llevó un dedo a los labios, pero Balilty ya había dejado de hablar, porque también él había oído la voz de Theo, después de una tosecilla típica suya:

—Te he traído uvas. Y un trozo de la tarta de queso que tanto te gusta, Herzl.

Michael reparó de inmediato en que Theo hablaba obsequiosamente. Además, había en su voz una emoción que no le había oído expresar hasta entonces, y que no lograba identificar. Theo hablaba en un tono más elevado de lo normal, como si estuviera forzando las cuerdas vocales.

—Ya ves lo importante que resulta oír las cosas en tiempo real. Eso lo aprendí de ti hace mucho tiempo —siseó Balilty.

—No pretendo discutir más —dijo Michael sosegadamente—. Lo único que decía es que en los últimos tiempos este tipo de cosas me resultan extrañas. Tal vez se deba a que he pasado dos años apartado del trabajo. A veces digo lo primero que se me ocurre, no hay que darle tantas vueltas. En todo caso, es evidente que lo nuestro es estar aquí —le extrañó haber usado la palabra «evidente», porque en aquel momento nada se lo parecía. Lo que sí estaba claro era que en el aire flotaba una sensación de peligro y premura, que quizá sólo se debiera a que Herzl era un enfermo mental. La imagen del rostro suave y rosado de la nena se transformó de pronto en la cara de Yuval. Tenía un gesto de desconcierto y desesperación. Luego Michael vio las mejillas hundidas de Nita, sus ojos aterrados. Oyó los acordes de la
Suite para chelo
de Bach que Nita tocaba una y otra vez por las tardes, buscando en ella algún solaz, mientras Ido reposaba chupándose el puñito y aparentemente atento a la música.

—¿Por qué no te comes las uvas? —la voz implorante de Theo resonó potente en la furgoneta.

Entonces Michael logró identificar la emoción que palpitaba en ella. Miedo. Miedo y un deseo vehemente de agradar. Se oyó un crujido de plásticos y de nuevo el rechinar de una silla.

—Bueno, guárdalas para luego —dijo Theo con voz congraciadora—. ¿Qué tal estás, Herzl? ¿Te encuentras mejor?

Silencio. Una alarma de coche ululaba a los lejos y se oía el amortiguado rugido del tráfico.

—Tengo que contarte una cosa —prosiguió Theo en otro tono de voz, más comedido, tras un largo silencio—. He venido a hablarte de Gabi. Gabi ha muerto.

Ni un sonido.

—¿Me has oído, Herzl? —la voz volvía a sonar casi en falsete—. Lo han asesinado. Anteayer. Después de un ensayo.

—¿En su casa? —dijo de pronto otra voz, pastosa y amortiguada, ronca; las palabras parecían emerger con esfuerzo de entre las brumas de la sedación.

—No, en el auditorio.

—¿Le pegaron un tiro? —preguntó la otra voz.

—No —dijo Theo; hizo una pausa—. Fue... con un cuchillo, quizá.

—Una puñalada en el corazón —dijo la voz, con aparente alivio.

—Le cortaron el cuello —especificó Theo.

—Mucha sangre —dijo reflexivamente la voz pastosa. De repente, preguntó sin rodeos, con toda claridad—: ¿Quién ha sido?

—No se sabe —repuso Theo—. Están investigándolo.

—Ah. Investigándolo —la voz de Herzl sonó de nuevo ahogada—. No lo encontrarán —concluyó quedamente.

—Tal vez sí —dijo Theo—. Están tomándose mucho interés.

—No encontrarán nada —vaticinó Herzl—. Lo de tu padre no lo descubrieron. Me lo contó Gabi. A él también lo asesinaron.

—¿Gabi te contó lo de mi padre? —Theo estaba pasmado—. ¿Cuándo te lo contó?

—Cuando vino a verme.

—¿Cuándo?

—Si no lo han encontrado todavía, nunca encontrarán al asesino de tu padre. Y al de Gabi tampoco.

—Lo de mi padre es distinto. Fue por culpa del cuadro...

—No fue por el cuadro, por el cuadro no.

—Le robaron el cuadro —dijo Theo, alzando la voz.

—No es por eso. No. Hay mucha maldad. En todas partes. Mucha —la voz se apagó poco a poco.

—¿Cuándo vino Gabi a verte? ¿Por qué no me lo contó?

Silencio.

—No cierres los ojos. No te duermas ahora, Herzl —le apremió Theo—. Ayúdame. Somos los únicos que quedamos. Nita y nosotros.

En la furgoneta resonó el eco de un bufido desdeñoso. Michael se estremeció.

—Herzl —imploró Theo—. Te estoy hablando.

—No me contasteis lo de vuestro padre. No vinisteis a comunicármelo —le acusó Herzl.

—¿Cómo quieres que viniéramos? —la voz de Theo dejaba traslucir culpabilidad y desesperación—. ¡Si no sabíamos dónde estabas!

—Gabi lo sabía. Él me encontró.

—Pero no me lo dijo —se defendió Theo—. Si lo hubiera sabido, habría...

—A él también lo asfixiaron —dijo Herzl.

—Es un caso muy distinto —refutó Theo—. Hasta después de la muerte de Gabi no descubrieron que... ¿Cómo lo sabes? ¿Cómo sabes que lo asfixiaron, que no fue un accidente? —preguntó alarmado—. Herzl, si estás al tanto de esa clase de cosas, tenemos que... La policía sabe que no estuviste en el hospital el día que asesinaron a nuestro padre. ¿Adonde fuiste al salir del hospital ese día, Herzl?

—¿Encontraste la música? —preguntó Herzl con súbita animación.

—¿Qué música?

Silencio.

—¿De qué música hablas? —la voz de Theo sonó fría y tensa—. ¿Sabes algo que yo no sepa?

—Tú lo sabes, lo sabes —replicó Herzl—. Ahora todo, todo está... —las patas de una silla rechinaron contra el suelo e impidieron oír el resto de la frase—, ¡No me toques! —gritó Herzl—. No soporto que me toques.

Se oyó otro chirrido.

—Mira, ya me he apartado —dijo Theo nervioso—. ¿Por qué estás enfadado conmigo, Herzl? No sabía dónde estabas, créeme.

—Quiero volver a mi habitación —dijo Herzl, la voz opaca y fatigada de nuevo—. Llévame a mi habitación.

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