Read Un asesinato musical Online
Authors: Batya Gur
—No sabía si hoy me había merecido el chocolate —comentó jocoso cuando la profesora apareció cargada con una bandeja de madera sobre la que reposaban unos vasos encajados en soportes de plata—, como he tocado tan mal; y resulta que hasta voy a tomar galletas.
Ella ladeó la cabeza y le dirigió una mirada crítica, aunque también afectuosa.
—Me alegro de verte contento al fin —dijo—, porque ayer y hoy me has tenido preocupada con ese humor tan mustio.
Una vez acabado el tentempié, Dora Zackheim le hizo un gesto a Michael, quien la siguió a la otra mitad de la habitación. Ella forcejeó en vano con la puerta corredera, que por lo visto no solía cerrar.
—Permítame —dijo Michael.
Dora Zackheim se apartó y le dio las gracias con un gesto. Luego abrió una ventanita que daba a una calle estrecha e indicó a Michael que se sentara en la única silla de la habitación. Ella tomó asiento en la cama y puso las piernas vendadas sobre un taburete. Su expresión se había tornado seria. En sus ojos azules había una mirada intensa.
—Estoy muy apenada por lo de Gabi —dijo sin ningún preámbulo—. Qué tragedia tan horrible, horrible.
Michael pretendía dejarla explayarse, pero ella no dijo nada más y se quedó mirándolo expectante, esforzándose en levantar los arrugados párpados de cortas pestañas. Michael había dado por hecho que le inspiraría desconfianza, miedo tal vez, y le sorprendió que no hiciera los habituales comentarios sobre la policía. Pensó satisfecho que su ofrecimiento de llevar a Yuval a Beit-Daniel le había valido para ganarse la estima de la anciana profesora de violín.
—He venido para que hablemos de él —dijo Michael titubeante—. Me gustaría que me hablara de él, y también de Theo.
—¿Theo? —exclamó ella sorprendida—. Vaya, vaya, Theo. Theo es totalmente diferente. Totalmente —le aseguró—. Un gran talento —añadió.
—¿Quién? —preguntó Michael.
Por un instante se la vio confusa.
—Gabi —repuso, y añadió de inmediato—: Y Theo también. Pero Theo es diferente.
—¿En qué sentido?
—Gabi estudió conmigo de los siete a los dieciocho años. Luego fue a Juilliard, en Nueva York. Theo dejó de estudiar conmigo a los catorce o quince años y,
¡presto!,
se fue directamente a Nueva York.
—¿Y se ha mantenido en contacto con él todos estos años?
—¿Con Gabi? Claro, en todo momento. Una relación muy estrecha. Siempre me escribía, me llamaba, venía a verme cuando estaba en Israel. Sigo en contacto con muchos de mis alumnos, pero Gabi se tomaba un interés especial.
—¿Y Theo?
—Theo es completamente diferente —insistió Dora Zackheim—. Un gran talento, pero no para el violín. No tenía suficiente paciencia. Había que obligarlo a trabajar. A diferencia de Gabi, que trabajaba demasiado. Usted conoce a Theo, ¿verdad?
Michael asintió con un gesto.
—¿Es imposible ser a la vez un gran violinista y director de orquesta? —preguntó.
—Es muy posible —repuso ella, sorprendida por la pregunta—. O pianista. Barenboim, por ejemplo, ha alcanzado un gran virtuosismo al piano y también es un magnífico director. Es posible, desde luego —dijo de mala gana—. A veces. Hay otros ejemplos.
—Pero el caso de Theo ¿es distinto?
—¿Y usted? Es usted policía, ¿no? —de pronto sus ojos y su frente se nublaron—. ¡Terrible! ¡Terrible! Tanto trabajo y tanto talento. Y de pronto... ¡adiós!
—¿Le gustaba mucho Gabi?
—¡Gustar! —exclamó con desdén—. ¿Gustar? Lo quería mucho. Para mí —dijo mirando por la ventana—, mis alumnos son como hijos. Tantas horas juntos, durante años y años. ¡Ay! —exclamó desgarradamente—. ¿Qué puedo decir?
Michael le pidió que le hablara de la personalidad de Gabriel.
Ella hizo un par de intentos de arrancar y al fin dijo:
—Es imposible describir a un ser humano. Y aún más imposible cuando se le conoce. Gabi empezó a estudiar conmigo a los siete años. Ya era muy meticuloso, un perfeccionista, pero tenía muchísimo talento. Y era tan serio. E ingenuo. Lleno de ideales. Era muy especial. Discreto pero especial.
—¿Ya le interesaba la música antigua de joven?
—¿A Gabi?
Michael asintió con la cabeza.
—Sí —repuso Dora Zackheim vacilante—. No tanto como en estos últimos años, pero sí, se podría decir que sí. La música barroca era su preferida incluso de niño.
—¿Y Theo? —por un momento, Michael pensó que volvería a repetir que Theo era totalmente diferente. Pero ella se quedó callada y frunció los labios; de pronto en su barbilla se marcaron unas arrugas en las que Michael no había reparado antes. Tras un instante de reflexión, dijo:
—Pensar en Theo y en Gabi me lleva a pensar en Thomas Mann, por lo distintos que son.
Michael callaba. Le daba la impresión de que Dora Zackheim alcanzaba a oír la grabadora, en marcha dentro de su bolsillo. Pero Dora estaba ensimismada.
—Gabriel estaba más interesado en el aspecto interno de las cosas. Él, y no Theo, era una especie de Adrian Leverkühn.
—¿Quién? —susurró Michael.
—De la novela de Mann
Doktor Faustus.
¿No la ha leído?
—Lo intenté, hace mucho tiempo —reconoció Michael.
—Es un libro difícil para quien no tiene grandes conocimientos musicales —le disculpó ella—. ¿Entiende usted de música?
—No entiendo nada —repuso Michael—. Pero me encanta.
—Eso es lo principal —le aseguró ella—. Pero no para un artista, para un músico —se apresuró a añadir—. A él no le basta con el sentimiento. A veces puede convertirse en un obstáculo. Un artista tiene que ser bastante frío. Casi tiene que ser un monstruo —dijo sonriente—. Cuando toca, debe mandarlo todo al infierno, incluso el amor. Debe tocar con sentimiento sin sentirlo. ¿Lo comprende? Necesita... ¿cómo podría expresarlo?... distancia, la distancia correcta —dijo al fin, y se relajó después de haber dado con la expresión correcta—. Pero para la vida necesita... —abrió los brazos, ladeó la cabeza y escudriñó a Michael—. ¿Ha estudiado en la universidad?
Michael asintió.
—Historia y derecho. Pero aún no me he licenciado.
—¿Qué tipo de historia? ¿Historia del arte?
—No, historia medieval fundamentalmente —repuso Michael nervioso, y su malestar se acrecentó al ver que ella subía y bajaba la cabeza cortésmente.
—¿Está relacionado eso con su trabajo en la policía? —era una pregunta cortés, pero también contenía un deje de sorpresa.
—Eso lo estudié antes... antes de saber que iba a ingresar en la policía —trató de explicar con pocas palabras. Le resultaba difícil calibrar hasta qué punto podría Dora Zackheim seguir interesada en él al saber que no era músico ni un entendido en música. Ojalá pudiera contarle la historia de su vida, hablarle de la combinación de circunstancias que lo abocaron a convertirse en policía en lugar de proseguir con sus investigaciones históricas, ojalá pudiera hacerla comprender que no era un policía cualquiera, que él también anhelaba las cosas del espíritu. El disgusto de no ser apreciado en su valía le hacía sentirse infantil. ¿Cómo vencer la barrera erigida por una persona incapaz de comprender el sentido de una vida ajena a la música, y que, por tanto, lo encontraría a él totalmente anodino? Si Dora Zackheim supiera de su relación con Nita, si supiera cómo lo conmovía escucharla cuando tocaba, tal vez lo valoraría más. Puede que incluso llegara a apreciarlo. Así sería capaz de llegar a ella. Aquella mujer le inspiraba un gran respeto y un hondo deseo de que también ella lo respetara un poco. Al mismo tiempo, ese deseo lo avergonzaba. Reprimió la necesidad de dar explicaciones y se quedó en silencio.
—¿De qué hablábamos? ¡Esta vieja cabeza mía! —dijo ella, dándose golpecitos en la frente—. Ah, sí, del doctor Fausto. En esa novela hay un compositor que se vende al diablo. Gabriel no se vendió, pero se sentía como si hubiera vendido su alma. No componía, pero aspiraba a la pureza, sí, a la pureza... hubiera dado lo que fuera por ella. Siendo todavía un niño, le pregunté: «¿Qué tiene de impuro Mendelssohn?». Ni siquiera Mendelssohn le gustaba —sonrió con tristeza y se palmoteo los muslos.
Michael titubeó antes de hacerle la siguiente pregunta, pero al mirarla a los ojos supo que no había nada que temer.
—¿Sabía usted que era homosexual?
Dora Zackheim ni siquiera pestañeó.
—Eso me parecía. De los doce a los dieciocho años aún es demasiado pronto para saberlo con seguridad. Ni siquiera el propio interesado lo sabe a veces a esa edad. Pero siempre me pareció que podía serlo. Luego se casó y creí que me había equivocado. Pero a medida que pasaban los años, cuando venía a verme, me daba cuenta de que no me había equivocado. Y también me han llegado rumores.
—¿Pero nunca hablaron de eso?
—Nunca —replicó; meneó la cabeza y se mordió el labio como una jovencita.
—¿Siempre venía a verla solo?
—Siempre solo.
—¿Y vino a verla hace unas semanas?
—¿Ya han pasado varias semanas? —dijo sorprendida—. No lo recuerdo con exactitud. Hacía mucho calor. Creo que vino en agosto. A principios de agosto. Sí, ya ha pasado mes y medio desde que estuvo aquí.
—¿Tuvo algo de especial esa visita?
Dora Zackheim pareció esforzarse en recordar.
—No, su padre seguía vivo. Gabi estaba muy emocionado, muy contento. Iba a darme una sorpresa, según me dijo, pero de momento la quería guardar en secreto. Prometió contármelo pasados un par de meses.
—¿Y no insinuó nada? ¿No dijo nada fuera de lo común?
La profesora meditó un momento y luego murmuró:
—Estaba contento, pero además se le notaba, ¿cómo diría yo?, una gran tensión.
—¿Nada más?
—Bueno —parecía que se le iba agotando la paciencia—, sólo estuvo aquí una hora. Me trajo regalos de Europa. Siempre me traía algún detalle. Bombones, queso de Holanda, que era donde había estado, un bonito pañuelo. Yo todavía sigo poniendo los viejos vinilos —dijo con sonrisa infantil—. Aunque le había dicho que me despediría de este mundo sin modernizarme, me regaló un reproductor de compactos y algunos CD de Heifetz. No siempre le gustaban las interpretaciones de Heifetz, pero a mí sí me gustan. A veces me traía grabaciones suyas. La
Misa en si menor
de Bach, que dirigió hace tres o cuatro años en Jerusalén. No me gustó su manera de dirigirla, pero era interesante.
—¿Le dio la impresión de que había venido a pedirle consejo? ¿De que estaba pasando por una crisis?
Dora Zackheim titubeó.
—Siempre me pedía consejo. Antes de un concierto importante, cuando estaba trabajando en algo nuevo. Hablábamos durante horas y horas, hablábamos y reflexionábamos. Gabriel era muy inteligente, un auténtico músico. Hablaba mucho sobre la interpretación. Por ejemplo, sobre la manera de reconstruir la música barroca. Y no siempre estábamos de acuerdo.
—Usted lo ha conocido desde que era niño —la presionó Michael—. ¿No hubo nada especial, fuera de lo común, en su última visita?
—Bueno —repuso ella con manifiesta inquietud, y a sus ojos afloró una gran tristeza—. No sabíamos que era su última visita, es evidente. Ni tampoco sabíamos que él se iría antes que yo. Y de esa manera.
Michael guardó silencio.
Una vez más, se vio tensión en el rostro de la profesora.
—No estoy segura de si lo que voy a decir es así o ahora me lo parece por el deseo de colaborar —se disculpó—. Pero quizá... recuerdo que hablamos de Vivaldi. En estos últimos años, Gabi siempre hablaba de Vivaldi. Pero esta vez habló más de lo habitual. Y se le veía especialmente... sí, feliz.
—¿Qué comentaron sobre Vivaldi?
—Me preguntó —sonrió de nuevo— si creía que Vivaldi podía haber compuesto un réquiem —se echó a reír, fue una carcajada breve, contenida, sin alegría—. Tiene gracia.
—¿Qué es lo que tiene gracia? —preguntó Michael.
—¡Que pueda existir un réquiem de Vivaldi! ¡Es imposible! ¡Es absurdo! ¿Conoce la música de Vivaldi?
—Todo el mundo la conoce.
Las cuatro estaciones,
muchos conciertos suyos que se oyen a todas horas. Pero no sé...
—Vivaldi no compuso música fúnebre. Su música tal vez sea la más alegre del mundo, de toda la historia. Vivaldi no compuso ningún réquiem. Sería una paradoja que lo hubiera compuesto. ¿Comprende?
—Al preguntarle eso, ¿querría decir Gabi que Vivaldi había compuesto un réquiem que luego se perdió? ¿Como tantas tragedias griegas?
—Es del dominio público —repuso ella desdeñosa— que muchas de sus composiciones se han perdido.
—¿Y se han recuperado algunas? —preguntó Michael, poniéndose alerta.
—Se descubren cosas continuamente. Piezas de Vivaldi también. Unas cuantas, pero no se ha encontrado ninguna en los últimos tiempos.
—¿Así que le preguntó si usted creía que Vivaldi había compuesto un réquiem?
—Sí —dijo Dora Zackheim con un suspiro—. Y yo me eché a reír. Le dije: «Lo creo tanto como creo que Brahms compuso una ópera». Hay las mismas probabilidades.
Michael supo que pidiendo una explicación de esa analogía se ganaría el absoluto desdén de la profesora de música. En lugar de pedírsela, le preguntó si estaba dispuesta a escuchar un pasaje de una composición musical para identificarla. Como precaución para que nadie oyera lo que no debía, en el coche había localizado el lugar exacto de la cinta donde Herzl tarareaba aquel retazo de música durante su conversación con Theo.
Dora Zackheim pidió que se lo pusiera una y otra vez. Frunció el ceño.
—Es difícil saber qué es —dijo al fin, y se quedó en silencio.
—¿Podría ser una pieza barroca?
Ella se encogió de hombros.
—¿Podría ser Vivaldi?
Dora Zackheim titubeó.
—No sabría decirlo. Nunca lo había oído. Y es muy breve.
—Pero ¿podría ser Vivaldi?
—Podría ser —reflexionó ella en voz alta—, pero ¿por qué le interesa tanto? Es un pasaje muy breve, y sin conocer los acordes, la armonía, es difícil identificarlo. También podría ser algo de Scarlatti o de Corelli. Podría pertenecer incluso a una obra clásica o romántica. Podría ser cualquier cosa, quizá no sea más que una cancioncilla.
—¿Cómo interpreta la pregunta de Gabi sobre Vivaldi?
La profesora frunció la boca, confusa.
—No la comprendo —confesó.
—¿Y no hay ningún réquiem de Vivaldi?
—Ninguno —aseguró.
—¿Y si se hubiera descubierto hace poco? —aventuró Michael.