Un asesinato musical (22 page)

—¿Cuándo?

—Sobre las tres, digamos a las tres y cuarto. No lo sé con certeza, pero fue después de que termináramos, y los únicos que se quedaron fueron quienes tenían que hablar con Gabriel sobre su grupo barroco. Gabriel estaba llevando a cabo una revolución, grandes cambios —trató de explicar, y quedó en silencio—. No dábamos con él —luego añadió, casi con sorpresa—: Desapareció de pronto, se evaporó de golpe, y ahora... —se le ahogó la voz y sepultó el rostro en las manos, luego las retiró y meneó la cabeza—. Es inverosímil —masculló entrecortadamente—. Es tan... tan... absurdo —enderezó los hombros, se quitó las gafas, y en un arranque de pragmatismo expansivo comenzó a exponer la cuestión horaria—: Terminamos el ensayo sobre las dos y media, dos y cuarto. Gabriel seguía con nosotros, es decir, que estaba allí un minuto antes de que..., y ahora... —titubeó y consultó el reloj.

—Ahora son las cuatro y cuarenta y siete —salmodió el forense—, así que tenemos las coordenadas temporales y una bajada de un grado en la temperatura, y calculando que la temperatura desciende un grado por hora... en fin, no se puede afirmar nada con certeza —advirtió al perito a la vez que se arrodillaba junto al cadáver—, me limito a recordarle que la temperatura baja a razón de un grado por hora. Así que podríamos hablar de unas dos horas o de hora y media. Lo que significa que la muerte se produjo entre las dos y media y las tres —le explicó a Michael—. Pero voy a examinar el
rigor
para combinar todos los datos posibles.

Examinó la cara de Gabriel, le palpó las mandíbulas e introdujo en su boca los dedos enfundados en unos guantes amarillos de plástico.

—Tal como pensaba, la lengua no está inflamada —señaló con satisfacción—. Recuérdenme que tome nota de esto y que la fotografíe. Podría ser importante. La mandíbula todavía se abre, con dificultad, pero se abre. Ya sabe lo que eso significa —dijo posando sus ojos pálidos en Tzilla con una mirada expectante.

Tzilla asintió cual alumna diligente y declamó:

—Si los músculos de la mandíbula están rígidos, han pasado tres horas desde la muerte. Si no se pueden mover las manos, seis horas. La rigidez en las piernas indica que lleva ocho horas muerto.

—Si hace un tiempo como el de hoy —la corrigió el forense—. Sólo cuando hace un tiempo otoñal como hoy.

—Así que aún no se ha asentado el
rigor mortis
—dijo Michael.

—Está a punto de empezar —aseguró el forense—. Enseguida. Ahora examinemos el
livor mortis
—volvió a poner el cadáver de costado y levantó la camisa—. Ven, tenía livideces en la espalda y, al darle la vuelta, se han deslizado hacia aquí. Si se oprime una lividez —dijo apretando una mancha azul violácea—, la presión empuja la sangre hacia los lados.

—¿Ya? ¿Aunque sólo haya transcurrido una hora? —exclamó Michael.

—Hay que tener en cuenta la edad. ¿Cuántos años tenía?

—Cuarenta y siete, más o menos, si no lo recuerdo mal.

—Pues bien, a esa edad ya se padece de insuficiencia venosa —murmuró el forense—. El cambio de color se produce al cabo de una hora, como lo demuestran estas livideces.

—¡Menudo color! —murmuró Tzilla. Bajo la deslumbrante luz blanca, el azul violáceo de las manchas relucía.

—Es lo que sucede cuando disminuye el oxígeno en la sangre —canturreó el forense—. Sin duda habrá visto cosas así antes.

—Pero nunca te acostumbras —dijo Tzilla suspirando, y se pasó los dedos por el corto cabello.

—Qué va —comentó el forense despectivo—, cuando no hay más remedio, uno se acostumbra a todo. Los seres humanos tienen una capacidad de adaptación increíble —tarareó y apretó una lividez de gran tamaño, que se desplazó hacia un lado—. Miren, al apretar se vuelve blanca, ¿lo ven?, lo que corrobora —cantó— que la muerte ha tenido lugar hace menos de ocho horas, porque... —señaló con un dedo enguantado a Tzilla, quien obedientemente dijo:

—Al cabo de ocho horas los vasos sanguíneos se ocluyen y las livideces no se desplazan.

—Eso es —ratificó el forense, y reanudó la inspección del cuello con la lupa—. No quiero tocar esto con el metro —salmodió—. No se debe estropear un tajo circular tan limpio —dejó la lupa y, empuñando la cámara de fotos, la acercó hasta unos centímetros del tajo y disparó varias veces, sin que cesara su canturreo—. Vamos a sacar unos cuantos primeros planos que se vean bien —y volvió a coger la lupa. Michael se arrodilló a su lado a la vez que Tzilla daba un paso atrás y volvía la cabeza hacia otro lado—. Hay que observarlo desde un punto de vista científico —advirtió el forense—, ya no es una persona, es un caso. Repítaselo hasta quedar convencida —Tzilla no se movió y siguió eludiendo la visión del cadáver.

—¡Mire esta señal! —exclamó Solomon poniendo el dedo sobre el cuello del cadáver—. ¿La ve? ¿Esto que parece un mordisco? No tiene relación alguna con el caso, pero puede revelarnos alguna información.

—¿Qué es? —preguntó Michael, y retiró la mirada del dedo posado sobre la señal marrón.

—Llame a ese hombre. ¿Cómo se llama? ¿Avigdor?

Avigdor se plantó ante Solomon con gesto asustado.

—Él tiene la misma señal —dijo el forense satisfecho—. ¿Toca usted el violín? —Avigdor asintió con la cabeza.

—Es el concertino —dijo Michael.

—¡Ya lo ven! —exclamó Solomon encantado—. Es una inflamación que presentan muchos violinistas y violistas. La pieza de plástico, creo que es de plástico, tengo que comprobarlo, esa pieza de los violines les deja esta marca bajo la barbilla, tal como vemos en el caballero. ¿Era violinista? —preguntó señalando el cadáver. Michael hizo un gesto afirmativo—. Estoy seguro de que encontraremos otra señal aquí debajo —dijo el forense a la vez que levantaba la barba del muerto. Luego se inclinó sobre la señal, lupa en mano, y la examinó. Fue moviendo la mano lentamente de la barbilla al cuello—, ¿Lo ve? —dijo, pasándole la lupa a Michael—, el corte recorre casi toda la circunferencia del cuello. ¿Ve que apenas hay diferencias entre el lado derecho y el izquierdo?

Durante un instante en que Michael desvió la vista de la lupa, sus ojos, desprotegidos, fueron a posarse fugazmente en los ojos de Gabriel van Gelden, que seguían abiertos. La expresión de horror que vio en ellos y el recuerdo de la sonrisa tímida del muerto dejaron a Michael paralizado. Siguió mirando por la lupa, pero no veía nada ni lograba pensar, así que emitió un gruñido ambiguo y le devolvió la lupa al forense, quien dijo con satisfacción:

—De esto podemos deducir varias cosas. La primera es que no le pegaron el tajo con un cuchillo.

—¿No fue con un cuchillo? —repitió Michael. Cuando miraba el cadáver omitiendo la cara, del cuello para abajo, le resultaba más fácil.

—Con toda certeza, no. Un cuchillo no produce un corte regular. Y tampoco habría causado un corte en circunferencia, como éste. Además hay otro factor, el número dos: no se observan señales de indecisión. Al menos, yo no las veo.

—¿Qué son señales de indecisión? —preguntó Tzilla débilmente.

—Las que indicarían que había sido un suicidio —repuso Michael.

—Mire esto —le dijo el forense a Tzilla, sin fijarse en que ella se cuidaba mucho de mirar hacia otro lado mientras él proseguía—: ¿Lo ve?, la piel no presenta heridas pequeñas, indicativas de un intento de comprobar la profundidad a la que se podía llegar. Quien se va a suicidar, primero prueba el arma, el cuchillo, la cuerda o lo que sea. Y por eso se ven pequeñas heridas además de la grande. Ésa no es la situación que tenemos aquí. No hay señales de indecisión, sólo un tajo limpio —dictaminó mientras alumbraba el cuello con una linterna. Luego se puso a tararear.

—¿Qué ha sido entonces? —inquirió Michael.

—Un alambre fino. O, tal vez, una cuerda de plástico. Un sedal de pesca, digamos. Si es muy fino, puede cortar la cabeza de cuajo, pasando entre dos vértebras.

—¿Un alambre?

—Siempre que sea lo bastante afilado. Y que se ejerza la fuerza suficiente. Si se tira desde atrás, pongamos por caso, enganchado a las manos del asesino, o algo por el estilo. Si se ejerce presión contraria desde atrás, el alambre puede pasar exactamente entre dos vértebras y seccionar el cuello como en este caso. En teoría, la muerte podría haberse producido por anoxia, es decir, por falta de oxigenación del cerebro. Cuando se ejerce una fuerte presión súbita sobre el cuello, el proceso no dura más de un minuto. Las arterias se cierran antes que la tráquea, que es menos compresible y tiene mayor diámetro. Un objeto más grueso, como un cable, puede provocar una estrangulación y también falta de riego cerebral. Pero no estoy seguro de que en este caso haya habido suficiente tiempo para que ocurriera eso. La garganta es una zona muy sensible —explicó, y dejó la linterna junto al cadáver—. Estoy convencido de que no dio tiempo a que muriera estrangulado, pero, en todo caso, habrá que examinar todas las posibilidades.

El haz de luz de la linterna alumbró directamente la abertura de la garganta. Michael desvió la vista.

—Si hubiera muerto estrangulado, tendría los ojos desorbitados, capilares rotos en los ojos, edema, la cara azulada, la lengua inflamada, etcétera —argumentó Solomon ante un oponente invisible—. Pero este corte profundo demuestra que no hubo compresión. La causa de la muerte por estrangulación es el bloqueo de los grandes vasos sanguíneos que van al cerebro, y no es eso lo que ha sucedido aquí —añadió en tono combativo, como si alguien le hubiera exigido una prueba—. Esto es un corte en circunferencia. El corte se inició por delante y penetró profundamente a través del cartílago. Las resistencias, es decir, la parte delantera del cuello y la parte trasera de la cabeza sujeta por el pilar, explican la velocidad y la profundidad del tajo.

—Quizá el yeso de la camisa no está relacionado con la muerte. Quizá se le pegó ahí antes. Por la mañana, digamos —dijo Michael. Percibió un temblor en su voz. Cada segundo que se demoraba allí podía ser el segundo en que Nita se despertase. ¿Cómo podía haberla dejado sola? Pero si Theo estaba con ella, se dijo para tranquilizarse. No estaba sola. No se despertaría tan pronto, pensó. Las piernas le pesaban. Pero debía escuchar cuanto tuviera que decir el forense.

—Quizá —dijo Solomon con escepticismo—. El laboratorio nos lo podrá confirmar. Pero no tiene tanta importancia. Es evidente que estaba de pie, por la cuestión de las gotas de sangre que ya les he explicado.

—Recuerdo —dijo Michael, todavía sin dominar el temblor de su voz— que una vez me hablaron de la muerte motivada por un reflejo vagal, la compresión del cuello produce una caída repentina de la tensión arterial y la muerte instantánea, previa a la pérdida de sangre.

El doctor Solomon soltó una risotada.

—Tanto especular no vale de nada —dijo con aire de superioridad—. Si te cortan la tráquea y las arterias, te mueres... con o sin caída de la tensión arterial.

—Entonces, ¿qué dice usted? Que estaba recostado en el pilar y alguien se le acercó por detrás, con un alambre fino...

—O una cuerda de plástico, siempre que fuera muy fina y resistente —interpuso Solomon.

—¿Y le pasó la cuerda por el cuello desde atrás y tiró? ¿Así? —Michael se colocó tras el pilar, lo rodeó con los brazos y tiró de los extremos de una cuerda imaginaria.

—Sí, más o menos —convino Solomon—. Recuerde que aún no lo he examinado todo y que esto no es un laboratorio. Pero así lo veo yo. La víctima estaba de pie, apoyada en el pilar, con la garganta expuesta, y después... ¡Un momento! —exclamó con súbita animación, la vista clavada en la palma de la mano derecha de Gabriel—. ¡Mire esto! —gritó triunfante, y se precipitó a examinarla con la lupa—. ¿Lo ve, ve este rasguño?

Michael se arrodilló junto al cadáver. Observó a través de la lupa los rasguños que había entre el pulgar y el índice derechos del muerto. Le conmovió pensar que aquella mano sujetaba hacía poco el arco de un violín. El forense examinó la mano izquierda.

—Aquí son menos pronunciados —murmuró.

—¿Se resistió? —preguntó Tzilla.

—Apenas tuvo ocasión. Pero ya ven qué fina era la cuerda. La agarró con ambas manos, instintivamente, para soltarse, pero no le valió de nada, claro. Es un dato importante porque viene a confirmar nuestra hipótesis sobre el método.

—¿Un alambre? ¿Una cuerda de nailon? —especuló Michael, rechazando la imagen mental del rostro distorsionado, las manos debatiéndose—. Imagino que no ha dejado huellas en la garganta.

—¿Cómo iba a dejarlas? —dijo desdeñosamente a su espalda el perito del laboratorio—. Un corte regular, con una cuerda lisa. Pero si encontramos la cuerda, sí que descubriremos huellas del cuello. El problema es que no la hemos encontrado —dirigió la vista hacia Yaffa, que, hincada de rodillas, recorría las baldosas una a una.

—¡Necesitamos más gente! —ordenó Michael—. Al menos dos personas.

Yaffa miró al perito y éste asintió con la cabeza y se marchó en dirección al escenario.

—Aunque la encontremos, estará limpia, ¿no? —señaló Tzilla—. Quien lo haya asesinado la habrá limpiado.

—¡Pueden pasarse el día limpiándola! —dijo el perito—. Hay cosas que nunca desaparecen. Y tal vez tengamos la suerte de encontrar los guantes, porque tuvo que ponerse guantes para no cortarse. Habrá que mirarles bien las manos a todos para ver si tienen cortes. ¿Dónde puede haber escondido los guantes, si sigue aquí?

El perito no era mucho mayor que Yuval, reflexionó Michael mientras repetía «si sigue aquí». Pero ya se había licenciado en Química y poseía sólidos conocimientos en su área.

—Conoce a nuestro forense Kestenbaum, ¿verdad? —intervino Solomon. Michael sonrió y asintió con la cabeza—. ¿Sabe qué le gusta decir? «Todo contacto deja huella.» Y siempre lo dice en inglés —dijo Solomon burlón—. En inglés húngaro. Así que guardaremos muestras de la piel del cuello y más adelante examinaremos el arma al microscopio para ver si coinciden. Si ustedes encuentran el arma, ya me encargaré yo de descubrir algo. O ellos —añadió mirando al perito del laboratorio. Volvió a coger el termómetro y agregó con tristeza—: No creo que descubramos partículas de metal en el cuello. Parece que el alambre era muy liso.

Michael dejó al forense y a los peritos del laboratorio en la escena del crimen, atravesó el escenario y echó a andar pasillo adelante hacia las grandes puertas de madera que conducían al vestíbulo. Abrió las pesadas puertas de un empujón y vio al nutrido grupo de personas que lo esperaba. Tzilla lo siguió e hizo una seña al concertino, que echó a andar tras ellos muy despacio. Ya fuera de la sala, mientras dejaba que las puertas se cerrasen lentamente tras de sí y observaba al grupo que lo aguardaba, Michael comprendió de pronto el significado de lo que había visto. Tuvo la fugaz visión de Nita agachándose sobre la funda abierta del chelo, arrodillándose y sacando de un compartimento un sobre fino y semitransparente, un sobre igual que el que acababa de ver en la funda abierta de un violín.

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