Un asesinato musical (19 page)

—Le voy a decir la verdad —dijo ella, e hizo un alto para tomar aliento—. Ésta no es una visita oficial. Pero en la oficina hemos pensado que podían necesitar ayuda —echó una mirada en torno suyo—. Asesoramiento, algo por el estilo. Dentro de un par de días vendrá una inspectora de la Agencia de Bienestar Infantil, ella es la que tomará la decisión. ¿Y qué tal se encuentra la señora Van Gelden? Podemos enviarle un psicólogo si la policía no...

—Está muy bien —aseguró Michael—. Incluso ha vuelto a tocar el chelo. Todo sigue como siempre —dijo, y sintió que se había propasado—. Hablando en términos relativos, claro está —se apresuró a añadir—. Es muy duro para ella, desde luego. Probablemente la policía pondrá a su disposición un psicólogo. Ya se lo han comentado —se quedó mirando la lámpara de hito en hito. ¿Hasta qué punto debía estar Nita afectada por el asesinato de su padre para parecer normal y a la vez no dar motivos de que les quitaran a la nena? Dejó a Ido sobre la alfombra y cogió a Noa en brazos.

—Habíamos pensado que si les resulta difícil la situación, tal vez prefieran entregar a la niña...

—¡En absoluto! —gritó Michael, y se asustó de la potencia de su grito—. Mire —dijo, y agarró por el brazo a la enfermera Nehama—, para nosotros la niña es un consuelo, una alegría inmensa, una ayuda magnífica. Si nos la quitaran ahora, nos dejarían destrozados —la miró directamente a los ojos, tan entrecerrados que parecían un par de ranuras—. Nos destrozarían, en serio. Sobre todo a Nita. Sé que usted me comprende, me he dado cuenta de que nos ha cobrado afecto —dijo. Confirió a su voz la mayor desesperación de que fue capaz y, una vez más, miró intensamente los inexpresivos ojos pálidos de la enfermera. Ella los abrió de par en par.

—Me alegro de que se haya dado cuenta —dijo, y dio media vuelta para salir, irguiéndose cuan alta era con porte digno—. Es cierto, ustedes y su caso me inspiran gran simpatía. Le prometí que todo iría bien, ¿no es así? Y sigo prometiéndoselo, claro que no depende sólo de mí. La inspectora se pasará por aquí dentro de uno o dos días. La niña es verdaderamente adorable. No tiene por qué haber problemas.

—Estamos muy unidos a ella, queremos ocuparnos de ella —imploró Michael, sintiendo que la cara le ardía.

—Como suele decirse, sólo nos queda confiar en la providencia —dijo la enfermera Nehama—. Estoy convencida de que por lo general las situaciones se resuelven a satisfacción de todos los implicados —concluyó, y se encaminó a la puerta—. Seguiremos en contacto —prometió tranquilizadora. Se colgó el bolso del hombro con mucha decisión y estiró los labios en una sonrisa radiante, profesional.

«Te lo tienes merecido», se dijo Michael mientras vestía a Ido y lo colocaba en su silla. «Te lo tienes merecido», repitió mientras preparaba a Noa para salir. Cuando se deseaba algo, lo que fuera, tan desesperadamente, uno se convertía en presa fácil. Ahora cualquiera podía inmiscuirse en su intimidad. Balilty y la enfermera Nehama no eran más que el comienzo. ¿Qué quería en realidad? «¿Qué quiero en realidad?», le dijo en voz alta a Noa mientras pegaba las tiras de su peto de pana azul. Ella lo miró gravemente, con unos ojos que parecían haberse vuelto mayores y más oscuros en los últimos días. Habían adquirido un tono azul castaño. Y, de pronto, la nena sonrió. No fue el mismo espasmo que la hacía separar los labios la semana anterior, sino una auténtica sonrisa con la que mostraba las encías y en la que también participaban los ojos, fijos en él.

Transcurrió un segundo antes de que Michael dijera:

—Me estás sonriendo, ya me conoces —le devolvió la sonrisa con los ojos húmedos—. Tengo que anotarlo —anunció mientras la metía en el capazo, ya desmontado del cochecito—. Tengo que tomar nota de que hoy, el ¿veinte?, ¿veintiuno?, de septiembre de 1994, a la edad de, digamos, seis semanas, me has sonreído de verdad por primera vez —trasladó a ambos niños hasta la puerta—. Vamos —dijo solemnemente—, vamos a contarle a Nita que me has sonreído. A lo mejor también le sonríes a ella.

Accedió a la sala de conciertos por la entrada de artistas, empujando con el hombro la pesada puerta de madera, las manos ocupadas con la silla de Ido y el capazo de Noa, debajo del cual había metido una bolsa de pañales, biberones y el resto del equipo de los niños. Tomó asiento en la segunda fila, en el extremo más próximo a las puertas de la sala en penumbra, y colocó a uno y otro lado la sillita y el capazo. Luego observó el escenario. El ensayo debería haber terminado hacía unos minutos, pero parecía en pleno fragor. En torno a él, los asientos estaban ocupados por fundas de diversos instrumentos, y en el de enfrente una funda de violín abierta dejaba ver fotografías pegadas en la tapa y un sobre semitransparente con cuerdas de repuesto en un rincón del espacio destinado al instrumento. Una chaqueta de color claro se desparramaba sobre otra funda en la butaca de atrás. La orquesta tocaba a pleno volumen. Algunos músicos habían dejado sus estuches bajo las sillas y otros al pie del escenario.

De cara a la orquesta, sentado en un taburete alto y estrecho, Theo van Gelden pegó una patada en el suelo y dio unas palmadas.

—Señoras, caballeros —dijo a pleno pulmón—. No nos marcharemos hasta haber logrado que salgan bien las síncopas.

Del fondo del escenario se alzó un murmullo de protesta. El concertino, un hombre canoso con las gafas encaramadas sobre la despejada frente, golpeó varias veces la caja de su violín con el arco.

—Señoras, caballeros —dijo en un eco—, no podemos dar por concluida la sesión hasta que los técnicos de la radio no hayan terminado las pruebas de sonido. Pero mañana empezaremos tarde.

El sordo clamor de protesta no se acalló, y un hombre muy joven se acercó a Theo, clarinete en mano, y, volviéndose hacia la orquesta, gritó:

—¿Por qué os comportáis como tímidos burócratas?

Un violinista de la fila de atrás dijo algo que levantó risas a su alrededor.

—¡Vaya con el novato! —exclamó un trompetista desde el fondo—. Nosotros también éramos así, hace mucho tiempo.

Volvieron a oírse risas.

Poniéndose una mano sobre los ojos, Nita dirigió la vista hacia la sala y saludó a Michael con la otra. Gabriel y ella estaban en la parte delantera de la escena, muy cerca de Theo. Desde lejos, la mitad inferior del cuerpo de Nita, envuelta en la holgada falda en la que se hundía el chelo, parecía una colina azul. Viéndola allí, a Michael le pareció muy hermosa, radiante. Por un instante sintió una fugaz vaharada del aroma de su nuca. Dos días antes, al toparse con ella en la puerta de la cocina, le había dado impulsivamente un beso en la boca. Sus labios eran suaves, y la absoluta entrega con que ella se los ofreció lo tomó por sorpresa. Nita tenía por costumbre tocar a quienes la rodeaban. A partir de ese momento había empezado a hacerle breves caricias a todas horas, rozándolo apenas. Cuando se vieron a la mañana siguiente, ella lo miró con el rostro iluminado por una luz delicada, complaciente, y las señales placenteras que transmitía su cuerpo, tan distintas de la reserva de Avigail, encerraban grandes promesas. Nita podría proporcionarle un hogar, pensó ahora Michael con gozosa sorpresa, y saberse tan próximo a ella lo llenó de orgullo.

Gabriel frotaba con resina el violín, sujeto entre el hombro y la mejilla. Uno de los músicos tropezó con la funda del chelo, colocada en el suelo entre Gabriel y Nita.

—¿La puedo quitar de aquí? —preguntó en voz muy alta.

Nita asintió con un gesto y él retiró la funda del escenario. Theo miraba con impaciencia a su hermano. Gabriel guardó la resina en la funda del violín y dejó ésta bajo su silla. El concertino, en pie junto a Theo, lo miraba expectante.

—Espera un minuto, Avigdor —dijo Theo.

—¿Desde el principio? —preguntó el concertino. Y aunque Michael aguzó al máximo el oído, apenas distinguió el murmullo de respuesta de Theo, que se quitó la chaqueta de los hombros y la dejó a sus pies—. Primer compás —anunció el concertino.

—¿Cómo? ¿Desde el principio? —protestó la mujer que estaba en pie tras el timbal.

—Número uno —dijo Theo, levantando las manos—. Cuatro compases
tutti
y luego el solo de chelo. Repasaremos el primer movimiento completo y luego ya veremos.

Dos técnicos tendieron unos cables por la sala y se detuvieron al pie del escenario. Michael volvió la cabeza. Al fondo de la sala, por encima de la última fila de butacas de la galería, brillaba una luz tras una gran cristalera. Como criaturas en un acuario, tres figuras se movían silenciosas en la cabina de grabación, haciendo señas a un técnico que las miraba desde abajo. El técnico se puso de rodillas y metió unos cables bajo el escenario. Theo van Gelden bajó las manos y la orquesta al completo tocó las primeras notas de la pieza. Mientras resonaba la última de las notas fuertes, Ido sacudió la cabeza, abrió los ojos y la boca. Michael se apresuró a acariciarle la mejilla a la vez que con la otra mano buscaba el chupete y, una vez encontrado, se lo introducía en la boca. El cuerpo de Ido se relajó, pero mantuvo los ojos bien abiertos. Parecía escuchar con suma atención la entrada del chelo, que comenzaba a tocar su primer solo.

Theo interrumpió a Nita tras algunos compases.

—¿Qué ha pretendido hacer aquí Brahms? —preguntó retóricamente—. Tiene el estilo de un recitativo, pero siempre en
tempo.
Sin tantas libertades, Nita, por favor. ¡Desde el principio!

Dio una palmada y la orquesta interpretó de nuevo los primeros compases. Nita, los labios apretados, repitió las notas que llevaba tocando día y noche durante las últimas dos semanas, veintidós compases en total, al final de los cuales, como bien sabía Michael, ya que Nita no cesaba de comentarlo, había un
fa sostenido
que descendía a
mi.
A continuación se incorporaron las cuatro trompas y el clarinete, y Theo los detuvo tras un par de compases. Noa se revolvió en el capazo. Michael le posó la mano en el vientre.

—Una vez más —dijo Theo—, el solo de chelo desde el
fa,
del
fa
al
mi,
que entre de nuevo.

Esta vez los dejó completar la frase sin interrupciones. Gabriel colocó el arco sobre el violín, lo deslizó sobre las cuerdas y acometió el tema en un tono claro, cálido. Nita le había contado que Gabi podría haber hecho una gran carrera como solista si no le hubiera asaltado lo que ella llamaba «la manía por las interpretaciones históricas con instrumentos de época». Michael recordaba asimismo que le había dicho: «Ya no soporta a Brahms. Para él sólo existe la música barroca. El siglo XIX le pone enfermo, pero va a retomarlo por nosotros. Se ha prestado a interpretar el
Doble concierto
con nosotros».

A Michael le pareció muy hermoso el sonido del violín de Gabriel, pero no le calaba hondo en el corazón como la interpretación de Oistrakh en la grabación que conocía desde hacía años. Se reprochó su intolerancia. En ese momento toda la orquesta se incorporó a la presentación del tema. Al cabo de unos segundos, Theo se dio una palmada en el muslo y gritó:

—¡No! ¡No! ¡No!

La orquesta cesó de tocar. Un técnico subió al escenario, ajustó los micrófonos e hizo una seña a los hombres de la cabina.

—¿Qué tenemos aquí? —preguntó Theo, y bajó del alto taburete—. Tresillos en los violines y las flautas. ¡En el tiempo de dos negras hay que meter tres notas! ¡Por favor! Tendrán que disculparme —dijo inclinándose hacia las violas— que les trate como a párvulos. Olvídense de las emociones y de Brahms por un instante. ¡Tan sólo les pido que aprendan a contar! ¡Oboes, clarinetes, trompetas y violas! —hizo una pausa y señaló los instrumentos de viento—. ¡Están arrastrándolos a tocar las dos negras a la vez que los tresillos en lugar de tocarlas en contrapunto! ¡Son dos contra tres! Permítanme que se lo recuerde una vez más: no presten atención a los tresillos de las flautas y los violines. ¡No los escuchen! Abraham —prosiguió, inclinándose hacia el primer violín—, ¿ha oído lo que he dicho? ¡No preste atención a los tresillos! —el primer violín asintió con la cabeza y se volvió hacia la sección de músicos que tenía detrás para repetir las instrucciones. Theo continuó—: ¡Basta con que cuenten! ¡Háganme el favor de contar! Una vez más desde el cincuenta y siete, desde el final de los solos de violín y de chelo. Gabriel, quiero un violín poderoso, no un violín histórico.

Gabriel replicó algo. Theo se bajó del taburete y se aproximó a su hermano.

—Gabriel —dijo Theo con voz tonante y amenazadora—. ¿Qué pretendes que haga? ¿Lo mismo que hizo Leonard Bernstein antes de la interpretación con Glenn Gould? ¿Dirigirme al público para explicar que estoy dirigiendo con tu
tempo
en contra de mi propio criterio y de mi manera de entender la música? ¿Es eso lo que pretendes? —en el proceder de Theo había algo artificial, se diría que tenía prevista la escena para darse la oportunidad de contar la anécdota sobre Bernstein y Gould.

Gabriel volvió a replicar algo.

—En el próximo ensayo —dictaminó Theo.

Gabriel infló los carrillos, se mesó la barba y expulsó el aire ruidosamente.

—¡Una vez más! —gritó Theo.

Habían interpretado unos cuantos compases cuando las grandes puertas de madera se abrieron de golpe, las luces se encendieron y todos quedaron paralizados. Con gesto de perplejidad, Theo volvió la cabeza hacia la entrada y se quedó mirando de hito en hito al nutrido grupo de personas que irrumpían, junto con las cámaras y los focos de la televisión, en pos de una mujer que iba del brazo del alcalde de Jerusalén, Teddy Kollek. El alcalde entró en la sala con paso lento y pesado, arrastrando los pies y con la cabeza inclinada, como si quisiera asegurarse de no errar el paso sobre el suelo de mármol. Sin mirar ni a derecha ni a izquierda, con su arrugada chaqueta azul de algodón tremolando, ascendió cuidadosamente los escalones que conducían a una fila de asientos en el centro de la sala. La joven lo llevaba asido del brazo y hablaba a voces. Kollek se desplomó en una butaca. Lo seguían un par de cámaras y dos hombres vestidos de mono gris que arrastraban unos focos inmensos.

—Con su permiso, ¿qué pasa aquí? —preguntó Theo con firmeza a la vez que se quitaba las gafas y bajaba del escenario de un salto.

La nena se revolvió en el capazo, Ido succionó el chupete sonoramente y se frotó los ojos con los puños.

—¿Qué pasa aquí? —repitió Theo. Se había detenido junto a la fila de butacas donde estaba acomodado el alcalde.

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