Un asesinato musical (18 page)

La calavera relumbraba bajo una luz dorada, sobre un rimero de libros. En el extremo inferior derecho había una pequeña flauta de madera rojiza. Los libros estaban apilados sin orden ni concierto y en el lomo del de abajo se veían unos caracteres góticos. Los desgastados lomos dorados de los dos libros que reposaban sobre él estaban meticulosamente pintados. El libro de arriba, abierto, parecía en equilibrio inestable. Entre la flauta y la calavera rosada y grisácea flotaba el fino rostro de una mujer con el cabello cobrizo cayéndole por los hombros. Tenía un hombro descubierto y de él emanaba una radiante luz blanca. Aquel rostro, pensó Michael, hacía resaltar el carácter inanimado y reseco de la calavera.


Vanitas
—dijo en voz alta—. Un bodegón.

—Medio millón de dólares, y está sin asegurar —señaló Balilty.

—¿Sin asegurar?

—Sí. El viejo Van Gelden se negaba a tomar las precauciones necesarias: puerta blindada, rejas en las ventanas. Por eso nadie quiso asegurar el cuadro. En la vieja casa de Rehavia donde vivía Van Gelden la puerta era de madera y tenía un par de cerrojos normales, uno sobre otro, que se abrían con un par de vueltas. Y no había alarma antirrobos. No confiaba en los bancos, según nos ha dicho su hijo, guardaba el dinero en casa, en divisas, y tampoco confiaba en las puertas blindadas. Era todo un carácter, el viejo. ¿No lo conocías?

Michael hizo un gesto negativo.

Balilty consultó su reloj.

—Estoy esperando una llamada de Suiza —explicó—. Pero aún es demasiado pronto, sólo han pasado dos días. Si los ladrones se han ido de Israel, es probable que aún estén de viaje. No debe de haberles costado mucho sacar el cuadro del país en una maleta o una bolsa de mano.

—Puede que lo viera una vez, hace años, en la tienda de música. Yuval necesitaba partituras para la guitarra. Luego dejó de tocar, y también de poner el tocadiscos. Casi no me acuerdo del aspecto de Van Gelden. Sólo sé que era alto.

—Yo lo conocía bien —anunció Balilty, y empezó a pestañear como resultado del esfuerzo de poner una voz natural y disimular su orgullo—. Lo conocí años atrás, en la logia.

—¿Qué logia?

—La logia, ya sabes —repuso Balilty entre toses—. La logia masónica. Era maestro de la masonería. Yo ingresé hace veinte años a través de mi padre. Al principio iba por darle gusto a él, pero después de su muerte continué asistiendo. Y veía a Van Gelden con regularidad.

—No tenía ni idea de que aquí existiera la masonería, ni de que tú fueras masón —Michael estaba perplejo.

—No, no lo sabías —ratificó Balilty—. No es que sea un gran secreto. No voy contándolo por ahí. Pero tampoco lo guardo en secreto.

—¿Veinte años?

—Diecinueve, casi veinte.

—Yo... para mí, los masones, aunque sé que siguen en activo en Europa y en Norteamérica, son algo legendario. Algo que dejó de existir después de Alejandro Dumas, o de Mozart.

—¿Qué tiene que ver Mozart en esto? —preguntó Balilty.

—Era masón, en Viena, hace doscientos años. ¿Conoces
La flauta mágica?

—Algo he oído —dijo Balilty un tanto avergonzado—, pero la organización se ha transformado mucho en estos doscientos años.

—¿Desde cuándo existe en Israel?

—Desde el Mandato Británico. Fueron los británicos quienes la trajeron aquí. En Jerusalén hay varias logias.

—¿Y todavía existe? ¿Activamente? ¿Todavía ingresan jóvenes?

—Pues claro que está en activo —dijo Balilty—. Y hay bastantes miembros de mi edad. Nos reunimos una vez al mes, con la regularidad de un reloj.

—¿Y todavía hay un guardián y todas esas cosas? ¿Máscaras? ¿Y túnicas, delantales, medallas?

—Hay un guardián —respondió Balilty muy serio, con cierta reserva—, y no deja que entre cualquiera. Echa un vistazo por la mirilla y, si no puede identificar a quien llama, le pide que diga la contraseña. Ya no se utilizan máscaras, desde luego, ni túnicas, pero sí hay una vestimenta especial, una especie de delantal para los dirigentes, para el presidente de la logia. Van Gelden fue presidente hace un par de años. Y también tenemos una calavera —dijo de pronto, riéndose—. Sobre un pedestal. Para que nos recuerde en todo momento quiénes somos y adonde vamos. Mira, si te interesa, si te apetece venir a verlo, unirte a nosotros, puedo llevarte de invitado a una reunión. El último comisario jefe de la policía era masón. Y hay muchos profesores de universidad, personas muy cultas, cargos públicos importantes; en nuestra logia tenemos a un juez, a científicos. En fin, fue así como conocí a Van Gelden. Y, a veces, también iba a su tienda para consultarle sobre Sigi. Ya sabes que tiene una voz preciosa. Yo quería que le sacara provecho. Ha heredado la voz de mi madre. Van Gelden me sirvió de guía. Le buscamos unas clases de canto, y de solfeo, pero todo quedó en nada. La tienda de Van Gelden era algo especial.

—Sólo recuerdo montones de papeles y de extraños instrumentos musicales.

—Él sabía muy bien dónde lo tenía todo —dijo Balilty—. Nunca se olvidaba de nada. Parecía un chiflado, pero tenía los pies bien puestos en la tierra. Y cuando no sabía algo, ahí estaba su ayudante, Herzl Cohen, el espantapájaros.

—¿Qué ayudante?

—Tenía un ayudante en la tienda. Su mano derecha. Lo sabía todo. Que te cuente tu amiga.

Michael recordó el empeño de Nita en encontrar a Herzl, pero algo le dijo que no lo comentase.

—¿Y por qué el ayudante en cuestión no está en escena?

—¿Ahora? ¿Quieres decir que dónde está? Pues bien, estamos buscándolo.

—¿También lo veías en plan de amigos? ¿Fuera de la logia? ¿A Van Gelden? ¿Fuiste alguna vez a su casa?

Balilty soltó una risotada.

—Ése no es el estilo de los masones. En este caso hay un par de cosas que no encajan —dijo pensativo—. Por ejemplo, el hecho de que en realidad no tuviera cita con el dentista —Balilty tenía la vista fija en los posos pegados a los costados de la taza—. Van Gelden no tenía cita con el dentista, pero les dijo a sus hijos que la tenía. Así que, ¿dónde estaba? ¿A quién fue a ver en lugar de ir al dentista? He consultado a los hijos dónde pudo haber ido. No saben gran cosa de él. Ni siquiera Gabriel, el más joven, que era con el que tenía más confianza.

—¿Dónde opinas tú que podría haber estado? —preguntó Michael. Le hormigueaban los dedos, como si se le hubieran dormido.

Balilty se encogió de hombros.

—No tengo la menor idea —dijo con una sonrisa—. Ni idea de qué va este asunto. Sería lógico pensar que los hijos de un hombre de su edad, un hombre como él, estuvieran más al tanto de la vida de su padre, y más siendo figuras públicas como ellos. Pero era el viejo quien no perdía ripio. En la tienda pasaba lo mismo. Él era el único que sabía dónde estaba todo. Siempre había que esperarlo, consultarle a él; era lo que le gustaba, mantenerlo todo bajo control. Sería holandés, pero tenía el espíritu de un judío alemán. Ya los conoces, siempre tan racionales y sin prejuicios. Pero se negaban a hacer negocios con los alemanes, el viejo y su Herzl, que parece un espantapájaros, con el pelo de punta, así —Balilty enroscó un papel y se lo colocó en la cabeza—. Herzl desapareció hace algún tiempo. No sé de qué discutirían después de cuarenta años juntos. Tampoco lo sabe ninguno de los hijos. Ya te he dicho que ahora mismo estamos tratando de localizarlo. Puede que él sepa algo.

—¿Qué puede saber? La tienda lleva seis meses cerrada.

—Pregúntale a la hija. Herzl estaba muy unido a la familia. Incluso tenía una llave de la casa.

—O sea que es un posible sospechoso. Podría estar implicado en el asunto del cuadro —dijo Michael sorprendido.

—¡Ya te he dicho que nadie sabe dónde está! —se quejó Balilty—. Y los Van Gelden opinan que no hay ni que pensar en eso. Es un hombre de fiar al cien por cien. Y, además, está medio pirado. El dinero y los cuadros no significan nada para él. Los hijos lo descartan de entrada. Y no me vengas ahora con que nunca se sabe de dónde van a venir las sorpresas. Ya te he dicho que, en todo caso, estoy buscándolo.

—¿A qué hora exacta murió Van Gelden? ¿Qué dice el laboratorio?

—El forense sitúa la muerte por la tarde... a partir de las cuatro, las cuatro y media, las cinco, las seis, no más tarde de las siete.

Michael titubeó. La pregunta que iba a formular era en cierto modo una traición.

—¿Dónde estaban en esos momentos los hijos?

—Tú ya sabes dónde estaba ella —dijo Balilty, proyectando los labios hacia delante—. En la peluquería.

—¿Y los otros?

Balilty entornó los ojos, encendió el mechero y examinó la llama.

—¿Para qué meternos en eso? —preguntó reticente a la vez que alzaba la vista y la posaba en Michael—. No hace falta que te metas en eso. ¿De verdad quieres saberlo?

Michael se encogió de hombros.

—Theo van Gelden es el número uno de los folladores de la ciudad, y perdóname la expresión. Esa tarde estaba citado con una mujer de cincuenta años y con una chica de diecinueve. Se lo hace con las dos... —el gesto que hizo con la mano y el codo no dejó duda posible sobre la naturaleza de las actividades que Theo van Gelden desarrollaba con las mujeres en cuestión—. Y su hermano, su hermano también tiene lo suyo —el semblante de Balilty se ensombreció.

—Se negó a decir dónde había estado —comentó Michael indiscretamente.

—Se negó porque no quería que sus hermanos se enterasen de que estaba citado con el abogado de su padre. Y ninguno de los dos, ni él ni el abogado, está dispuesto a decir de qué asunto trataron. De momento no tengo medios para obligarlos.

—Hay un escocés por ahí... —dijo Michael.

Balilty tamborileó sobre la mesa.

—Tengo noticias de él. Se llama McBrady —dijo—. Supe de su existencia la primera noche, pero resulta que está ingresado en un hospital de Edimburgo. Es diabético y le han amputado una pierna. En estos momentos no le interesan los cuadros. ¿Qué quieres que te diga? Es mejor ser joven y tener salud que ser viejo y estar enfermo. Aunque tengas dinero.

—¿Qué posibilidades ves de resolver el caso?

—No muchas —reconoció Balilty—. Y no es que no me interese, teniendo en cuenta lo de la logia y todo lo demás. Pero si es un trabajo extranjero, no hay mucho que hacer. A no ser que ocurra algo imprevisto. Como tú solías decir: «La realidad nunca dejará de sorprendernos». Puede que ocurra algo.

Michael consultó su reloj.

—Tengo que marcharme —dijo incómodo—. He prometido llevar...

—Hay que ver cómo estás —dijo Balilty riéndose—. Te has convertido en padre de familia de la noche a la mañana.

—Hoy me toca sustituir a la niñera temprano —Michael se sintió enrojecer mientras se encaminaba a la puerta.

Balilty se puso en pie y se apresuró a abrirla. Echó un vistazo hacia ambos lados del pasillo, cogió a Michael del brazo y le preguntó en tono conspiratorio:

—¿No le has contado nada a Shorer?

—Ni una palabra —repuso Michael consternado—. ¡Y no vayas a decirle nada!

—¿Yo? —exclamó Balilty ofendido—. Sólo quería saber si le habías dicho algo. Creía que lo sabía todo sobre tu persona —concluyó con inconfundible sonrisa de satisfacción.

La niñera cerró tras de sí la puerta de la casa mientras Michael le cambiaba el pañal a Ido. El niño pataleaba y gorjeaba alegremente. Se oyó el timbre de la puerta. Michael se apresuró a pegar las tiras adhesivas del pañal y, con Ido en brazos, le abrió la puerta a la enfermera Nehama, que lo miró sorprendida, jadeante.

—Acabo de hablar con la niñera hace media hora. ¿No se lo ha dicho?

Michael estuvo a punto de atragantarse del susto. Hubo de contenerse para no preguntarle si había venido a llevarse a Noa. Abrió más la puerta y le sonrió con esfuerzo.

—Está pálido —dijo ella, preocupada, y se hundió en el mismo sillón que había ocupado durante la primera visita—. Debe de resultarle duro —añadió con evidente simpatía—. Lo que les ha sucedido es terrible.

Michael se sentó junto a la enfermera en una silla, con Ido en sus rodillas. El niño, fascinado por el largo collar de la enfermera, estiró hacia él sus manitas. Nehama le tendió los brazos.

—¿Quieres venir con Nehama? —le dijo en un arrullo—. Ven con Nehama —y se quitó el collar y la cadena de la que colgaban sus gafas.

Ido siguió con la mirada el collar, que Nehama dejó sobre la mesa. Ya en brazos de la enfermera, el niño se revolvió para tratar de echar mano a las verdes cuentas. Nehama se lo devolvió a Michael.

—Noa acaba de quedarse dormida —dijo Michael cuando al fin recuperó la voz.

—¿Qué tal está la nena? —preguntó la enfermera al tiempo que giraba los hombros y se frotaba la nuca para aliviar la tensión. Luego se puso el collar y la cadena.

—Creo que está bien —dijo Michael, y se reprendió por la parálisis que lo había acometido—. Tengo la impresión de que lo sucedido no le ha afectado en absoluto —aventuró.

—No hay medio de que sepamos lo que sienten —sentenció la enfermera Nehama—. No nos pueden decir nada —continuó, parpadeando y chascando la lengua—. La cuestión es si ha cambiado de comportamiento. ¿Come bien? ¿Duerme? ¿Está tranquila?

Michael asintió, pero inmediatamente se dio cuenta de que eso no bastaría.

—Venga a verla —dijo, y se puso en pie con Ido en brazos—. Yo la veo fenomenal —dijo persuasivamente desde el umbral. Trató de ver con los ojos de la enfermera Nehama la minúscula habitación, sin espacio suficiente para encajar dos cunas.

—¡Conque durmiendo, eh! —Nehama lanzó una risa retumbante—. ¡Está despabiladísima! Mírela.

La nena estaba tumbada boca arriba, hablando en gorgoritos con el conejo que colgaba de la capota del cochecito. La enfermera tiró de la cuerda que accionaba el juguete. Al oírse las primeras notas de la
Nana
de Brahms, la nena agitó los brazos. La enfermera Nehama exclamó admirada:

—¡Cómo se ha desarrollado en las dos semanas que llevo sin verla! Ha crecido muchísimo, y está tranquila y atenta. Es cierto que parece que nada le hubiera ocurrido. Lástima que no pueda ver a la madre. ¿No están celebrando aquí la shivá? —inquirió bruscamente.

Michael masculló algo ininteligible. Luego consiguió decir:

—Hemos procurado hacerlo lo mejor posible. No queríamos que se montara aquí tanto jaleo. Ya sabe que los hermanos son muy...

—Sí, me lo imagino —dijo la enfermera con respeto.

«Ya ves que la deslumbran las personas importantes», se tranquilizó Michael. Pero su cuerpo se negaba a aquietarse, las rodillas le temblaban.

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