Un asesinato musical (33 page)

—¿Cuánto durará?

—Diez minutos, a lo sumo un cuarto de hora.

—¿Hace daño? ¿Pincha?

Michael reprimió una sonrisa. A punto estuvo de murmurar: «¡Ay, las tiernas inquietudes de los supervivientes! Nuestro mundo ha quedado destruido, nuestro amado está tendido en una mesa del Instituto de Medicina Forense con el cuerpo abierto en canal, y seguimos preocupándonos por un pinchazo».

—No hace daño —tranquilizó a Izzy—. Es como cuando te conectan a un aparato para hacerte un electro. Estamos dispuestos a que se lo hagan en otro lugar, y aceptaremos las conclusiones. Muchos sospechosos se prestan a hacer la prueba si les dejamos acudir a una institución privada.

—No es necesario —dijo Izzy.

Respirando rápida y superficialmente, pidió que le dijera las preguntas. Michael las enumeró. No le pasó desapercibido el aceleramiento del parpadeo de Izzy ante la pregunta de si en los últimos tiempos se había producido alguna crisis o algún cambio en su relación.

—¿Quién me va a interrogar? ¿Usted? ¿El otro policía? ¿El técnico?

—Yo. El técnico nunca hace las preguntas. Ni siquiera tiene que estar presente. Hoy es una mujer, y su única función será comprobar que el aparato funciona bien, que va registrando adecuadamente los movimientos de la aguja y que ningún cable se suelta. Yo haré las preguntas y, como ya le he dicho, comenzaré por las que no plantean problemas y cuyas respuestas ya conocemos. Luego, gradualmente, pasaré a las complicadas.

—No es más que un proceso mecánico —dijo Izzy con franco alivio—. Una especie de test psicológico. No tiene ningún misterio. Cualquier imbécil puede hacer las preguntas.

—Exactamente —dijo Michael sin pestañear. No le habló a Izzy del extremado cuidado que ponía en el ritmo y la formulación de las preguntas. No le explicó que el problema era que la prueba poligráfica no se parecía en absoluto a un test psicológico puesto que en ella era imposible abordar un tema desde distintos ángulos. Y tampoco le dijo que la brevedad del tiempo disponible exigía virtuosismo en la redacción de las preguntas y el control en el ritmo. Los temas se tocaban una sola vez y luego era imposible retomarlos.

—Ya está, sin problemas —dijo Eli desde la puerta—. Está preparada, nos espera.

Michael se levantó, pero Izzy Mashiah no se movió.

—Entonces, ¿por qué no sirve como evidencia en un juicio, si es un proceso tan mecánico e inequívoco?

—Ah, eso —dijo Michael, y volvió a sentarse. Cruzó una rápida mirada con Eli, quien se acercó una silla y se sentó con resignación—. ¿Quiere que se lo explique?

Izzy Mashiah se encogió de hombros, pero no se levantó.

—La prueba poligráfica no vale como evidencia porque hay situaciones en que las personas se sienten con licencia para mentir. Si la persona examinada no es consciente de que está mintiendo, sus reacciones carecen de significado.

—¿A qué se refiere con eso de licencia para mentir?

Michael miró a Eli Bahar.

—Explícale lo de la conferencia —dijo.

—¿Ahora mismo? —se quejó Eli.

Michael no respondió.

—Si insistes —dijo Eli de mala gana—. Una vez asistí a una conferencia en la que el conferenciante le pidió a una policía que subiera al estrado, le enseñó una serie de tarjetas, las pinchó en un corcho y luego le dijo que leyera los números impresos en las tarjetas. En voz alta, del uno al siete. Pero le indicó que al llegar al cinco dijera «siete». Y eso es lo que hizo la policía. La conectaron a un detector de mentiras y, al llegar al número cinco, dijo siete. Y la aguja no se movió porque ella no tenía la sensación de estar mintiendo. Simplemente estaba siguiendo las instrucciones del conferenciante. Es lo que se llama licencia para mentir.

—La cuestión es qué autoridad ha concedido ese permiso para mentir —añadió Michael—. Es algo que no se ha investigado, pero estoy convencido de que si se estudiaran las reacciones de los judíos ortodoxos sometidos a pruebas poligráficas, se descubriría que no tienen el menor reparo en mentir si el rabino les ha dicho que lo hagan o si creen que están cumpliendo la voluntad divina.

—No le has explicado sus derechos —siseó Eli, manoseando la cinta de la conversación de Michael con Izzy Mashiah mientras la técnica lo conectaba a la máquina.

—No lo he estimado necesario —reconoció Michael—. Creo que no hay motivos y, además, mientras no se demuestre lo contrario, parece que no ha salido de casa en todo el día. Ni siquiera ha solicitado un abogado.

—Pero no hay testigos que corroboren que no ha salido —dijo Eli.

—Habrá que preguntárselo.

—¡Dos veces! —exclamó excitado Eli Bahar, ya en el pasillo—. ¡Ha mentido dos veces!

—No sé yo —dijo Michael, que examinaba de nuevo el gráfico—. La primera vez está claro, cuando le pregunté sobre crisis o cambios recientes en su relación. Pero la segunda vez, cuando le pregunté si había salido de casa, no es inequívoco.

—¡Dos veces! —insistió Eli—. ¿Quieres que lo retengamos?

—De momento, sí —dijo Michael pensativo. Trató de reprimir el sorprendente desengaño que le inspiraban los resultados de Izzy—. Puedes ponerte con él ya mismo, yo me voy a hablar con Balilty y luego vuelvo. Empieza tú, los demás no tardarán en volver del lugar de los hechos, enseguida llegarán refuerzos.

Pasada la una de la mañana, Michael llegó a casa de Nita. Todas las luces estaban encendidas. Se inclinó sobre la niña, dormida en el cochecito y se dio cuenta de que no tardaría en quedársele pequeño. Había crecido tanto durante el último mes que pronto sería necesario trasladarla a una cuna, incluso cuando estuviera en casa de Nita. Recordó de pronto que no había llamado a su hermana Yvette. Tal vez había sido mejor así, pues resultó que Dalit, la policía, había localizado y hecho venir a una chica etíope de resplandeciente sonrisa que estaba dispuesta a quedarse de interna para cuidar a los niños. En los ojos de Dalit relucía el orgullo, la conciencia de saberse indispensable, cuando se apresuró a explicar cómo había dado con la chica. Supo de la existencia de la etíope, que se llamaba Sara, por casualidad, y se enteró de que estaba libre hasta el comienzo del curso universitario. También por casualidad, Dalit estaba al tanto de las virtudes de Sara, que había trabajado de ayudante en la guardería Wizo, donde los niños la adoraban. Y sabía asimismo que Sara estaba buscando casa y que no tenía dinero.

En pie junto a la cuna de Ido, Balilty cabeceaba.

—Es imposible hablar con ella, con tu amiga. Dice que no está segura, que no recuerda. Puede que siga bajo los efectos del sedante que le dio el médico. Si continúa así, tendremos que llamar a otro médico. Me da la impresión de que está a punto de perder la cabeza. He pensado en pedir ayuda a Elroi.

—¿Qué hay de las cuerdas? —preguntó Michael—. Lo demás no es tan urgente.

—Ahí está el problema —Balilty escudriñaba las baldosas del suelo—. No lo recuerda, y su hermano dice no saber nada. Ella no se comunica. Theo justo al revés. Si le das cuerda luego no hay manera de que se calle. Pero inténtalo tú con ella, sólo para ponerla en situación, lo básico. Luego hablamos.

—¿Estás partiendo de la base de que ha sido la misma persona en los dos casos? —preguntó Michael.

—¿Con qué me vienes ahora? ¿Crees que, así, por casualidad, dos personas distintas iban a matar a dos miembros de la misma familia en un periodo de tiempo tan corto? ¡No me hagas reír! —dijo Balilty, y luego preguntó qué había resultado del interrogatorio de Izzy.

En ese momento se abrió la puerta del dormitorio y apareció Dalit, una figura delgada en vaqueros. Cruzó los brazos bajo los pequeños senos y se reclinó, posando, contra el marco de la puerta.

—¿Sí? —dijo Michael.

—Pensaba que querrían... ponerme al día —dijo con una mezcla de vehemencia y vulnerabilidad, y se pasó una titubeante mano por el rubio cabello corto.

—Enseguida —dijo Balilty—. De momento, puedes preparar otra ronda de cafés.

—Su niña se ha despertado —anunció ella con una sonrisa forzada.

—Tengo que prepararle el biberón —dijo Michael. Y a Balilty—: Acompáñame a la cocina. Podemos seguir hablando allí.

—Ya los he preparado yo —dijo Dalit—. Dos biberones.

Michael le preguntó cómo, siendo tan joven, sabía preparar biberones.

—Nita me ha explicado cómo se hace —respondió Dalit con desenvoltura.

—No sé qué habríamos hecho sin ella —comentó Balilty admirativamente—. Esta chica es un tesoro.

—Tenemos cuidadora para los niños —dijo Michael en tono animoso a la vez que se sentaba en la cama de matrimonio donde reposaba Nita y le acariciaba la mano.

Estaban solos por primera vez desde el descubrimiento del cadáver. Cuando al fin Nita despegó los labios, su voz sonó ronca, como si hubiera pasado horas desgañitándose. Con los ojos fijos en la alfombra azul de pie de cama, musitó:

—Es como despertarse sobresaltado una y otra vez de una pesadilla. Como si estuviera haciéndose realidad.

Michael no comprendió de qué le hablaba y no dijo nada. Nita frotó el borde del edredón con la mano libre, sin retirar la vista de la alfombra.

—¿Quieres saber qué me resultó más difícil en el primer momento? —preguntó.

Michael asintió con un gesto. Ella alzó la cabeza y estudió la expresión de Michael, como para asegurarse de que realmente quería saberlo. Antes de volver a posar la vista en la alfombra, le advirtió:

—Lo que te voy a contar es espantoso —él redobló la presión sobre su mano—. No te lo había contado. No podía contártelo. No sabía cómo expresarlo. Ahora ya lo sé. Es algo que me ha atormentado durante mucho tiempo, durante meses, todos los días, casi a todas horas, minuto a minuto a veces, sobre todo hasta que nació Ido, pero después también. Una imagen recurrente, una pesadilla recurrente, una especie de visión que nunca me abandonaba, ni dormida ni despierta. Era como ver una película. La tenía ante los ojos todo el rato.

Se quedó callada. Su mano, en la de Michael, estaba fría, pegajosa. Michael no se movió. Tras unos segundos de silencio, Nita dijo:

—Era la imagen de mi cabeza cortada. Me veía sujetando los extremos de una cuerda con las manos. Me la llevaba a la parte de arriba del cuello y tiraba con todas mis fuerzas. Luego veía cómo me cortaba el cuello. Era como si me desdoblara. Era la persona decapitada y, a la vez, la que decapitaba. La sangre comenzaba a manar, regueros de sangre, ríos de sangre, y mi cabeza se desprendía —se tragó un sollozo y quedó en silencio.

Michael inclinó la cabeza y cerró los ojos. Se estremeció. Abrió los ojos y la miró. Nita estaba inmóvil. Sus ojos seguían fijos en la alfombra azul, como si a ella hubieran afluido los regueros y ríos de sangre.

—Probablemente tiene algo que ver con la sensación de haber sido una imbécil, de merecer un castigo. Como si la estúpida cabeza mereciera que la cortaran por ser tan crédula a pesar de todo lo que sabía.

—Por eso dejaste de tocar durante tanto tiempo —Michael expresó en un susurro lo que acababa de comprender. Le dio la impresión de que lo decía a gritos.

—Por eso no tocaba —corroboró Nita—. Todos creían que estaba deprimida por el desengaño amoroso. Pero no era eso, sino que tenía miedo. ¡Me moría por tocar! No sabes cómo... Pero en cuanto veía el chelo, veía las cuerdas, y al verlas pensaba en la cabeza cortada, y eso acababa con el placer de la música. Ese miedo me ha echado a perder la música.

Conmovido, horrorizado, Michael se oyó decir:

—¿Por qué no me lo has contado antes?

—No podía. Aun antes de conocerte empecé a... pensé que me estaba librando de esa imagen. Luego, al aparecer tú, las cosas mejoraron. Cuando mi padre... cuando mi padre murió, comenzó a acosarme de nuevo. Pero me dije que desaparecería por sí sola. No podía, no podía expresarlo con palabras —alegó—. Era algo tan nítido y real que...

Michael soltó la mano de Nita y la miró: el tinte amarillento de su piel, los ojos hundidos en las cuencas, las oscuras medias lunas bajo los iris gris azulados perfilados en negro, la suave luz que la envolvía. Tenía los labios trémulos, profundas arrugas marcaban las comisuras de su boca. Una sombra retinta anegaba sus mejillas chupadas. Sólo le temblaba la barbilla. El resto de su rostro parecía tan apretado como un puño.

—Y hoy —susurró Nita—, al ver a Gabi, no ha sido sólo que Gabi... que Gabi... que ya no iba a tenerlo a mi lado, eso todavía no he empezado a asimilarlo; ni tampoco que la imagen que he visto no es como para olvidarla; además de todo eso, me dio la impresión de que estaba viéndome a mí misma en el suelo. De que me habían plagiado la imagen, esa visión de la que nunca había hablado a nadie. Pero, de alguna manera, alguien estaba enterado de la imagen y la hizo realidad en Gabi en lugar de en mí. Por error. Lo de Gabi ha sido un error —Nita levantó la cabeza, se inclinó hacia Michael y lo miró a los ojos—: ¡Yo debería haber estado ahí tirada, con la garganta abierta! ¡Yo y no Gabi! —Michael volvió a tomarle la mano y sintió que las suyas se enfriaban. El terror crecía en él minuto a minuto—. Así, de pronto, vi cómo era en realidad. Qué habría ocurrido si lo hubiera hecho en realidad. Creo... me siento como si le hubiera enseñado a alguien a hacerlo. O... o como si lo hubiera hecho yo.

En ese preciso momento, el espanto de Michael comenzó a desvanecerse. La lucidez, una frialdad sobria, empezó a sustituirlo.

—¿A qué te refieres con que lo has hecho tú? —preguntó en un tono firme, distante—. ¿Lo has hecho tú?

—Creo que no —musitó Nita a la vez que levantaba la vista hacia él—. No podría haberlo hecho, digo yo. Es imposible, ¿no crees? No es posible que lo haya hecho sin darme cuenta, ¿verdad? ¿Verdad? —preguntó espantada mientras apretaba el brazo de Michael con todas sus fuerzas. Michael se había dividido en dos: uno de sus seres desbordaba de pánico, de terror, era presa de un torbellino de emociones contradictorias que apenas podía controlar, pero su otro ser preguntó con una voz fría, severa, comedida:

—¿De verdad crees que has sido tú?

—Ya te he dicho que no. Es imposible. Ya sabes cuánto quería a Gabi. Pero ¿cómo es posible que otra persona haya reconstruido con tanta precisión algo que estaba en mi cabeza y sólo ahí? No lo comprendo. Quizá la única respuesta posible es que lo hice yo inconscientemente .

—Inconscientemente —repitió Michael—. Inconscientemente —dijo de nuevo, y se quedó en silencio.

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