Un barco cargado de arroz (20 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

—Petra, tú piensas que no hablo en serio, pero te equivocas. Nos gustamos, nos entendemos, estamos solos los dos. No tenemos edad de hacer un planteamiento demasiado romántico, pero eso no le quita interés al asunto. Yo creo que lo pasaríamos bien conviviendo, nos acoplaríamos con facilidad el uno al otro. Tú trabajarías en tus cosas, yo en las mías y luego haríamos una plácida vida común, sin tensiones, sin cambios bruscos: paz y amor.

—Parece la felicitación de Navidad de unos grandes almacenes.

—¿Eso es también una réplica ingeniosa que no has podido evitar?

—Perdóname, pero es que no comprendo por qué de repente surge la necesidad de pensar en otro estatus para nuestra relación. ¿No estamos bien así?

—No. Yo quiero verte más. Pienso en ti, quiero estar contigo al regresar a casa, hacer planes juntos...

—Pero si hace cuatro días que nos conocemos.

—La praxis psiquiátrica y el consiguiente acercamiento al carácter humano me lleva a saber que no son necesarias grandes intimidades para empezar a vivir en pareja.

—Por desgracia, mi praxis profesional me lleva a concluir que no hace falta mucho para llegar a detestarse e incluso a matar.

Se levantó violentamente y casi tiró su vaso de cerveza al hacerlo.

—¡Ya es suficiente de frases ingeniosas! Te comportas como una niña mimada que fuera incapaz de tomarse las cosas en serio. ¡Estoy harto de gente inmadura! Cuando salgo de mi consulta he pasado el día entero hablando con gente incapaz de enfrentarse a su vida con realismo, sólo aspiro a encontrar personas con más fuste después.

Me puse en pie y busqué mi abrigo con la mirada.

—Petra, ¿adónde vas?

—Me voy a mi casa. Hoy hemos empezado con mal pie, otro día saldrá mejor.

—No te vayas, siento haberte gritado.

—No tiene importancia. Adiós.

Enfilé el pasillo mientras oía un objeto estamparse contra el suelo y la exclamación «¡mierda!» tras de mí. Tomé un taxi. No estaba inquieta ni nerviosa, sólo triste y cansada. Él llevaba razón, me había comportado como una gilipollas: frasecitas graciosas y contestaciones teatrales. Pero ¿por qué meterle prisas a una relación que acababa de empezar? Bueno, daba igual, a lo mejor yo era una de esas personas inmaduras de las que hablaba Ricard, incapaz de darse cuenta de dónde tenía una salida para ser feliz.

Dentro de mi casa había luz. Entré en la cocina y descubrí al subinspector batiendo unos huevos. Se quedó sorprendido de verme, igual que yo a él.

—Buenas noches, inspectora. Con su permiso, estaba haciéndome una tortillita.

—Proceda, Fermín. ¿Pero no se iba hoy de cena?

—Tomé el aperitivo con ellos, pero cuando el espectáculo empezó les dije que me dolía la cabeza y me marché. Es que lo mío nunca ha sido el flamenco, yo soy más bien de jota aragonesa.

—Ya.

—¿Y usted?

—Yo detesto el folclore.

—No, quiero decir que tampoco cenó fuera.

—Tenía un compromiso pero se suspendió.

—¡Ah, pues le hago una tortilla también! Me salen muy buenas.

—No se moleste.

—Al contrario, así no estoy solo.

Me senté a la mesa y vi cómo Garzón se las apañaba para darme de comer. Había adquirido trazas de buen amo de casa y ya conocía la colocación de todos los artefactos de mi cocina. Bien por él, porque estaba tan cansada que necesitaba cuidados especiales. Aliñó unos tomates, partió un poco de queso y puso frente a mí una bien cuajada tortilla y una cerveza helada.

—Dios es bueno —dije.

—Dios no ha tenido nada que ver en esto. Todo es pura sabiduría humana.

Me eché a reír. La verdad es que llegar a casa triste y encontrarse con alguien que te cocina una amistosa tortilla no estaba nada mal. Claro que no hubiera llegado en ese estado de no haber tenido una complicación sentimental. Bebí un buen trago de cerveza y probé la obra de Garzón.

—¡Carajo, subinspector! De todas las tortillas que he probado en mi vida, ésta es la mejor con diferencia.

Su mirada, sardónica y bondadosa, me traspasó.

—¿Sabe lo que me pasa con usted, Petra? Que siempre tengo miedo de que haya una ironía detrás de lo que dice.

—¿Tan mala soy?

—Digamos que no es sencilla.

—Pues le aseguro que me gustaría serlo. La complejidad me fastidia cada vez más. ¿Sabe cuál sería mi ideal para ser feliz? Pues vivir en el campo, en una pequeña cabaña, rodeada de perros, gatos y libros, y alguna botellita de vino de vez en cuando.

—Ése es su barco cargado de arroz.

—Que nunca conseguiré.

—Porque no existe. Nunca existe la realidad que imaginamos. Porque si de verdad usted se retirara a una cabaña algo pasaría que rompería esa situación ideal: los perros y los gatos se pelearían, o habría mosquitos o le entraría un aburrimiento del copón.

—Puede ser.

—¿Qué hubiera hecho el pobre Anselmo con su barco cargado de arroz?

—No lo sé. Lo han matado, ahora ya da igual. Todo es una mierda, Fermín.

—¡Joder!, creo que hubiera estado más alegre en el tablao flamenco.

Llamaron a la puerta. Nos miramos con sobresalto.

—¿Espera usted a alguien, inspectora?

Recapacité durante un momento.

—Creo que sé quién es. No saque su pistola, por favor.

En efecto, Ricard me miró desde el quicio de la puerta como un perro que implorara adopción.

—Lo siento, Petra, mi sentido de la hospitalidad no ha sido modélico hoy.

—Pasa, el mío, por el contrario, es tan espléndido que ya tengo un invitado, pero creo que llegas a tiempo para la cena.

Los presenté por segunda vez. Garzón en seguida se ofreció a preparar otra tortilla, pero Ricard, quizá intentando paliar la impresión de desastre doméstico que podría haberme producido, se empeñó en cocinársela él mismo. Decidí no intentar llevar airosamente las riendas de la situación, de modo que tomé asiento y asistí a un espectáculo bastante estrafalario. Ricard inició la ceremonia gastronómica siempre ayudado por el subinspector, que, de modo amable pero metódico, empezó a hacerle puntualizaciones sobre lo que debía o no debía hacer: «¿Está seguro de que hay aceite suficiente en la sartén?», «¿Ha batido bien los huevos?», «Espere, si pone el plato ahí se manchará...». Ricard se defendía de aquella agobiante asesoría sin dar su brazo a torcer: «Sí, no me gusta grasienta», «No hace falta batirlos más», «Deje, si mancho algo, después lo limpiaré». Comprendí que asistía a una clara batalla territorial. El cansancio que sentía se quintuplicó.

Cenamos emitiendo tópicos educados, y cuando ambos caballeros iban ya a enzarzarse en una discusión sobre quién arreglaba la cocina me cuadré.

—Ni pensarlo, señores, esto se queda así. Mi asistenta viene mañana y no soporta que nadie se meta en su trabajo.

El subinspector se despidió no sin cierta resistencia pasiva.

—Bueno, habrá que irse a dormir, que mañana hay que madrugar. ¿Usted también madruga, Ricard?

—Sí, yo también me iré pronto.

Cuando nos quedamos a solas, mi amante soltó a media voz:

—¿Hasta cuándo se queda aquí esa especie de Daniel Boom con su carabina?

—Es mi amigo.

—Pues parece tu padre, o tu hermano mayor.

—Me cuida, piensa que si tuviera otra jefa quizá le iría peor. Además, está agradecido porque le he prestado mi casa.

—Desde luego, tratándose de alguien tan celoso de su intimidad como tú, es un detalle muy de agradecer. Lo siento, no quería decir eso. Lo que quería decir es si puedo quedarme a dormir.

—Sí, ¡qué más da!, puedes quedarte a dormir. Mañana haré yo el desayuno para que no os peleéis sobre quién calienta la leche.

Resultó agradable que se quedara a dormir y también sus disculpas, sus caricias y sus besos. Fue muy conmovedor oírle decir que había hablado con un trapero para que vaciara su casa de trastos inútiles.

8

Nuestro contacto estaba en lo cierto, casi nadie denunciaba asuntos relacionados con la caridad, donde, si era verdad que existían delincuentes, estaban poco perseguidos. Por eso, a uno de los tipos envueltos en el asunto de Cáritas lo teníamos, en efecto, fichado, y encontrarlo no suponía mucha dificultad. Era un tal Juan de Dios Llorens, un timador de menor cuantía que había sido detenido más de una vez por robo y faltas sin demasiada importancia. Garzón fue a buscarlo al domicilio que figuraba en nuestros archivos. Creí que iba a quedarme sola un rato y que podría dedicarme a pensar, a recapitular sobre el caso; aunque lo cierto es que, en cuanto intentaba darle vueltas al asunto, mi mente se desviaba sin remisión hacia un tema recurrente: Ricard. ¿Era tan descabellado que empezáramos a vivir juntos?, ¿tal convivencia tenía alguna posibilidad de éxito? ¿Me gustaba tanto aquel hombre como para dar un paso semejante? ¿Era de verdad tan trascendental compartir la vivienda con un señor? Las voces que mi conciencia había elaborado en otros tiempos saltaron inopinadamente sobre mí: «No vuelvas a intentarlo, Petra, sola estarás siempre bien.» Dos matrimonios fracasados eran una marca suficiente como para sospechar que tenía una tendencia al desastre amoroso. Encima, podía concluirse que no debía de ser fácil vivir conmigo porque a mí me parecía difícil vivir con los demás. Claro que en esta ocasión no me arrastraba la pasión, sino que, por vez primera, me hallaba considerando con frialdad los pros y los contras de una nueva organización de mi vida. El amor suele saltar por encima de los inconvenientes aunque los vea con claridad. Siempre se piensa que la propia voluntad de que todo vaya bien bastará para limar las asperezas. La teoría es buena, pero a la hora de la verdad, uno descubre que su propia voluntad flaquea, y que no sabe de dónde sacar los ánimos para que siga funcionando como un potente motor.

De Ricard no estaba enamorada con un amor apasionado. Me gustaba, me halagaba el homenaje de sus atenciones y veía que quizá vivir con él pudiera representar algunas ventajas: por ejemplo, tener a alguien con quien charlar, por ejemplo, tener a alguien con quien hacer el amor y, por ejemplo, tener a alguien sobre cuyo hombro descansar la cabeza cuando rondaba algún momento de depresión. En definitiva, tener a alguien. La gente se casa con papeles, arreos y convite nupcial por motivos mucho menos contundentes. Sin embargo, si hacíamos la prueba y le dejaba pasar una temporada en mi casa, perdería aquellos maravillosos momentos de soledad a los que estaba acostumbrada, y lo malo es que podía perderlos para siempre si la cosa funcionaba medianamente bien. Los motivos para decir no a la prueba me parecieron emocionalmente miserables, como los de una soltera egoísta de mediana edad que no quiere sacrificar a nadie sus tazas de té y sus ratos de lectura placentera. Pero los motivos para decir sí eran igualmente prosaicos, como los de una viuda que ha dejado atrás la juventud y no quiere conformarse con decirle palabras cariñosas al gato. Pensé un poco más y ambos ejemplos me parecieron clichés lamentables ante los que no podía sucumbir. Debía reflexionar con madurez. Afortunadamente, la entrada de Yolanda en mi despacho impidió que hiciera algo tan aburrido. Llevaba el pelo atado en una coleta y la cara limpia de maquillaje. La envidié, porque sólo tenía un novio que quizá fuera el primero de su vida y porque a lo mejor nunca había dudado de que quisiera casarse con él.

—Inspectora. Tengo algo. A lo mejor es una tontería, pero usted dirá.

—Siéntese, Yolanda, no habrá perdido el llavero...

—No, aquí lo tiene. ¡Qué poco se fía de mí! Bueno, en relación con el llavero le diré que un administrativo de Cristianos Unidos lo reconoció. Me dijo que dos chicos fueron hace unos meses para ver si les compraba unos cuantos cientos para distribuirlos en su organización.

—¡¿Cómo?!

—Sí, dijeron que eran de un grupo de caridad sin muchos medios ni infraestructura, pero el administrativo no podía acordarse de cuál. Dice que existen muchos, que cualquiera sabe. Le dieron un teléfono de contacto por si decidían ayudarlos.

—Pero lo ha perdido.

—No, es éste, aún lo conservaba.

—¡Coño, Yolanda, haber empezado por ahí!

Casi le arranqué el papel de la mano. La chica me miró con incomprensión:

—Igual hubiera tenido que explicarle todo lo demás.

Pedí que nos localizaran el nombre del usuario y su dirección, y llamé a Garzón para que viniera inmediatamente a comisaría. Así fuimos tres los que nos sorprendimos al comprobar quién era el titular de aquel teléfono: Tomás Calatrava Villalba. El domicilio que figuraba en la compañía de teléfonos estaba situado en la calle Princesa.

Envié a Yolanda para que averiguara si el piso era de alquiler o pertenecía a Tomás
el Sabio
. Me puse la gabardina y miré a Garzón, que continuaba sentado.

—Vamos, movilícese.

—Ahí fuera tengo a Juan de Dios Llorens, ¿qué hacemos con él?

—Que espere. Luego le pegamos un repaso. Y dígale al agente que no lo deje marchar, que no hay sitio menos tutelado que esta comisaría.

El piso de Tomás
el Sabio
estaba en un inmueble antiguo, pero bien conservado. El vecindario no presentaba signos de marginalidad. La viejecita que vivía en el rellano frente a Tomás nos recibió en su casa muy amablemente y nos hizo pasar hasta el salón. Tenía dos gatos que nos miraban de través.

—¿Quieren café? No me cuesta nada prepararles una cafetera.

Viendo la lentitud con la que se desplazaba hacia la cocina, me arrepentí de haber aceptado: podíamos pasarnos toda la mañana allí. Garzón no perdía de vista a los gatos.

—Miran tan fijamente que me ponen nervioso.

—Hábleles, los gatos responden mucho a la voz.

—No sabría qué decirles.

—¡Joder, Fermín, no hace falta darles conversación!

Se levantó y se acercó a uno de los animales tomando distancias y precauciones. Intentó acariciarlo y el gato saltó de improviso y derribó un jarroncito horrible que había en una mesa. Se rompió en tres trozos limpios.

—¡Mecagüen su sombra! Y ahora, ¿qué hacemos?

—No se preocupe, le diré a la señora que tiene usted un temperamento infantiloide, que no se le puede llevar a ninguna parte.

—Muy graciosa, pero...

—No se ahogue en un vaso de agua, espere.

Me levanté, cogí los fragmentos de cerámica y los escondí tras el sillón.

—Ya está.

—¡Inspectora, cómo es usted!

—¿Qué pasa?

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