Un barco cargado de arroz (24 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

—¿Es eso lo que le ha pedido que nos diga?

Se recompuso una mecha de cabello que se le había salido del moño y negó en el aire con una mano desgastada por la lejía y el trabajo duro.

—No se equivoque, inspectora. A mí, Juan de Dios me importa tres pitos, como todo lo que no sea este restaurante y mi familia. Viene por aquí, come, paga, se va y en paz. A veces se toma un café en la barra y hablamos cinco minutos, no más. Como yo sabía que él había estado metido en aquel asunto de Cáritas, pues por eso le comenté lo de aquel tío, pero...

—La verdad es que Llorens no tiene la menor importancia para nosotros. Cuéntenos lo de ese tipo.

—Bueno, lo de ese tipo a lo mejor no resulta como para contárselo a la policía, pero el caso es que, en fin, venía por aquí un hombre, de unos cuarenta y tantos, bien vestido, bien puesto de brillantina. Alguna vez lo acompañaba alguien, algún otro tipo como él. Yo, mientras les servía, pues me iba quedando con algo de lo que decían. Una vez lo oí comentar: «Os digo que esto de la caridad da más que las gasolineras, ni tarjetas de crédito, ni nada.» Me olió mal. Para colmo, un día que iba al mercado de la esquina lo vi en el callejón con un pobre. Le estaba dando dinero. Pensé que sería una limosna, pero no, porque el pobre lo estaba contando, y uno no cuenta las limosnas delante de quien te las da. Estoy segura de que este tío andaba metido en algo feo. Por eso, para meterle miedo, se lo conté a Juan de Dios y le dije que eran tíos de la mafia, que se dejara de timos de caridades porque el terreno estaba minado. Creo que funcionó.

—¿Se acuerda de cómo era ese pobre de la calle? —preguntó el subinspector.

—Sí, grandote, con barba, como un vagabundo.

—¿Era éste? —puso la foto de Tomás
el Sabio
frente a nuestra testigo.

—¡Dios, sí, era éste! ¿Qué le pasa en la foto?

—Lo asesinaron.

—Oigan, supongo que no corro ningún peligro por hablar con ustedes; porque también tendría gracia, al fin y al cabo, para lo que sé...

—¿Ha vuelto a venir ese tipo por aquí?

—Hace meses que no lo veo.

—¿Alguna vez alguien mencionó su nombre?

—No.

—¿Pagó en alguna ocasión con tarjeta de crédito?

—No admitimos, es norma de la casa.

—¿Lo reconocería si lo viera?

—A lo mejor me convendría más decir que no, pero ¡al cuerno!, todos nos pasamos la vida protestando de que haya tantos chorizos por el mundo y luego, a la hora de la verdad, nos encogemos de hombros cuando podemos colaborar a que los cacen. Sí, lo reconocería, ¡vaya que sí! También me di cuenta en seguida de que era un pelanas, por mucho traje y mucha corbata que llevara, se hurgaba los dientes con palillos... Además, si hubiera sido un hombre con clase, no hubiera venido a comer aquí, a no ser que fuera para despistar, claro.

—Tendrá que venir a nuestro archivo para intentar identificarlo viendo fotografías, señora.

—¡Jo, pues lo que me faltaba a mí! Que no sea jueves, eso sí, los jueves damos paella y hay que hacerla al momento.

Se alejó airosamente y antes de haber llegado a la barra comenzó a dar las primeras instrucciones de trabajo. Garzón soltó un silbido:

—¡Caray, lo tiene todo claro, la señora!

—Debe de ser ella quien regenta por completo el bar. Hay muchos casos así, la más activa es la mujer, y el marido resulta imprescindible como colchón social.

—¡No sé por qué se me habrá ocurrido hablar!

—Relájese, Fermín, en nuestro caso el colchón debo de ser yo, porque estoy hecha un lío, en serio se lo digo.

—Un poco colchón sí que parece. Vamos a ver, inspectora, yo creo que las cosas empiezan a pintar mucho mejor.

—¿Ah, sí? Explíquese, soy toda colchón.

—El individuo en cuestión se tenía montado un chiringuito para sacar pasta con la caridad. No me pregunte la forma de ese chiringuito porque aún no la sabemos, pero más o menos debían de timar a la gente de buena fe con falsas ONG o tés de caridad o vaya usted a saber qué invento. Tomás
el Sabio
formaba parte de esa organización y, por alguna razón, les falló. Hubo un ajuste de cuentas. Es una concatenación perfecta de acontecimientos.

—Demasiado simple. ¿Cómo un tipo presuntamente cutre, tal y como lo describe esa señora, se atreve a matar, y no una, sino dos veces? Usted sabe que los timadores de tres al cuarto no suelen correr los riesgos que un asesinato comporta.

—Las situaciones se escapan de las manos, inspectora, y no hay nada que hacer una vez que eso ocurre, sólo se puede seguir cometiendo barbaridades en un intento desesperado de enmendar los errores.

—Vamos, vamos, tiene dos matones jóvenes y musculosos perfectamente entrenados, todo debía de estar muy calculado ahí.

—Todo cálculo se estrella contra el devenir de la vida normal, mi querida inspectora.

—¡Carajo, eso es filosofía!

—Sólo quería demostrarle que no soy un colchón.

El archivo fotográfico de timadores fichados por la policía de Barcelona es ingente, como cualquiera puede suponer. Debíamos llevar a cabo un cuidadoso trabajo previo de selección antes de proponer la lista de sospechosos a la señora del restaurante. De lo contrario, su paella se malograría con toda seguridad. Empezamos a hacer descartes por edad, tipo de delito, defunción, estancia en la cárcel... en seguida comprendí que aquello nos llevaría un tiempo precioso, y eché de menos a Yolanda. Se lo comenté al subinspector. Me dejó sumamente sorprendida su respuesta:

—Sí, yo también la extraño, no crea. Y además me da pena pensar que va a casarse con aquella especie de animal. La vida está mal organizada. ¿Sabe qué pienso hacer hoy? Pasarme por su casa antes de ir a la cena del patrón. Le llevaré unas flores.

—¡Garzón, eso sí es una novedad!

—Debo reconocer que siempre estuve desagradable con ella, y total, sin motivo. Además, la chica se ha marcado un tanto con lo de pasarse a la Policía Nacional.

Los misterios del alma humana son insondables, pero los del alma del subinspector entraban dentro de los enigmas más cerrados del universo. Podía pasar el resto de mis días junto a él, pero jamás llegaría a saber qué pasaba por su cabeza rapada al dos. En cualquier caso, aquélla era una iniciativa que yo aprovecharía en propio beneficio.

—Pensándolo bien, mientras usted hace esa visita yo iré a solucionar unos cuantos recados. Ya continuaremos mañana con este coñazo de las fotos.

—De acuerdo, nos vemos a la hora de cenar.

Salí disparada y busqué un rincón tranquilo para llamar a Ricard.

—Ricard, ¿qué me dices de dejarlo todo y venir a mi casa? Sólo tengo un par de horas y esta noche no podremos vernos.

—Estoy con un paciente pero... creo que lo arreglaré. Ahora mismo voy para allá.

Bueno, que un hombre lo deje todo por ti como si fuera un acérrimo seguidor de Jesucristo representa una especie de alegría íntima que extiende un suave calor por tus mejillas. Fue algo que comprobé con placer.

Llegué a casa y, como presa de un ataque de locura, me cambié de jersey, tiré los pantalones al armario y me puse una falda ligera. Después, tomé un cepillo y me lo pasé por el cabello con tanta furia como si quisiera arrancármelo. Un chorrito de perfume en el occipucio completó lo que pretendía ser una seductora preparación. Demasiado rápida, porque cuando Ricard entró olisqueó el aire como un perro en busca de un rastro.

—¡Ah, te has puesto perfume!

Me pareció una entrada tan poco adecuada y desmitificadora que procuré que no volviera a hablar estampándole un beso en la boca. Creo que mi rectificación le gustó, porque se abalanzó sobre mí como un león hambriento. Paso a paso hacia la habitación, nos buscábamos, nos trabábamos, nos quitábamos el uno al otro las prendas de vestir tirando de ellas con rabia. Supongo que llegamos a la cama, pero no estoy segura, porque cuando noté su piel caliente tocando la mía ya no tuve noción del espacio ni el tiempo, y sólo el propio centro de mi cuerpo me sirvió como guía.

Volvimos a ser conscientes del mundo exterior entre risas. Soltamos auténticas carcajadas, aquellas con las que se festeja la plenitud del gozo, la satisfacción de estar vivo por medio del sexo, una especie de alegría por la travesura fantástica que significa follar, un corte de mangas a la tristeza y a la muerte. Miré a Ricard y lo encontré atractivo, con el pelo revuelto y los ojos llenos de luz.

—¿Qué pasa contigo, eh, inspectora? ¿Qué modo es ése de recibir a un caballero?

—¿Te ha parecido mal?

Se echó a reír de nuevo, negando con la cabeza. Me puso una mano en el hombro.

—Vivamos juntos, Petra, es una buena idea.

Le sonreí, me senté con las rodillas pegadas al pecho.

—¿Crees que eso es tan importante?

—Sí, lo es.

—¿Y no sería necesario que hubiera surgido entre nosotros más locura... no sé cómo expresarlo, más pasión momentánea?

—A nuestra edad, las cosas no pueden ser formalmente como cuando tienes veinte años. Pero da igual.

—Me da miedo pensar que haríamos lo conveniente para nosotros y no lo que deseamos hacer.

—Eso suena a cuestión teórica.

—Todo se vuelve una cuestión teórica cuando la meditas en soledad.

—Especialmente si piensas demasiado en ti mismo.

—Nunca he conseguido dejar de pensar en mi propia vida. Hubiera dado cualquier cosa por ser como una de esas científicas que dedican todo su tiempo a la investigación. Creo que por eso dejé mi carrera como abogada y me hice policía. Creí que el trabajo absorbería mi mente por completo, pero ya ves que no ha sido así.

—Yo te impediría estar tan pendiente de ti misma.

—Eso también me da miedo. Si pienso tanto en mí es porque me gustaría entender mi vida, ¿comprendes?, las razones de las cosas que he hecho hasta hoy.

—Entonces nada mejor que un psiquiatra.

Le tiré a la cara una prenda que encontré a mano, creo que era mi sostén, y me puse en pie corriendo.

—Nunca he visto a nadie menos serio que tú, Ricard.

—La vida no puede tomarse demasiado en serio, eso es lo único que se debe entender. Yo veo mucho sufrimiento diariamente y te aseguro que nuestra vida nada tiene de dramática.

—Todo lo que me cuentas es muy interesante, pero tengo que largarme.

—¿Una peligrosa misión?

—La cena cutre anual del patrón de los polis.

—Tened cuidado de que no salga un mafioso con metralleta del pastel y mate a la plana mayor.

—No es mala idea. Quédate aquí, si quieres. Hay comida en el frigorífico.

—¿Para encontrarme después con tu escudero el de los trajes de enterrador? ¡No, ni hablar, es capaz de arrearme una hostia!

—Ten paciencia, ya queda poco, el lunes se va. Por cierto, daremos una fiesta de despedida en honor de su hijo. Espero que vengas.

—Si se larga el paleto, será la mejor fiesta a la que haya asistido.

—Bien.

Ya vestida, le envié un beso volado y entonces dejó de sonreír, enarcó las cejas y bajó la voz.

—Petra, esta vez piénsalo en serio, ¿de acuerdo?

Recogí su rictus severo y contesté:

—Sí, te lo prometo.

Y no estaba mintiendo.

La cena del dichoso santo tutelar de la bofia se venía celebrando en la gran sala del sótano de la propia comisaría. Antes se hacía en un restaurante, pero Coronas decidió cortar con esa historia por seguridad. Debía de imaginarse una noche de San Valentín, como muy bien había conjeturado Ricard. Realmente la oportunidad de cargarse a una buena batería de polizontes de un solo golpe parecía evidente, pero todos pensábamos que motivos de orden económico contaban también. La comisaría se ahorraba una pasta de esta manera. Largas mesas con manteles de papel, vasitos de plástico y platos de cartón daban albergue a un catering discreto que encargaba Coronas en un restaurante popular. El menú era el típico: tortillas de patata, calamares, chorizo y jamón, croquetas frías como témpanos y pan untado con aceite y tomate a discreción. Una horterada, en fin, aunque lo que me parecía más indigesto eran los comentarios de mis compañeros sobre la mala calidad de los alimentos, sobre su excesiva humildad. Ilustraban a la perfección el nuevo síndrome de las clases medias españolas: todo el mundo es conocedor de vinos y sabe distinguir a la perfección un
foie entier
de un
micuit
. En fin, algo realmente lamentable en un país en el que hace cuatro días todo el mundo le pegaba a la lenteja como único remedio contra el hambre. Mis compañeros no eran excepciones en esa tendencia general. En el aperitivo que precedió a la cena, menudeaban los comentarios jocosos sobre la comida. Yo me paseaba de un lado a otro con mi copa de cava tibio, realmente espantoso, intentando encontrar inútilmente a Garzón. ¿Dónde coño se había metido? En estas ocasiones lo necesitaba de verdad. Mis contactos con los otros inspectores se limitaban a lo profesional, y siempre me costaba encontrar temas de conversación que resultaran corteses y educados. Pero el puñetero subinspector no aparecía. Por si todo no pintaba lo suficientemente negro, de pronto se me acercó Fernández Bernal.

—¿Qué tal, Petra, cómo vas?

—Ya ves, homenajeando al santo.

—No creas, a mí este tipo de cosas tampoco me van demasiado.

—No sé a qué te refieres, yo lo estoy pasando muy bien.

—¡Venga, Petra, no fastidies, tú estás por encima de todo esto! Seguro que cenas todas las noches caviar.

—Oye, Fernández, ya es suficiente. No te voy a tolerar ni un cachondeo más sobre si soy sofisticada, una niña bien o si tengo mayordomo con librea. Yo vengo aquí a currar y tú también, ¿no?, pues dejemos las cosas como están y no mareemos más la perdiz.

Di media vuelta y lo dejé literalmente con la boca abierta. Posiblemente me había excedido, pero estaba hasta las narices de las insinuaciones de aquel gilipollas. Entonces me autodisculpé en silencio como siempre suelo hacer cuando he sido salvajemente desagradable: ¿por qué sonreír siempre?, ¿por qué estar eternamente implicado en la farsa social? ¿Es tan esencialmente malo decir alguna vez lo que se piensa? ¿Resulta de verdad tan necesario que los demás tengan buen concepto de nosotros cuando ese buen concepto está basado en el disimulo? Tras aquella batería de preguntas retoricoexculpatorias, me sentí bastante mejor. Para demostrarme a mí misma que no era un monstruo, me acerqué a Eva y a Begoña, dos compañeras inspectoras más jóvenes que yo. Con las mujeres resulta más fácil. Siempre se puede hablar de un cambio de color en el pelo, de lo bien que te sienta una blusa que acabas de estrenar. Ya lanzada a la placentera frivolidad de la charla estética, de pronto vi a Garzón. Tuve que abrir muy bien los ojos porque no lo podía creer. Llegaba en ese momento vestido como para una boda rural y del brazo llevaba a una joven novia modosa y con la cara tumefacta: ¡Yolanda!

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