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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Un barco cargado de arroz (22 page)

—Ya van dos hombres muertos, pobres hombres que casi no tenían qué comer. ¿Cómo se puede ser tan cabrón como para matar a tíos así?, dime.

—¿Y yo cómo voy a fiarme de la policía?

—¿Qué quieres que te garantice?

—Que nadie sabrá que he hablado con usted.

—Hecho.

—Vaya al bar La Gàbia, la dueña sabe cosas, allí a lo mejor va gente. Pero yo ya me he librado de todo eso, inspectora, si ahora me vuelven a meter en la mierda, será culpa suya.

—Te he prometido que no voy a abrir la boca y así será. Pregunta por ahí si Petra Delicado es fiable o no.

—¡Sí, ahora mismo voy a hacer una encuesta, ¿no te jode?! Estos riesgos los corro por tener sentimientos. Cuantos más sentimientos tienes, mucho peor.

En eso estábamos de acuerdo, pero compartir filosofía con un ex delincuente no me escandalizó, esas coincidencias humanas suelen darse cuando se acumula una cierta experiencia.

Entré a buen paso en comisaría, pero no pude llegar a mi despacho porque me llamó Coronas con urgencia. «Bronca habemus», pensé al mirarlo a la cara.

—Vamos a ver, Petra, vamos a ver si nos aclaramos porque esto es la hostia en verso. Acaba de llamarme desde Francia la ex mujer de Tomás Calatrava Villalba. Me preguntaba si va a tener que venir a Barcelona o no. Estaba muy alarmada, su cuñada la había avisado de que a lo mejor la llamaban a declarar a esta comisaría.

—Sí, ya.

—¿Cómo que sí, ya? Me he metido desde mi ordenador en sus informes del caso y de eso no dice ni media palabra.

—Ya lo sé, señor, pero es que es una vía de investigación abierta que no creo que vayamos a proseguir.

—Pues cuando se toma una decisión de ese tipo hay que reseñarlo en el informe, porque de lo contrario yo me quedo in albis y en pelotas, y un jefe siempre debe saber lo que pasa.

—Todo depende del estilo del informe, comisario, tenemos muchas vías de investigación abiertas que, en última instancia, podrían reabrirse sin más.

—Ya lo he visto. Más que vías abiertas, su informe parece un nudo ferroviario donde no hay dios que se aclare. ¿Y sabe qué suele suceder en esos casos?, pues que los trenes chocan. Está llevando esta investigación sin método, Petra.

—No estoy de acuerdo, comisario. Lo que llamamos falta de método suele ser únicamente un sistema que no se acopla al método convencional.

—¡Basta, no me líe!, es usted más peleona que un borracho con mal vino. Lo que yo le digo es que el informe...

Sonó mi teléfono móvil. Coronas me hizo una indicación para que contestara. Era Garzón. Asentí varias veces. Colgué, miré con gravedad al comisario.

—Me temo que tengo que irme, señor. Ha pasado algo imprevisto un tanto desagradable.

—¿Sería una aspiración excesiva que me dijera qué es?

—Han agredido a Yolanda Santos, la agente de la Guardia Urbana que nos ayuda en el caso.

—¡Lo que faltaba! Dentro de un rato tengo al jefe de la Urbana al teléfono pidiéndome explicaciones.

—Discúlpeme, comisario.

—En cuanto vuelva quiero un informe detallado, ¿me oye? ¡Y por el método tradicional!, aunque eso sea indigno de su inspiración. No me importa si esta noche se queda sin dormir.

—Desde luego, señor, desde luego, así lo haré.

Un par de policías y el subinspector me esperaban en la calle Princesa. A Yolanda se la habían llevado al dispensario más cercano para que la curaran. Al parecer, mientras esperaba en el portal, dos hombres tapados con cascos de moto la habían golpeado en la cabeza hasta hacerle perder el sentido. No había podido defenderse. La puerta del piso que custodiaba estaba abierta.

—¿Cómo se encuentra la chica?

—Magullada, pero bien. Ha podido contárnoslo todo sin dificultad.

Entramos en el piso, los dos policías se quedaron abajo. Algunos vecinos curioseaban en la escalera. Garzón los hizo marchar. Mis ojos se abrieron por completo para poder abarcar el vacío de lo que vi. El lugar había sido despejado por completo, no había nada, absolutamente nada, ni una silla, ni un objeto, ni un papel.

—Creo que no sólo lo han vaciado, sino que también lo han limpiado. Huele a lejía, ¿lo nota?

—Sí. Es evidente que siempre han estado siguiéndonos los pasos: interrogamos a un mendigo y se lo cargan, localizamos una vivienda y la deshabitan.

—Con una ligera anticipación. Pero si estaba ya vacía, ¿para qué se han arriesgado a volver ahora?

—Debieron de dejarse algo, querían comprobar que alguna cosa perdida no estaba aquí...

—Sin duda algo tan importante como para atreverse a arrearle a una policía.

—Cualquier cosa es importante cuando se está intentando borrar pistas.

—Estamos ante algo muy gordo, inspectora, ya no tengo la menor duda.

—Ni yo tampoco, Fermín. Que precinten el piso, y mande un equipo de huellas, aunque dudo que sirva para nada.

Inspeccionamos toda la vivienda. Era como si hubiera pasado un grupo de mudanzas dejándolo todo listo para el próximo inquilino.

—Pregunte a los vecinos, alguien habrá visto cómo se llevaban los muebles días atrás.

—Ya lo he hecho. Nadie ha visto nada. Imposible, pero cierto.

—Probablemente no había tales muebles. La anciana de delante lo dijo: era una especie de almacén. Resulta muy fácil irse llevando cosas en cajas por la noche, con todo sigilo y discreción.

—Puede ser. Preguntaremos a los vecinos de los inmuebles de alrededor.

Pasamos cerca de tres horas haciéndolo. Por desgracia, no había comercios ni talleres alrededor. Cuando existen tiendas abiertas al público, los dependientes pasan muchas horas mirando la calle. Fue inútil, en un lugar de viviendas nadie había visto a hombres cargando bultos. Regresamos al piso. Allí, junto a los guardias, nos esperaba un empleado de la limpieza municipal. Hacía un par de horas, había visto a dos hombres salir casi corriendo de la casa. Llevaban una bolsa de basura en la mano. Se fijó porque pensó que la echarían en un container, pero la llevaron consigo. Se fueron a pie, aunque ambos llevaban cascos de motorista que les tapaban la cara por completo. Eran altos y atléticos y, por sus movimientos, el empleado estaba casi seguro de que se trataba de hombres jóvenes.

—Elemental —dijo Garzón—. Eso es lo que vinieron a buscar: una simple bolsa de basura que habían olvidado después de la limpieza general. Podía contener papeles, objetos llenos de huellas... Una prueba de oro cuando no se quiere dejar ni rastro. En estos momentos, inspectora, siento tal frustración que me suicidaría.

—Pues prívese. Tengo cosas que contarle en el coche. He tenido una conversación interesante con Juan de Dios Llorens.

—¿Adónde vamos?

—Primero, al hospital; quiero ver a Yolanda. Luego iremos a un restaurante que se llama La Gàbia.

—Será muy tarde ya.

—Pues entonces iremos mañana, el restaurante estará en el mismo lugar, y de lo que le pase a esa chica me siento responsable.

Salimos al descansillo y la puerta de enfrente se abrió. Apareció la figura endeble de nuestra amiga la anciana vecina. Sonrió al ver a Garzón.

—¡Subinspector, no me diga que ha venido tan pronto a traer mi jarrón arreglado!

—¿Su jarrón?

Mi compañero se llevó la mano al bolsillo recordando de pronto. Sacó la orden del juez y, después, de su americana empezaron a emerger minúsculos trocitos de cerámica, bastante más pequeños que los resultantes del primer accidente.

—Me temo que no, señora, pero lo arreglaré. Aunque sea la última cosa que haga en la vida, lo arreglaré.

Yolanda ya no estaba en el hospital, le habían dado el alta y se había marchado a casa. Siguiendo el modelo tradicional, vivía con sus padres hasta que se casara. Según constaba en su ficha, su padre era taxista y su madre trabajaba en una tintorería. Una familia humilde que no tenía problemas de dinero. Me gustaría pensar que nos recibieron bien, pero creí notar cierto reproche en el ambiente. No era tan peligroso pertenecer a la Guardia Urbana como estar en el grupo de Homicidios de la Policía Nacional. Probablemente su familia se preguntaba qué estaba haciendo la chica con nosotros. Es cierto que corría más peligros y, debo reconocer mi egoísmo, porque nunca había observado el asunto bajo aquella luz. Entramos en su habitación y los padres se retiraron. Me quedé muy sorprendida al ver que los muebles estaban llenos de muñecas y osos de peluche. ¿Cuántos años tenía Yolanda, veinticinco? ¿Qué demonio pintaba en su dormitorio toda aquella decoración infantil?

Llevaba algunos parches de gasa en la cara pero, al parecer, donde había sufrido más daño era en el hueso occipital.

—¿Cómo está?

—No pude verles la cara, inspectora. Salieron del ascensor y, antes de que pudiera darme cuenta, los tenía encima. Llevaban la cabeza tapada con cascos de motorista y entonces se abalanzaron y...

—Ya lo sé, no se preocupe, sólo le pregunto cómo se encuentra.

—Estoy bien. Creo que eran dos tipos jóvenes porque...

—Oiga, Yolanda, ahora lo que tiene que hacer es coger una baja y reponerse, no pensar en el trabajo, descansar.

—Inspectora, no puede hacerme eso. No puede dejarme ahora fuera del caso, he trabajado con ustedes desde el principio y quiero seguir hasta el final. ¿Qué había en el piso, han descubierto algo? Cuénteme, por favor.

—Está bien, tranquilícese.

La puse al corriente de todo. Suspiró profundamente y se echó sobre las almohadas.

—Estamos a punto de cazar a esos asesinos, lo presiento, lo sé, ¿no tienen ustedes la misma sensación?

—Nos acercamos, nos vamos acercando —dijo Garzón más por amabilidad que por convencimiento.

Dieron varios golpecitos en la puerta y un instante después entró un joven. Era alto y fuerte, muy rapado, con pinta de bruto, labios carnosos y enormes ojos verdes, un guapo de barrio tremendamente sensual. Se precipitó sobre la cama sin siquiera saludarnos.

—¿Qué ha pasado?

—Nada, Sergio, tranquilo.

—¿Tranquilo?, ¿qué coño tranquilo? ¡Mira cómo te han puesto!

—Es mi novio —se volvió hacia nosotros Yolanda; pero el chico no parecía dispuesto a iniciar presentaciones corteses.

—¿Por qué la han metido en esto? ¡Ya me hacía poca gracia que fuera urbana como para que ahora ande haciendo de mujer policía!

—¡Sergio, cállate!

—¡No me digas que me calle porque llevo razón! Ellos ya tienen sus propios polis, ¿no?, pues que se apañen con ellos.

Yolanda estaba desolada, al borde de las lágrimas, casi histérica. Pensé que lo más prudente era una desaparición.

—Muchachos, no se peleen. Nosotros ya nos vamos. Cuídese, Yolanda, nos veremos más adelante. La llamaré para saber cómo está.

—¡Inspectora, un momento, espere!

Salimos al pasillo y vimos cómo en el comedor la madre lloraba, consolada por su marido. En el dormitorio de la chica se había reiniciado la discusión. Busqué la puerta con clara precipitación y solté un «adiós, señores» que sonó estúpidamente festivo.

El aire de la calle me confortó.

—¡Joder, se ha armado una especie de tragedia griega!

Garzón exhibía una sonrisilla de estar de vuelta de todo. Dijo con suficiencia:

—Es normal.

—Es excesivo. ¿Ha visto cómo berreaba ese energúmeno? ¡Y la madre, llorando como si su hija estuviera de cuerpo presente!

—Lo que ocurre es que usted es de clase alta, inspectora.

—¡Vaya, lo que me faltaba por oír!

—Es la verdad. Tiene estudios superiores, está acostumbrada a otros ambientes.

—¡Claro, usted y yo solemos movernos entre la
jet set
!

—No, en el trabajo ve usted normalmente las capas más marginales de la sociedad, y cuando acaba el día vuelve a su mundo sofisticado con libros por todas partes y discos de Chopin. Va de un extremo a otro, pero le falta por conocer al pueblo llano.

—¡No me joda, Garzón!

—Es así. El pueblo llano no tiene más tesoro que sus hijos, ni más aspiración que vivir con tranquilidad.

—Parece usted un telepredicador barato.

Lejos de ofenderse, se mostraba plácido y autosuficiente. Sonrió con superioridad soterrada.

—Sé lo que me digo, inspectora.

—De acuerdo, conoce la materia, es usted un paria de la tierra y tiene un hueco en la famélica legión. Me largo, subinspector, estoy harta de tanto cuento.

—¿Adónde? Es muy tarde ya.

—A comisaría, a hacer una labor sin importancia. Como soy una miembro de la oligarquía ociosa, voy a redactar unos informes que Coronas me obliga a terminar hoy. Nada, un capricho de niña rica.

Me alejé viendo de reojo cómo reía. Aún tuvo tiempo para levantar su mano carnosa y gritar:

—¡No llegue muy tarde, la espero en casa!

Estuve revisando los informes del caso que había redactado hasta el momento. Resultaban tan farragosos y herméticos como una novela experimental. Intenté darles mayor coherencia, pero no era fácil. Tal y como había detectado el comisario, los cabos sueltos abundaban. Sin embargo, un informe no pertenece a la ficción, y los acontecimientos eran como eran, nada podía ser alterado por las buenas. Todas las pistas que teníamos confluían en una dirección, pero ese destino, contrariamente a lo que solía suceder, permitía pocas y endebles hipótesis. Es obvio que, sin hipótesis en las que basarse, sólo se puede avanzar a impulsos de los acontecimientos, y esos acontecimientos venían presentándose de modo raro, imprevisible. Eran hechos sobre todo desmedidos. Si estábamos hablando de simples timadores, ¿por qué nos enfrentábamos a delitos tan graves? Dos asesinatos relacionados entre sí no son cosa corriente. Matar una vez tiene muchas explicaciones: un exceso de dureza en un ajuste de cuentas, un arrebato que luego se intenta tapar o cargar sobre otros... pero dos crímenes sólo pueden cometerse cuando la causa que los motiva es poderosa. ¿Quién asesina a dos hombres para dejar enterradas las pistas de un timo tan cutre como vender llaveros de una ONG fraudulenta? ¿Qué pequeño delincuente organiza un intento de despiste policial tan elaborado como el de los skins que golpean a un Tomás
el Sabio
ya muerto y lo abandonan en un parque? Por no pensar en el último riesgo corrido por los dos «motoristas» que se atreven a golpear in situ a un representante policial. La sospecha de que tras aquella historia inconexa había algo importante no dejaba de ser más que eso, una sospecha. ¿Y cómo puede haber algo importante en un caso donde las víctimas son vagabundos sin un céntimo? No, no veía el modo de dotar a mi informe de más lógica, de una apariencia metodológica redonda y cabal. Añadiría otro apartado con la agresión a Yolanda y en paz. Me ponía a ello cuando sonó el teléfono.

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