Un barco cargado de arroz (25 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Pasaron cerca de mí sin darse cuenta de mi presencia y se dirigieron directamente hacia Coronas. Éste le hizo grandes fiestas a la chica. Se formó un pequeño grupo en torno a ellos al que me acerqué solapadamente. Tomé del brazo al subinspector y nos echamos a un lado.

—¿Le ha ordenado Coronas que fuera a buscar a Yolanda?

—No, se me ocurrió a mí solo. ¿Qué le parece?

—Raro.

—Pues eso no es todo, le he pedido que no deje de venir a su fiesta, aunque se encuentra aún un poco baldada.

—¡Vaya!, ¡no salgo de mi asombro!

—Esa muchacha se lo merece, inspectora.

—Sin duda, sin duda se lo merece.

No acababa de comprender aquel cambio tan repentino de mi compañero, pero no quería sospechar, puesto que el cambio era para bien.

La cena, lenta, espasmódica, convencional, insufrible, se desarrolló según el rito anual milimétricamente idéntico a sí mismo. Surgieron las consabidas bromas sobre los aumentos de sueldo, los chistes de gusto dudoso, las anécdotas jocosas del servicio, los momentos emotivos en recuerdo de los que ya no estaban con nosotros. En fin, podría decir que a mi sensibilidad quisquillosa no le fue ahorrada ninguna humillación.

A los postres, mientras se posaban sobre la mesa unas tartas semejantes a sombreros de inspiración
kitsch
, el comisario golpeó su copa con la punta del tenedor para reclamar silencio. El
speech
parecía inevitable.

—Señores, ya sé lo que estarán pensando: nos sirven una cena cochambrosa y encima ahora el jefe nos suelta la paliza de siempre.

Hubo una armónica carcajada general con la que el orador ya contaba.

—Pero debo decirles que esta vez se equivocan... y no en lo de la cena cochambrosa, de la que doy fe...

Esta vez hasta yo me reí, debía reconocer que el comisario tenía cierta clase para la improvisación.

—Sino en lo de que pienso soltarles un rollo prefabricado igual que el del año anterior. ¡Nada de eso, señores! Hoy casi no hablaré, pero lo que diga va a ser muy original, y no por mis dotes para los discursos, sino por el tema que tocaré.

Hubo un murmullo de expectación general.

—Hoy quiero presentarles, para quienes no la conozcan, a Yolanda Santos, la joven agente que ven ustedes aquí. Pues bien, esta guardia urbana que la inspectora Petra Delicado requirió para una colaboración en un caso complicado ha estado trabajando con nosotros un corto tiempo, es verdad. Sin embargo, ha dado muestras de un valor del que, por desgracia, ven ustedes aún marcas en su rostro. Tal cosa no sería sorprendente en sí misma, porque todos conocemos la valentía y experiencia de los compañeros de la Policía Municipal. Lo que sí debemos destacar y festejar esta noche es que Yolanda, aun a pesar de los riesgos corridos, ha decidido pedir su ingreso en la Policía Nacional y hacer que su trabajo quede siempre entre nuestras filas. Señores, eso no es cosa baladí, que la juventud piense de esa manera, que escoja un terreno tan duro como el que nosotros pisamos habiendo visto con anterioridad que no es un camino de rosas ni una idealización, demuestra que la labor que llevamos a cabo puede ser a veces incomprendida por la sociedad, pero tiene un sentido profundo, y eso es algo que debe llenarnos de orgullo. Ése es nuestro auténtico espíritu. Nada más, buenas noches a todos.

El auditorio en pleno se puso en pie. Aplaudían, gritaban, se emocionaban, estaban entregados de verdad. Me levanté con prudencia y aplaudí yo también. Inconcebible, nadie estaba fingiendo, aquella reacción era auténtica. No podía entenderlo. ¡Cuánto me hubiera gustado creer así en algo, lanzarme yo también a tumba abierta por la senda del sentimentalismo, la profesión y el sagrado deber! Sin embargo, sólo sentía una gran estupefacción al comprobar con qué facilidad era posible enardecer a un grupo de gente que ni siquiera había bebido alcohol de calidad.

Alguien pidió que Yolanda tomara la palabra y al cabo de pocos segundos la petición se convirtió en clamor. La muchacha se puso tímidamente en pie, transfigurada en heroína imprevista. Carraspeó:

—La verdad es que lo que hizo la inspectora Delicado cuando habló conmigo por primera vez fue enviarme al infierno... —Risas, manotazos en la mesa y miradas de pitorreo me hicieron casi enrojecer—. Pero luego fue muy paciente conmigo y me dio la oportunidad de conocer mi verdadera vocación. Gracias, inspectora, de verdad.

Ser de pronto el centro de aquella orgía de autocomplacencia y pestilente euforia me pareció como vivir el peor sueño que podría haber tenido jamás. Algún malintencionado gritó: «¡Que hable Petra!», y la chusma policial coreó: «¡Que hable, que hable!» Era mejor no negarse. Me puse en pie.

—En fin, queridos colegas, ¿qué voy a decir? Empezar a tratar con alguien mandándolo al infierno no es lo normal, suele ser más común terminar así. Y eso es algo que no descarto aún si la agente Santos sigue en el caso que llevamos Garzón y yo. Tendrá que trabajar duramente, como todos hacemos, y al final puede que no la envíe al infierno, al menos sola, ya que lo más probable es que el comisario nos mande allí a los tres.

Bueno, no estuvo mal, tuve mi éxito también. Entonces alguien se levantó y empezaron a correr botellas de whisky, y se levantaron todos y empezó a sonar una música, y aproveché la confusión para, escabulléndome entre la gente, salir de allí. En la calle aspiré tres bocanadas profundas de aire y empecé a caminar. ¿Qué tal debía ser vivir en una isla, en un cenobio, en un refugio nuclear, en un faro? Seguro que se estaba muy bien.

Tomé un baño largo y perfumado con aquellos olores que tanto perturbaban a Garzón. Es el viejo sistema de intentar borrar de nuestra piel al menos una primera capa de lo que en realidad somos. Una añagaza inocente pero que me sentó bien. Luego me puse un pijama de inspiración marroquí para rematar la benefactora alienación y me dormí tras haber leído tres líneas. Pero daba igual, ni aun disfrazada de buzo me iban a permitir olvidar mi vida y circunstancias. A una hora indeterminada me despertó un estruendo espantoso en el salón. Me levanté de golpe y asomé la nariz por la escalera. Era mi invitado, naturalmente, que batallaba en la semioscuridad para poner derecha una lámpara de pie que había derribado. Pulsé el interruptor y allí estaba, enredado en el cable.

—¡Por Dios, inspectora, disculpe, por no querer encender la luz... ya ve, ha sido peor! Es que fuimos unos cuantos a tomar una copa después de la cena y... en fin, se ha hecho un poco tarde.

Como mis buenas maneras van más allá incluso de un susto en mitad de la noche, hice una inclinación de cabeza y respondí:

—No se preocupe, Fermín, no tiene la menor importancia.

Para mis adentros pensé que detestaba estar tan bien educada. Por fortuna, aquella convivencia contra natura tocaba a su fin. La fiesta de despedida del hijo de Garzón iba a ser la más celebrada que hubiera dado jamás.

El trabajo que habían llevado a cabo en el archivo fotográfico de sospechosos para ayudarnos a avanzar era minucioso y exhaustivo. En una lista que abarcaba desde el año 1998 hasta la actualidad, tiempo razonable para una identificación, aparecían unos treinta individuos que habían tenido problemas con la justicia como timadores. Todos ellos cumplían los requisitos de edad coincidentes con la descripción de la dueña del restaurante La Gàbia.

—Por cierto, Fermín, ¿tuvo usted la precaución de preguntarle su nombre a la señora?, a mí se me olvidó.

Garzón, que presentaba aspecto resacoso pero se había despertado a las siete sin dilación alguna, echó mano de su libretita de apuntes.

—Genoveva Pardo.

—¡Buen nombre! Hágala venir. ¿Es jueves hoy?

—No, ¿por qué?

—Recuerde que el jueves toca paella.

Mientras llegaba nuestra testigo empecé a ojear las fotos en el ordenador. Los cargos que se imputaban a todos aquellos individuos no tenían nada que ver con la caridad. La mayor parte de aquellos hombres de pinta vulgar habían sido detenidos por casos relacionados con venta fraudulenta de inmuebles, usurpaciones de personalidad, falsificación de documentos, emisión de cheques sin fondos, compras con tarjetas de crédito robadas... Todos aquellos delitos tenían una relación directa con temas de dinero puro y duro. Sin embargo, ¿quién iba a tejer una mafia a gran escala basada en algo como la caridad?, ¿tan grande era la caridad de los españoles?, ¿existía ahí realmente un campo sobre el que extenderse? Bueno, una de las características de los malhechores de todas las épocas es que tienden a innovar para coger a la sociedad desprevenida. Quizá íbamos a enfrentarnos a grandes timadores «caritativos» ahora que soplaban tiempos solidarios.

Un rato más tarde llegó Genoveva. No venía contenta. Aquel día no había paella en el menú, pero habíamos entorpecido la confección de un sustancioso caldo gallego. Yo tenía confianza absoluta en aquella mujer. De hecho, estaba prácticamente convencida de que, si el asesino estaba entre los tipos de la lista, por muchas metamorfosis que hubiera sufrido, ella lo detectaría. Genoveva era como una personificación del sentido común femenino. A su alrededor se extendía ese realismo compasivo que sólo las matronas suelen detentar. Si el filósofo más profundo e intrincado tuviera una conversación con alguna de ellas, se entenderían sin necesidad de muchas palabras. Por eso había dado crédito a su testimonio que, en puridad, no hubiera tenido que considerar más que como una simple sospecha intuitiva.

Despierta, escueta en la expresión y con la piel tersa y lavada propia de alguien más joven, se sentó frente al ordenador y dijo: «Vamos allá.» Los primeros rostros patibularios empezaron a pasar frente a sus ojos. Garzón le propuso:

—Cuando haya acabado de inspeccionar cada imagen, me lo dice y yo le daré a la tecla para saltar a la siguiente.

Lo miró como si fuera un insecto caído de un árbol.

—Oiga, que no soy tonta. Dígame qué tecla es y ya me las apañaré.

Garzón se lo indicó y me miró suspirando. Debía de estar haciendo alguna consideración general sobre las mujeres tratadas en su conjunto. Genoveva empezó a emitir negativas con toda seguridad.

—No, éste, no. Este otro, ni hablar, parece un muerto de hambre y el hombre que yo digo tenía buena pinta, no era de los que van pidiendo favores.

Comprendí que, de sus comentarios, saldría una identificación mucho más perfilada de la que nos hizo en su bar. Se lo indiqué a Garzón en voz baja para que fuera tomando notas. Entonces me llamaron por teléfono. Era Domínguez.

—Inspectora Delicado, hay una señora en comisaría que insiste en hablar con usted urgentemente.

—¿Cómo se llama?

—A ver, déjeme ver... Magdalena Prieto de Latour o algo así, suena a francés.

—¿Sobre qué...?

De repente recapacité sobre el nombre que acababa de oír y me acerqué instintivamente al auricular.

—Dígale que voy inmediatamente, Domínguez. Y sobre todo que no se marche, ¿entendido?

—Siempre le estoy cuidando a sus sospechosos, ¿verdad, inspectora?

A veces tenía la impresión de que cualquier discapacitado mental representaría mejor el papel de policía que los que de verdad lo eran.

Entré en mi despacho casi corriendo, a punto de perder la compostura mínima que me he propuesto siempre mantener frente al mundo. Las perspectivas que creaba para mí aquella visita eran enormes. Habíamos desestimado llamar a la ex esposa de Tomás
el Sabio
para que declarara, pero ahora estaba allí, y había viajado muchos kilómetros para verme. Nadie hace algo semejante con la intención de aportar un dato banal. Además, mezclada al ansia de saber, notaba en mí misma la innegable curiosidad de conocer a quien había estado casada con un hombre tan singular.

Se encontraba sentada en una de las butaquitas frente a mi mesa y no volvió inmediatamente la cabeza para mirarme. Vi antes su cabello matizado en suaves colores grises y olí su perfume de esencias florales.

—Hola, señora De Latour, soy Petra Delicado.

Levantó, para estrechar la mía, una mano frágil y hermosa, en la que se veían discretas joyas auténticas.

—¿Cómo está, inspectora? Quizá no sepa quién soy.

—Creo que sí, la ex esposa de Tomás Calatrava, ¿me equivoco?

—¿Ex esposa?, ¡en fin!, es un término ya casi pasado entre nosotros dos. Estuvimos casados, sí. De hecho no nos hemos separado legalmente; pero...

A pesar de la edad, tenía el rostro sereno y armonioso de quien ha sido muy bella. Resaltaban unos ojos azules llenos de luz pero profundamente melancólicos. Iba vestida con el buen gusto y la originalidad de los que sólo son capaces las mujeres francesas. Tomó aire para hablar.

—Lo que tengo que mostrarle podría habérselo enviado desde mi hogar en Francia, pero he querido explicarme personalmente. Quería que la policía española comprendiera bien por qué en un principio pensé en no decir nada y ahora he cambiado de opinión. Como usted sabe bien, el corazón humano antepone sus razones a las de la razón.

—Sí, lo sé.

—Cuando mi cuñada me informó de su muerte, pensé en no venir a España porque Tomás era ya una sombra para mí después de tantos años. La noticia no me sorprendió, tampoco el hecho de que le hubieran asesinado. ¿Qué se puede esperar de un hombre que vive en la calle, tirado, sin casa, sin familia, sin juicio? Me extrañó incluso que no le hubieran matado antes: una borrachera, una riña entre mendigos... Pero mi cuñada me dijo que se estaba llevando a cabo una investigación porque no se tenía ninguna pista sobre quién era el asesino. Entonces llamé a su comisario y le pregunté si debía venir a declarar. No lo hice de buen talante, lo reconozco. Me parecía un abuso verme envuelta en un asunto así al cabo del tiempo, pero... recapacité, reflexioné, le enseñé la carta a mi marido actual y ambos decidimos que, en efecto, era más fácil no hablar. Incluso nos preguntamos si esa carta tenía algún significado viniendo de quien venía, pero...

—¿De qué carta me habla, señora Latour?

—De ésta, de esta carta. La recibí más o menos un mes antes de que mataran a Tomás.

Sacó del bolso un sobre y me lo dio. Lo abrí con la respiración contenida. Dentro llevaba una carta escrita a mano con la caligrafía incierta de un hombre deteriorado. Leí en silencio:

Querida:

Salgo de la basura un momento para acercarme a ti. Quiero que sepas que nunca te he olvidado, que sé cómo has sufrido por mi culpa. Lo siento, de verdad. Nunca fui digno de estar a tu lado. Soy un loco y mi sitio es la mugre en la que estoy. Pero quiero que sepas que voy a hacer algo importante. Me metí en un asunto grave y ahora voy a salir. Hablaré y caerá gente muy influyente. Será algo de lo que oigas comentarios incluso en Francia. Quiero que sepas que todo esto lo hago para que estés orgullosa de mí, para que veas que no soy un desecho total. No te volveré a molestar más. Que seas feliz. ¡Viva Argentona!

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