Un barco cargado de arroz (27 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

—¿Qué le harán?

—Nada, María, sólo hay sospechas, pero si sabe algo debe decírmelo, por el bien de su propio hermano.

—Hace ya casi un año me llamó por teléfono. Quedé con él en un bar. ¡Si Manolo se enterara, sería capaz de matarme!, pero es mi hermano, tenía que ir, saber qué le había pasado después de tanto tiempo. El pobre sólo quería pedirme perdón por lo del piso. Se sacó doscientas mil pesetas del bolsillo metidas en un sobre e insistía en que me las quedara. Le dije que no, que no podría justificar tener ese dinero delante de Manolo. Le pregunté de dónde lo había sacado. Me dijo que era todo legal, que ahora se ganaba muy bien la vida trabajando para un hombre que tenía una... institución.

—¿Una institución, qué tipo de institución?

—No sé, no me haga caso, a lo mejor no dijo una institución, pero creo que sí. De todas maneras, yo estaba muy nerviosa, llorando, ¡ya se puede imaginar!

—¿Le dejó su dirección, un teléfono?

—No.

—¿Hizo algún comentario sobre dónde estaba esa... institución, sobre el nombre de su dueño?

—No, inspectora, no dijo nada. Tuve que pedirle que no me llamara más si no quería buscarme follones con Manolo. Mire qué triste es eso para una mujer, tener que escoger entre su marido y su único hermano. A veces pienso que me alegro de que mis padres estén muertos, así no pueden ver dónde ha ido a parar nuestra familia.

—¿Se despidieron para siempre?

—No ha vuelto a llamar más, se lo juro por Dios. El pobre se empeñó en que me quedara el dinero. Se lo di a nuestros hijos, tenemos dos hijos que ya viven por su cuenta.

Cien mil pesetas a cada uno, y les pedí que no se lo contaran a su padre.

—Está bien, señora, pero si por casualidad su hermano volviera a ponerse en contacto con usted... aquí está mi tarjeta. Tomaré su información como confidencial.

—La llamaré, se lo prometo, no quiero que mi hermano vaya por mal camino y que le pase algo malo de verdad.

Puse rumbo hacia La Jarra de Oro y desde allí telefoneé a Garzón. Me dijo que llegaría al cabo de menos de media hora. Tomé otra cerveza mientras lo esperaba. Una institución. ¿Qué diablos era una institución? ¿Había entendido bien aquella mujer?, ¿era sólo una excusa de Flores para justificar el dinero que le estaba entregando?, ¿de dónde sacaba tanta pasta aquel pájaro?

Garzón casi no me saludó.

—¿Ha comido, inspectora?

—Estaba esperándolo.

—No sé cómo puede pasar sin comer, ¿hace yoga o algo por el estilo? Yo estoy que no me tengo en pie, hasta me notaba mareado.

Nos sentamos a una mesa y pedimos el menú, pero ya era muy tarde y se había agotado.

—Pues dos huevos fritos con patatas y jamón, y un platito con aceitunas mientras esperamos, necesito llevarme algo a la boca.

—¿La información que trae no le ha alimentado?

—No he tenido esa suerte, ni comida ni información.

—¿Ha podido entrevistarse con ambos perjudicados?

—Sí, y ha sido tiempo perdido. Ya se puede imaginar, gente sencilla sin ni puta idea de nada. Y como todo timado, con un fondo de avaricia. Flores les ofreció el piso a un precio muy por debajo del mercado. Y picaron, claro, le dieron la paga y señal. A ninguno de los dos se les pasó por la cabeza ir a verificar los datos al registro de la propiedad ni pedir consejo a ningún abogado... ¡nada, a aprovechar la ocasión de comprar barato y en paz! Hasta que se descubrió el pastel.

—¿Han sabido algo más de Flores?

—Figúrese, a pesar de haberles devuelto el dinero, el uno dice que si vuelve a verlo lo machacará. El otro era menos compasivo, de modo que... no creo que Flores se les acerque nunca en la vida.

Trajeron los huevos fritos y Garzón se abalanzó sobre ellos como si hubiera sido Robinson Crusoe en su primer ágape decente tras el naufragio.

—¿Qué cuentan esos dos sobre su timador?

Entre las enérgicas masticaciones pude entender:

—Pues que era un tipo muy fino, con mucha labia, con cultura... según ellos, claro. Bien vestido, con un buen reloj, bolígrafo de oro, calculadora último modelo...

—Eso completa un poquito el retrato.

—Muy poco, ya ve. ¿Qué tal le ha ido a usted?

Le conté la historia de la institución. Levantó un momento la vista del plato para considerar el dato en todo su valor.

—¿Era una mujer culta esa tal María?

—No demasiado.

—Entonces lo de la institución puede ser cualquier cosa: una agencia de seguros, un banco... y si encima dice que no estaba muy segura... pudo escoger una palabra al azar, una que le pareciera respetable.

—Hay que pedir orden de busca, Garzón, puede que ayude.

—También tenemos que volver a las instituciones de caridad, que no se diga que no hemos agotado esa vía... ¿Sabe qué me tomaría ahora, Petra?

—¿Otros dos huevos fritos?

—¡Ha acertado!, pero como no hay tiempo para eso, voy a pedir un flan con mucha nata. ¿Y usted?

—Con los huevos he tenido suficiente, sólo café.

Llamó al camarero con gesto impetuoso y después de hacer su pedido me miró con cierta turbación.

—Inspectora, no quisiera parecer un jeta pero... mañana ya es sábado.

—¿Y?

—Mi hijo se va el domingo por la mañana.

—¡Joder, Fermín, perdóneme, se me había olvidado! Mañana por la noche haremos la gran fiesta.

—Dígame qué necesitamos e iré yo a comprar.

—No se preocupe, iremos los dos. También haremos juntos la lista de invitados.

—¿La lista?

—Es una gran fiesta, ¿no?

Era verdad que se me había olvidado por completo la solemne despedida. Realmente tenía pocas ganas de dar aquella fiesta, pero me sentía en deuda con mi ayudante. Suponía que él lo hubiera hecho igualmente por mí, que es lo que suele suponerse cuando no se encuentra una buena razón para hacer algo por los demás. De cualquier modo, hacía años que no organizaba nada en mi casa, y en esta oportunidad yo también tenía un invitado importante: Ricard. Si era cierto que alguna vez íbamos a vivir juntos, no resultaba descabellado comprobar cómo se desenvolvía en mi ambiente. Pero ¿podía pensarse que mi ambiente lo constituía aquella lista de invitados?: las hermanas Enárquez, el juez García Mouriños, el hijo de Garzón y su remota pareja, la pobre Yolanda y el propio subinspector. Había visto fiestas raras, pero aquélla prometía ser una auténtica pieza de museo. Aunque de eso se trataba, de dar una apariencia de normalidad a una situación chirriante en su conjunto.

El sábado por la mañana tenía una cita con Garzón. La orden de busca y captura estaba ya en marcha, así que dedicamos el día a la preparación de la fiesta. Habíamos decidido encargar en un establecimiento abundantes bandejas de canapés y varias carnes frías. Nosotros confeccionaríamos las ensaladas en casa. Mi petición de pagarlo todo fue desatendida por Garzón, que insistió en hacerse cargo de la mitad de los gastos. No íbamos a pelearnos y la cosa quedó así, parecía justo.

De la singularidad de la fiesta éramos una buena muestra mi compañero y yo, yendo de compras como una pareja bien avenida. Naturalmente, el subinspector ni siquiera consideró la posibilidad de lucir un atuendo informal en una mañana como aquélla; al contrario, se encapsuló en uno de sus trajes de rayas más emblemático como si hubiera decidido ser amortajado con toda pompa.

Hacía sol y por la Rambla de Cataluña había gente paseando y comprando con la típica despreocupación de un día libre. Nos miraban, por supuesto que sí, y debían de hacer todo tipo de conjeturas sobre el nexo que nos unía. De pronto, el subinspector se quedó mirando a una pareja que llevaba tres niños pequeños cogidos de la mano.

—¡Qué hermosa familia! —dijo en un rapto idílico.

—No se deje engañar, los niños dan el coñazo y los padres están llenos de estrés. Las familias no son un invento para la ciudad.

—¿Usted cree? Yo siempre había pensado que tener una familia era deseable.

—Es un mal menor. La gente tiene miedo, y viviendo como manda la mayoría se encuentra más protegida.

—Ya. Pues a mí me hubiera gustado que me hicieran abuelo, fíjese.

—¡Garzón, por favor, ese comentario es de una decadencia impropia de usted!

—¿De veras? No veo la razón, es el ciclo de la vida, y darte cuenta de que estás integrado en él resulta tranquilizador.

—Mentiras, todo mentiras. La gente intenta olvidarse por todos los medios de que pertenece al reino animal y le pone mística a las simples etapas biológicas: el amor, la paternidad, la familia... nombres sublimes para el apareamiento, la reproducción, el grupo...

—Más a mi favor. ¿Y si le digo que yo sólo aspiro a cosas animales?

—Los leones no tienen nietos.

—¡Joder, inspectora!, ¿por qué es usted tan desagradable?, ¿hay algo en el mundo que le parezca bien?

—A ratos, sí. Pero detesto las mentiras que todo el mundo sabe y acepta.

Se echó a reír haciendo que se hinchara su chaleco, que más parecía un refajo.

—En el fondo me hace usted gracia, Petra, siempre a la greña con la vida, con la realidad... demuestra ser optimista, un pesimista no sería capaz de analizar así las cosas, se moriría de desesperación.

—La desesperación quema demasiadas energías. Además, hay que ser muy valiente para sentirla por completo, y yo no lo soy. ¿Sabe qué pienso? Que cada vez me hago más cobarde.

—¿Por qué dice eso?

—No sé, apreciaciones, pero es así. Fíjese que el otro día hasta estaba planteándome vivir con alguien, romper con la soledad.

Se quedó muy callado. Digirió su sorpresa en silencio y después preguntó de modo casual:

—¿Con quién, con el psiquiatra?

—He dicho con alguien, sin personalizar.

—¡Ah!

Me arrepentí inmediatamente de haberle hecho semejante confesión, y antes de que pudieran plantearse preguntas incómodas, di un giro brusco llevándolo al presente.

—Oiga, Fermín, estoy hasta las narices de andar dando vueltas por la calle. Le propongo un plan: ya tenemos encargado el catering. Ahora bajamos hasta la Boquería y compramos verduras para la ensalada. Después me invita a tomar una cerveza en la plaza Real. ¿Qué le parece?

—Nada que objetar, es un plan perfecto.

El mercado de la Boquería lucía en todo su esplendor y me resultó difícil ir arrancando a Garzón de la admiración contemplativa que demostraba frente a todos los puestos que exhibían mercancías infrecuentes: setas, frutos tropicales, verduras exóticas... Era como un turista en pleno tour. Ni que decir tiene que su traje causó sensación entre las deslenguadas vendedoras que, para atraernos, no dudaron en usar con mi compañero epítetos como: hermoso, elegante, bien plantado y hasta
playboy
. Confieso que me sentí aliviada cuando salimos de allí, y que cuando pedimos un par de cervezas en una terraza de la plaza Real y me senté de cara al sol, perdí aquel funesto optimismo analítico que me había endilgado mi adjunto. Pero toda felicidad es efímera por definición. Aún tenía los ojos gozosamente cerrados cuando oí:

—¿Está enamorada de él?

—¿Cómo?

—Ya sabe, del psiquiatra, de Ricard.

—No sé, no me lo he planteado.

—¿No se lo ha planteado y está pensando en que vivan juntos? No lo entiendo.

—No hay nada que entender. Es un hombre amable, culto, bien parecido y le gusto un montón. Sería una convivencia fácil. Así, si un día llego a casa de mal humor, a lo mejor se me quita hablando con él.

—O al revés. Yo creo que los planes de futuro tan racionales no pueden funcionar.

—¿Funcionan mejor los irracionales?

—Me parece imprescindible el amor.

—¿Estaba usted enamorado de su esposa?

—No.

—Y vivió treinta años con ella.

—Es muy diferente. En mi época se hacía todo por respetar las costumbres. Si encontrabas a una buena chica y estabas cerca de los veinticinco, tenías que casarte, era así.

—Pues usted parece seguir igual, haciendo las cosas para respetar la costumbre.

—¿Qué quiere decir?

—Tiene usted un hijo estupendo, inteligente y brillante en su profesión, pero como la costumbre es que se case y le dé a usted muchos nietos, es incapaz de aceptar su homosexualidad.

Su cara se puso seria.

—Eso ha sido un golpe bajo, Petra.

—¿Golpe bajo?

—Estábamos hablando de usted, además, el que ha tocado es un tema difícil y muy personal en el que ando luchando con bastante sufrimiento.

—¿Piensa que el hecho de plantearme vivir con alguien para eludir los momentos duros de la soledad es una tontería para mí? ¿Cree que el pánico ante un tercer matrimonio fracasado me provoca un sentimiento fácil de aguantar?

—Lo siento, no debería haber empezado esta conversación.

Un silencio resentido se instaló entre los dos. Llegó el camarero y con una cantinela estúpida preguntó:

—¿Otra cervecita, señores?

—No, gracias, está bien así —respondió el subinspector educadamente.

Le puse la mano en el brazo:

—¿Lo dejamos en tablas, Fermín? Lamento si lo he ofendido.

—No, perdóneme usted a mí. No me ha ofendido porque lleva razón.

—¿Por qué no nos olvidamos de la jodida vida privada? ¿Se da cuenta?, esta puta sociedad nos influye para que lo único que nos importe sean nuestros malditos sentimientos personales. Deberíamos preocuparnos por otras cosas.

—¿Como por ejemplo?

—¡Algo más general! La contaminación del medio ambiente, el peligro nuclear, el hambre en el mundo...

Garzón miró con escepticismo a nuestro alrededor, donde gente alegre y despreocupada tomaba el aperitivo.

—Justamente la falta de hambre es la razón de que nos preocupen tanto los sentimientos. Nuestros abuelos tenían que pasarse la vida trabajando de sol a sol en el campo para poder comer un mal potaje, ¿y qué, pensaban en sus traumas, los tenían siquiera? Por cierto, inspectora, todo eso del hambre me recuerda que deberíamos comer algo antes de ir a su casa a emplearnos a fondo como cocineros.

—¿Comer?, ¡pero si esta noche cenaremos una barbaridad! Un bocado ligero, si acaso.

—¡Joder, me somete usted a unos ayunos que ríase de los de Gandhi!

Nos levantamos riendo los dos, pero teníamos un pequeño nudo en la garganta que tardaría un buen rato en deshacerse. Demasiada intimidad, o poca hambre, que hubiera dicho Garzón.

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