Un barco cargado de arroz (32 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

—Tampoco «cabrón» es el vocablo ideal para una abogada y una dama.

—Está bien, te llamaré «majestuosa cabra hispánica», si te parece mejor.

Cabeceó varias veces y se echó a reír por lo bajo.

—¡Joder, Petra, joder, hay que joderse! He visto mujeres tan cabezotas como tú, pero más que tú ninguna, te lo aseguro. Venga, pasad al «saloncito» que hasta os voy a ofrecer un café.

El departamento en el que Sangüesa y su gente trabajaban era uno de los más contaminados por el humo de los cigarrillos. Su tarea requería que permanecieran largas horas sentados frente al ordenador desentrañando problemas casi siempre complejos, y eso los llevaba a fumar sin medida. Esa falta de movilidad y exceso de concentración propiciaba también que ostentaran reputación de difíciles entre los demás policías. Pero yo tenía muy bien tomada la medida de Sangüesa y sabía que, bromeando con él, siempre tendía a aflojar su rigidez inicial. Nos hizo pasar a una pequeña sala de juntas apartada de los despachos por cristaleras y trajo para todos vasitos de café.

—Venga, vamos a ver qué puedo resumir antes de que me arrepienta y os mande al carajo.

Sacó un montón de papeles de una carpetilla y fue ordenándolos después de echarles un vistazo. En mangas de camisa y con las gafas en la punta de la nariz, parecía más viejo y cansado, pero tenía fama de ser el mejor en su campo. En seguida se orientó entre la maraña de notas y operaciones matemáticas. Murmuraba datos como si rezara y, al final, levantó la vista y dijo:

—Bueno, más o menos ya sé dónde estoy. Pero que conste que faltan verificaciones que ya he mandado hacer, de modo que todo es provisional. Si usáis estos datos para algo oficial, negaré habéroslos facilitado.

—¡Que sí, Sangüesa, no seas pesado! Sólo los necesitamos para el curso de la investigación y no saldrán a relucir hasta que no haya un informe. ¿Qué quieres, que me ponga de rodillas y lo jure ante la Biblia?

—Te libras porque no tengo ninguna biblia por aquí, que si no... pero pasemos a la contabilidad de este pájaro. Tenía un auténtico negocio llevado en toda regla sin duda por un profesional de los números. ¡Hasta hay previsiones de futuro para el plazo de un año!

—¡Tomás
el Sabio
! —soltó Garzón.

—¿Ya tenéis al culpable?

—Siga, inspector Sangüesa, sólo ha sido una exclamación.

—Vienen registradas facturas por la compra de materiales diversos, cosas tan curiosas como estampas de la misericordia, llaveros de la caridad, banderines de la solidaridad. Después aparecen las ganancias que se han obtenido por la venta de dichos objetos. Todo casa a la perfección. Más tarde nos topamos con otros conceptos: mendicidad, recaudación en iglesias, donativos, recogida y venta de ropa usada, etc. Aquí no hay inversión, todo son ganancias puras de las que se ha descontado un porcentaje variable del diez al veinte, deduzco que para pagar al personal que llevara a cabo esos trabajos.

—Asombroso.

—Lo es, sobre todo contando con que no nos topamos ni con una sola deducción de IVA, lo cual hace pensar que todo este negocio pertenece a la economía sumergida.

—Puedes llamarlo simplemente timo.

—No me atrevía a tanto, pero ya veo por dónde va el asunto. Me sorprendía que un timo tuviera una organización tan perfecta. Supongo que se trataría de toda una red.

—Creo que habíamos subestimado a Arcadio Flores.

—¿El cerebro de esto se llama Arcadio Flores? Un nombre muy bucólico para semejante cabrito. Cuando salte a los medios de comunicación que ha habido un timo a gran escala basado en la caridad, se armará la de Dios; es un tema gustoso.

—Te ruego discreción.

—¡Joder, Petra, ni que fuera un principiante! Pero agarraos, porque no he terminado aún. El punto en el que estábamos trabajando cuando habéis irrumpido aquí violentando todas las reglas son las libretas que vienen marcadas con una F. Se trata de algo muy distinto. Hay cantidades que F paga a Arcadio Flores bajo conceptos tan humanitarios como: subvención para campaña «Nadie sin turrón en Navidad», derrama para campaña «Emigrantes sin papeles» o «Materiales para dormitorios de ancianos sin techo». Son cantidades esporádicas y no muy grandes, pero durante tres años no han dejado de ingresarse. Su objetivo final desaparece en la sombra, son cantidades de las que no existen justificantes de que hayan sido empleadas en su objetivo nominal. Sin embargo, en estas cantidades sí estaba gravado el IVA.

Un silencio absoluto se extendió entre los tres.

—¿Y bien, os da eso alguna pista?

—No.

—¿Quién es F?

—Ni idea.

—Pues el enigmático filántropo señor F le daba pasta a Flores para campañas humanitarias que él nunca realizó.

—Era, pues, una víctima sistemática del timo. Quizá él se lo cargó.

—¿Crees que un filántropo anda pegando tiros por ahí?

—¿Y si la F sólo corresponde al propio apellido de Flores?

—Tan oscuro es el tema con una sola letra como con ninguna. Oye Sangüesa, ¿qué hay de la declaración de Hacienda del tipo?

—Bueno, muchachos, pues para meterme en Hacienda necesito una orden del juez que os corresponde pedir a vosotros.

—Eso está hecho. No sé qué decirte, Sangüesa, eres un crack, o como decimos en el terruño, eres el tío con más cojones de España.

—Gracias, Petra, no esperaba un piropo menos saleroso viniendo de ti. Eso no implica que la próxima vez hagáis cola como todo el mundo que espera su informe y nos dejéis trabajar en paz.

—Te lo prometo por lo más sagrado.

Le di un somero beso en la calva incipiente que hizo decir a Garzón cuando ya habíamos salido:

—Es usted capaz de cualquier cosa con tal de obtener lo que quiere.

—¿Está celoso, Fermín, quiere que le propine a usted también un ósculo en pleno frontal?

Le cogí el brazo e hice ademán de besarlo. Él se zafó entre risas mal contenidas.

—¡Suélteme!, ¿está loca?

En pleno forcejeo festivo, nos cazó Coronas, que venía de frente por el pasillo. Maldije mil veces mi arrebato de buen humor.

—¡Hombre, cuánto bueno por aquí! ¿Qué, señores, echando una canita al aire o se trata de un acoso sexual en toda regla?

Garzón, sin la más mínima dignidad, saltó en seguida:

—Estamos casi al final del caso, señor.

—Al final de su carrera, es lo que están. Llevan dos días sin escribir nada en el informe oficial.

—Han sido dos días muy duros. De hecho, señor, yo me disponía a hacerlo cuando ha surgido una urgencia.

—Ya. ¿Y usted, Petra, no tiene nada que decir?

—Pues... ya que me lo pregunta... necesitamos un permiso firmado por usted para que el juez nos dé una orden de intervención en Hacienda por la vía de urgencia.

—¿El juez, el juez que instruye su caso? ¡Pues lo tienen contento! El otro día me llamó para decirme que hace un montón de tiempo que no le pasan una mala noticia.

—Han sido momentos muy difíciles, como bien dice el subinspector, pero le aseguro que estamos enfilando el final del asunto y la orden nos resulta imprescindible, señor.

—En esta comisaría el único que parece prescindible soy yo. No haré nada por que les faciliten esa orden. A partir de ahora, todas mis intervenciones con respecto a ustedes serán muy severas, se lo juro. No se puede ir por libre sin más.

Se alejó sin decir ni una palabra de despedida. Garzón ponía cara preocupada, parecía asustado de verdad.

—¿Ha oído, inspectora?, hablaba en serio, lo creo muy capaz de putearnos. Es buena persona, pero cuando se le hinchan las narices...

—¡Bah, es un simple desplante teatral a lo Laurence Olivier!

—Le recuerdo que es nuestro jefe, que puede relevarnos del caso con el consecuente desprestigio en comisaría, que puede quitarnos las primas y dietas y dejarnos con el sueldo justito.

—No lo hará. En primer lugar, estamos trabajando duramente, y eso es lo que de verdad le importa. El hecho de que llevemos unos días más o menos sumidos en la anarquía le trae absolutamente sin cuidado. Además, la presión de los periodistas ha desaparecido, tal y como era de esperar. ¿A quién le importa que se carguen a unos cuantos
homeless
si no se trata de ningún asesino en serie ni de nada espectacular? Y nadie sabe que este último crimen está relacionado. No hay prisa.

—Entonces el bueno del comisario estaba de broma.

—No, llamarnos la atención es algo que debe hacer. Ya que nos mostramos un tanto desmadrados, él pone orden en el corral. Quiere que le imploremos su colaboración para que veamos que la jerarquía es imprescindible, y eso es justo lo que vamos a hacer.

Me miró como temiéndose lo peor.

—¿Qué se le ha ocurrido? Espero que no sea muy original.

—No tema, es el recurso más viejo del mundo. Le mandaremos a Yolanda para que le pida el mandato de urgencia. Ahora es la niña de sus ojos, no se lo negará.

Resopló y dijo como para sus adentros:

—¡Dios nos libre de las artimañas de una mujer!

—¡Protesto, Garzón!, cuando la diplomacia y el arte de la política las ejerce una mujer, entonces las llaman artimañas.

—¡Para qué habré hablado! Voy a darle su encargo a Yolanda.

—Dígale que se muestre amable, pero no pelota, que dé a entender que está informada, pero que afirme no haber accedido a los detalles, como si se sintiera un poco marginada por nosotros. Eso obligará al comisario a darle lecciones, y no hay nada que a ustedes los hombres les guste más: enseñar a una mujer, y si es joven y guapa, tanto mejor.

Se alejó murmurando y dando cabezazos. Sólo pude entender:

—¡Joder con la diplomacia femenina!

—Ah, Garzón, y cuando ya haya contactado por teléfono con nuestra Mata-Hari, véngase para La Jarra de Oro, le invito a un café.

—Espero que no tenga cianuro.

Lo vi largarse con cierto placer. ¡Qué hubiera sido de mí y mis devaneos teórico-críticos si no hubiera sido por el fiel subinspector! En una época en la que escandalizar resulta cada vez más difícil, contar con su capacidad para horrorizarse era toda una bendición de los cielos.

Un rato más tarde compartíamos un café bien cargado en La Jarra de Oro. Esbozó una sonrisa triunfal:

—Mi hijo me ha llamado desde Nueva York. Dice que él y su amigo lo pasaron de maravilla aquí. Le manda recuerdos y besos cariñosos.

—Supongo que es un modo de demostrar que todo sigue bien entre ustedes dos.

—Sí, eso supongo yo también.

Bebió ensimismado y despedazó el croissant. Quedamos en silencio. Mojando la pasta prosiguió con la mayor naturalidad:

—Eso no significa que yo haya cambiado de parecer. Lo acepto, pero no lo entiendo.

—No hay nada que entender, es homosexual y punto.

—Sí, pero bien podría no dejarse ver tan a las claras con ese americano.

Lo observé con cansancio:

—Es difícil hacerle cambiar, ¿verdad?

—A mi edad...

—En cualquier caso, no hay necesidad de comprenderlo todo. Utilizamos el teléfono y no sabemos en puridad cómo funciona, ¿no?

—¡Completamente de acuerdo con usted!, además, ¿por qué no podemos negarnos a entender ciertas cosas? Es una manera de ejercer nuestra libertad. Yo en la puta vida he ejercido mi libertad. ¡Bueno, pues ya va siendo hora! Lo que ocurre es que nos obligan a vivir bajo etiquetas: comprender, aceptar la diferencia... ¡tópicos!

—El de ejercer tu libertad también lo es.

—Sí, lo es. Antes se decía la libertad, ahora cada uno parece tener la suya.

Nos miramos recíprocamente, algo admirados de estar casi de acuerdo.

—¿Y si volviéramos al trabajo, inspectora?

—¡Ya que no hay más remedio!

—Le recuerdo las narices hinchadas del comisario.

—¡Por Dios, Garzón, no sea basto! ¿No tiene nada más agradable que recordarme?

—Sus deseos de vengar a los dos vagabundos. ¿O es que se ha desengañado al saber que estaban mezclados en el delito?

—No hay nadie inocente, Fermín, sólo los animales.

—¿Ha dejado de pensar que los vagabundos son los verdaderos aristócratas de la sociedad?

—Todos somos puro pueblo, sin diferencias.

—Por cierto, ¿sabe qué hice el otro día? Recompuse y pegué el jarroncito horrible de aquella anciana y fui a llevárselo a su casa.

—¿En serio? ¡No me lo puedo creer! ¿Y qué pasó?

—Nada, que llevaba usted toda la razón, me dio un coñazo salvaje y se empeñó en que fuera otro día a tomar el té con ella.

—¿Y lo hará?

—Cometí el error fatal de darle mi teléfono y mi dirección.

—Entonces va jodido.

—Eso creo. Todo sea por la generosidad. Alguna vez nosotros también seremos viejos y nos gustará que alguien venga a arreglar nuestros jarroncitos rotos. Además...

—Además, ¿qué?

—Siempre queda el recurso de mandarla al carajo si se pone pesada.

Yolanda cumplió a la perfección su cometido de intermediaria. Coronas libró el permiso de urgencia y debió de sentirse muy halagado. Tener como punto flaco a una hermosa policía recién incorporada al cuerpo en circunstancias cuasi heroicas nunca sería un deshonor. La cosa estaba cantada, el juez nos dio una orden por el procedimiento más rápido y Sangüesa, convencido por mí una vez más, antepuso nuestro caso a cualquier otra investigación y fue a meter las narices en Hacienda. Un paso más en la superación de nuestro propio aparato.

En el contestador de mi casa se acumulaban mensajes de Ricard. No podía posponer por más tiempo un encuentro con él. Lo malo era que no sabía qué decirle. Pedirle una ruptura inmediata no se justificaba en modo alguno. Debía aguardar a que él moviera ficha para saber cómo salir de aquello. Aquel hombre me gustaba, pero bien podíamos seguir como estábamos. Lo llamé.

—¡Al fin! He tenido mucho trabajo y supongo que tú también, pero empezaba a estar dispuesto a presentarme en esa comisaría tuya para raptarte.

—Te hubieran detenido. ¿Cenamos juntos?

—Paso a recogerte dentro de media hora.

—Mejor que sea una. Quiero ponerme guapa.

No se retrasó, tuve el tiempo justo para darme una ducha y arreglarme el pelo. Para que no existiera la tentación de quedarnos en casa, reservé una mesa en un restaurante libanes. Intentaba que no nos quedáramos solos.

Ricard estaba contento, tan loco como de costumbre, disperso, amable y seductor. Pidió al camarero un montón de pequeños platos con distintas especialidades y nos dedicamos a ir picoteando e intentando adivinar qué ingredientes llevaba cada una de ellas. Yo hablaba demasiado, en seguida lo noté, y alargaba cuanto podía los comentarios intrascendentes con la intención de no entrar en materia personal. Cuando me preguntó por los avances del caso le conté incluso cosas sobre las que debería haber guardado una mayor confidencialidad, mucho más de lo que en realidad a él le interesaba saber.

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