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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Intriga

Un cadáver en los baños (28 page)

De vuelta en el bosque, tomé una nueva dirección. Tropezando, patinando y blasfemando, corrí precipitadamente. Los arbustos me arañaban. Las zarzas se me enganchaban en la ropa. La desesperación me proporcionó más coraje y velocidad que cualquier perseguidor. Bajo mis pies el terreno era sumamente traicionero y me encontraba sumido en la oscuridad. Unas cuantas estrellas casi invisibles me sirvieron para orientarme, pero no proporcionaban nada de luz. Tambaleándome, salí al descubierto v, por los ruidos y el olor de estiércol, supe que de alguna manera había llegado a donde estaban amarradas las bestias. Agarré a una mula por la cabeza, le hice dar media vuelta y le corté la cuerda con el cuchillo que guardaba en la bota. Calculé la dirección de memoria y cabalgué más allá de los carromatos estacionados.

—¡Helena!

Ella apareció, con el farol todavía en la mano. ¡Qué chica! Era un desperdicio que fuera hija de un senador. Tal vez hasta era un desperdicio que fuera mi chica. Tenía que haber dejado que esa amazona se ocupara de los perros. Una mirada de esos feroces ojos oscuros habría hecho que se arrastraran con sumisión. Y yo con ellos.

Se levantó las faldas y se entremetió los pliegues de tela sueltos en el cinturón, se puso de lado, sacó un pie de la carreta y se deslizó detrás de mí en el lomo de la mula como si lo hubiera ensayado en una función de circo. Sentí que su brazo me rodeaba la cintura. Con la otra mano extendida sostenía la linterna, que, con luz trémula, apenas iluminaba el sendero que seguíamos. Sin detenerme, arreé a la mula y me dirigí de vuelta a la nueva casa.

—Espera, ¿dónde está Aulo?

—¡No lo sé! —no es que no me importara, pero tenía que salvar a Helena. Estaba terriblemente preocupada por su hermano, pero yo ya lo solucionaría luego.

Helena refunfuñaba, pero yo seguí guiando la mula en dirección a la casa. Las balizas de segundad de la obra no tardaron en iluminar nuestro camino, y disminuyó el peligro. Llegamos a la vivienda, metimos la mula en el establo y nos apresuramos a entrar en la casa. Estábamos los dos temblando.

—No me lo digas…

—Eres un idiota, Falco. Y yo también —confesó Helena con imparcialidad al tiempo que se soltaba las faldas de una sacudida.

Me estaba preguntando cómo, por el Hades, podría encontrar a Eliano, cuando aparecieron Maya e Hispale. Les dijimos que no pasaba nada, por lo que supieron que algo andaba mal. De todas formas, se habrían dado cuenta enseguida, cuando unos violentos golpes en la puerta exterior nos llenaron de inquietud.

Abrí. Lo hice con cautela, echando una rápida ojeada con disimulo por si había perros. Estaban allí Magno y Cipriano, el agrimensor y el jefe de obras. Ambos tenían aspecto de estar furiosos.

—¡Qué sorpresa, a estas horas de la noche, muchachos!

—¿Queréis un refrigerio? —preguntó Helena con voz débil. Yo esperaba ser el único que, por la luz de su mirada, se diera cuenta de que casi se estaba riendo con una ligera histeria.

No estaban allí para hacer vida social.

—¿Estabas fuera hace un momento, Falco? —inquirió Magno sin preámbulos.

—Un ligero paseo… —los arañazos que tenía en brazos y piernas y los ojos abiertos de Helena debieron de delatarnos.

—¿Has estado cerca de las carretas de transporte?

—Tal vez haya deambulado en esa dirección…

—La guardia del almacén sorprendió a unos intrusos.

—¿Qué? ¿Tus perros guardianes? ¡Qué suerte que estaban cerca para evitar problemas! ¿Y los intrusos qué dicen?

—Eso hemos venido a preguntarte —gruñó Cipriano—. No juegues conmigo, Falco. Estuviste allí; te han reconocido.

Me recordé a mí mismo que era un enviado del emperador y que tenía todo el derecho a investigar lo que quisiera. No obstante, me carcomía la culpabilidad. Me habían pillado desprevenido. En esos instantes tenía un brazo quemado, unos dientes caninos me habían desgarrado la túnica, estaba acalorado y mi respiración era agitada. Y lo que era peor, no había encontrado nada con mi búsqueda. Odiaba desperdiciar esfuerzos.

—No tengo por qué contestaros esta noche —dije con calma—. Dispongo de autoridad imperial para mantenerlo en secreto. Yo sí que podría preguntar qué hacíais vosotros ahí fuera con un puñado de perros salvajes.

—¿Pero por qué discutimos? —bramó Magno de pronto—. ¡Todos estamos en el mismo bando!

—¡Espero que eso sea cierto! —dije en tono burlón—. No podemos hablar de esto seriamente a estas horas de la noche. Sugiero que nos reunamos con Pomponio mañana. Ahora es tarde, estoy cansado… Antes de que os vayáis, había alguien más que estaba al acecho cerca de las carretas. ¿Qué habéis hecho con ese joven que acompaña al vendedor de estatuas?

—No lo cogimos. ¿Qué tiene que ver él contigo? —preguntó Magno.

Seguí fingiendo que no conocía a Eliano.

—No me gusta su aspecto. Ronda por ahí todo el día. Parece despreciar las obras de arte que se supone que vende Sextio; y para que lo sepáis, ¡no me gusta el color de sus ojos! —Ni Magno ni Cipriano parecían nada convencidos—. Quiero que lo encontréis y quiero interrogarlo.

—Echaremos un vistazo a ver si lo encontramos —ofreció Cipriano con mucho sentido práctico.

—Hacedlo. Pero no le peguéis. Necesito que esté en condiciones de poder hablar. Y lo quiero primero, Cipriano: ¡sea cual sea su juego, es mío!

No sirvió de nada. Al día siguiente me enteré de que se habían pasado media noche buscándolo. No había ni rastro de Eliano por ninguna parte.

Yo salí al alba y escudriñé toda la obra. Por todas partes había maleza aplastada, pero Eliano había desaparecido. Para entonces ya me había dado cuenta de que, aunque Magno y Cipriano lo hubieran encontrado, no me lo habrían entregado hasta haberle sacado a golpes lo que tuviera que decir. Además, le arrancarían algo más que eso. Querían que se incriminara, tanto si era culpable de algo como si no.

Al menos, si estaba muerto en una zanja, ninguno de nosotros la había localizado. Sólo cuando la obra se animó por la mañana me obligué, a regañadientes, a probar en el último sitio donde podría estar. Poco a poco, me arrastré hasta la enfermería y le pregunté a Alexas si alguien le había traído un nuevo cadáver.

—No, Falco.

—¡Qué alivio! Gracias. ¿Me lo dirás si te llega uno?

—¿Alguien en particular? —preguntó el minucioso enfermero.

Ya no tenía sentido seguir fingiendo.

—Se llama Camilo. Es mi cuñado.

—¡Ah! —Alexas hizo una pausa. Esperé, con el corazón en un puño—. Será mejor que eches un vistazo a lo que tengo en la habitación trasera, Falco. —Eso sonó desalentador.

Eché a un lado la cortina de un golpe. Tenía la boca seca. Entonces solté una maldición.

Aulo Camilo Eliano, hijo de Camilo Vero, niño mimado de su madre y debidamente querido por su hermana mayor, Aulo, mi hosco ayudante, estaba tendido en una litera. Tenía una pierna vendada y unos cuantos cortes más para dar énfasis. Por la expresión que tenía cuando se cruzaron nuestras miradas, supe que estaba aburrido y de mal humor.

XXXI

—¡Mira quién está aquí! ¿Qué te ocurrió?

—Me mordieron.

—¿Mucho?

—Hasta el hueso, Falco. Me han dicho que puede infectarse gravemente. —Eliano estaba taciturno—. Hay personas que se han muerto por menos, ¿sabes? Alexas me hizo un remiendo. Debo evitar poner esta pierna en el suelo una temporada… ¡pero pronto estaré dando puntapiés a la gente con ella! —adiviné a quién quería patear.

—Tú sólo andas buscando que te mandemos a casa con tu madre.

—¡Ya te digo yo que no, maldita sea! Ya estoy bastante fastidiado.

—Helena pasará por aquí y lo arreglará. Puede llevarte al palacio. Camila Hispale puede cuidar de ti. —Eliano se estremeció—. No, está bien. Ya sufres bastante. Helena cuidará de ti con ternura. No sabes el alivio que me supone verte, hasta podría arreglarte las mantas.

Me senté en la litera. Él se apartó, enfurruñado.

—Déjame en paz, Falco.

—Te he estado buscando por todas partes —le aseguré—. La idea de que hubieras muerto por mi culpa era desgarradora, Aulo.

—Lárgate, Falco.

—Todo el mundo ha estado registrando la obra. ¿Cómo viniste a parar aquí?

Yo era el único entretenimiento del que disponía. Eliano dio un suspiro y cedió, preparado para hablar.

—Tú te fuiste por un lado y yo me dirigí de vuelta camino arriba. El mosaiquista no me hizo ni caso cuando aporreé sus postigos. Había llegado hasta la cabaña de los pintores corriendo como un loco cuando me alcanzaron algunos de los perros. Conseguí entrar como pude, pero uno de ellos ya me había clavado sus malditos dientes en la espinilla. Me sacudí de encima a ese demonio no sé cómo y cerré la puerta de golpe. Entonces me senté en el suelo con la espalda contra la puerta abrazándome las rodillas.

—Siento que no pudiera venir a buscarte. Estaba rescatando a Helena.

—Bueno, espero que lo lograras —lo dijo de una manera que significaba: «Y si no, ¡que te jodan, Falco!»—. Al final llamaron a los perros y se los llevaron. Por el ruido que hacían, oí que ese mosaiquista arremetía contra los hombres que había fuera. Les estaba dando un buen rapapolvo, así que nadie miró en la cabaña de los pintores, por suerte. No estaba preparado para atreverme a salir de nuevo. Pensé que, de todas formas, tampoco conseguiría llegar a ninguna parte. Debí de quedarme inconsciente y entonces el muchacho pintor llegó a casa.

—¿El amigo de tu hermano?

—Estaba completamente fuera de combate.

—¿Borracho?

—Le habían pegado.

—O sea, que no te fue de mucha utilidad.

—Bueno, me alegré de tener compañía humana. Le conté lo que había pasado y me escuchó medio adormilado. Se desmayó. Me desmayé. Al final nos despertamos los dos. Fue entonces cuando nos dimos cuenta de lo mucho que había sangrado.

Eliano contó su historia con una fluidez desenfadada. Puede que fuera un mojigato en cuanto a las mujeres, pero yo sabía que, como joven tribuno en la Bética, fue uno de tantos. Incluso en Roma, en presencia de sus cariñosos padres, se sabía que alguna vez había vuelto a casa al amanecer dando tumbos y sin saber a ciencia cierta cómo había pasado la noche anterior.

—¿El pintor te trajo aquí para que te vendaran?

—Aún era muy temprano; no había nadie por ahí. Así que puso un brazo sobre mis hombros y llegué aquí a la pata coja. Le dijimos a Alexas que no le hablara de mí a nadie.

—El pintor podría habérmelo dicho.

—Quería volver a su cabaña para dormir. No se encontraba muy bien.

—Alexas pudo haberle dado algún bebedizo.

—Alexas dice que no quiere malgastar la buena medicina.

—¿Y ese excelente borracho sabe la relación que tienes con tu hermano?

—Sabe que Quinto es mi hermano.

—Entonces lo sabe todo, por lo visto.

—Me cae bien —dijo Eliano, que por norma general no era admirador de nadie. La noche anterior debió de sentirse muy solo en esa cabaña antes de que se le uniera el pintor.

Cerró los ojos. Se hacían sentir los efectos de la impresión. Además, las mordeduras de perro duelen muchísimo. Le di unos golpecitos en la pierna sana:

—Ya has hecho suficiente. Ahora duerme un poco. Lamento de verdad que te hirieran inútilmente.

Eliano, que se había incorporado levemente cuando yo entré, se volvió a tumbar de espaldas.

—¿Se lo digo? —le preguntó al bajo techo—. ¡Sí que lo haré! Me trata como a una mierda, me abandona ante la muerte y se burla de mí. Pero yo soy una persona de honor, con valores nobles.

—Eres un retorcido. —En realidad, me recordó a su hermana. Era la primera vez que se había revelado en él un parecido con Helena—. Aunque, en momentos de crisis, actúas de forma responsable. O sea que suéltalo ya.

—El pintor tenía un mensaje de Justino que, si no fueran un par de depravados, te habrían contado ellos mismos urgentemente. En lugar de eso, mi hermano se limitó a informar a ese artista adolescente, del cual no sabemos absolutamente nada, y él me puso en conocimiento de los hechos fundamentales, a mí, un inválido drogado. Por lo visto pensaba que me encontrarías, Falco —caviló, un poco sorprendido.

—Me alegro de que alguien tenga fe en mí… ¿Cuál es el recado?

—Tienes graves problemas. —Eliano siempre experimentaba demasiado placer al dar malas noticias.

Lo fulminé con la mirada.

—¿Y ahora qué pasa?

—Anoche, cuando Justino y su amigo bebían en su antro favorito, en Novio, escucharon lo que decían unos hombres de la obra. ¿Tienes a un par de golfillos recogiendo nombres y haciendo una lista?

Le dije que sí con la cabeza:

—Igiduno y Ala. Comprueban quién trabaja de verdad en la obra, a diferencia de lo que pone en los informes de los salarios.

—Esos hombres se empezaron a reír de eso. Te consideraban un verdadero payaso que perdía el tiempo en tonterías oficiales. Oí que se hacían chistes, unos más groseros que otros. No dieron más detalles —dijo Eliano con pesar—. Pero entonces, un obrero que debía de tener más de dos dedos de frente comprendió lo que eso implicaba.

—¿Saben que los estoy contando?

—¿Crees que hay una estafa en las cifras?

—Y me propongo ponerle fin.

—Ésa es la conclusión a la que llegaron —me advirtió Eliano, que ya no tenía malas intenciones—. Así que estate alerta. Justino oyó que planeaban algo serio. Falco, van a por ti.

Me pregunté qué podía hacer.

—¿Desenmascararon a Justino?

—No, o estaría aquí, aterrorizado.

—Lo subestimas —afirmé tajantemente—. ¿Y qué hay de ti?

—El pintor dice que todos me consideran tu espía.

—¡Muy bien, pedazo de burro, debes de haber sido realmente descuidado! —Le correspondían unos cuantos insultos por haberse burlado de su hermano—. Te trasladaré al palacio en cuanto sea posible. Deberíamos tener la protección del rey en la vieja casa. Le pediré a Togidubno que me proporcione un guardaespaldas.

—¿Puedes fiarte de él? —preguntó Eliano.

—Tengo que hacerlo. Partimos del supuesto de que, como amigo y aliado de Vespasiano, él representa la ley y el orden. —Hice una pausa—. ¿Por qué lo preguntas?

—Los peones que andan tras de ti son de la cuadrilla de los britanos.

—¡Genial!

Si podía o no confiar en el rey cuando unos miembros de las tribus britanas estaban contra mí era verdaderamente una incógnita. ¿Su decisión de ser romano anularía sus orígenes? ¿Daría preferencia a la finalización del proyecto?

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