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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Intriga

Un cadáver en los baños (25 page)

¿Por qué había recogido a un insensato chucho de la calle al que le gustaba usar el barro como ungüento, cuando otros romanos adquirían pulcros perritos falderos con hocicos largos y puntiagudos para que aparecieran en las placas de piedra que encargaban? El padre, vestido con toga y serio, con un pergamino; la madre, con aspecto de matrona y con estola; los niños, arreglados; los esclavos, respetuosos; los ricachones, alardeando y con una limpia mascota mirándoles de forma adorable… Tenía que haberlo sabido. Al menos, podía haber dejado que me recogiera un perrito de pelo corto.

La mía era feliz ahora que apestaba. Era de gustos sencillos. Seguimos andando. Con pesimismo, consideré la posibilidad de recorrer con
Nux
la casa de baños del gran rey. Podría tener malas consecuencias. Desde la falta de sensibilidad oficial que llevó a lo de Boadicea y la gran rebelión, se requería a todos los romanos que iban a Britania que se comportaran con diplomacia y manos limpias. No violar, no saquear herencias; y sobre todo, no limpiar el estiércol de tu perro en la piscina de las termas de un rey tribal.

Intentaba llamarla para que volviera adonde yo estaba. Mi intención era atarle una cuerda para que no se precipitara dentro de la casa antes de que yo tuviera la oportunidad de lavarla con agua abundante, pero entonces
Nux
encontró nuevas emociones. Una pila de troncos de árbol toscamente labrados se había soltado. Me di cuenta porque había algunos de ellos atravesando el sendero.
Nux
se subió disparada a la pila que quedaba y empezó a escarbar.

—¡Baja de ahí, apestosa! Si ruedan otra vez te dejaré ahí aplastada bajo un montón de leña.

Nux
me obedeció sólo lo justo para quedarse tumbada sin moverse, con el hocico metido por una rendija entre dos troncos de árbol, gimoteando. Puse mi bota a su lado y estiré el cuello para echar un vistazo a su descubrimiento. Por alguna razón, pensé que quizá fuera un cadáver. Te vuelves así. De pronto, hubo algo que gimoteó. Entonces vi una tela que resultó ser la ropa de una niña. La niña todavía estaba dentro del vestido, y viva, afortunadamente. No se había quedado atrapada bajo la madera, sino que su corta vestimenta había quedado enganchada de tal manera que apenas podía moverse. Tenía miedo, más que nada de haberse metido en problemas.

Metí dos piedras a modo de cuña en la parte de abajo del montón y levanté el tronco de arriba sólo lo suficiente para liberarla. La bajé, y la agarré justo antes de que se fuera corriendo. Alterada por el susto, aunque, con valor, sin llorar, me miró. Habíamos rescatado a una fuerte niña de once años llamada Ala. Sabía mentir, pero al final reconoció que su padre le había advertido varias veces que no jugara en los troncos amontonados. Tras un feroz proceso de extracción, salió a relucir que su padre era Cipriano, el jefe de obras. La agarré de la mano y me la llevé de vuelta allí para encontrarlo.

—Me parece que esta pequeña es tuya. No quisiera chivarme pero, si se tratara de una de las mías, me gustaría saber que hoy se ha llevado un buen susto.

Cipriano hizo ademán de ir a darle un golpe. Ella se escabulló detrás de mí. Si ésa era su intención, tenía una puntería terrible. Ella fingió que berreaba, pero lo hizo puramente por principio. Él sacudió la cabeza; ella dejó de llorar.

Me hice una idea. Ala era inteligente, estaba aburrida y la mayor parte del tiempo no la vigilaba nadie; era hija única, o la única que había sobrevivido a la primera infancia. Vagaba por allí, casi siempre feliz sin más compañía que ella misma. Cipriano, con sus muchas preocupaciones, tenía que prescindir del hecho de que ella corría peligro. No se mencionó a la madre. Eso ofrecía dos posibilidades. O la mujer había muerto, o Cipriano se había unido con una extranjera en algún otro territorio exótico y ella se mantenía apartada. Me la imaginé en su choza removiendo ollas, sin apenas nada en común con él o con los lugares a los que la llevaba, y probablemente desconcertada por su solitaria, inteligentísima y romanizada criatura.

—¿Quieres tener algo que hacer? Podrías venir a ayudarme —sugerí.

—Tu perra huele mal. —Mi perra la había salvado de pasar una noche al descubierto, quizá de algo peor—. ¿Qué tendría que hacer? —se dignó a preguntar.

—Si te proporciono un burro, ¿sabrás montar?

—¿Un burro? —Me encontraba en la tierra de los caballos.

—Pues un pony, entonces.

—¡Por supuesto! —Por cómo lo dijo, debía de ser una experta montando a pelo. Su padre se apartó y me dejó negociar—. ¿Dónde tengo que ir?

—A Noviomago, algunas veces, a ver a un amigo mío. ¿Sabes escribir, Ala?

—Claro que sí. —Cipriano, que tenía que ser capaz tanto de escribir como de realizar algunos cálculos, debió de haberle enseñado. Mientras ella alardeaba, él observaba con una mezcla de orgullo y curiosidad. Estaban unidos. Probablemente Ala sabía cuánto tenías que pagar cada día por unos yeseros de primera y durante cuánto tiempo tenían que dejarse secar las tejas nuevas en las abrazaderas donde las hacían. Un día se escaparía con algún haragán montador de andamios y a Cipriano se le destrozaría el corazón. Si es que lo había juzgado bien, él ya sabía que eso iba a ocurrir.

—¿Eres buena chica?

—Nunca. ¡Es terrible! —dijo Cipriano con una sonrisa a la vez que le propinaba un coscorrón cariñoso a su bravucona.

—Entonces, ven a verme mañana a mi oficina, soy Falco.

—¿Y qué pasa si no me gustas? —preguntó Ala.

—Sí que te gusto. Es amor a primera vista —le dije.

—Tienes muy buen concepto de ti mismo, Falco.

Quizás había estado rondando toda su corta vida por provincias extranjeras, pero la pequeña Ala poseía la depurada esencia de cualquier desdeñosa novia romana en el Circo Máximo.

De vuelta a la vieja casa, comimos fuera otra vez. No puede decirse que hiciera calor, pero había más luz que en el interior. La comida de esa noche era espléndida; al parecer, el rey tenía visitas y los cocineros reales se habían esforzado de forma especial.

—¡Ostras! ¡Puaj! Me gusta saber de dónde vienen las ostras que me como —se quejó Camila Hispale.

—Tú misma. Las ostras britanas son loadas por los poetas, las mejores que probarás nunca. Dame las tuyas, entonces… —Alargué el brazo para birlarle el resto pero Hispale decidió que probaría una, después de todo. A partir de ese momento, acaparó la fuente.

—Ese pintor estuvo aquí otra vez buscándote, Marco Didio.

—Estupendo. Si se trata del ayudante de Estabias, estuve en su cabaña buscándole a él. ¿Qué aspecto tiene?

—Bueno… No lo sé —todavía no había enseñado a Camila Hispale a prestar una declaración como testigo. En lugar de eso, se ruborizó levemente. Estaba bastante claro.

—¡Ten cuidado con él! —le dije con una sonrisa burlona—. Son famosos por su lascivia. Hablan inofensivamente con una mujer sobre colores de tierra y fijadores de clara de huevo, y al minuto siguiente arreglan las cosas con ella de manera muy diferente. No quiero que ningún patán con una sobretúnica manchada de pintura se lleve lo mejor de ti, Hispale. Si se ofrece a mostrarte su pincel de troquelado, ¡dile que no!

Mientras Hispale resoplaba, confusa, algunos de nosotros nos preguntamos, esperanzados, si la podríamos emparejar con alguien. Helena y yo éramos unos románticos empedernidos… Y dejar a la niñera en Britania sería la felicidad absoluta.

El grupo real debió de cenar ceremoniosamente pero después, algunos de los habituales, entre ellos Verovolco, sacaron al jardín su vino, cerveza y aguamiel. Nunca veíamos al rey por las noches; su edad debía de haberlo condenado a la rutina de retirarse pronto. Cuando terminamos de comer, me acerqué a donde estaban los britanos para comentarle a Verovolco el tema de las mejoras en los baños del rey.

Antes de mencionarlo, me di cuenta de que había un desconocido. Parecía estar muy cómodo en compañía de los criados del rey, pero resultó ser el invitado de esa noche. Difícilmente podría haberlo pasado por alto porque, a diferencia de todo el mundo en esa provincia, llevaba puesto un traje romano formal de cena de dos piezas; una síntesis: una túnica holgada y un manto por encima a juego, del mismo tono rojo. Nadie que yo conociera se procuraría un aspecto de idiota vistiendo un conjunto pasado de moda, incluso en Roma. Sólo los jóvenes ricos dados a las fiestas y un poco excéntricos se molestarían en ello.

—Este es Marcelino, Falco. —Al final Verovolco había dejado de llamarme «hombre de Roma» cada vez que abría la boca. Sin embargo, si no tuvo necesidad de decirle a Marcelino quién era yo, es que mi papel ya debía de haberse discutido. Interesante.

—¿Marcelino? ¿No eres tú el arquitecto de este palacio, de la «vieja casa»?

—¡Nosotros la llamábamos la «nueva casa»!

Entonces recordé que lo había visto antes. Era ese tipo mayor que se había aparecido esa misma mañana para ver a Milcato, el jefe de los marmolistas. No lo mencionó, y por lo tanto, yo tampoco dije nada.

Al igual que muchos de los que se dedican a profesiones artísticas, cultivaba un aire elegante. Sus originales ropas resultaban estrafalarias en un entorno informal y su acento de élite era atroz. Comprendí por qué prefirió seguir siendo un ex patriota. No tendría cabida en la Roma de Vespasiano, donde el mismo emperador diría que un carromato era una carreta de estiércol, con un acento que implicaba que en otro tiempo sabía cómo apalear el abono. Con una magnífica nariz romana y una refinada gesticulación, ese Marcelino resaltaba entre lo corriente. A mí no me impresionó. Ese tipo de hombres me parecen una caricatura.

—Admiro tu magnífico edificio —le dije—. Mi mujer y yo estamos disfrutando mucho de nuestra estancia aquí.

—Bien. —Pareció brusco. Molesto, quizá, porque la obra a la cual había dedicado tantos años de trabajo tuviera que reemplazarse.

—¿Has venido a ver el nuevo proyecto?

—No, no. —Bajó la mirada con recato—. No tiene nada que ver conmigo. —¿Estaría contrariado? Me dio la impresión de que se mantenía a distancia deliberadamente pero que entonces se lo tomó a broma por mí—. ¡Debes de preguntarte si me estoy entrometiendo! —Antes de que pudiera responderle, continuó diciendo de un modo encantador—: No, no. Es hora de dejarlo. Me retiré, gracias a Dios.

No permito que los autócratas me dejen de lado.

—En realidad pensé que quizás estabas aquí para actuar de mediador. Hay problemas.

—¿Ah sí? —preguntó Marcelino con fingida ingenuidad. Verovolco, como si fuera una nudosa cepa que representara a un dios celta, se inclinó hacia delante con los codos apoyados en las rodillas y nos observó.

—Creo que el director del nuevo proyecto calcula mal las cosas. —Falco, el sincero orador, desbancó a Falco, el hombre de neutralidad comedida—. Pomponio es un funcionario intolerante. Ve el proyecto sólo como un encargo imperial y olvida que no habría ningún encargo de no ser, precisamente, por el cliente britano. A ninguna otra tribu se les va a proporcionar un palacio de envergadura. Esta obra sobrevivirá con mucho a nuestra generación, pero siempre será el palacio que fue construido para Tiberio Claudio Togidubno, gran rey de los britanos.

—Sin Togi, no hay palacio. Por lo tanto, ¿debe Togi tener lo que quiere? —su utilización del ordinario diminutivo en una discusión seria, delante de los sirvientes del rey, era para poner nervioso a cualquiera. Se suponía que Marcelino tenía una buena relación con el rey. Su falta de deferencia no se correspondía con la manera afectuosa en que Togidubno habló de él en mi presencia.

—A mí me gusta mucho lo que el rey sugiere. ¿Pero quién soy yo para hacer comentarios sobre arquitectura? —sonreí—. Pero supongo que, actualmente, eso no tiene nada que ver contigo.

—Yo terminé mi tarea. Ahora que sea otro el que lleve la carga de este gran proyecto.

Me pregunté si lo habrían tenido en cuenta a la hora de elegir el director de proyecto para la nueva obra. En caso contrario, ¿por qué no? ¿Le sorprendió que lo sustituyeran por un recién llegado? ¿Y lo aceptó?

—¿Qué es lo que te ha traído hoy de vuelta? —pregunté a la ligera.

—Ver a mi viejo amigo Togidubno. No vivo muy lejos. Pasé tantos años aquí —explicó Marcelino— que me construí una preciosa villa en la costa.

Sabía que algunas provincias podían ganarse el corazón de sus administradores, ¿pero Britania? Eso era ridículo.

—Tienes que venir a verme —dijo, invitándome—. Vivo a unos veinticinco kilómetros al este de Noviomago. Trae a tu familia a pasar un día. Seréis muy bien recibidos.

Se lo agradecí y me fui de vuelta a donde estaban mis seres queridos antes de que pudiera verme obligado a fijar una fecha.

XXVII

Pasamos otra mala noche. Las dos pequeñas no nos dejaron dormir. Camila Hispale se encontraba indispuesta a causa de una fuerte descomposición de estómago. Le echó la culpa a las ostras, pero yo había comido muchas y me encontraba perfectamente bien. Le dije que era el castigo por coquetear con el joven pintor. Eso provocó más llanto.

Al día siguiente estaba cansado. Empezar a trabajar con cifras no me ofrecía ningún atractivo. Ahora que sabía que Cayo era capaz de seguir adelante con la revisión de los registros sin mí, pensé que no iba a pisar la oficina. Había requisado un pony para que Ala fuera a ver a Justino, pero decidí tomármelo con calma e ir yo mismo a ver cómo estaba. Tenía otro asunto con que mantener ocupada a mi mensajera. Se la presenté a Igiduno y les dije que había decidido que ya era hora de que la ronda de
mulsum
se revalorizara.

—Sois dos jóvenes inteligentes; podéis ayudarme a arreglarlo. Igi, hoy, cuando repartas las tazas, quiero que Ala vaya contigo: ella puede hacer las anotaciones. Habla personalmente con todos tus clientes, por favor. Diles que estamos realizando un sondeo de las preferencias. Le dices a Ala cómo se llaman; tú, Ala, escribes sus nombres de forma ordenada. Y entonces, hacéis una lista de la clase de
mulsum
que les gusta, o de si no les llega.

—¡Pero si hice el recuento ayer, Falco! —protestó Igiduno.

—Sí. Un trabajo estupendo. Hoy nos encontramos ante una operación distinta. Se trata de un método de estudio organizativo para solucionar el problema de los turnos de los refrigerios. Modernizar. Racionalizar. Revolucionar…

Los jóvenes salieron volando. Las estupideces sobre gestión tienen siempre la facultad de dejar vacía una habitación. La puerta se cerró tras ellos justo al mismo tiempo que Cayo, el administrativo, se desternillaba preso de un ataque de risa.

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