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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Intriga

Un cadáver en los baños (29 page)

De pronto tuve la impresión de que mi seguridad personal podría depender de lo mucho que el propietario real deseara su nueva casa.

XXXII

Un rápido viaje a mi oficina confirmó que los britanos estaban implicados. La noche anterior, Ala e Igiduno habían entregado allí su lista con los nombres de los trabajadores. Cayo, el contable, ya la había repasado. Los hombres inexistentes a los que Vespasiano pagaba un salario pertenecían todos al grupo local que dirigía Mandúmero.

—Tal vez quieras saber —dijo Cayo con contundencia— que Igi se niega a tener nada más que ver contigo; ni siquiera nos traerá
mulsum
. Y a Ala su padre la ha hecho quedarse en casa. Tampoco va a ayudarte más. —Era bastante justo. No tenía intención de poner en peligro a esos jóvenes.

—¿Y qué pasa contigo? —me mofé secamente—. ¿También quieres hacer novillos?

—Sí. Intenté conseguir que mi madre me hiciera una nota diciendo que estaba enfermo. El problema es que vive en Salona.

—¿Y dónde está eso?

—En Iliria, Dalmacia.

—Entonces no te va a librar de ésta.

Cayo dejó de bromear. Habló con despreocupación, pero en el fondo estaba tenso.

—Es la primera vez que pongo al descubierto un fraude, Falco. Me imagino que ahora no les gustaremos nada a los que estén implicados.

—¿Nosotros? Gracias por aliarte conmigo —le dije—. Pero será mejor que en público digas: «Yo no sé nada de eso, sólo soy el contable». Deja que sea yo quien destape el asunto.

—Bueno, te pagan más que a mí… —Andaba buscando saber cuánto. Cualquier administrativo querría saberlo. No quise asustarlo diciendo que si moría allí me quedaría sin cobrar.

Me arriesgué. No había una verdadera alternativa. Encontré a Verovolco y, sin darle ninguna explicación, le dije que mi posición se había vuelto peligrosa: en nombre del emperador, quería la protección del rey para mí y para mi grupo. Verovolco no me estaba tomando en serio, así que, de mala gana, mencioné el chanchullo con la mano de obra. Inmediatamente dijo que se lo explicaría al rey y asignaría una escolta. Entonces le confesé que los culpables eran el grupo de britanos. Verovolco puso cara larga.

Quizá me estuviera buscando más problemas. Pero si el rey iba en serio con la romanización, tendría que renunciar a sus lealtades locales. Si Togidubno no podía hacerlo, me iba a ver en un grave aprieto.

Llegaba tarde a la reunión de la obra, la que yo había convocado. Mientras caminaba con brío hacia el destartalado conjunto de estancias militares donde Pomponio tenía su zona de trabajo, fui consciente de que en la obra había otra atmósfera, siniestra. Eso confirmaba el mensaje de Justino. Antes los trabajadores me ignoraban, como si fuera una caprichosa irrelevancia de la dirección. Ahora prestaban atención. Su método consistía en dejar de trabajar y mirarme fijamente en silencio cuando yo pasaba por delante. Se apoyaban en las palas de una manera que no tenía nada que ver con el hecho de que necesitaran tomarse un respiro… y mucho que ver con la sugerencia de que les gustaría darme con ellas en la cabeza.

Al acordarme del maltrecho cadáver que mi padre y yo habíamos descubierto en Roma, me entraron escalofríos.

Pomponio aguardaba mi llegada. Estaba tan nervioso que ni siquiera se quejó por haberle hecho esperar. Flanqueado por sus cariátides gemelas, los jóvenes arquitectos Planco y Éstrefo, estaba sentado mordisqueándose el pulgar. Cipriano también estaba allí. Verovolco apareció de improviso justo cuando llegaba yo; supuse que el rey lo habría mandado allí a toda velocidad para ver qué ocurría. Le siguió Magno, un minuto después.

—A vosotros no os necesitamos —dijo Pomponio. Verovolco fingió que no lo comprendía. Magno, en rigor, no tenía ninguna función directamente relacionada con la dirección. Por supuesto, no aceptó esa definición. Estaba furioso.

—Me gustaría que Magno estuviera presente —intervine. Esperaba que a lo largo del día encontraríamos un momento para discutir el problema de los carromatos de transporte, fuera cual fuera—. Y Verovolco ya sabe lo que tengo que decir sobre nuestros problemas con los obreros.

Así que Pomponio y yo estuvimos a matar ya desde el principio.

Pomponio respiró profundamente con la intención de presidir la reunión:

—Falco —me contuve. Él se esperaba que yo querría ponerme al frente, por lo que mi silencio lo dejó sin saber qué decir—, todos hemos oído lo que has descubierto. Es evidente que tendríamos que estudiar la situación, y entonces mandarás un informe al emperador.

—Necesitamos hacer un estudio —asentí lacónicamente—. Informar a Roma llevaría más de un mes. Es un tiempo del que no disponemos, no con lo retrasado que ya va el programa. Me mandaron para solucionar las cosas. Lo voy a hacer, aquí, sobre el terreno. Con vuestra cooperación —añadí, para tranquilizar su orgullo.

Mientras yo me hiciera responsable de los problemas, Pomponio tendría suficiente arrogancia como para aprovechar esa oportunidad de actuar con independencia de Roma. Planco y Éstrefo parecían entusiasmados por el hecho de que su jefe pudiera decidir. Tuve la impresión de que podía salir muy mal.

Resumí la situación:

—Tenemos mano de obra imaginaria cuyos gastos se cargan a los fondos imperiales —me di cuenta de que Verovolco escuchaba con atención—. Mis investigaciones, me temo, indican que el problema radica en el grupo de britanos, el que dirige Mandúmero.

—Entonces quiero a todos los britanos fuera de la obra. ¡Inmediatamente! —saltó Pomponio.

—¡Eso no es posible! —Cipriano replicó rápidamente en voz alta mientras Verovolco todavía estaba que estallaba de indignación.

—Tiene razón. Los necesitamos —asentí—. Por otra parte, dirigir una prestigiosa obra de construcción en las provincias sin mano de obra local sería algo sumamente insensible. El emperador nunca lo permitiría —Verovolco siguió sin decir nada, pero seguía a punto de reventar.

Yo no tenía ni idea de cómo reaccionaría Vespasiano en realidad ante un chanchullo a gran escala llevado a cabo por un puñado de cavadores de zanjas tribales. Aun así, parecía que él y yo nos hubiéramos pasado horas discutiendo sobre los matices más sutiles de la política.

—Está bien —a Pomponio se le ocurrió otra idea—. Mandúmero será reemplazado.

Bueno, era una decisión sensata. Ninguno de nosotros la discutió.

—Ahora que esta artimaña ha salido a la luz —dije—, tenemos que ponerle fin. Sugiero que dejemos de pagar a los supervisores como se ha hecho hasta ahora. En lugar de las tarifas por grupos basadas en la cantidad de personal que dicen tener, haremos que cáela uno de ellos presente una lista de nombres completa. Si no saben escribir en latín o griego, podemos proporcionarles un administrativo de los de la sección central —había pensado de antemano de qué manera podrían surgir otros tejemanejes—. Y alternarlos.

—De forma aleatoria —al menos Cipriano iba en mi misma línea.

—Cipriano, tú tendrás que involucrarte más. Sabes cuántos hombres hay en la obra. De ahora en adelante, tienes que refrendar las notas de los trabajadores.

Eso significaba que, si el problema persistía, el jefe de obras sería personalmente responsable.

Me pregunté por qué no había descubierto antes ninguna anomalía. Quizá sí lo había hecho. Era posible que lo hubiera estado escondiendo, aunque no parecía probable. Seguro que tuvo la sensación de que nadie le apoyaría. Partí de la base de que era responsable y dejé ese tema.

—Me gustaría saber por qué mantienes separadas a las cuadrillas —dije.

—Por razones históricas —respondió Cipriano—. Cuando vine aquí para erigir el nuevo proyecto, el grupo de los britanos ya estaba en el emplazamiento de la obra como equipo de mantenimiento. Muchos de ellos han trabajado aquí durante años. De hecho, algunos de los más veteranos construyeron la última casa a las órdenes de Marcelino; el resto son sus hijos, primos y hermanos. Habían formado unos equipos sólidos y muy unidos. No puedes dividirlos como si nada, Falco.

—En eso estoy de acuerdo, pero creo que tenemos que hacerlo. Fusionemos los grupos; dejemos que los trabajadores britanos vean que estamos enfadados; hagámosles saber que hemos discutido seriamente si despedirlos o no. Entonces los separamos y los distribuimos entre el sector extranjero.

—No, eso no lo voy a consentir —interrumpió Pomponio con altanería, sin ninguna lógica. Detestaba estar de acuerdo con cualquier cosa que viniera de mí—. Deja esto para los especialistas, Falco. Los grupos establecidos son una prioridad.

—Normalmente sí. Pero Falco tiene razón… —empezó a decir Cipriano.

Pomponio ignoró su comentario groseramente:

—Vamos a mantener el sistema actual.

—Creo que lo vas a lamentar —dije en tono frío, pero lo dejé ahí. Pomponio era el director del proyecto. Si decidía rechazar los buenos consejos, se le juzgaría por los resultados. Yo informaría a Roma tanto de mis descubrimientos como de mis recomendaciones. Si entonces los gastos de personal seguían siendo demasiado altos, Pomponio se iba a llevar una buena.

Me vino a la cabeza un asunto más amplio. Era peliagudo plantearlo estando presente Verovolco: me preguntaba si el rey Togidubno sabía lo de la mano de obra inexistente desde el principio. ¿Habría sido un acuerdo habitual durante años? ¿Se les cobró de más a los anteriores emperadores, Claudio y Nerón? ¿Fueron esos chanchullos, que nunca se descubrieron en Roma, algo rutinario hasta que la nueva vigilancia del erario público a las órdenes de Vespasiano los sacó a la luz; y por lo tanto el rey había permitido el fraude a sabiendas, como un favor a sus compañeros britanos?

Verovolco me miró. Quizá me leyera el pensamiento. Yo creía que era lo bastante inteligente como para darse cuenta de que, fuera lo que fuera lo que había estado sucediendo bajo el antiguo régimen, en esos momentos el rey tenía que aplicar mi paquete de reformas.

—Tenemos que llevar cuidado con Mandúmero —yo todavía intentaba imponer el orden físico. Lo que menos necesitábamos era un estallido de sabotaje—. En el caso de que Mandúmero haya estado compartiendo lo que sacaba con sus hombres, seguro que se solidarizan con él si es arrestado, por no hablar de su dolor por los ingresos perdidos. Podría conducir a «incidentes» de venganza.

—Entonces ¿qué sugieres? —dijo bruscamente Pomponio.

—Considerémosle responsable de los salarios perdidos. Recomiendo que lo llevemos escoltado a Londinio. Alejémoslo de aquí…

—No es necesario —Pomponio reaccionó una vez más con estúpida parcialidad—. No, no; aquí es donde podemos demostrar que somos magnánimos. Un gesto hacia la sensibilidad de los locales. ¡Diplomacia, Falco!

¿Diplomacia? ¡Y una mierda! Lo único que quería era llevarme la contraria.

—No puedes hacer que se quede en el distrito, donde resultará un foco de problemas. Los hombres beben en Noviomago todas las noches. Mandúmero estará allí sentado, incitándolos…

—¡Clávalo, entonces!

—¿Qué?

Pomponio había tenido otra idea descabellada.

—Cuelga a ese tipo en un crucifijo. Haz de él un ejemplo directo.

Dioses benditos. Primero ese payaso dirige la obra sin una pizca de severidad, y luego se convierte en un azote.

—Es una reacción exagerada, Pomponio. —La cosa era seria. Contábamos con la inquietante presencia de Verovolco, ya no la figura cómica, sino el testigo hostil cuyo conocimiento de esas locas maquinaciones romanas podía causarnos mucho daño—. La crucifixión es un castigo para delitos capitales. No puedo permitirlo.

—Yo dirijo esta obra, Falco.

—¡Si fueras un comandante de la legión en plena situación de guerra, eso podría pasar como excusa! Respondes ante las autoridades civiles, Pomponio.

—No en mi proyecto. —Se equivocaba. No podía estar en lo cierto. Pero el afligido silencio de Magno y de Cipriano confirmaba que Pomponio se saldría con la suya. Por desgracia, encerrar al director del proyecto no entraba dentro de mis competencias. Sólo Julio Frontino podía autorizar una medida tan drástica, pero el gobernador se encontraba a cien kilómetros de distancia. Cuando pudiera contactar con Londinio ya sería demasiado tarde.

—¿A qué tribu pertenece Mandúmero? —le pregunté a Cipriano.

—A la de los atrebates.

—¡Oh, bien hecho, Pomponio!

En cualquier provincia, habría sido un asunto bastante malo. Poner en evidencia a los habitantes locales como corruptos era algo que tenía que manejarse con mucha delicadeza. Por supuesto, tenía que haber un cabeza de turco público, pero ¿iba a ser él el chivo expiatorio de décadas de complicidad real y mala administración romana? Su castigo tenía que reflejar alguna ambivalencia.

Pomponio sonrió con serenidad:

—Todos los temas de diseño y competencia técnica, bienestar, seguridad y justicia son míos. Ya soportamos bastantes robos. El fraude organizado será castigado de manera drástica…

—¿Por qué no pones a un grupo de leopardos devoradores de hombres en el almacén con los perros guardianes? Podrías arrojar a los malhechores a las fieras en tu propia arena y dejar caer un pañuelo blanco con finura para dar comienzo a la diversión… pero no podemos hacer eso. —Sabía que tenía razón—. Sólo el gobernador de la provincia tiene autoridad pretoriana. Sólo Frontino está investido con la autoridad del emperador para ejecutar a los delincuentes. ¡Olvídalo, Pomponio!

Se echó hacia atrás. Ese día había tomado posición en un asiento de tijera, el símbolo de la autoridad. Juntó las yemas de los dedos. La luz se reflejaba en su enorme anillo de topacio. La arrogancia fluía en torno a él como si fuera la gruesa capa carmesí de un general.

—Tengo que decidir, Falco… ¡y yo digo que ese hombre muera!

Verovolco, que había permanecido en silencio de manera manifiesta, se levantó rápidamente y abandonó la reunión. No armó ningún alboroto. Pero su reacción fue clara.

—Directo al rey —dijo Cipriano entre dientes.

—Directo a la mierda para nosotros —gruñó Magno.

En Britania, donde el recuerdo de la gran rebelión llevaba camino de durar eternamente, las causas deberían de haberse grabado en la mente del arquitecto: violencia romana arbitraria a manos de funcionarios de poca importancia que no tenían ni sentimientos por las tribus ni criterio.

Allí en el sur, los atrebates no se habían unido a la reina Boadicea. Cuando Roma fue casi barrida fuera de Britania, los atrebates nos apoyaron como de costumbre. Los romanos que huían de las masacres de los iceni fueron bien recibidos, reconfortados y acogidos en Noviomago. De nuevo Togidubno ofreció a nuestro atribulado ejército una base segura en esa enardecida provincia.

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