Un día de cólera (31 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Histórico

—Creo que ya los hemos ablandado lo suficiente —apunta el general de brigada Lefranc, que está a su lado, observando la calle de San José con un catalejo.

—Esperemos un poco más.

Con el aliento del duque de Berg en el cogote, Lagrange, soldado frío y minucioso —por eso le ha encargado Murat resolver la crisis—, no quiere riesgos innecesarios. Los madrileños, con tan poca preparación militar que ni siquiera tienen milicias ciudadanas, no acostumbran a verse bajo las bombas; y el general francés está seguro de que, cuanto más prolongue el castigo, menor será la resistencia al asalto, que desea definitivo y final. Lagrange, fogueado militar de cincuenta y cuatro años, piel pálida y nariz aguileña enmarcada por patillas a la moda imperial, tiene experiencia en sofocar motines: durante la campaña de Egipto se encargó de aplastar sin misericordia, ametrallando a la multitud, la revuelta de El Cairo.

—¿No cree que podríamos avanzar? —insiste Lefranc, dando golpecitos impacientes en el catalejo.

—Todavía no —responde Lagrange, áspero.

En realidad está a punto de ordenar el ataque de la infantería, pero Lefranc —rubio, nervioso, poco hábil en ocultar sus emociones— no le cae bien, y desea mortificarlo. El general de división comprende que su colega, humillado al verse desplazado del mando, no sea el hombre más feliz de la tierra. Pero una cosa es el puntillo de pundonor, comprensible en todo militar, y otra el antipático recibimiento que le dispensó Lefranc, al extremo de ilustrarlo a regañadientes sobre la composición y distribución táctica de la tropa. De modo que el general de división, poco amigo de malentendidos en cuestiones de servicio, ha puesto firme al de brigada, recordándole sin rodeos que él no pidió el mando de esta operación, que las órdenes son directas y verbales del gran duque de Berg, y que en el ejército imperial, como en todos los ejércitos del mundo, el que manda, manda.

—Vamos allá —dice por fin—. Que sigan tirando los cañones hasta que la vanguardia llegue a la esquina. Después, a paso de carga.

Sus ayudantes traen los caballos de ambos generales; porque estas cosas, opina Lagrange, hay que hacerlas como es debido. Suena la corneta, redoblan los tambores, se despliega el águila tricolor, y los oficiales gritan órdenes mientras forman en columna de ataque a los mil ochocientos hombres del 6.
o
regimiento provisional de infantería. Casi el mismo número de efectivos —eso incluye el maltrecho regimiento del apresado Montholon y lo que queda del batallón de Westfalia— estrechan el cerco alrededor del parque y lo aíslan del exterior. En este instante, obedeciendo los toques de corneta y las señales del tambor, se intensifica el fuego de fusilería contra los rebeldes. A lo largo de la columna corren ya los acostumbrados vivas al Emperador con que el ejército francés suele enardecerse en cada asalto. Para encabezar éste, Lagrange ha conseguido un destacamento de gastadores, que utilizará para despejar obstáculos, y algunos mostachudos granaderos de la Guardia Imperial. Está seguro de que, puestos al frente con su reputación de imbatibles, esos veteranos arrastrarán con más eficacia a los bisoños. Con un último vistazo, envidiando el soberbio tordo jerezano que monta su colega Lefranc —requisado
manu militari
hace quince días en Aranjuez—, el pacificador de El Cairo monta en su caballo y comprueba que todo está a punto. Así que, satisfecho de la tropa espesa y reluciente de bayonetas que se extiende desde la plazuela de Monserrate hasta las Comendadoras de Santiago, se acomoda en la silla, afirma las botas en los estribos y pide a Lefranc que se sitúe a su lado.

—Ahora, si le parece, general —comenta, seco—, acabemos esto de una vez.

Diez minutos después, de la esquina de San Bernardo al convento de las Maravillas, la calle de San José es una hoguera. La humareda de pólvora se retuerce en espirales desgarradas por los fogonazos, y sobre el redoble de tambor y los toques de corneta franceses asciende el crepitar violento de la fusilería. Tiran contra esa neblina los hombres a los que el capitán Goicoechea dirige desde las ventanas altas del edificio principal del parque, y tiran cuanto tienen —disparos, piedras, tejas y ladrillos arrancados— los que, encaramados sobre la tapia, intentan obstaculizar mas de cerca el avance francés. Frente a la puerta, los cañones disparan bala rasa contra la columna enemiga, y en torno a ellos se agrupan los paisanos y soldados que el capitán Velarde saca del interior para enfrentarse a las bayonetas próximas.

—¡Aguantad!… ¡Por España y por Fernando Séptimo!… ¡Aguantad!

Artilleros, Voluntarios del Estado, paisanos y mujeres, empuñando fusiles, bayonetas, sables y cuchillos, ven surgir de la humareda, imparables, los chacós de los granaderos enemigos, las hachas y picas de los gastadores, los chacós negros y las bayonetas de la temible infantería imperial. Pero en vez de vacilar o retroceder, se mantienen firmes en torno a los cañones, arcabucean a los franceses casi apoyándoles los cañones en el pecho, a quemarropa; y un último tiro de cañón arroja, a falta de metralla, una lluvia de piedras de chispa para fusil que hace buen destrozo en la vanguardia francesa y le destripa el caballo jerezano al general Lefranc, dando con éste en tierra, contuso. Vacilan los franceses ante la brutal descarga, y al detenerse un instante se renueva el ánimo de los defensores.

—¡Resistid por España!… ¡Que no se diga!… ¡A ellos!

Acometen los más osados, lanzándose contra los granaderos, y se traba así un áspero combate en corto, cuerpo a cuerpo, a golpes de bayoneta y culatazos, usando los fusiles descargados como mazas. Caen muertos en esa refriega Tomás Álvarez Castrillón, el jornalero José Álvarez y el soldado de Voluntarios del Estado, de veintidós años, Manuel Velarte Badinas; y quedan heridos el mozo de carnicería Francisco García, el soldado Lázaro Cansanillo y Juana Calderón Infante, de cuarenta y cuatro años, que pelea junto a su marido José Beguí. Por parte francesa las bajas son numerosas. Impresionados ante la ferocidad del contraataque, retroceden los imperiales dejando el suelo cubierto de muertos y heridos, bajo el fuego graneado que les hacen desde ventanas y tapias. Luego, rehaciéndose, empujados por sus oficiales, hacen una descarga cerrada que diezma a los defensores y avanzan de nuevo, a la bayoneta. La fusilada, intensa y terrible, hiere sobre la tapia al paisano Clemente de Rojas y al capitán de Milicias Provinciales de Santiago de Cuba Andrés Rovira, que esta mañana vino acompañando a Pedro Velarde y a la gente del capitán Goicoechea. También mutila junto a la puerta del parque a Manoli Armayona, la muchacha que durante la última pausa del combate estuvo refrescando con vino a los artilleros, y hiere de muerte en torno a los cañones a José Aznar, que pelea junto a su hijo José Aznar Moreno —éste lo vengará luchando como guerrillero en las dos Castillas—, al guarnicionero sexagenario Julián López García, al vecino de la calle de San Andrés Domingo Rodríguez González, y a los jóvenes de veinte años Antonio Martín Rodríguez, de profesión aguador, y Antonio Fernández Garrido, albañil.

—¡Ahí vienen otra vez los gabachos!… ¡Hay que detenerlos, porque no darán cuartel!

El ímpetu del segundo asalto lleva a los franceses hasta casi tocar con la mano los cañones. No hay tiempo de cargar de nuevo las piezas, de modo que el capitán Daoiz, agitando en molinetes el sable sobre su cabeza, reúne a cuanta gente puede.

—¡Aquí, conmigo!… ¡Que les cueste caro!

Acuden alrededor, con desesperada resolución, el resto de la partida de Cosme de Mora, el crudo chispero Gómez Mosquera, el artillero Antonio Martín Magdalena, el escribiente de artillería Domingo Rojo, la manola Ramona García Sánchez, el estudiante José Gutiérrez, algunos Voluntarios del Estado y una docena de paisanos de los que todavía no huyen buscando refugio. Pedro Velarde, también sable en mano y fuera de sí, corre de un lado a otro, obligando a volver al combate a quienes se esconden en las Maravillas o dentro del parque. Saca así del convento, a empujones, al joven Francisco Huertas de Vallejo, a don Curro y a algunos heridos leves que habían buscado cobijo, y los hace unirse a los que defienden los cañones.

—¡Al que retroceda, lo mato yo!… ¡Viva España!

Continúa cuerpo a cuerpo el segundo asalto francés, bayonetas por delante. Nadie entre los defensores ha tenido tiempo de morder cartuchos y cargar fusiles, de manera que suenan algunos pistoletazos a bocajarro y se confía la matanza a bayonetas, cuchillos y navajas. Ahora, en corto, la ventaja de los enemigos no es otra que la del número, pues a cada paso que dan se ven acometidos por hombres y mujeres que lidian como fieras, borrachos de sangre y de odio.

—¡Que lo paguen!… ¡Al infierno con ellos!… ¡Que lo paguen!

Abaten de ese modo a muchos franceses; pero también, revueltos entre enemigos a los que golpean con los fusiles descargados o apuñalan, caen acribillados a tiros y golpes de bayoneta el artillero Martín Magdalena, el chispero Gómez Mosquera, los Voluntarios del Estado Nicolás García Andrés, Antonio Luce Rodríguez y Vicente Grao Ramírez, el sereno gallego Pedro Dabraña Fernández y el botillero de San Jerónimo José Rodríguez, muerto cuando acomete a un oficial enemigo en compañía de su hijo Rafael.

—¡Se han parado los franceses! —aúlla el capitán Daoiz—. ¡Resistid, que los hemos parado!

Es cierto. Por segunda vez, el ataque de los mil ochocientos hombres de la columna Lagrange-Lefranc se ve detenido ante los cañones, donde los muertos y heridos de uno y otro bando se amontonan hasta el punto de dificultar el paso. Una nueva andanada artillera —inesperada descarga hecha desde la calle de San Pedro— acribilla al estudiante José Gutiérrez, que se desploma milagrosamente vivo, pero con treinta y nueve impactos de metralla en el cuerpo. La misma descarga mata a la vecina de la calle de la Palma Ángela Fernández Fuentes, de veintiocho años, que combate bajo el arco de la puerta del parque, a su comadre Francisca Olivares Muñoz, al vecino José Álvarez y al paisano de sesenta y seis años Juan Olivera Diosa.

—¡Recargad!… ¡Ahí vienen otra vez!

En esta ocasión el asalto francés ya no se detiene. Gritando
«Sacré nom de Dieu, en avant, en avant!»
, los granaderos, gastadores y fusileros trepan sobre el montón de cadáveres, desbordan a los que defienden los cañones y alcanzan la puerta del parque. La humareda y los fogonazos de quienes todavía tienen armas cargadas se salpican de gritos y alaridos, chasquidos de carne abierta y huesos que se rompen, olor a pólvora quemada, exclamaciones, blasfemias e invocaciones piadosas. Enloquecidos por la carnicería, los últimos defensores del parque matan y mueren, rebasadas las fronteras de la desesperación y el coraje. Daoiz, que se defiende a sablazos, ve caer a su lado, muerto, al escribiente Rojo. El veterano cabo Eusebio Alonso es desarmado —un granadero enemigo le arrebata el fusil de las manos— y se desploma malherido tras defenderse con los puños, a patadas y golpes. Y cae también la manola Ramona García Sánchez, que provista de su enorme cuchillo de cocina tiene arrestos para espetarle a un enemigo: «Ven que te saque los ojos, mi alma», antes de que la maten a bayonetazos. En ese momento, cuando desde el interior del parque acude con refuerzos, un balazo mata en la puerta al capitán Velarde. El cerrajero Blas Molina, que corre detrás con el escribiente Almira, el hostelero Fernández Villamil, los hermanos Muñiz Cueto y algunos Voluntarios del Estado, lo ve caer al suelo y, desconcertado, se detiene y retrocede con los otros. Sólo Almira y el sobrestante de la Real Florida Esteban Santirso se inclinan sobre el capitán, y agarrándolo por un brazo intentan ponerlo a resguardo. Otra bala alcanza en el pecho a Santirso, que cae a su vez. Almira desiste al comprobar que sólo arrastra un cadáver.

Desde la calle, el joven Francisco Huertas de Vallejo ha visto morir al capitán Velarde, y también observa que los franceses empiezan a entrar por la puerta del parque.

«Es hora de irse», piensa.

Peleando de cara, pues no se atreve a dar la espalda a los enemigos, caminando hacia atrás mientras se cubre con el fusil armado de bayoneta, el joven intenta alejarse de la carnicería en torno a los cañones. De ese modo retrocede con don Curro García y otros paisanos, formando un grupo al que se unen los hermanos Antonio y Manuel Amador —que cargan con el cuerpo sin vida de su hermano Pepillo—, el impresor Cosme Martínez del Corral, el soldado de Voluntarios del Estado Manuel García, y Rafael Rodríguez, hijo del botillero de Hortaleza José Rodríguez, muerto hace rato. Todos intentan llegar a la puerta trasera del convento de las Maravillas, pero en la verja les caen encima los imperiales. Apresan a Rafael Rodríguez, huyen Martínez del Corral y los hermanos Amador, y cae don Curro con la cabeza abierta, abatido por el sablazo de un oficial. Forcejean otros, escapan los más, y Francisco Huertas acomete al oficial en un impulso de rabia, resuelto a vengar a su compañero. Penetra la bayoneta sin dificultad en el cuerpo del francés, y al joven se le eriza la piel cuando siente rechinar el acero entre los huesos de la cadera de su adversario, que lanza un alarido y cae, debatiéndose. Recuperando el fusil, despavorido de su propia acción, eludiendo los plomazos que zumban alrededor, Francisco Huertas da media vuelta y se refugia en el interior del convento.

Rodeado de muertos, cercado de bayonetas, aturdido por el estruendo del cañón y la fusilería, el capitán Daoiz sigue defendiéndose a sablazos. En la calle sólo queda una docena de españoles resguardados entre las cureñas, sumergidos en un mar de enemigos, ya sin otro objeto que seguir vivos a toda costa o llevarse por delante a cuantos puedan. Daoiz es incapaz de pensar, ofuscado por el fragor del combate, ronco de dar gritos y cegado de pólvora. Se mueve entre brumas. Ni siquiera puede concertar los movimientos del brazo que maneja el sable, y su instinto le dice que, de un momento a otro, uno de los muchos aceros que buscan su cuerpo le tajará la carne.

—¡Aguantad! —grita a ciegas, al vacío.

De pronto siente un golpe en el muslo derecho: un impacto seco que le sacude hasta la columna vertebral y hace que le falten las fuerzas. Con gesto de estupor, mira hacia abajo y observa, incrédulo, el balazo que le desgarra el muslo y hace brotar borbotones de sangre que empapan la pernera del calzón. «Se acabó», piensa atropelladamente mientras retrocede, cojeando, hasta apoyarse en el cañón que tiene detrás. Luego mira en torno y se dice: «Pobre gente».

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