Un día de cólera (38 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Histórico

Mientras Juan Suárez y el soldado Manuel García esperan en el patio del cuartel del Prado Nuevo, una cuerda de presos tirita bajo la llovizna en la parte nordeste de la ciudad. Se trata de paisanos apresados en el parque de artillería y otros lugares de Madrid: treinta hombres empapados y exhaustos que no han probado alimentos ni agua desde el combate de Monteleón. Ahora, tras haber sido llevados de las caballerizas del parque a los tejares de la puerta de Fuencarral, llegan al campamento de Chamartín. Rodeados de bayonetas, insultos y golpes de los franceses que salen de sus tiendas de campaña para mirarlos, cruzan el recinto militar y se detienen en la penumbra de una explanada, a la luz brumosa de dos antorchas clavadas en tierra.

—¿Qué van a hacer con nosotros? —pregunta el sangrador Jerónimo Moraza.

—Degollarnos a todos —responde Cosme de Mora, con fría resignación.

—Lo habrían hecho antes, en los tejares.

—Tienen toda la noche por delante… Querrán divertirse un poco, mientras tanto.


Taisez-vous!
—grita un centinela francés.

Los prisioneros cierran la boca. De Mora y Moraza son dos de los seis supervivientes de la partida del almacenista de carbón. Los otros los acompañan maniatados: el carpintero Pedro Navarro, Félix Tordesillas, Francisco Mata y Rafael Rodríguez. Se agrupan con los demás presos a manera de rebaño asustado, queriendo protegerse cada uno entre los demás, mientras un oficial francés con un farol en la mano se acerca y los mira detenidamente, contándolos despacio. Cada vez, al llegar a diez, da una orden a los soldados, que sacan a un hombre del grupo. Apartan de ese modo al cerrajero Bernardo Morales, al arriero leonés Rafael Canedo y al dependiente de Rentas Reales Juan Antonio Martínez del Álamo.

—¿Qué hacen? —inquiere, espantado, el carpintero Pedro Navarro.

Cosme de Mora se pasa la lengua por los labios en busca de unas gotas de lluvia. Aunque intenta mantenerse erguido y entero, teme que las rodillas le flaqueen. Cuando responde a la pregunta de Navarro, le tiembla la voz.

—Nos están diezmando —dice.

Apoyado en la barandilla del balcón de su casa, en la calle del Barco, el joven Antonio Alcalá Galiano escucha descargas lejanas de fusilería. La calle y las esquinas con la Puebla Vieja y la plazuela de San Ildefonso están a oscuras bajo un cielo negro y opaco, nuboso, sin luna ni estrellas. El hijo del héroe muerto en Trafalgar se siente decepcionado. Lo que su imaginación anunciaba por la mañana como aventura patriótica ha terminado en reprimenda materna y en melancólica desilusión. Ni las clases altas —la suya—, ni los militares, ni la gente de bien se han sumado al tumulto. Salvo raras excepciones, sólo el pueblo bajo quiso implicarse como suele, levantisco, irracional, sin nada que perder y al reclamo del río revuelto. Por lo que el joven sabe, todo queda sofocado por los franceses con mucha pena y poca gloria para los insurrectos. Antonio Alcalá Galiano se alegra ahora de no haber seguido el impulso de unirse a los sublevados: gente de mala índole, escasas prendas y pocas luces, como pudo comprobar cuando quiso acompañar por la mañana a un grupo de revoltosos. Por la tarde, vuelto a casa tras su breve experiencia motinesca, el muchacho tuvo ocasión de asistir a una conversación reveladora. Los vecinos de los barrios donde no había tiroteo estaban asomados a los balcones, procurando enterarse de lo que pasaba, y la calle del Barco era de las que se mantenían tranquilas por abundar en ella la gente acomodada y de clase alta. Charlaban de balcón a balcón la condesa de Tilly, que vive enfrente, y la madre de ésta, inquilina del cuarto piso de la casa donde los Alcalá Galiano ocupan el principal. Pasó entonces por la calle, vestido de uniforme, el oficial de Guardias Españolas Nicolás Morfi, conocido de la familia por ser gaditano.

—¿Qué hay del alboroto, don Nicolás? —preguntó desde arriba la de Tilly.

—Nada, señora mía —Morfi se había parado, sombrero en mano—. Usted misma lo ha dicho: alboroto de gente despreciable.

—Pues ha pasado un hombre hace rato, gritando que un batallón francés
se ha rendido todo
; y aquí, tan españoles como el que más, hemos aplaudido a rabiar.

Negó Morfi con una mano, despectivo.

—No hay nada que aplaudir, se lo aseguro. Son patrañas de cuatro insensatos. Murat, mal que nos pese, ha devuelto el orden… Lo mejor es mantenerse todos quietos y confiar en las autoridades, que para eso están. Cuando la gentuza se desmanda, nunca se sabe. Puede resultar peor que los franceses.

—Huy, pues mire. Me quedo más tranquila, don Nicolás.

—Mis respetos, señora condesa.

Poco después de asistir a ese diálogo, Antonio Alcalá Galiano, puesto el sombrero de maestrante para ir más seguro, dio un paseo sin que nadie lo inquietara hasta la calle del Pez, a fin de visitar a una señorita con la que mantiene relaciones oficiales. Allí, sentado con ella en el mirador de un segundo piso, pasó la tarde jugando a la brisca y viendo cómo las patrullas francesas registraban a los escasos transeúntes, obligados a llevar la capa doblada al hombro en previsión de armas ocultas. Al regreso, bajo un cielo encapotado que amenazaba lluvia, el joven se cruzó con piquetes imperiales cuya suspicacia crecía a medida que entraba la noche. Su madre lo vio llegar con alivio, ya dispuesta la cena.

—Tu paseo me ha costado cinco rosarios, Antoñito. Y una promesa a Jesús Nazareno.

La sirvienta retira ahora los platos de la mesa, mientras Antonio Alcalá Galiano permanece en el balcón, satisfecho, humeándole entre los dedos un cigarro sevillano de los que fuma uno cada noche y que, por respeto, nunca enciende delante de su madre.

—Quítate del balcón, hijo. Me da miedo que sigas ahí.

—Ya voy, mamá.

Suena otra descarga apagada, lejos. Alcalá Galiano aguza el oído, pero no oye nada más. La ciudad sigue a oscuras y en silencio. En la esquina de San Ildefonso se adivinan los bultos de los centinelas franceses. Un día agitado, concluye el joven. Pronto se olvidará todo, en cualquier caso. Y él ha tenido la suerte de no complicarse la vida.

A esa misma hora, a sólo una manzana de la casa donde Antonio Alcalá Galiano fuma asomado al balcón, otro joven de su edad, Francisco Huertas de Vallejo —que sí se ha complicado hoy la vida, y mucho— está lejos de tenerlas todas consigo. Su tío don Francisco Lorrio, en cuya casa se refugió después del combate y la accidentada fuga desde Monteleón, lo vio llegar con inmensa alegría, sólo enturbiada por el hecho de que el sobrino llevara en las manos un fusil que podía comprometerlos a todos. Sepultada el arma en el fondo de un armario, el doctor Rivas, médico amigo de la familia, ha limpiado y desinfectado la herida del muchacho; que no reviste gravedad, por tratarse de un rebote de bala que ni siquiera fracturó las costillas:

—No hay hemorragia, y el hueso sólo está contuso. El único cuidado será vigilarlo dentro de unos días, cuando se resienta la herida. Si no supura, todo irá bien.

Francisco Huertas ha pasado el resto de la tarde y el comienzo de la noche en cama, tomando tazas de caldo, tranquilamente abrigado y bajo los cuidados de su tía y sus primas de trece y dieciséis años. Éstas lo miran como a un Aquiles redivivo, y se hacen referir una y otra vez los pormenores de la aventura. Sin embargo, avanzada la noche, retiradas las primas y adormilado el joven, su tío entra en la alcoba, demudado el semblante y con un quinqué en la mano. Lo acompaña Rafael Modenés, amigo de la familia, secretario de la condesa de la Coruña y alcalde segundo de San Ildefonso.

—Los franceses están registrando las casas de la gente que anduvo en la revuelta —dice Modenés.

—¡El fusil! —exclama Francisco Huertas, incorporándose dolorido en la cama.

Su tío y Modenés lo hacen recostarse de nuevo en las almohadas, tranquilizándolo.

—No hay razón para que vengan aquí —opina el tío—, pues nadie te vio entrar, e ignoran lo del arma.

—Pero puede haber imprevistos —apunta Modenés, cauto.

—Ésa es la cuestión. Así que, por si acaso, vamos a librarnos del fusil.

—Imposible —se lamenta el muchacho—. Cualquiera que salga de esta casa con él, se expone a que lo detengan.

—Yo había pensado desmontarlo para esconderlo por piezas —dice su tío—. Pero si hubiera un registro serio, el riesgo sería el mismo…

Desesperado, Francisco Huertas hace nuevo intento de levantarse.

—Soy el responsable. Lo sacaré de aquí.

—Tú no vas a moverte de esa cama —lo retiene el tío—. A don Rafael se le ha ocurrido una idea.

—Los dos tenemos mucha amistad con el coronel de Voluntarios de Aragón —explica Modenés—. Así que voy a pedirle que mande cuatro soldados a esta casa, con cualquier pretexto, para que se hagan cargo del problema. A ellos nadie les pedirá explicaciones.

El plan se pone en práctica de inmediato. Don Rafael Modenés se ocupa de todo, y el resultado es de lo más feliz: por la mañana, apenas amanecido el día, cuatro soldados —uno de ellos sin fusil— se presentarán en la casa para beberse una copita de orujo ofrecida por el tío de Francisco Huertas, antes de regresar a su cuartel, cada uno con un duro de plata en el bolsillo y un arma colgada del hombro.

No todos tienen amigos con influencia para salvaguardar esta noche su libertad o sus vidas. Pasada la una de la madrugada, bajo la lluvia que rompe a ráfagas sobre la ciudad en tinieblas, una gavilla de presos empapados y deshechos de fatiga camina con fuerte escolta. Casi todos van despojados, descalzos, en chaleco o mangas de camisa. El grupo lo forman Morales, Canedo y Martínez del Álamo —los tres sorteados en el diezmo de Chamartín— y el escribano Francisco Sánchez Navarro. De paso por otros depósitos y cuarteles, se unen a ellos el sexagenario Antonio Matías de Gamazo, el mozo de tabaco de la Real Aduana Domingo Braña, los funcionarios del Resguardo Anselmo Ramírez de Arellano, Juan Antonio Serapio Lorenzo y Antonio Martínez, y el ayuda de cámara de Palacio Francisco Bermúdez. Casi al final del trayecto, en la plaza de Doña María de Aragón, se suman el palafrenero Juan Antonio Alises, el maestro de coches Francisco Escobar y el sacerdote de la Encarnación don Francisco Gallego Dávila, que tras pelear y ser apresado junto a las Descalzas acabó en un calabozo del palacio Grimaldi. Allí, el duque de Berg en persona le echó un vistazo al volver de la cuesta de San Vicente. Cuando se encaró con el sacerdote, Murat seguía descompuesto, furioso por los informes de bajas, aunque todavía resultara imposible calcular las dimensiones de la matanza.

—¿Eso es lo que manda Dios, cuga?… ¿Degamag sangue?

—Sí que lo manda —respondió el sacerdote—. Para enviaros a todos al infierno.

El francés lo estuvo mirando un poco más, despectivo y arrogante, ignorando la paradoja de su propio destino. Dentro de siete años será Joachim Murat quien, con mala memoria y peor decoro, derrame lágrimas en Pizzo, Nápoles, cuando lo sentencien a morir fusilado. Sin embargo, el lugarteniente del Emperador en España no ha sabido ver esta tarde, ante él, más que a un cura despreciable de sotana sucia y rota, con huellas de culatazos en la cara y un brillo fanático, pese a todo, en los ojos enrojecidos de sufrimiento y cansancio. Vulgar carne de paredón.

—Lo dice el Evangelio, ¿no, cuga?… El que a hiego mata, a hiego muere. Así que te vamos a fusilag.

—Pues que Dios te perdone, francés. Porque yo no pienso hacerlo.

Ahora, bajo la lluvia que arrecia, don Francisco Gallego y los demás llegan a las huertas de Leganitos y el cuartel del Prado Nuevo. Allí permanecen largo rato en la puerta, mojándose y temblando de frío, mientras los franceses reúnen dentro otra cuerda de presos. Salen en ella los albañiles Fernando Madrid, Domingo Méndez, José Amador, Manuel Rubio, Antonio Zambrano y José Reyes, capturados por la mañana en la iglesia de Santiago. También vienen maniatados y medio desnudos el mercero José Lonet, el oficial jubilado de embajadas Miguel Gómez Morales, el banderillero Gabriel López y el soldado de Voluntarios del Estado Manuel García, a quien antes de salir despojan los guardias de las botas, el cinturón y la casaca del uniforme. Una vez fuera del cuartel, el oficial francés que manda la escolta cuenta los prisioneros a la luz de un farol. Disconforme con el número, dirige unas palabras a los soldados, que entran en el edificio y a poco regresan con cuatro hombres más: el platero de Atocha Julián Tejedor, el guarnicionero de la plazuela de Matute Lorenzo Domínguez, el jornalero Manuel Antolín Ferrer y el chispero Juan Suárez. Puestos con los otros, el oficial da una orden y el triste grupo prosigue la marcha hacia unas tapias que están muy cerca, entre la cuesta de San Vicente y la alcantarilla de Leganitos. Son las tapias de la montaña del Príncipe Pío.

Esta misma noche, mientras el sacerdote don Francisco Gallego camina con la cuerda de presos, sus superiores eclesiásticos preparan documentos marcando distancias respecto a los incidentes del día. Más adelante, sobre todo después de la derrota francesa en Bailén, la evolución de los acontecimientos y la insurrección general llevarán al episcopado español a adaptarse a las nuevas circunstancias; aunque, pese a todo, diecinueve obispos serán acusados, al final de la guerra, de colaborar con el Gobierno intruso. En todo caso, la opinión oficial de la Iglesia sobre la jornada que hoy concluye se reflejará, elocuente, en la pastoral escrita por el Consejo de la Inquisición:

El alboroto escandaloso del bajo pueblo contra las tropas del Emperador de los franceses hace necesaria la vigilancia más activa y esmerada de las autoridades… Semejantes movimientos tumultuarios, lejos de producir los efectos propios del amor y la lealtad bien dirigidos, sólo sirven para poner la Patria en convulsión, rompiendo los vínculos de subordinación en que está afianzada la salud de los pueblos.

Pero entre todas las cartas y documentos escritos por las autoridades eclesiásticas en torno a los sucesos de Madrid, la pastoral de don Marcos Caballero, obispo de Guadix, será la más elocuente. En ella, tras aprobar el castigo «justamente merecido por los desobedientes y revoltosos», Su Ilustrísima previene:

Tan detestable y pernicioso ejemplo no debe repetirse en España. No permita Dios que el horrible caos de la confusión y el desorden vuelva a manifestarse… La recta razón conoce y ve muy a las claras la horrenda y monstruosa deformidad del tumulto, sedición o alboroto del ciego y necio vulgo.

Leandro Fernández de Moratín no ha salido de su casa de la calle Fuencarral. Se vistió por la mañana con desaliño y miedo, pues no quería que las turbas —a las que temía ver en su escalera, capitaneadas por la cabrera tuerta— lo arrastrasen por las calles en pantuflas y bata. Y así continúa esta noche, despeinado y sin afeitar, intacta la cena que le sirvió su vieja criada. El dramaturgo ha pasado las últimas horas sin moverse de la mecedora, desasosegado, unas veces intentando trabajar ante el papel en blanco mientras la tinta se secaba en el cañón de la pluma, otras con un libro abierto cuyas líneas era incapaz de leer. Todo el día fue un ir y venir al balcón, el alma en la boca, esperando noticias de los amigos, pero sólo el abate Juan Antonio Melón, su íntimo, acudió a visitarlo. La soledad y zozobra de Moratín se han visto acentuadas por el pavor ante los disparos, los gritos de paisanos exaltados, el ruido de la caballería francesa recorriendo las calles. En el corto tiempo que pasaron juntos, Melón quiso tranquilizarlo, contándole cómo los franceses reprimían los disturbios y la Junta de Gobierno publicaba las paces. Ahora, devuelto a la incertidumbre, con la noche asomada a los cristales del mirador como negra amenaza, Moratín no sabe qué pensar. Distanciado de las clases populares pese a su éxito teatral, detesta por educación y timidez la violencia ignorante, desaforada, de las clases bajas cuando se desmandan; pero al mismo tiempo se siente patriota sincero, y la escopetada francesa y las muertes de paisanos indefensos repugnan a sus sentimientos de español ilustrado.

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